El comentario del artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos exige, a mi juicio, una consideración previa, un intento de precisión conceptual o, al menos, terminológica, acerca de la cuestión clave: en qué sentido debemos entender la nota de universalidad que atribuimos a los derechos humanos, si es que se trata de algo más que un truismo si no, sencillamente, un pleonasmo.
A partir de esa base y a lo largo de estas páginas propondré que, pese a su carácter declarativo, este artículo primero contiene una propuesta, un suerte de mandato universalizante, al menos en el sentido moral y desde luego también en el jurídico, aunque no tenga fuerza vinculante.
Sobre el significado de la noción de universalidad de los derechos humanos.
Desde el punto de vista histórico-filosófico, la universalidad de los derechos es una idea regulativa y, por ende, un proceso, no un hecho. Por eso, en no pocas ocasiones he recurrido al término universabilidad, esto es, aspiración de universalidad o, si se prefiere, mandato, imperativo de universalización. Por tanto, doy por resuelta la objeción propia de un ralo pragmatismo que opone la nota de universalidad de los derechos con la evidente y amarga constatación del desmentido de los hechos. Una y otra se mueven en planos diferentes. La primera, además de idea regulativa desde el punto de vista histórico, es una exigencia del propio calificativo de humanos: si hablamos de derechos humanos, han de predicarse de todos los seres humanos y por tanto, conceptualmente, no pueden no ser universales, esto es, se han de atribuir a todos los seres que tengan la propiedad de humanos.
Cosa distinta, como sabemos, es que a lo largo de la historia no todos los seres humanos han sido considerados como tales e incluso se podría decir que hasta muy recientemente la mayoría de los seres humanos han sido excluidos de la condición de humanos. Para comenzar, las mujeres (es decir, la mitad de los seres humanos) y a añadir, los niños, las personas pertenecientes a grupos como poblaciones indígenas, minorías de todo tipo y, desde luego en buena medida, los extranjeros.
En realidad, esta constatación histórica nos conduce al verdadero banco de pruebas de la universalidad de los derechos, que es el reconocimiento de que la universalidad no puede confundirse con homogeneidad. Eso nos plantea la conciliación entre la pretensión de universalidad y la constatación de la diversidad social y cultural. Esto es, los derechos humanos se acreditan como universales cuando reconocemos como sujetos iguales de derechos a quienes se presentan y se reivindican como diferentes. Eso tiene mucho que ver con el debate en torno a lo que podríamos denominar la dialéctica de la alteridad o la dialéctica del reconocimiento del otro.
Si bien la condición de alteridad puede ser afirmada como rasgo ontológico de los seres humanos, sus manifestaciones son no sólo muy diversas sino incluso contradictorias, comenzando por las que tratan de negar la existencia de los otros o, al menos, por decirlo en un lenguaje filosófico-jurídico, su reconocimiento. En ese sentido, no podemos ignorar que la historia parece ofrecer contundentes testimonios de la voluntad de negar el reconocimiento del otro, basadas en una respuesta -que se diría instintiva- de rechazo o miedo a su presencia, como lo simboliza la categorización de la figura del extranjero, entendida como amenaza, las más de las veces nacida de la ignorancia y el prejuicio. Ello permite ese tipo de respuestas recurrentes históricamente ante la presencia del otro que consisten en su discriminación, su exclusión, o incluso su eliminación física, además de su explotación.
Esta, la de reconocimiento, me parece la categoría central en la respuesta normativa, jurídica y política, a la condición de alteridad. Podría sugerirse la tesis de que el proceso de universalización de los derechos, que es uno de los vectores del progreso de la civilización, tiene como símbolo el avance en el reconocimiento de los otros, que se concreta por medio del Derecho desde un indiscutible trasfondo ético. Por supuesto, hablo de un reconocimiento dialéctico que, en una primera fase, es negativo: la identificación del otro como distinto, incompatible, inferior. Pero ese reconocimiento negativo dará paso a la formulación de un principio básico de hospitalidad, que instaura una forma elemental de respeto al otro, un reconocimiento positivo, siquiera sea transitorio. Y a través de un costoso proceso, se abrirá camino otra modalidad de reconocimiento positivo estable y más extenso, que se traduce en la formulación de los otros como sujetos con los que cabe, primero, la negociación (el comercio, la mutualización de intereses) y luego la cooperación, que señalará el objetivo a alcanzar: la igualdad como sujetos.
