2024: MEILLEURS VOEUX!!

Como saben mis amigos, en lo que se refiere a las felicitaciones navideñas, sigo la costumbre francesa que, sin dejar de felicitar esas fiestas, se centra en formular los <voeux>, los buenos deseos, para el año entrante. Y para ello trato de encontrar cada año una efeméride significativa.

En el próximo año 2024 conmemoramos, entre otros, el centenario de la muerte del gran Franz Kafka. Tiempo habrá en este año para leer y comentar algunas de las obras de este genio. Los juristas, en particular, tenemos una gran deuda con él…

En todo caso, en este tránsito al nuevo año -que es bisiesto- quiero invitar a todos los lectores e este blog a releer uno de sus breves relatos, que es una obra maestra. Se trata de su «Informe para la Academia» (publicado en la revista <Der Jude>, en 1917). Hay pocos textos literarios que cuenten con un incipit que atrape tanto como el de este Informe:

“Ilustrísimos señores académicos: es para mí un honor que me hayan invitado ustedes a presentar a esta Academia un informe sobre mi anterior vida de simio”.

El Informe que presenta Peter el rojo, que fué simio, pero no es reconocido como hombre pese a su enorme esfuerzo de asimilación, sigue el recurso que utilizaron Shakespeare con el judío Shylock o Montesquieu con el persa Usbek: dar voz al otro para que nos hable no tanto o no sólo de él, cuanto de nosotros mismos y de las contradicciones en la dialéctica del reconocimiento y la igualdad.

Y para que el año comience con sonrisa, os regalo tres de las maravillosas secuencias de Singin´ in the rain, la inmortal película de Stanley Donen, de cuyo nacimiento se cumplen 100 años en 2024…

Singin’ in the rain

Make´em laugh

Moses suposes:

¡¡Mis mejores deseos para todos en el año 2024!!

PASIÓN DE LOS FUERTES: EL DERECHO COMO TRATADO DE PASIONES (versión resumida de la Lectio pronunciada en la festividad del Día de la Facultad de Derecho, el 21 de diciembre de 2023)

Aquellos de entre ustedes que me conocen y me soportan -al menos los que llevan unos años haciéndolo-, saben que lo que más me gusta, mi pasión verdadera, es el cine. Por eso, no les extrañará el título que he elegido: Pasión de los fuertes, es, en efecto, un título inequívocamente fordiano, el de uno de los más aclamados westerns de la historia, que dirigió el maestro John Ford en el año 1946, aunque el título original es otro, My Darling Clementine.

Es verdad que había pensado en otro título, el Derecho como tratado de las pasiones. Quizá a los más ortodoxos les pueda parecer una salida de tono. Pero creo que a poco que se detenga a pensarlo, cualquier jurista, aunque no tenga la sensibilidad de novelista y poeta de la que hace gala nuestro Paco Blasco, caerá en la cuenta de que nosotros, a lo que nos dedicamos, es a las pasiones. Por supuesto, el código penal es un tratado de las pasiones. Pero, sin duda, también lo son el código civil y el mercantil. Lo es en no poca medida el Derecho laboral, y no me digan del constitucional y la ciencia política, con la pasión de poder como leit-motiv. Hasta el Derecho internacional, al que recorren también esa pasión de poder y la furia, como ha mostrado la profesora Ramón Chornet en un libro reciente a propósito de la llamada guerra contra el terrorismo…Se me ocurre que, quizá, si presentáramos los grados que se imparten en esta Facultad como tratados o narrativas de las pasiones, atraeríamos aún más público y nos financiaría Netflix, o Amazon, o Apple…Es una idea. Ahí la dejo.

Vuelvo a pasión de los fuertes, que me parece un lema particularmente adecuado para introducir mi digresión sobre las pasiones del Derecho. Les confieso que, debido a mi natural disperso, este fue sólo uno de los temas entre un batiburrillo de cuestiones que propuse al equipo decanal, sobre los que no conseguía decidirme, dudas que el Decano y la secretaria sobrellevaron con paciencia y hasta con buen humor. Al final, lo comenté con mi amigo Jesús Olavarría, que me aconsejó terminantemente que eligiera éste. Así que, si no les hablo de otra cosa y les aburro, me acojo a una responsabilidad solidaria…

Conste, para sentar las bases del discurso, que utilizaré el término <pasiones> en su acepción común en el discurso filosófico, psicológico y antropológico, desde Platón y sobre todo con la sistematización que ofrece la Etica de Spinoza. Recuerden que es Spinoza quien, además de su clasificación de pasiones primarias (el deseo, alegría y tristeza) y secundarias (las dos claves, el odio y el amor), dejó sentado aquello de que “nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”. El uso común suele contraponer el concepto de pasión con el de razón y añade la dimensión emocional fuerte, que conlleva a su vez las nociones de sentimiento, deseo o afección: es el sentido de pasiones que destaca la Real Academia en las acepciones 5, 6 y 7 del término: “Perturbación o afecto desordenado del ánimo” (cuyos sinónimos son emoción, arrebato, frenesí…); “Inclinación o preferencia muy vivas de alguien a otra persona (sus sinónimos serían preferencia, inclinación, predilección…); “Apetito de algo o afición vehemente por ello” (sinónimos: deseo, entusiasmo, vehemencia).

Para finalizar los prolegómenos les anuncio que dividiré mi exposición en dos partes.

En la primera (I), abordaré lo que podríamos llamar la paradoja básica sobre pasiones y Derecho: porque, si bien el tópico nos indica que el Derecho es una de las creaciones culturales cuyo propósito es moderar las pasiones (desde luego, aquellas que se consideran malas o, incluso, bajas pasiones: el odio, la ira, el resentimiento, la envidia, la codicia, los celos…), lo cierto es que, como he tratado de recordarles, ese tópico es desmentido en gran medida por lo que nos indica la experiencia, esto es que, en realidad y con frecuencia, el Derecho y el trabajo de los juristas parecen más bien guiados por esas pasiones.

Las pasiones, como anticipó Sófocles en su Edipo, que al decir de Foucault es el primer texto en el que se aborda la relación entre verdad, justicia, poder y pasiones, son la yesca del Derecho. Esta es una realidad que ha sabido mostrar la literatura desde momentos muy iniciales: junto a la ira, otras pasiones mueven el recurso al Derecho, como saben todos los juristas y también los que frecuentan la literatura o el cine jurídico: el resentimiento (les invito a releer la obra capital de Scheler sobre el resentimiento en la moral), la envidia, los celos, la codicia…un elenco que encontramos desde las comedias griegas a las de Shakespeare, y en toda la novela negra, así como en ese subgénero que son los relatos jurídicos. Por supuesto, en el cine….

Entre ellas, hay que mencionar ante todo la pasión por el poder, por la fuerza, que parece guiar la vida jurídica. Una pasión por el poder, por la dominación de los otros y de lo otro, que no se reduce sólo al ámbito político institucional, pues impera en las relaciones entre particulares y es capital para entender el origen y la evolución del Derecho privado. El protoderecho que es la propiedad, y que sirvió como paradigma para la noción de derechos públicos subjetivos, tiene mucho que ver con eso. Y me referiré también brevemente a cómo se supone que deben afrontar las pasiones los diferentes tipos de juristas, y entre ellos, desde luego, el juez, para referirme al tópico de la ecuanimidad y a la prevención con la que entre los juristas se ve la pasión de la empatía.

En la segunda parte quiero plantear dos pasiones jurídicas contrapuestas:

Primero, la que podríamos llamar pasión por el Derecho, que nace tantas veces del sentimiento jurídico de lo injusto y puede derivar en una verdadera patología, la del justiciero, que da lugar a algunos de los brocardos latinos más populares entre los juristas (summum ius, suma iniuria; fiat iustitia et pereat mundus…) y ha sido tan iluminada por la literatura -desde Aristófanes a Shakespeare, de Kleist a Kafka- y, por supuesto, en el cine y no sólo por ese subgénero, el del policía sucio, que simbolizan los personajes tantas veces encarnados por Charles Bronson o Clint Eastwood.

Después, hablaré de una pasión contrapuesta a ésta, lo que llamo la pasión contra el Derecho. De suyo, la tesis que pretende que el Derecho y los juristas son creaciones culturales propias de sociedades atrasadas, no es una novedad, al menos desde Hume, que vincula Derecho y escasez y por tanto pronostica que la utilidad del Derecho decaerá cuando se consiga superar la escasez, una tesis que repetirán Saint-Simon y Comte y que alcanza su expresión más eficaz en Marx, que pretende sustituir la dominación de las personas por la administración de los recursos, en una sociedad en la  que cada uno aporta según su capacidad y recibe según sus necesidades. En lugar de Derecho y los juristas, la economía, la administración, las nuevas tecnologías y sus algoritmos, la estadística, la sociología y la biotecnología.

En su versión más vulgar y populista, esta pasión que pretende sustituir al Derecho como algo obsoleto, tiene hoy manifestaciones como ese descabellado propósito de desjudicializar la política, como si la política fuera (aún más, como si debiera ser) una realidad autónoma, ajena al Derecho, la moral, o la ideología. Una pretensión, a mi juicio, en el fondo ideológica y difícilmente democrática, además de ignara.

(I)

LA PARADOJA DE LAS PASIONES Y EL DERECHO

Vayamos con la paradoja del Derecho como instrumento o como remedio contra las pasiones. O, si se quiere, de las pasiones como motor o como enemigo del Derecho.

Les decía que, si me ha parecido oportuno utilizar la metáfora de “pasión de los fuertes” para hablar de pasiones y Derecho, es sobre todo porque el Derecho suele ser visto -y así es experimentado por sectores importantes de la población-, como un instrumento particularmente útil y eficaz, al servicio de la pasión de poder, que es quizá la primera de las pasiones que alimentan el recurso al Derecho. lo que es lo mismo que decir la pasión de quien tiene más fuerza.

Esta pasión de los fuertes se encuentra ya en lo que podemos considerar texto fundacional de nuestra tradición cultural, la Ilíada de Homero. Es digno de señalar que ese hito clave de nuestra cultura sea un poema sobre la épica de la forma extrema de fuerza, la guerra, cuyo primer verso evoca el formidable poder de una pasión, la ira, la cólera de Aquiles: Μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος.

En esa tradición se inscribe el hilo conductor que nos presenta al Derecho como un ejercicio de la fuerza más allá de la razón o con independencia de ella, impuesto, claro está, por quien tiene el mayor grado de fuerza. Esa es una discusión nuclear para los juristas, desde que Platón la pusiera en boca de los sofistas Trasímaco y Calicles, aunque quizá entre los juristas la referencia más conocida al vínculo entre fuerza, pasión de poder y Derecho sea la de la fórmula de Juvenal, “sic volo, sic iubeo: stet pro ratione voluntas” (Saturae, 6, 223): esto es, el Derecho como manifestación de la voluntad del poderoso, del imperium. Aunque, como hiciera ver Nietzsche, se le puede dar la vuelta al argumento y sostener que el Derecho es fruto de otra pasión, la del resentimiento y por eso lo entiende como un recurso desesperado de los débiles, del rebaño, para hacer frente al poder de los fuertes. E incluso cabe una vuelta de tuerca más, la que nos propone Ferrajoli al señalar que el Derecho encuentra su justificación precisamente cuando encarna la “ley del más débil”, como tituló su conocido ensayo publicado en 2022.

La discusión sobre Derecho, razón y fuerza enfrenta a diversas concepciones del Derecho, como el iusnaturalismo y el positivismo jurídico y dentro de éste a las concepciones normativistas y a las realistas. En particular, la visión soi-dissant  realista, la del stet pro ratione voluntas, la del Derecho como instrumento de la pasión del más fuerte, tiene hitos de prestigio en la historia de nuestra civilización. No digamos, a propósito de esa manifestación suprema del ejercicio de la fuerza, pretendidamente secundum ius, que es el ius ad bellum y que conduce a la justificación de la guerra por medio del Derecho, el oxímoron de la guerra justa. Pero de esto hemos hablado otro día…

En todo caso, la triple tensión entre fuerza, razón y Derecho quizá encuentra su mejor solución, o la menos mala, en el famoso aserto de Radbruch que a mí me gusta citar con ocasión y sin ella (Macht, ohne Recht, gilt nichts in dieser Erden; Recht, ohne Macht, kann niemals Sieger werden…).

Ahora bien, cabe otra visión del Derecho como pasión de los fuertes, la que insiste en que el verdaderamente fuerte acepta el control del Derecho, porque en él reside la clave de la durabilidad del poder, que es no tanto la auctoritas, sino el aceptar cierta auto-restricción, la que supone la aparición de la noción de Estado de Derecho, que desarrolla la crítica al poder solutus a(b) legibus, propio del ancien regime. Es la paradoja que consiste en entender que sólo seré verdaderamente fuerte y sólo podré asegurar mi pasión de poder, si recurro al Derecho, si pongo al Derecho por encima del poder. Una pasión razonable, pues.

Ese es el enfoque políticamente correcto, el más habitual, de la relación entre el Derecho y las pasiones, que consiste en sostener que el Derecho nace aparentemente para enfrentarse a esos motores individuales y sociales que son las pasiones, que producen daño, para tratar de domeñarlas. Es el dictum que nos legara nuestro Juan Luis Vives, que dejó escrito que el Derecho puede alcanzar poco más que “sujetar las manos y la ira”. Algo que, bien pensado, no es poco: no se trata de eliminar las pasiones –una tarea, por lo demás, imposible- sino de someterlas a la razón, mediante hábitos virtuosos. Pero, desde luego, esos hábitos virtuosos muchas veces no se conseguirán si no es con el recurso a la fuerza: no hay Derecho sin espada, como bien muestra la iconología clásica.

El proyecto de una convivencia pacífica de contrarios, les recuerdo, encuentra distintas vías civilizatorias. La de la paideia, la buena educación consiste en enseñarlas, aprenderlas y hacerlas propias. La del Derecho, más realista, consiste en proponerlas como normas, esto es, con el refuerzo de la fuerza, la coacción, que permite imponerlas. El peso de la fuerza que acompaña inexorablemente al Derecho, disminuirá en la medida en que el proceso civilizatorio alcanza lo que llamamos legitimidad democrática del Derecho: es decir, en la medida en que lo que se propone como pautas de comportamiento (hábitos virtuosos) se haya convertido en virtudes cívicas exigibles y aceptables, y lo son, deben serlo, en primer lugar entre los juristas, y en particular entre los jueces. Eso sucede cuando se proponen como pauta a seguir comportamientos que la mayoría acepte, racionalmente, como virtuosos, en el sentido de imprescindibles e incluso deseables para los objetivos de convivencia que se han decidido por común (mayoritario) acuerdo.

Y esta exigencia refuerza el modelo del jurista ecuánime, que sabe refrenar las pasiones sin contagiarse de ellas. Es el ideal del jurisconsulto romano que nos lega un propósito de objetividad (mal entendido como neutralidad y, aún peor, como asepsia valorativa), propio de una cierta cultura jurídica, la del positivismo legalista, impulsada por el anhelo de evitar que los operadores jurídicos por excelencia, los jueces, pudieran poner palos en la rueda legal de la revolución que ha acabado con el antiguo régimen y que se concreta, claro está, en ese brocardo de Montesquieu que nos presenta a los jueces como boca muda de ley.

Pues bien, a mi juicio, frente a ese juez mecánico, artificial, el modelo de juez por el que nos debemos inclinar es el de aquel que, conociendo las pasiones e intereses y siendo él mismo sujeto de esas pasiones e intereses, las somete a control para saber realizar su función de mediación en los conflictos, lo que no será posible si, además de la observancia de la ley que le vincula y le da la legitimidad en su tarea de mediación, no lleva a la práctica esas virtudes que equilibran las pasiones. Y es ahí donde cabe plantear la importancia de la capacidad de empatía, de compasión, en la tarea del jurista. Algo que tiene mucho que ver con la pietas romana, siempre que no la confundamos con el sucedáneo paternalista de la conmiseración. Lo entendió bien una de nuestras mejores juristas, Concepción Arenal, que acuñó el brocardo <odia al delito y compadece al delincuente>.

La compasión pude ser entendida como pasión jurídica si descarta el paternalismo y se convierte en capacidad empática, ese ponerse en los zapatos del otro, conforme al famoso alegato de otro personaje literario modelo de juristas, el Atticus Finch de Matar a un ruiseñor. Pero no es fácil hacerlo sin incurrir en sentimentalismos baratos. No es fácil guardar la ecuanimidad que se espera del jurista, su capacidad para embridar las pasiones, y en particular la ecuanimidad que se espera del juez, que se ve a su vez ante la exigencia del difícil equilibrio de cordura y pasión en la función de juzgar.

(II)

PASIÓN POR Y CONTRA EL DERECHO

En esta segunda parte, como he adelantado, quiero ocuparme de dos pasiones contrapuestas: la pasión por el Derecho, que algunos calificarían de pasión por la justicia, y la pasión contra el Derecho.

Para ilustrar la primera y sobre todo su patología, echaré mano de una narrativa que puede considerarse un hilo conductor de la filosofía jurídica, tal y como dejó claro quien, en mi opinión, es uno de los más grandes juristas, Rudolf Ihering, en su recurso al relato de von Kleist, Michael Kohlhaas, con el que ilustra su tesis de la lucha por el Derecho.