La historia del reconocimiento del otro tiene, pues, modalidades muy diversas y aun contrapuestas porque, como mostrara Hegel mejor que Aristóteles, es esta una noción dialéctica. Pero la culminación de la evolución jurídica y política del reconocimiento es la consagración del otro como igual sujeto de derechos, desde su diferencia y no pese a ella, según ha insistido la versión contemporánea de esa teoría, encabezada por el filósofo canadiense Charles Taylor y reformulada en el ámbito jurídico-político por Will Kymlicka y, sobre todo, por Axel Honneth[1].
En todo caso, insisto, es imposible negar la recurrencia histórica de esa respuesta elementalmente negativa del reconocimiento, del rechazo ante la presencia de ese otro: sobre todo del otro que no se limita a existir en su lugar, sino que llega hasta nosotros, pretende vivir entre nosotros y, además, exige su reconocimiento como igual, esto es, quiere tener presencia como tal otro, se niega a desaparecer por aculturación/asimilación y exige ser aceptado como es, de modo que demanda el reconocimiento de igualdad en derechos desde su otredad, lo que en no pocas ocasiones supone el planteamiento de derechos de la diferencia y no sólo del derecho a la diferencia. En este caso nos encontramos ante una perspectiva filosófica que arranca del relativismo y niega la universalidad, que denuncia como máscara o coartada de un imperialismo cultural, jurídico, político.
En el origen de esa formulación negativa se encuentra la ontología conservadora del orden establecido (la opción Parménides, frente a la opción Heráclito, tal y como explicó Cassirer), que postula la cohesión y la homogeneidad social como condición de supervivencia y desarrollo. Dicho de otro modo, la aparición del otro, su presencia estable a nuestras puertas o entre nosotros, se ha visto abrumadoramente vinculada a la construcción de uno de estos dos únicos destinos: o es un enemigo y, por tanto, hay que acabar con él, o se somete a nosotros, asimilándose a nosotros forzadamente, convirtiéndose en nuestro esclavo. Puede decirse que, a lo largo de la historia, en nuestra tradición, la construcción del lugar del otro —en su relación con nosotros— está ligada a dos leit motiv, la dominación y la desigualdad. Eso no significa que sea la única opción: la historia nos enseña también que la pretendida homogeneidad social no es natural, sino que siempre tiene que ser impuesta, porque según advirtiera ya Heraclito, la realidad social es diversidad y, por supuesto, conflicto.
El argumento de fondo en esa construcción del otro siempre es el mismo, el de la desigualdad, que se sirve de la coartada de la diferencia (comenzando por la diferencia más visible), llevada hasta el extremo: el otro, qua diferente, no es humano como nosotros. Y para sostenerlo es preciso insistir, hacer visibles los rasgos que le diferencias de los nuestros, que son los verdaderamente humanos: es el proceso a través del cual deshumanizamos al otro, mediante el recurso de mostrar que sus características diferenciales de las nuestras implican su incompatibilidad con nosotros, los humanos. En todo caso puede decirse que, en no pocos sentidos, la conciencia de la existencia del otro y la consiguiente configuración de la alteridad, es uno de los ejes centrales de la historia del pensamiento filosófico, social y político. Y por supuesto lo es también en el ámbito de la creación artística. En estas páginas trataré de recordar algunos ejemplos que me parecen especialmente significativos en nuestra tradición literaria.