Como he anticipado, este un hilo que recorre la literatura clásica, desde Aristófanes y Sófocles a Shakespeare y Cervantes, de Dostoievski a Kafka, hasta esos contemporáneos descendientes del Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle que son los relatos jurídicos de von Schirach (un autor por quien comparto entusiasmo con mi amigo Pepe González Cussac). Como seguro que recuerda este ilustrado auditorio, la sabiduría jurídica clásica condensó los riesgos de esa pasión extrema por el Derecho (entendido como justicia, la pasión del justiciero, si quieren ustedes verlo así) en dos brocardos: summum ius, suma iniuria, y fiat iustitia et pereat mundus

En la lista de esos justicieros que viven esa pasión que llega a ser obsesión por la justicia, que desborda las riendas de la razón, el primero sería, según escribe mi amigo F. Ost, un personaje de Aristófanes, el juez Filocleón, junto a la Antígona de Sófocles. En esa línea se inscriben el Shylock de Shakespeare y, sobre todo, el justiciero por excelencia, Don Quijote. Un personaje que se autodefine en una famosa cita que muchos llegamos a aprender de memoria: “y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando entuertos y desfaciendo agravios”. Recordarán cómo Cervantes retrata, por ejemplo, los desastrosos y contraproducentes efectos de esa pasión desmedida por la justicia en el famoso episodio de los galeotes, en el que, una vez más contrasta la actitud más legalista que encarna Sancho -propia de un formalismo jurídico apegado a la práctica más común-, frente a la pasión -compasión- que representa nuestro caballero.

Creo que hay que estar ciego para no detectar hoy el crecimiento exponencial de ese anhelo del Derecho que ejemplifican los justicieros, como Shylock: cómo crece sin medida la pasión litigante, cómo florece la pasión legiferante, reglamentista sobre los aspectos más nimios, hasta qué punto bordeamos esa otra pasión de monopolio del Derecho que lleva al extremo del RichterStaat, un gobierno de quienes en puridad no deben ser gobernantes sin guardianes, los jueces, o como la pasión vindicativa propia del justiciero, al que da alas el populismo penal, desarrolla una marea prohibicionista que, a 50 años de mayo del 68 y de su prohibido prohibir, parece querer prohibir, castigar  y cancelar sin descanso. Incluso en ese templo de la libertad de cátedra, de expresión y crítica que debieran ser las aulas universitarias.

Hablemos ahora de lo que llamo pasión contra el Derecho. La pasión contra el Derecho viene de lejos. La experiencia del terribile diritto, que dijera Rodotá, genera pasiones negativas frente al Derecho (miedo, desconfianza, e incluso ira antijurídica), aunque en no pocas ocasiones de forma contradictoria, como creo que sucede hoy, tal y como se ejemplifica sobre todo en las redes sociales, pero también en no pocos medios de comunicación tradicionales: prensa, radio, televisión.

Y es que asistimos hoy a una corriente que fomenta un descrédito o desconfianza generalizada sobre el Derecho, que generalmente se presenta como miedo ante la fuerza del Derecho, pero que a veces alcanza otro grado, otra pasión: la furia contra el Derecho, al menos contra quienes nos dicen qué es Derecho. Y, entre ellos, abogados y jueces, contra los que nuestro refranero nos previene (“tengas pleitos y los ganes”). Es lo que ejemplifica Shakespeare en boca del carnicero Dick de su Enrique VI: “Let’s skill all the lawyers!”.

Describiría esa pasión hodierna como un menosprecio por el Derecho que no procede de las trincheras ideológicas habituales (las tesis anarquistas, comunistas o libertarias) sino muy otras: por ejemplo, ciertas versiones del nacionalismo, ciertas versiones del feminismo. Lo que tienen en común aquellas impugnaciones y estas otras es sostener que todo el derecho existente está fatalmente contaminado de virus que imponen su debelación: el de clase, el de la nación-Estado, el del hetero-patriarcado.

Este menosprecio por el Derecho se alienta también desde las alturas –o abismos, quizá- de la ciencia, en particular de parte de un tipo de científicos sociales al alza (mediáticos, digámoslo), a los que no se les cae de la boca la advertencia sobre lo importante que es “la política” y la necesidad de superar el torpe recurso al Derecho y a sus instrumentos, algo secundario, claro. Una displicente actitud a la que no son ajenos no pocos periodistas y comunicadores.

Hablo, por ejemplo, de esos escenarios que dominan escribidores y locutores (me cuesta llamarles periodistas) que jalean el linchamiento de jueces machistas, prevaricadores, corruptos y demás despreciable ralea y que nos explican –desde su contacto privilegiado con la realidad y, al parecer, de su dominio sobre los más recónditos arcanos del Derecho- cuándo tal o cuál comportamiento es ilícito, cuándo es justa o abominable una sentencia (que no acostumbran a leer, ya no digo estudiar, sino que critican en el momento mismo en que se anuncia), todo ello adornado con insólitos conocimientos procesales, que deben sobre todo a gargantas profundas de los pasillos de tribunales, más que a las aburridas y nada glamourosas horas de estudio. Y lo hacen porque dicen que ellos sí que saben lo que piensa y quiere como justo la calle, que sería algo muy distinto de lo que han secuestrado como justo los clérigos que administran (usurpan) el (verdadero) Derecho.

Aún más preocupante me parece el caso de admirados politólogos que, desde la tribuna de la ciencia (que muchas veces parece más bien púlpito de predicador) nos aleccionan sobre cuándo hay un delito de rebelión, sedición o simplemente una manifestación cívica con algún toque gamberro, a base de lecturas de Wikipedia sobre el Código Penal, como si el Derecho no mereciera mayor atención.

No me resisto a apuntar, por cierto, que aún estamos esperando que esos gurús nos expliquen cómo se puede hacer política, no ya excelsa sino simplemente civilizada –es decir, algo mejor que la nuda imposición de la voluntad del que más puede–, sin el recurso al Derecho. Y que nos expliquen también dónde quedarían los intereses del común –no digamos de los más vulnerables- si todo fuera negociación (“pónganse a hablar”, conminan esos iluminados), olvidando que, si se trata de negociar sin más, como pregonan, más allá de los tediosas y estériles normas, instituciones, procedimientos y sanciones del artefacto jurídico, la palabra quedaría como atributo exclusivo de los que están de facto en condiciones de hacer o dictar el negocio. Monopolio de una élite que ya no son reyezuelos perezosos y viciosos, ni tampoco juristas entogados, sino elegantes CEO y ejecutivos con más desprecio e ignorancia por las necesidades y preocupaciones del común de los mortales que la que exhibían aquellos déspotas con los que aún quieren asustarnos.

Claro, lo de negociar adquiere un tinte distinto si se trata de negociar bajo el imperio del Derecho (hablo del Estado de Derecho), lo que, por cierto, no tiene nada que ver con esa pretensión –a mi juicio, inaceptable– de “negociemos sin condiciones previas” que se ha presentado en tantas ocasiones en nuestro país. Eso, a mi juicio, es incitar al enfrentamiento de pasiones, a ver quién resiste y puede más, reafirmándose en las suyas.

Termino. Al cabo, lo que podemos aprender de este sumario recorrido es que la ambición de que el Derecho represente el dominio de la razón sobre las pasiones, hasta alcanzar el objetivo de erradicarlas, es una pretensión vana. A lo que el Derecho puede aspirar, insisto, es a racionalizar y sujetar las pasiones mediante la mediación de normas e instituciones que permitan obtener acuerdos respetables.

Porque las pasiones no desaparecen: siguen ahí, presentes en todos los ciudadanos y son más difíciles de someter o incluso de regular y controlar cuando se trata de quienes tienen poder. También, evidentemente, en los propios juristas, por más que a ellos les exigimos un plus, que está implícito en esa iconografía de la justicia a la que ya me he referido: además de la espada, la balanza, el equilibrio, nos habla de esa racionalización de las pasiones, como también la venda que cubre los ojos de la justicia. En caso contrario, la espada con que se adorna nos parecería una exacción y, como planteara San Agustín, no habría al cabo distinción entre el mandato del Derecho y el de una banda de ladrones.

La consecuencia es clara: hay que tratar de formar a los juristas en el conocimiento de las pasiones, de las propias y las ajenas y en los medios para embridarlas bajo el mandato de la razón. Hay que saber domeñar las pasiones mediante el recurso a una noción que permite la negociación en lugar de abocar a la nuda confrontación: Es la noción de intereses, que debe llevar a examinar cómo conjugarlos y establecer preferencias e incluso detectar y crear intereses comunes, como supieron hacer los fundadores de la UE. En ello, a la lección de Jhering hay que sumar la de Hirschmann, en su obra de referencia sobre pasiones e intereses en el capitalismo, un autor por el que comparto admiración con mi amigo Juan Romero.

Y, sobre todo, hay que vigilar con la mayor atención las pasiones de quienes tienen el poder de decidir sobre nosotros, desde el Derecho.

Simone Weil, en su luminoso ensayo sobre la Ilíada pone de manifiesto que la acción de la fuerza somete tanto a vencedores como a vencidos. Entre los resquicios del imperio de la fuerza, sin embargo, aparece de forma casi milagrosa la gracia. Esa es la enseñanza más importante del poema homérico: la lección última de la Iliada es la transformación de la cólera de Aquiles, gracias a la compasión hacia Priamo, en pietas, piedad por los muertos, piedad por las familias de los muertos, la piedad que vence a la crueldad. La esperanza está en la pasión común nacida de la común convicción acerca de la fragilidad humana, la condición común de humanidad, una piedad que nos hace capaces de no sucumbir a la fascinación de la fuerza.

UNA CELEBRACIÓN EXIGENTE (En el 75 anivrsario de la DUDH) (Versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 20 de diciembre de 2021)

La Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), ¿un disparate con zancos?

En la última semana hemos leído no pocos comentarios que negaban razón para celebrar el 75 aniversario de Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH): no, mientras continúa sin esperanza el recuento de decenas de miles de civiles palestinos muertos por la guerra sin cuartel desatada por el gobierno Netanyahu tras los asesinatos y torturas a más de mil civiles israelíes víctimas de Hamás. No, mientras las niñas y mujeres afganas pierden toda esperanza de una mínima dignidad, como no parece haber esperanza tampoco para las poblaciones de Haití, de Mali o Yemen, o los centenares de miles de indígenas en todo el continente americano, de Canadá a Chile. No, cuando según los datos del Banco Mundial, 1300 millones de personas viven por debajo del umbral de pobreza (con menos de 2,15 dólares al día) y 700 millones en la pobreza extrema (con menos de 1,90 dólares al día).

Ya en el momento de la Declaración de Derechos de 1789, Bentham criticó la idea de derechos naturales de los seres humanos como un “disparate con zancos” (non sense upon stilts), una más de las falacias que denunció, porque entendía que la noción de derechos carecía de sentido a no ser que fueran legalmente exigibles: en caso contrario, como le parecía respecto a la idea de derechos naturales o a los derechos proclamados en 1789, se trataba de una proclamación retórica carente de utilidad real y, por tanto, frustrante. 

Ese escepticismo sobre lo que a tantos les parece una ingenuidad, un ejemplo de retórica idealista, subyace a muchos de los alegatos que, con motivo del aniversario de la DUDH que se ha cumplido esta semana, invitaban a rechazar la celebración. La mayoría han invocado las gravísimas y continuas violaciones de la DUDH, como las que he recogido, unidas a la falta de voluntad política para garantizarlos a todos (desde luego, a quienes no son los propios ciudadanos), para afrontar su castigo y para hacer frente a los nuevos desafíos que afrontan los derechos humanos: los contenidos en la DUDH y los “nuevos” derechos, aquellos que tienen que ver con la amenaza al medio ambiente y a la vida, o con los riesgos que acompañan al desarrollo de la inteligencia artificial o de las biotecnologías. 

Pues bien, mi respuesta, sin ninguna ingenuidad ni voluntarismo, es inequívocamente, sí. Por varias razones, entre las que trataré de recordar brevemente tres, que considero muy claras. 

La noción de derechos universales, un avance civilizatorio

La primera es que la DUDH supone un salto cualitativo, de dimensión, a mi juicio, civilizatoria. No es nueva la proclamación de derechos de todos los seres humanos. Es sabido que se trata de un ideal que podemos rastrear en los orígenes de la cultura occidental, desde la afirmación por los estoicos de la existencia de una comunidad del género humano y, más tarde, por la escuela española del derecho de gentes en el XVI. Una idea que recibió también el impulso del núcleo más novedoso del mensaje de Jesús, que proclama a todos los seres humanos como iguales hijos de Dios, más allá de la pertenencia a un pueblo elegido que afirmaba el judaísmo. Una idea que se refuerza desde una fundamentación laica y racionalista en la Ilustración y cobra forma en la ética kantiana, sobre todo en su formulación de un Derecho cosmopolita.

Si hablamos de un salto cualitativo, es porque la DUDH afirma ese carácter universal de los derechos con el respaldo, por primera vez, de una comunidad internacional institucionalizada, aunque fuera en el estado embrionario que supuso, en 1945, la Carta de la Organización de las Naciones Unidas. En efecto, aunque carente de valor normativo, la DUDH, aprobada por la Resolución 217 A (III) de la Asamblea General de la ONU, en París, el 10 de diciembre de 1948, es el cimiento de la arquitectura del Derecho internacional de los derechos humanos, que empiezan a desplegarse con los Pactos de derechos humanos de 1966 que, por encima de constantes incumplimientos, y violaciones, ha cambiado el mundo a mejor. 

El reconocimiento de la igualdad de derechos de las mujeres

Un segundo argumento, a mi juicio fundamental sobre el balance positivo de la DUDH, esel del avance en los derechos de las mujeres. La Declaración de derechos de la mujer y la ciudadana que en 1791 planteó de forma crítica Olimpe de Gouges frente a la Declaración de 1789, se convirtió en un instrumento normativo de primer orden, en ese sistema onusiano de derechos, gracias a la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), adoptada por la Resolución 34/1980 de la Asamblea General de la ONU, el 18 de diciembre de 1979. Por supuesto, eso no habría sido posible sin la ayuda decisiva de la revolución impulsada por el desarrollo del movimiento feminista, sin la lucha conducida por millones de mujeres en todo el mundo. Y por supuesto que queda muchísimo por hacer, como lo muestra la lucha de las mujeres por sus derechos frente al régimen fundamentalista iraní (el lema “mujer, vida, libertad), pero ello no impide reconocer que esa Convención ha cambiado nuestro mundo, porque ha ayudado a mejorar la vida cotidiana de las mujeres (véase por ejemplo este website)

La universalidad de los derechos, acervo común

Dejó escrito De la Rouchefoucauld que la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. Y, en no pocos sentidos, éste es un tercer argumento a favor de celebrar hoy el 75 aniversario de la DUDH. 

Más allá de las argumentaciones doctrinales que han explicado cómo y por qué la DUDH es la concreción histórica del difuso ideal de justicia, lo importante es que se ha convertido en parte de nuestro sentido común. Y lo prueba el hecho de que no hay político ni gobierno que no se apreste a proclamar como cosa sabida y asumida la defensa de los derechos proclamados en la DUDH, lo que nos permite ejercer el control y la denuncia crítica cuando sus acciones desmienten tales declaraciones. Es decir, nos permite concretar razones de ilegitimidad (al menos de ejercicio, si no de origen) y, en países donde existe el Estado de Derecho y un sistema democrático, revisar sus actuaciones e incluso echarlos del poder en las elecciones. 

Bueno, hasta ahora. Porque hoy conmociona la aparición de fuerzas políticas –y de políticos con la etiqueta de salvadore– que niegan que esos derechos tengan carácter universal, porque enfatizan el nosotros primero, común a los populismos reaccionarios de los Trump, Orban, Le Pen, Salvini, Netanyahu o Milei. O, de forma aún más grave, impugnan el orden internacional basado en esos derechos, proponiendo otro alternativo, como lo hacen los regímenes y movimientos fundamentalistas islámicos (también los hay evangélicos o budistas) y, lo que es más peligroso, la nueva gran potencia, la China de Xi Jinping, secundada en ello por el proyecto de gran Rusia de Putin.

La lucha por los derechos, responsabilidad común

Lo más importante, en todo caso, es que la DUDH debe ser entendida sobre todo en términos de acicate, de exigencia. Por eso, la manera de celebrar estos 75 años de la DUDH no es la autocomplacencia, sino la que conocemos desde Jhering: luchar por ellos. Porque, como casi todo en la vida, si no hacemos avanzar de continuo los derechos, si no asumimos la responsabilidad de luchar por ellos, estarán continuamente amenazados en su reconocimiento y garantía para todos. Porque el envés de la universalidad de los derechos, el test de nuestra convicción sobre ellos, es que la negación o el retroceso en los derechos de algunas personas o grupos, so capa de su particularidad, nos amenaza a todos. 

No son pocos los desafíos que encara la tarea comprometida en la lucha por realizar y garantizar el ideal de derechos propuesto en la DUDH. Quizá el reto más importante hoy, en términos de la universalidad de los derechos, es el que nos presentan los nuevos derechos que parece que acabemos de descubrir. Me refiero a los bienes comunes de todos nosotros, bienes fundamentales que nos hacen posible vivir en este precioso tesoro que es la casa común de nuestra especie y de las demás, la vida del planeta, la vida de la que formamos parte y hemos puesto gravemente en riesgo. Como en tantas otras ocasiones, hemos tomado conciencia de ellos cuando percibimos que están seriamente amenazados y las consecuencias que comporta esa amenaza: hay mucho y muy importante por lo que luchar.

DE NUEVO, PARA ENTENDER LA UNIVERSALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS (Comentario al artículo 1º de la DUDH, publicado en el libro colectivo editado por APDHE, , 2023, pp.1-15)

El comentario del artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos exige, a mi juicio, una consideración previa, un intento de precisión conceptual o, al menos, terminológica, acerca de la cuestión clave: en qué sentido debemos entender la nota de universalidad que atribuimos a los derechos humanos, si es que se trata de algo más que un truismo si no, sencillamente, un pleonasmo.