Pero, aun reconociendo que las más de las veces esa incompatibilidad se construye mediante la reducción del otro a su dimensión de amenaza, esto es, a la noción de enemigo, en el fondo, el argumento más eficaz es el de presentarle como radicalmente incompatible con nosotros, que tenemos el monopolio de lo humano. Es así como se presenta al otro como inasimilable, en cuanto bárbaro.
Todorov (por ejemplo, en Nosotros y los otros, o en El miedo a los bárbaros. Más allá del choque de civilizaciones), nos explicó muy bien los hitos doctrinales y las falacias de esa construcción del extranjero como bárbaro/salvaje/no humano, que se remontan a los orígenes de nuestra tradición grecolatina y que responden a la ignorancia, al prejuicio y al miedo ante lo desconocido, lo diferente, aquello cuya existencia pone en tela de juicio que la nuestra sea la única o, en todo caso, la mejor opción de vida, la superior.
Recordemos: lo que nos propone el origen griego del término bárbaro es precisamente su carácter ajeno a lo humano, que se define por la capacidad de hablar nuestro lenguaje: difícilmente pueden ser considerados como humanos aquellos que no saben hablar como nosotros y, en lugar de hablar, balbucean. Item más, quien no puede compartir nuestra lengua, no puede compartir el universo de valores en el que se basa la convivencia (un argumento que pervivirá siglos más tarde en la doctrina nazi del derecho penal del enemigo). El lenguaje, —en realidad, nuestro lenguaje— es la medida de lo humano. Todo aquel que no pertenece a mi comunidad —que se identifica mediante ese marcador primigenio que es el lenguaje—, no lo es. No saben hablar (la lengua, nuestra lengua) y, por tanto, son salvajes. Como no saben expresarse, no comparten nuestros valores, nuestras costumbres, nuestras instituciones, que nosotros presentamos como naturales y por ello universales, lo que nos permite así trazar la línea divisoria entre civilización y barbarie. Una línea roja que marca además nuestra legitimidad para imponer nuestro dominio en el mundo, nuestra ley, la de todo imperio que se ha presentado a sí mismo como centro del mundo: Roma, las potencias europeas, sí, pero también otres imperios: baste pensar, por ejemplo, en China o Japón.
La lengua supone la existencia de una comunidad que comparte ese instrumento, sin el que no puede haber comunicación, identidad, cohesión social. La dificultad de la comunicación entre comunidades que tienen diferentes lenguas es un tópico de la antropología cultural, que ha explicado los malentendidos que nacen de ello. Lo han hecho también la literatura y el cine. Desde el punto de vista literario basta mencionar las obras de Swift, Kafka u Orwell. Por lo que se refiere al cine, es imposible dejar de evocar las sarcásticas secuencias de ¡Mars Attacks!, de Tim Burton, sobre los malentendidos culturales que estarían tras el ataque de los marcianos a los terrícolas, o las páginas del relato de Ted Chiang Arrival, espléndidamente llevado al cine por Denis Villeneuve. Permítaseme mencionar ese relato del encuentro entre una civilización extraterrestre y los humanos, que tiene como protagonistas a una lingüista, a la que se ofrece un insólito trabajo como intérprete y a un físico teórico. El diálogo entre ambos, a propósito de qué es lo que nos permite definir a una civilización como tal, es muy ilustrativo: “El lenguaje”, sostiene ella. “La ciencia”, afirma contundentemente el físico. Y debaten sobre la hipótesis Sapir-Whorf, una versión extrema del condicionamiento de nuestro cerebro -de nuestra representación del mundo- por el lenguaje, lo que exige un profundo conocimiento de la mente del otro, para entender su lengua y, por tanto, poderle reconocer.
Hechas estas consideraciones, creo que podemos abordar el comentario del artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (DUDH).
La DUDH y la difícil universalidad: el artículo primero.
El artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice así:
“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.[2]
Como hemos visto, se trata, evidentemente, de una afirmación que debe ser tomada como expresión de una convicción o, por mejor decir, de una propuesta, no de una constatación.