A partir de esa base y a lo largo de estas páginas propondré que, pese a su carácter declarativo, este artículo primero contiene una propuesta, un suerte de mandato universalizante, al menos en el sentido moral y desde luego también en el jurídico, aunque no tenga fuerza vinculante.

Sobre el significado de la noción de universalidad de los derechos humanos.

Desde el punto de vista histórico-filosófico, la universalidad de los derechos es una idea regulativa y, por ende, un proceso, no un hecho. Por eso, en no pocas ocasiones he recurrido al término universabilidad, esto es, aspiración de universalidad o, si se prefiere, mandato, imperativo de universalización. Por tanto, doy por resuelta la objeción propia de un ralo pragmatismo que opone la nota de universalidad de los derechos con la evidente y amarga constatación del desmentido de los hechos. Una y otra se mueven en planos diferentes. La primera, además de idea regulativa desde el punto de vista histórico, es una exigencia del propio calificativo de humanos: si hablamos de derechos humanos, han de predicarse de todos los seres humanos y por tanto, conceptualmente, no pueden no ser universales, esto es, se han de atribuir a todos los seres que tengan la propiedad de humanos.

Cosa distinta, como sabemos, es que a lo largo de la historia no todos los seres humanos han sido considerados como tales e incluso se podría decir que hasta muy recientemente la mayoría de los seres humanos han sido excluidos de la condición de humanos. Para comenzar, las mujeres (es decir, la mitad de los seres humanos) y a añadir, los niños, las personas pertenecientes a grupos como poblaciones indígenas, minorías de todo tipo y, desde luego en buena medida, los extranjeros.

En realidad, esta constatación histórica nos conduce al verdadero banco de pruebas de la universalidad de los derechos, que es el reconocimiento de que la universalidad no puede confundirse con homogeneidad. Eso nos plantea la conciliación entre la pretensión de universalidad y la constatación de la diversidad social y cultural. Esto es, los derechos humanos se acreditan como universales cuando reconocemos como sujetos iguales de derechos a quienes se presentan y se reivindican como diferentes. Eso tiene mucho que ver con el debate en torno a lo que podríamos denominar la dialéctica de la alteridad o la dialéctica del reconocimiento del otro.

Si bien la condición de alteridad puede ser afirmada como rasgo ontológico de los seres humanos, sus manifestaciones son no sólo muy diversas sino incluso contradictorias, comenzando por las que tratan de negar la existencia de los otros o, al menos, por decirlo en un lenguaje filosófico-jurídico, su reconocimiento. En ese sentido, no podemos ignorar que la historia parece ofrecer contundentes testimonios de la voluntad de negar el reconocimiento del otro, basadas en una respuesta -que se diría instintiva- de rechazo o miedo a su presencia, como lo simboliza la categorización de la figura del extranjero, entendida como amenaza, las más de las veces nacida de la ignorancia y el prejuicio. Ello permite ese tipo de respuestas recurrentes históricamente ante la presencia del otro que consisten en su discriminación, su exclusión, o incluso su eliminación física, además de su explotación.

Esta, la de reconocimiento, me parece la categoría central en la respuesta normativa, jurídica y política, a la condición de alteridad. Podría sugerirse la tesis de que el proceso de universalización de los derechos, que es uno de los vectores del progreso de la civilización, tiene como símbolo el avance en el reconocimiento de los otros, que se concreta por medio del Derecho desde un indiscutible trasfondo ético. Por supuesto, hablo de un reconocimiento dialéctico que, en una primera fase, es negativo: la identificación del otro como distinto, incompatible, inferior. Pero ese reconocimiento negativo dará paso a la formulación de un principio básico de hospitalidad, que instaura una forma elemental de respeto al otro, un reconocimiento positivo, siquiera sea transitorio. Y a través de un costoso proceso, se abrirá camino otra modalidad de reconocimiento positivo estable y más extenso, que se traduce en la formulación de los otros como sujetos con los que cabe, primero, la negociación (el comercio, la mutualización de intereses) y luego la cooperación, que señalará el objetivo a alcanzar: la igualdad como sujetos.

La historia del reconocimiento del otro tiene, pues, modalidades muy diversas y aun contrapuestas porque, como mostrara Hegel mejor que Aristóteles, es esta una noción dialéctica. Pero la culminación de la evolución jurídica y política del reconocimiento es la consagración del otro como igual sujeto de derechos, desde su diferencia y no pese a ella, según ha insistido la versión contemporánea de esa teoría, encabezada por el filósofo canadiense Charles Taylor y reformulada en el ámbito jurídico-político por Will Kymlicka y, sobre todo, por Axel Honneth[1].

En todo caso, insisto, es imposible negar la recurrencia histórica de esa respuesta elementalmente negativa del reconocimiento, del rechazo ante la presencia de ese otro: sobre todo del otro que no se limita a existir en su lugar, sino que llega hasta nosotros, pretende vivir entre nosotros y, además, exige su reconocimiento como igual, esto es, quiere tener presencia como tal otro, se niega a desaparecer por aculturación/asimilación y exige ser aceptado como es, de modo que demanda el reconocimiento de igualdad en derechos desde su otredad, lo que en no pocas ocasiones supone el planteamiento de derechos de la diferencia y no sólo del derecho a la diferencia. En este caso nos encontramos ante una perspectiva filosófica que arranca del relativismo y niega la universalidad, que denuncia como máscara o coartada de un imperialismo cultural, jurídico, político.

En el origen de esa formulación negativa se encuentra la ontología conservadora del orden establecido (la opción Parménides, frente a la opción Heráclito, tal y como explicó Cassirer), que postula la cohesión y la homogeneidad social como condición de supervivencia y desarrollo. Dicho de otro modo, la aparición del otro, su presencia estable a nuestras puertas o entre nosotros, se ha visto abrumadoramente vinculada a la construcción de uno de estos dos únicos destinos: o es un enemigo y, por tanto, hay que acabar con él, o se somete a nosotros, asimilándose a nosotros forzadamente, convirtiéndose en nuestro esclavo. Puede decirse que, a lo largo de la historia, en nuestra tradición, la construcción del lugar del otro —en su relación con nosotros— está ligada a dos leit motiv, la dominación y la desigualdad. Eso no significa que sea la única opción: la historia nos enseña también que la pretendida homogeneidad social no es natural, sino que siempre tiene que ser impuesta, porque según advirtiera ya Heraclito, la realidad social es diversidad y, por supuesto, conflicto.

El argumento de fondo en esa construcción del otro siempre es el mismo, el de la desigualdad, que se sirve de la coartada de la diferencia (comenzando por la diferencia más visible), llevada hasta el extremo: el otro, qua diferente, no es humano como nosotros. Y para sostenerlo es preciso insistir, hacer visibles los rasgos que le diferencias de los nuestros, que son los verdaderamente humanos: es el proceso a través del cual deshumanizamos al otro, mediante el recurso de mostrar que sus características diferenciales de las nuestras implican su incompatibilidad con nosotros, los humanos. En todo caso puede decirse que, en no pocos sentidos, la conciencia de la existencia del otro y la consiguiente configuración de la alteridad, es uno de los ejes centrales de la historia del pensamiento filosófico, social y político. Y por supuesto lo es también en el ámbito de la creación artística. En estas páginas trataré de recordar algunos ejemplos que me parecen especialmente significativos en nuestra tradición literaria.

Pero, aun reconociendo que las más de las veces esa incompatibilidad se construye mediante la reducción del otro a su dimensión de amenaza, esto es, a la noción de enemigo, en el fondo, el argumento más eficaz es el de presentarle como radicalmente incompatible con nosotros, que tenemos el monopolio de lo humano. Es así como se presenta al otro como inasimilable, en cuanto bárbaro.

Todorov (por ejemplo, en Nosotros y los otros, o en El miedo a los bárbaros. Más allá del choque de civilizaciones), nos explicó muy bien los hitos doctrinales y las falacias de esa construcción del extranjero como bárbaro/salvaje/no humano, que se remontan a los orígenes de nuestra tradición grecolatina y que responden a la ignorancia, al prejuicio y al miedo ante lo desconocido, lo diferente, aquello cuya existencia pone en tela de juicio que la nuestra sea la única o, en todo caso, la mejor opción de vida, la superior.

Recordemos: lo que nos propone el origen griego del término bárbaro es precisamente su carácter ajeno a lo humano, que se define por la capacidad de hablar nuestro lenguaje: difícilmente pueden ser considerados como humanos aquellos que no saben hablar como nosotros y, en lugar de hablar, balbucean. Item más, quien no puede compartir nuestra lengua, no puede compartir el universo de valores en el que se basa la convivencia (un argumento que pervivirá siglos más tarde en la doctrina nazi del derecho penal del enemigo). El lenguaje, —en realidad, nuestro lenguaje— es la medida de lo humano. Todo aquel que no pertenece a mi comunidad —que se identifica mediante ese marcador primigenio que es el lenguaje—, no lo es. No saben hablar (la lengua, nuestra lengua) y, por tanto, son salvajes. Como no saben expresarse, no comparten nuestros valores, nuestras costumbres, nuestras instituciones, que nosotros presentamos como naturales y por ello universales, lo que nos permite así trazar la línea divisoria entre civilización y barbarie. Una línea roja que marca además nuestra legitimidad para imponer nuestro dominio en el mundo, nuestra ley, la de todo imperio que se ha presentado a sí mismo como centro del mundo: Roma, las potencias europeas, sí, pero también otres imperios: baste pensar, por ejemplo, en China o Japón.

La lengua supone la existencia de una comunidad que comparte ese instrumento, sin el que no puede haber comunicación, identidad, cohesión social. La dificultad de la comunicación entre comunidades que tienen diferentes lenguas es un tópico de la antropología cultural, que ha explicado los malentendidos que nacen de ello. Lo han hecho también la literatura y el cine. Desde el punto de vista literario basta mencionar las obras de Swift, Kafka u Orwell. Por lo que se refiere al cine, es imposible dejar de evocar las sarcásticas secuencias de ¡Mars Attacks!, de Tim Burton, sobre los malentendidos culturales que estarían tras el ataque de los marcianos a los terrícolas, o las páginas del relato de Ted Chiang Arrival, espléndidamente llevado al cine por Denis Villeneuve. Permítaseme mencionar ese relato del encuentro entre una civilización extraterrestre y los humanos, que tiene como protagonistas a una lingüista, a la que se ofrece un insólito trabajo como intérprete y a un físico teórico. El diálogo entre ambos, a propósito de qué es lo que nos permite definir a una civilización como tal, es muy ilustrativo: “El lenguaje”, sostiene ella. “La ciencia”, afirma contundentemente el físico. Y debaten sobre la hipótesis Sapir-Whorf, una versión extrema del condicionamiento de nuestro cerebro -de nuestra representación del mundo- por el lenguaje, lo que exige un profundo conocimiento de la mente del otro, para entender su lengua y, por tanto, poderle reconocer.

Hechas estas consideraciones, creo que podemos abordar el comentario del artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (DUDH).

La DUDH y la difícil universalidad: el artículo primero.

El artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice así:

“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.[2]

Como hemos visto, se trata, evidentemente, de una afirmación que debe ser tomada como expresión de una convicción o, por mejor decir, de una propuesta, no de una constatación.

Los redactores de la Declaración universal de los derechos humanos sitúan así la proclamación de la universalidad vinculada a varios conceptos: la igualdad y la libertad como atributos básicos de la condición de ser humano, que se expresa en la titularidad de dignidad y de derechos y postula el valor de fraternidad como exigencia ligada a dos capacidades que, a su vez, son presentadas como propios de los seres humanos, la razón y la conciencia.

La elaboración de la DUDH fue un mandato de la Asamblea General de la ONU en 1946. Un primer borrador fue examinado por el Consejo Económico y Social que encomendó a la Comisión de Derechos Humanos -presidida por Eleanor Roosevelt- la redacción de un anteproyecto de “carta internacional de derechos humanos”. A comienzos de 1947 el encargo quedó en manos de un Comité de redacción, que se amplió en marzo para quedar finalmente constituido por 18 miembros de la Comisión y presidido también por Eleanor Roosevelt[3]. Cabe destacar que, frente al tópico de una visión exclusivamente occidental, entre los 18 encargados de esa redacción había una notable pluralidad, desde el punto de vista nacional, cultural religioso e ideológico. El Comité de redacción encomendó a René Cassin que redactara el texto que se presentó en la sesión de la Comisión de derechos humanos en Ginebra en 1948 y por eso este texto de conoció como borrador de Ginebra.

Desde el punto de vista conceptual y en lo que toca a la universalidad, no es anecdótica la discusión acerca de la terminología del artículo primero, tal y como la presentó René Cassin, que reproducía la terminología del artículo primero de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789: “Les hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits”. Sin embargo, una de las tres mujeres que -además de Roosevelt -formaban parte de la Comisión de derechos humanos, la política y activista feminista de la India Hansa Metha, que luego sería vicepresidenta de la misma Comisión, advirtió de la necesidad de emplear un lenguaje inclusivo que así evitara que algunos Estados miembros restringieran o incluso excluyeran a las mujeres de la igualdad de derechos. Así, consiguió que la fórmula final fuese «todos los seres humanos nacen libres e iguales».

A mi juicio, la característica de la universalidad postula como imperativo universalizante lo que el filósofo Etienne Balibar[4] ha denominado la egalibertad, la igual libertad en derechos, exigencia basada en lo que razón y conciencia nos descubren, tal y como supieron hacer ver los estoicos. Me refiero a la común condición de pertenencia al género humanos, a la humanidad. Esa condición común es la que tiene reflejo en la universal fraternidad (hoy reformulada para añadir la sororidad) que es el motor del imperativo de reconocimiento de todo otro como igual, que genialmente supiera trasladar Beethoven, en su Himno a la alegría: que todos los hombres, todos los seres humanos, vuelvan a ser hermanos.

Transcurridos 75 años de la DUDH, parece cada vez más evidente la importancia, la necesidad de defender esa universalidad como un mandato, como tarea exigente y ambiciosa, de la que ni podemos ni debemos abdicar. El valor del mensaje de universalidad es el de luchar por conseguir que se reconozcan por igual todos y los mismos derechos a todos los seres humanos, cada uno desde su insustituible particularidad, desde sus diferencias. Lo que significa, claro, que la negación de su titularidad o la ausencia de garantía de alguno de esos derechos para alguno —en realidad para muchos— seres humanos, por razón de su sexo, de su pertenencia a un grupo étnico, nacional o religioso, o a una clase social, o por su opción sexual o de cualquier otro tipo, es una violación de los derechos de todos los seres humanos, es decir, de los nuestros.

Me parece asimismo evidente que, frente a las consabidas críticas por la ausencia de eficacia en punto al mandato universalizante de los derechos, la arquitectura institucional dispuesta por la ONU a lo largo de estas siete décadas, a partir de la Declaración, de los Pactos de Derechos Humanos de 1966 y del sistema de Convenciones y Comités, ha sido imprescindible para avanzar en esa aspiración de universalizar, esto es, de extender su reconocimiento y garantía a todos los seres humanos por igual. Comenzando por lo más necesario: la necesidad de eliminar todas las formas de discriminación contra las mujeres (incluyendo, claro, las formas de violencia que sufren por el hecho de serlo), que no por azar fue y sigue siendo el primer objetivo que se propuso la ONU en la tarea de reconocimiento, garantía y efectividad universales de derechos.

La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres, que acordó la Asamblea General[5], sigue siendo la herramienta jurídica más importante, probablemente junto al instrumento jurídico del que se dotó por su parte el Consejo de Europa, para prevenir y luchar eficazmentecontra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica[6]. Queda mucho por hacer, por supuesto. Pero si se mira a la situación en 1948, no es menos evidente cuánto se ha avanzado en esta exigencia imprescindible de civilizaciónque es la igualdad entre hombres y mujeres, como primera exigencia del mandato de universalización de los derechos humanos. 

Ahora bien, una vez más conviene recordar que no hay avances irreversibles: ni en ésta, ni en las demás causas por los derechos humanos. Esa es una razón suficiente para que siga siendo necesario insistir en un mensaje, el del vínculo entre tomar en serio los derechos humanos y hacer lo propio con la democracia. Porque se trata de hacer entender que todos y cada uno de nosotros somos los verdaderos señores de los derechos, esto es, que no son concesiones que nos hace un soberano (en una Carta Magna), ni regalos otorgados por los académicos, los políticos, las ONG, los jueces o los funcionarios. Afirmar que los derechos son humanos, significa que son nuestros en el sentido de que todos nosotros por igual somos sus titulares y, por tanto, que todos y cada uno somos responsables de cuidar de ellos, de luchar con los medios que el Derecho pone a nuestro alcance para que esos derechos se mantengan y se fortalezcan. Y me gustaría recordar dos condiciones para que esa lucha sea eficaz.

La primera nos la enseña una y otra vez la historia. Casi siempre, los avances en los derechos se han originado en la razón de un solo individuo (como proponía Thoreau, o como postuló Olimpie de Gouges), o de unos pocos, que han expresado con firmeza y con argumentos su disidencia respecto a la opinión o al estado de cosas dominante. Pero si esa voz o voces aisladas no consiguen movilizar a la mayoría, el avance se enquista en conflicto o en debate para élites. Luchar por los derechos exige no tanto exhibir superioridad moral y recrearse en ella, sino más bien ser capaz de saber sumar, lo que quiere decir no sólo movilizar, sino convencer y negociar. Y eso me conduce al otro requisito para una lucha eficaz por los derechos.