Los redactores de la Declaración universal de los derechos humanos sitúan así la proclamación de la universalidad vinculada a varios conceptos: la igualdad y la libertad como atributos básicos de la condición de ser humano, que se expresa en la titularidad de dignidad y de derechos y postula el valor de fraternidad como exigencia ligada a dos capacidades que, a su vez, son presentadas como propios de los seres humanos, la razón y la conciencia.
La elaboración de la DUDH fue un mandato de la Asamblea General de la ONU en 1946. Un primer borrador fue examinado por el Consejo Económico y Social que encomendó a la Comisión de Derechos Humanos -presidida por Eleanor Roosevelt- la redacción de un anteproyecto de “carta internacional de derechos humanos”. A comienzos de 1947 el encargo quedó en manos de un Comité de redacción, que se amplió en marzo para quedar finalmente constituido por 18 miembros de la Comisión y presidido también por Eleanor Roosevelt[3]. Cabe destacar que, frente al tópico de una visión exclusivamente occidental, entre los 18 encargados de esa redacción había una notable pluralidad, desde el punto de vista nacional, cultural religioso e ideológico. El Comité de redacción encomendó a René Cassin que redactara el texto que se presentó en la sesión de la Comisión de derechos humanos en Ginebra en 1948 y por eso este texto de conoció como borrador de Ginebra.
Desde el punto de vista conceptual y en lo que toca a la universalidad, no es anecdótica la discusión acerca de la terminología del artículo primero, tal y como la presentó René Cassin, que reproducía la terminología del artículo primero de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789: “Les hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits”. Sin embargo, una de las tres mujeres que -además de Roosevelt -formaban parte de la Comisión de derechos humanos, la política y activista feminista de la India Hansa Metha, que luego sería vicepresidenta de la misma Comisión, advirtió de la necesidad de emplear un lenguaje inclusivo que así evitara que algunos Estados miembros restringieran o incluso excluyeran a las mujeres de la igualdad de derechos. Así, consiguió que la fórmula final fuese «todos los seres humanos nacen libres e iguales».
A mi juicio, la característica de la universalidad postula como imperativo universalizante lo que el filósofo Etienne Balibar[4] ha denominado la egalibertad, la igual libertad en derechos, exigencia basada en lo que razón y conciencia nos descubren, tal y como supieron hacer ver los estoicos. Me refiero a la común condición de pertenencia al género humanos, a la humanidad. Esa condición común es la que tiene reflejo en la universal fraternidad (hoy reformulada para añadir la sororidad) que es el motor del imperativo de reconocimiento de todo otro como igual, que genialmente supiera trasladar Beethoven, en su Himno a la alegría: que todos los hombres, todos los seres humanos, vuelvan a ser hermanos.
Transcurridos 75 años de la DUDH, parece cada vez más evidente la importancia, la necesidad de defender esa universalidad como un mandato, como tarea exigente y ambiciosa, de la que ni podemos ni debemos abdicar. El valor del mensaje de universalidad es el de luchar por conseguir que se reconozcan por igual todos y los mismos derechos a todos los seres humanos, cada uno desde su insustituible particularidad, desde sus diferencias. Lo que significa, claro, que la negación de su titularidad o la ausencia de garantía de alguno de esos derechos para alguno —en realidad para muchos— seres humanos, por razón de su sexo, de su pertenencia a un grupo étnico, nacional o religioso, o a una clase social, o por su opción sexual o de cualquier otro tipo, es una violación de los derechos de todos los seres humanos, es decir, de los nuestros.
Me parece asimismo evidente que, frente a las consabidas críticas por la ausencia de eficacia en punto al mandato universalizante de los derechos, la arquitectura institucional dispuesta por la ONU a lo largo de estas siete décadas, a partir de la Declaración, de los Pactos de Derechos Humanos de 1966 y del sistema de Convenciones y Comités, ha sido imprescindible para avanzar en esa aspiración de universalizar, esto es, de extender su reconocimiento y garantía a todos los seres humanos por igual. Comenzando por lo más necesario: la necesidad de eliminar todas las formas de discriminación contra las mujeres (incluyendo, claro, las formas de violencia que sufren por el hecho de serlo), que no por azar fue y sigue siendo el primer objetivo que se propuso la ONU en la tarea de reconocimiento, garantía y efectividad universales de derechos.
La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres, que acordó la Asamblea General[5], sigue siendo la herramienta jurídica más importante, probablemente junto al instrumento jurídico del que se dotó por su parte el Consejo de Europa, para prevenir y luchar eficazmentecontra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica[6]. Queda mucho por hacer, por supuesto. Pero si se mira a la situación en 1948, no es menos evidente cuánto se ha avanzado en esta exigencia imprescindible de civilizaciónque es la igualdad entre hombres y mujeres, como primera exigencia del mandato de universalización de los derechos humanos.
Ahora bien, una vez más conviene recordar que no hay avances irreversibles: ni en ésta, ni en las demás causas por los derechos humanos. Esa es una razón suficiente para que siga siendo necesario insistir en un mensaje, el del vínculo entre tomar en serio los derechos humanos y hacer lo propio con la democracia. Porque se trata de hacer entender que todos y cada uno de nosotros somos los verdaderos señores de los derechos, esto es, que no son concesiones que nos hace un soberano (en una Carta Magna), ni regalos otorgados por los académicos, los políticos, las ONG, los jueces o los funcionarios. Afirmar que los derechos son humanos, significa que son nuestros en el sentido de que todos nosotros por igual somos sus titulares y, por tanto, que todos y cada uno somos responsables de cuidar de ellos, de luchar con los medios que el Derecho pone a nuestro alcance para que esos derechos se mantengan y se fortalezcan. Y me gustaría recordar dos condiciones para que esa lucha sea eficaz.
La primera nos la enseña una y otra vez la historia. Casi siempre, los avances en los derechos se han originado en la razón de un solo individuo (como proponía Thoreau, o como postuló Olimpie de Gouges), o de unos pocos, que han expresado con firmeza y con argumentos su disidencia respecto a la opinión o al estado de cosas dominante. Pero si esa voz o voces aisladas no consiguen movilizar a la mayoría, el avance se enquista en conflicto o en debate para élites. Luchar por los derechos exige no tanto exhibir superioridad moral y recrearse en ella, sino más bien ser capaz de saber sumar, lo que quiere decir no sólo movilizar, sino convencer y negociar. Y eso me conduce al otro requisito para una lucha eficaz por los derechos.
Porque la verdadera condición previa, claro, consiste en saberlo y saberlo explicar. Ser conscientes de que los tenemos a nuestro alcance —a nuestro cuidado— y que depende de nosotros el que se vivan como tales. Eso quiere decir que, para luchar eficazmente por los derechos, primero es necesario educar en ellos, un objetivo que debe estar en el centro de cualquier programa político. Una exigencia que debe requerirse, en particular, en la formación de aquello a quienes profesionalmente hemos encomendado las tareas que hacen posible ese reconocimiento y garantía: jueces, fiscales, policía, funcionarios, profesores, profesionales de la comunicación.
Lo que pretendo recordar, una vez más, es que tomar en serio la obligación de educar en derechos humanos es mucho más que enseñar un conjunto de textos, un catálogo de derechos. Es aprender que las instituciones jurídicas y políticas (comenzando por leyes y tribunales) sólo adquieren sentido si sirven al objetivo de la mejor garantía de la igual libertad de todos. Se trata, insisto, de aprender a vivir los derechos, a servirse de ellos y también a defenderlos como lo que son: algo propio y, a la vez, común a todos. Frente a quienes se recrean en seguir glosando la aguda –y cínica– crítica de Bentham al calificar la noción de derechos humanos como “un sinsentido con zancos”[7]. Si queremos que el mensaje de los derechos humanos sea un mensaje de liberación por igual, para todos los seres humanos, no debemos utilizarlos como ladrillos para levantar muros, sino como puentes que nos ayuden a construir juntos una sociedad más decente.