Porque la verdadera condición previa, claro, consiste en saberlo y saberlo explicar. Ser conscientes de que los tenemos a nuestro alcance —a nuestro cuidado— y que depende de nosotros el que se vivan como tales. Eso quiere decir que, para luchar eficazmente por los derechos, primero es necesario educar en ellos, un objetivo que debe estar en el centro de cualquier programa político. Una exigencia que debe requerirse, en particular, en la formación de aquello a quienes profesionalmente hemos encomendado las tareas que hacen posible ese reconocimiento y garantía: jueces, fiscales, policía, funcionarios, profesores, profesionales de la comunicación.

Lo que pretendo recordar, una vez más, es que tomar en serio la obligación de educar en derechos humanos es mucho más que enseñar un conjunto de textos, un catálogo de derechos. Es aprender que las instituciones jurídicas y políticas (comenzando por leyes y tribunales) sólo adquieren sentido si sirven al objetivo de la mejor garantía de la igual libertad de todos. Se trata, insisto, de aprender a vivir los derechos, a servirse de ellos y también a defenderlos como lo que son: algo propio y, a la vez, común a todos. Frente a quienes se recrean en seguir glosando la aguda –y cínica– crítica de Bentham al calificar la noción de derechos humanos como “un sinsentido con zancos”[7]. Si queremos que el mensaje de los derechos humanos sea un mensaje de liberación por igual, para todos los seres humanos, no debemos utilizarlos como ladrillos para levantar muros, sino como puentes que nos ayuden a construir juntos una sociedad más decente.

Sobe la fuerza expansiva del mandato universalizante del artículo 1º de la DUDH en los Convenios internacionales y en los ordenamientos jurídico-constitucionales.

Aunque de suyo la DUDH, como es sabido, no tiene carácter de norma vinculante (más que indirectamente, a través de su reflejo en los Pactos internacionales de 1966 que obligan a los Estados parte en los mismos, como es el caso de España), la repercusión de este artículo 1º de la DUDH en los Convenios internacionales propios del sistema de Derecho internacional de la ONU, en los Convenios internacionales de derechos humanos de ámbito regional (el que más nos interesa, claro, es el europeo) y en los textos constitucionales de la segunda mitad del siglo XX, es indiscutible.

Un sencillo análisis lexicográfico acerca de la terminología adoptada para enunciar los derechos y libertades, a partir de la DUDH, nos muestra que se recurre a descriptores universales, ya sea en su forma positiva -“todos”, “toda persona”-, o negativa -“nadie”, “ninguna persona”-. cuando se trata de prohibiciones como la de la discriminación o la tortura. Lo mismo puede decirse, por ejemplo, del título 1º (“Derechos y libertades”) del Convenio Europeo de derechos humanos.

Por lo que se refiere a la recepción del mandato de universalidad en el ordenamiento jurídico constitucional español, es muy reveladora la técnica legislativa seguida en la redacción del Título Primero de la Constitución española de 1978 (“De los derechos y deberes fundamentales”), que pospone a la sección primera de su capítulo segundo (“De los derechos fundamentales y libertades públicas”) los derechos humanos universales, en cuyo enunciado sí están presentes esas versiones del descriptor universal: “todos”, “toda persona”, “nadie”, o se recurre al uso del impersonal. Pero, como digo, antes de hablar de derechos universales, se antepone un capítulo primero, que está dedicado a la distinción entre los españoles y los extranjeros, lo que no puede dejar de evocar la tradición del 89, que separaba canónicamente derechos del hombre y derechos del ciudadano, para en realidad sostener que la plena titularidad y la plena garantía de los derechos y libertades, su justiciabilidad, sólo opera en el caso de los que tienen la condición política de ciudadanos. Una distinción reforzada por la existencia de la sección segunda de este capítulo segundo, que se titula “De los derechos y deberes de los ciudadanos”.

La vía a través de la cual el mandato universalizante de los derechos humanos formulado en el artículo primero de la DUDH se incorpora al ordenamiento constitucional español es la dispuesta en el artículo 10 de la Constitución española de 1978[8], y así lo recogió la jurisprudencia constitucional desde temprana hora. En efecto, conforme dispone el fundamento jurídico 3 de la STC 53/1985, se trata del prius lógico y ontológico para la existencia y reconocimiento del sistema constitucional de derechos y libertades. El carácter universal de los derechos humanos enunciados en la DUDH, constituye, según la misma jurisprudencia, una suerte de línea roja o mínimo que todo estatuto jurídico debe garantizar, centrado en el núcleo de derechos universales que emanan directamente de la dignidad personal[9],

En cualquier caso, la fuerza expansiva del núcleo de dignidad obliga a una interpretación progresiva que reconoce como derechos universales a garantizar derechos pertenecientes al ámbito de los derechos económicos, sociales y cultural que, desde la tradición liberal, no se entienden vinculados al núcleo de la dignidad: son derechos tales como el derecho a la propia lengua, o el derecho de acceso a la salud y a una vivienda digna. Más importantes incluso me parecen los derechos ligados a la noción de bienes comunes, que me permito examinar con algún detalle para finalizar este comentario.

Se trata de bienes o necesidades de todos (desde luego de nuestros hijos, de las generaciones futuras, pero también de todos nosotros como especie y aun de la vida misma, del planeta) y de cuya relevancia hemos caído en la cuenta sólo recientemente, como consecuencia de la evolución de las nuevas tecnologías, aunque la semilla estaba puesta por el modelo de crecimiento económico propio del dominio de una lógica de mercado insaciable y realmente depredadora, que ha dado lugar a lo que conocemos como Antropoceno. Aparece así la conciencia de un interés común a todo el género humano, el del cuidado de la vida, la supervivencia no ya de nuestra especie, sino de otros seres vivos[10]. Esta es una de las líneas que ha sabido sacar a la luz lo que se conoce como “constitucionalismo ecológico”, que ha sido desarrollado sobre todo por el nuevo constitucionalismo latinoamericano, al que los europeos debemos prestar atención, aunque no falten aquí iniciativas que han puesto el acento en esa perspectiva[11].

Precisamente, lo característico de esos “nuevos bienes” que se encuentran amenazados hoy es que suponen una revisión de una noción ya existente en derecho romano, pero ahora desde la impugnación de que la regla jurídica aúrea a seguir sea el derecho de propiedad: ya no deben ser entendidos en los términos de bienes que no son propiedad de nadie (res nullius), sino como bienes comunes, imprescindibles, condiciones de la vida, algo que estaba presente en cierto modo en la escuela española del ius Gentium que, a su vez, recupera el mejor estoicismo, el que habla de los bienes comunes de toda la humanidad.

En definitiva, como se ha dicho, el leit motiv es subrayar la necesaria recuperación de lo común, como redefinición de lo público —a no confundir con lo estatal, por más que al Estado le compete un especial deber de tutela y promoción de ese ámbito—. A ese respecto, a mi juicio, la prioridad debería ser obtener un acuerdo sobre los bienes o necesidades que son imprescindibles para la vida pero que se encuentran hoy particularmente amenazados, sobre su reconocimiento y su protección, lo que incluye su justiciabilidad efectiva. Por eso, creo que vale la pena prestar atención a propuestas como las deLuigi Ferrajoli (inspiradas en los trabajos de la mencionada Comisión Rodotá) [12], De acuerdo con su análisis, esos son los nuevos derechos prioritarios: de un lado, bienes vitales naturales, como el agua, el aire incontaminado, el clima estable. Y de otro, bienes vitales sociales, fruto de nuestro ingenio e investigación, como la comida imprescindible, los fármacos esenciales, las vacunas. Unos y otros deberían estar sustraídos al mercado y en particular los naturales, bajo formas fuertes de garantía que recuperen su carácter extra patrimonium y extra commercium. Baste pensar, por ejemplo, en el escándalo del negocio de agua, que priva a una parte importante de la población mundial del acceso a un bien común indispensable. En coherencia con el mandato universalizante nuestro empeño debería centrarse en proteger estos bienes, incluso de forma aún más severa que los derechos fundamentales individuales y así garantizar el acceso universal a los mismos.


[1] Cfr. Charles Taylor Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, 1996. El multiculturalismo y la política del reconocimiento, FCE, 2003. Will Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, Oxford University Press 1991; Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías, Paidós, 1996; Axel Honneth, Struggle for Recognition. The Moral Grammar of Social Conflicts, Polity Press, 1996; Reconocimiento y menosprecio. Sobre la fundamentación normativa de una teoría social, Katz, 2010; La sociedad del desprecio, Totta, 2011; El Derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática, Katz, 2014; Nancy Fraser/Axel Honneth, ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político-filosófico, Morata, 2006.