Sobe la fuerza expansiva del mandato universalizante del artículo 1º de la DUDH en los Convenios internacionales y en los ordenamientos jurídico-constitucionales.
Aunque de suyo la DUDH, como es sabido, no tiene carácter de norma vinculante (más que indirectamente, a través de su reflejo en los Pactos internacionales de 1966 que obligan a los Estados parte en los mismos, como es el caso de España), la repercusión de este artículo 1º de la DUDH en los Convenios internacionales propios del sistema de Derecho internacional de la ONU, en los Convenios internacionales de derechos humanos de ámbito regional (el que más nos interesa, claro, es el europeo) y en los textos constitucionales de la segunda mitad del siglo XX, es indiscutible.
Un sencillo análisis lexicográfico acerca de la terminología adoptada para enunciar los derechos y libertades, a partir de la DUDH, nos muestra que se recurre a descriptores universales, ya sea en su forma positiva -“todos”, “toda persona”-, o negativa -“nadie”, “ninguna persona”-. cuando se trata de prohibiciones como la de la discriminación o la tortura. Lo mismo puede decirse, por ejemplo, del título 1º (“Derechos y libertades”) del Convenio Europeo de derechos humanos.
Por lo que se refiere a la recepción del mandato de universalidad en el ordenamiento jurídico constitucional español, es muy reveladora la técnica legislativa seguida en la redacción del Título Primero de la Constitución española de 1978 (“De los derechos y deberes fundamentales”), que pospone a la sección primera de su capítulo segundo (“De los derechos fundamentales y libertades públicas”) los derechos humanos universales, en cuyo enunciado sí están presentes esas versiones del descriptor universal: “todos”, “toda persona”, “nadie”, o se recurre al uso del impersonal. Pero, como digo, antes de hablar de derechos universales, se antepone un capítulo primero, que está dedicado a la distinción entre los españoles y los extranjeros, lo que no puede dejar de evocar la tradición del 89, que separaba canónicamente derechos del hombre y derechos del ciudadano, para en realidad sostener que la plena titularidad y la plena garantía de los derechos y libertades, su justiciabilidad, sólo opera en el caso de los que tienen la condición política de ciudadanos. Una distinción reforzada por la existencia de la sección segunda de este capítulo segundo, que se titula “De los derechos y deberes de los ciudadanos”.
La vía a través de la cual el mandato universalizante de los derechos humanos formulado en el artículo primero de la DUDH se incorpora al ordenamiento constitucional español es la dispuesta en el artículo 10 de la Constitución española de 1978[8], y así lo recogió la jurisprudencia constitucional desde temprana hora. En efecto, conforme dispone el fundamento jurídico 3 de la STC 53/1985, se trata del prius lógico y ontológico para la existencia y reconocimiento del sistema constitucional de derechos y libertades. El carácter universal de los derechos humanos enunciados en la DUDH, constituye, según la misma jurisprudencia, una suerte de línea roja o mínimo que todo estatuto jurídico debe garantizar, centrado en el núcleo de derechos universales que emanan directamente de la dignidad personal[9],
En cualquier caso, la fuerza expansiva del núcleo de dignidad obliga a una interpretación progresiva que reconoce como derechos universales a garantizar derechos pertenecientes al ámbito de los derechos económicos, sociales y cultural que, desde la tradición liberal, no se entienden vinculados al núcleo de la dignidad: son derechos tales como el derecho a la propia lengua, o el derecho de acceso a la salud y a una vivienda digna. Más importantes incluso me parecen los derechos ligados a la noción de bienes comunes, que me permito examinar con algún detalle para finalizar este comentario.
Se trata de bienes o necesidades de todos (desde luego de nuestros hijos, de las generaciones futuras, pero también de todos nosotros como especie y aun de la vida misma, del planeta) y de cuya relevancia hemos caído en la cuenta sólo recientemente, como consecuencia de la evolución de las nuevas tecnologías, aunque la semilla estaba puesta por el modelo de crecimiento económico propio del dominio de una lógica de mercado insaciable y realmente depredadora, que ha dado lugar a lo que conocemos como Antropoceno. Aparece así la conciencia de un interés común a todo el género humano, el del cuidado de la vida, la supervivencia no ya de nuestra especie, sino de otros seres vivos[10]. Esta es una de las líneas que ha sabido sacar a la luz lo que se conoce como “constitucionalismo ecológico”, que ha sido desarrollado sobre todo por el nuevo constitucionalismo latinoamericano, al que los europeos debemos prestar atención, aunque no falten aquí iniciativas que han puesto el acento en esa perspectiva[11].
Precisamente, lo característico de esos “nuevos bienes” que se encuentran amenazados hoy es que suponen una revisión de una noción ya existente en derecho romano, pero ahora desde la impugnación de que la regla jurídica aúrea a seguir sea el derecho de propiedad: ya no deben ser entendidos en los términos de bienes que no son propiedad de nadie (res nullius), sino como bienes comunes, imprescindibles, condiciones de la vida, algo que estaba presente en cierto modo en la escuela española del ius Gentium que, a su vez, recupera el mejor estoicismo, el que habla de los bienes comunes de toda la humanidad.
En definitiva, como se ha dicho, el leit motiv es subrayar la necesaria recuperación de lo común, como redefinición de lo público —a no confundir con lo estatal, por más que al Estado le compete un especial deber de tutela y promoción de ese ámbito—. A ese respecto, a mi juicio, la prioridad debería ser obtener un acuerdo sobre los bienes o necesidades que son imprescindibles para la vida pero que se encuentran hoy particularmente amenazados, sobre su reconocimiento y su protección, lo que incluye su justiciabilidad efectiva. Por eso, creo que vale la pena prestar atención a propuestas como las deLuigi Ferrajoli (inspiradas en los trabajos de la mencionada Comisión Rodotá) [12], De acuerdo con su análisis, esos son los nuevos derechos prioritarios: de un lado, bienes vitales naturales, como el agua, el aire incontaminado, el clima estable. Y de otro, bienes vitales sociales, fruto de nuestro ingenio e investigación, como la comida imprescindible, los fármacos esenciales, las vacunas. Unos y otros deberían estar sustraídos al mercado y en particular los naturales, bajo formas fuertes de garantía que recuperen su carácter extra patrimonium y extra commercium. Baste pensar, por ejemplo, en el escándalo del negocio de agua, que priva a una parte importante de la población mundial del acceso a un bien común indispensable. En coherencia con el mandato universalizante nuestro empeño debería centrarse en proteger estos bienes, incluso de forma aún más severa que los derechos fundamentales individuales y así garantizar el acceso universal a los mismos.
[1] Cfr. Charles Taylor Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, 1996. El multiculturalismo y la política del reconocimiento, FCE, 2003. Will Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, Oxford University Press 1991; Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías, Paidós, 1996; Axel Honneth, Struggle for Recognition. The Moral Grammar of Social Conflicts, Polity Press, 1996; Reconocimiento y menosprecio. Sobre la fundamentación normativa de una teoría social, Katz, 2010; La sociedad del desprecio, Totta, 2011; El Derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática, Katz, 2014; Nancy Fraser/Axel Honneth, ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político-filosófico, Morata, 2006.
[2] La repercusión de este artículo 1º en los Convenios internacionales propios del sistema de Derecho internacional de la ONU, en los Convenios internacionales de derechos humanos de ámbito regional (el que más nos interesa, claro, es el europeo) y en los textos constitucionales de la segunda mitad del siglo XX, es indiscutible. Un sencillo análisis lexicográfico acerca de la terminología adoptada para enunciar los derechos y libertades, a partir de la DUDH, nos muestra que se recurre a descriptores universales, ya sea en su forma positiva -“todos”, “toda persona”-, o negativa -“nadie”, “ninguna persona”-. cuando se trata de prohibiciones como la de la discriminación o la tortura. Lo mismo puede decirse, por ejemplo, del título 1º (“Derechos y libertades”) del Convenio Europeo de derechos humanos. Es muy reveladora la técnica del Título Primero de la Constitución española de 1978 (“De los derechos y deberes fundamentales”), que pospone a la sección primera de su capítulo segundo (“De los derechos fundamentales y libertades públicas”) los derechos humanos universales, en cuyo enunciado sí están presentes esas versiones del descriptor universal: “todos”, “toda persona”, “nadie”, o se recurre al uso del impersonal. Pero, como digo, antes de hablar de derechos universales, se antepone un capítulo primero, que está dedicado a la distinción entre los españoles y los extranjeros, lo que no puede dejar de evocar la tradición del 89, que separaba canónicamente derechos del hombre y derechos del ciudadano, para en realidad sostener que la plena titularidad y la plena garantía de los derechos y libertades, su justiciabilidad, sólo opera en el caso de los que tienen la condición política de ciudadanos. Una distinción reforzada por la existencia de la sección segunda de este capítulo segundo, que se titula “De los derechos y deberes de los ciudadanos”.
[3] El grupo inicial lo constituían Roosevelt, Peng Chung Chan y Malik, auxiliados por Humphrey. Desde marzo, entraron representantes de 5 Estados, todos ellos miembros de la Comisión: Australia, Chile, Francia, Reino Unido y la URSS, además de los tres miembros iniciales (China, EEUU y Libano): así, el jurista inglés Charles Dukes, el diplomático ruso Alexandre Bogomolov, el diplomático chileno Hernán Cruz, o el australiano William Hogdson.
[4] Cfr. Etienne Balibar, La igualibertad, Herder, 2017.
[5] Resolución 34/180, de 18 de diciembre de 1979
[6] Me refiero, claro está, al Convenio de Estambul, de 11 de mayo de 2011.
[7] “Natural rights is simple nonsense: natural and imprescriptible rights, rhetorical nonsense—nonsense upon stilts”, Falacias Anárquicas, OC, vol. 2.
[8] “Artículo 10: 1. La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. 2. Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.
[9] Así se enuncia, por ejemplo, en el fundamento jurídico 4 de la STC 242/1994, o en el fundamento jurídico 3 de la STC 57/1994. Es constante la referencia a ese núcleo indisponible de derechos, de carácter universal, ligados a la dignidad personal: véanse por ejemplo las SSTC 107/1984 y 99/1985.
[10] Es en ese sentido es en el que -como una parte del movimiento animalista- he postulado una concepción no especista de los derechos. Por ejemplo, https://www.infolibre.es/opinion/ideas-propias/hablemos-progreso-persona-no-humana_129_1238814.html y en definitiva, de la vida del planeta, como muestra el concepto One Health, acuñado por la OMS.
[11] Lo ha recordado en diferentes trabajos el profesor Luis Lloredo quien ha puesto en valor la aportación de la denominada Comisión Rodotá, en Italia, en 2011, a propósito de la lucha de movimientos sociales por el derecho al agua, entendido como ejemplo de esos “bienes comunes”, un tertium genus respecto a la clásica distinción entre bienes públicos y privados. Cfr. por ejemplo “Bienes comunes naturales en el proceso constituyente chileno”, Viento Sur, 2022. Se puede consultar en https://vientosur.info/los-bienes-comunes-naturales-en-el-proceso-constituyente-chileno/.
[12] Me refiero a su ensayo Por una constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada, Trotta, 2022.