[2] La repercusión de este artículo 1º en los Convenios internacionales propios del sistema de Derecho internacional de la ONU, en los Convenios internacionales de derechos humanos de ámbito regional (el que más nos interesa, claro, es el europeo) y en los textos constitucionales de la segunda mitad del siglo XX, es indiscutible. Un sencillo análisis lexicográfico acerca de la terminología adoptada para enunciar los derechos y libertades, a partir de la DUDH, nos muestra que se recurre a descriptores universales, ya sea en su forma positiva -“todos”, “toda persona”-, o negativa -“nadie”, “ninguna persona”-. cuando se trata de prohibiciones como la de la discriminación o la tortura. Lo mismo puede decirse, por ejemplo, del título 1º (“Derechos y libertades”) del Convenio Europeo de derechos humanos. Es muy reveladora la técnica del Título Primero de la Constitución española de 1978 (“De los derechos y deberes fundamentales”), que pospone a la sección primera de su capítulo segundo (“De los derechos fundamentales y libertades públicas”) los derechos humanos universales, en cuyo enunciado sí están presentes esas versiones del descriptor universal: “todos”, “toda persona”, “nadie”, o se recurre al uso del impersonal. Pero, como digo, antes de hablar de derechos universales, se antepone un capítulo primero, que está dedicado a la distinción entre los españoles y los extranjeros, lo que no puede dejar de evocar la tradición del 89, que separaba canónicamente derechos del hombre y derechos del ciudadano, para en realidad sostener que la plena titularidad y la plena garantía de los derechos y libertades, su justiciabilidad, sólo opera en el caso de los que tienen la condición política de ciudadanos. Una distinción reforzada por la existencia de la sección segunda de este capítulo segundo, que se titula “De los derechos y deberes de los ciudadanos”.

[3] El grupo inicial lo constituían Roosevelt, Peng Chung Chan y Malik, auxiliados por Humphrey. Desde marzo, entraron representantes de 5 Estados, todos ellos miembros de la Comisión: Australia, Chile, Francia, Reino Unido y la URSS, además de los tres miembros iniciales (China, EEUU y Libano): así, el jurista inglés Charles Dukes, el diplomático ruso Alexandre Bogomolov, el diplomático chileno Hernán Cruz, o el australiano William Hogdson.

[4] Cfr. Etienne Balibar, La igualibertad, Herder, 2017.

[5] Resolución 34/180, de 18 de diciembre de 1979

[6] Me refiero, claro está, al Convenio de Estambul, de 11 de mayo de 2011.

[7] “Natural rights is simple nonsense: natural and imprescriptible rights, rhetorical nonsense—nonsense upon stilts”, Falacias Anárquicas, OC, vol. 2.

[8] “Artículo 10: 1. La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. 2. Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.

[9] Así se enuncia, por ejemplo, en el fundamento jurídico 4 de la STC 242/1994, o en el fundamento jurídico 3 de la STC 57/1994. Es constante la referencia a ese núcleo indisponible de derechos, de carácter universal, ligados a la dignidad personal: véanse por ejemplo las SSTC 107/1984 y 99/1985.

[10] Es en ese sentido es en el que -como una parte del movimiento animalista- he postulado una concepción no especista de los derechos. Por ejemplo, https://www.infolibre.es/opinion/ideas-propias/hablemos-progreso-persona-no-humana_129_1238814.html y en definitiva, de la vida del planeta, como muestra el concepto One Health, acuñado por la OMS.

[11] Lo ha recordado en diferentes trabajos el profesor Luis Lloredo quien ha puesto en valor la aportación de la denominada Comisión Rodotá, en Italia, en 2011, a propósito de la lucha de movimientos sociales por el derecho al agua, entendido como ejemplo de esos “bienes comunes”, un tertium genus respecto a la clásica distinción entre bienes públicos y privados. Cfr. por ejemplo “Bienes comunes naturales en el proceso constituyente chileno”, Viento Sur, 2022. Se puede consultar en https://vientosur.info/los-bienes-comunes-naturales-en-el-proceso-constituyente-chileno/.

[12] Me refiero a su ensayo Por una constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada, Trotta, 2022.

EL DERECHO, ANTE LA GUERRA COMO CONDICIÓN Y HORIZONTE EXISTENCIAL (resumen de la ponencia presentada en el seminario permanente de profesores de la Facultad de Derecho de la Universitat de València, el 4 de diciembre de 2023)

Los organizadores del seminario querían una intervención sobre la guerra y el Derecho internacional humanitario en el siglo XXI, atenta al contexto que vivimos, marcado por la agresión de Rusia a Ucrania y por la brutal respuesta de Israel a los atentados terribles de Hamas el 7 de octubre, una situación que nos estremece y nos llena de impotencia, como ha dejado de forma particularmente clara y reiterada el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres..

Yo he elegido una perspectiva previa, pero que no carece de incidencia sobre lo que estamos viviendo. Cuento, por otra parte, con la intervención de la discussant de hoy, la profesora Raquel Vanyo, que conoce mejor que yo la respuesta del Derecho internacional y del Derecho Internacional Humanitario ante las guerras y, muy en particular, su desmesurado impacto de género…

Como digo, pese a los deseos de los organizadores, me parece que vale la pena discutir la tesis de la guerra como condición y aun horizonte existencial, algo a lo que había prestado atención en un número monográfico de la RFDUEX, del año 2022, que dediqué a la tesis de la guerra perpetua o guerra permanente y que forma parte de los materiales de lectura que he puesto a su disposición en la web de este Seminario Permanente de profesores, una iniciativa que forma parte de lo mejor que atesora nuestra Facultad. De suyo, no es una novedad, aunque, como ha señalado la profesora Ramón Chornet en un libro reciente, hayan sido estudios recientes de Moynin y otros especialistas los que han puesto este concepto sobre el tablero, estudios que en cierta medida desarrollan la tesis de Clausewitz y los más recientes ensayos sobre las “nuevas guerras propuestas entre otros por Kaldor o Ramonet.

En fin, baste pensar en que uno de los textos fundacionales de nuestra cultura es un poema épico, consagrado a una guerra, la Ilíada de Homero, cuyo primer canto, dedicado a la peste y a la ira, comienza con el inmortal verso dedicado a la ira de Aquiles: Ménin aéide theá Peleiádeo Ajiléos [1]: la ira, la cólera sembrará el desastre que afectará a todos, griegos y troyanos.

El caso es que no podemos apartar los ojos de los horrores de la guerra y de su épica…Susan Sontag nos hizo ver lo que ella denominó “nuestra lujuria por el espectáculo de la guerra”: la literatura, el arte (Goya, Hearing), el cine, nos atrapan con sus representaciones de la guerra

La guerra es también, déjenme recordarlo, negocio. Negocio para el complejo militar industrial, como advirtiera el general y presidente de los EEUU, en su discurso de despedida, el 17 de enero de 1961[2]. Negocio para las exportaciones de armamento y para las multinacionales que concentran su producción y explotación: en 2021, las 100 mayores empresas del sector alcanzaron oficialmente los 592.000 millones de dólares, un casi un dos por ciento más que en 2020.[3]

En ese trabajo que he mencionado, remito también a algunos textos sobre la guerra, considerados canónicos, entre los muy numerosos ensayos sobre la guerra que encontramos en la filosofía jurídica y política y también la ciencia política

  •  Así, el fragmento DK 53 de Heráclito: La guerra es padre y rey de todos, ha creado dioses y hombres; a algunos los hace esclavos, a otros libres[4]
  •  A ellos habría que añadir el texto de Tucídides que parece inspirarse en el motto de Heráclito: me refiero a su célebre Historia de la guerra del Peloponeso[5], que se sigue enseñando en todas las Academias militares para hablar de la guerra
  •  También, algún pasaje del De Civitate Dei de san Agustín[6]
  •  Desde luego, el “bellum onmium contra omnes” de Hobbes, cuyo único remedio sería entregar todo poder al monstruo Leviathan
  •  Y, sobre todo, el multicitado parágrafo 333 de los Principios de Filosofía del Derecho de Hegel, resumido con frecuencia en la afirmación “entre los Estados no hay pretor”[7].

Esos textos, unidos a la célebre afirmación de Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, en la que se inspira a su vez la concepción schmittiana de la política como dialéctica entre amigo y enemigo, nos hablan de la guerra como condición y aun como horizonte existencial, y con no poca frecuencia se nos presentan en un simplista contraste con los de Kant.

En efecto, la respuesta del Derecho ante la guerra, avanzada ya por Kant, consiste básicamente en dos elementos: un Derecho cosmopolita, que a su vez presupone una federación de Estados.

Recordaré que el hecho de que Kant considerase a la guerra como un mal ético, político y jurídico no le convierte en un ingenuo buenista del tipo que gustan fustigar los prestigiosos tertulianos realistas, a lo Guardans, Costas y tutti quanti, que se revisten del supuestamente prestigioso lúcido pesimismo para insistir en el truísmo de la guerra como una constante histórica, invocando a un Hobbes de catecismo o, peor, a un tópico ignaro sobre Heraclito, parafraseado por Saddam Hussein.

Para Kant, en efecto, la guerra es algo natural, si se atiende a lo que podríamos llamar la experiencia histórica de los pueblos: Kant llega a explicarla como un recurso de la naturaleza para obtener sus fines, o incluso un instrumento de progreso cultural de la humanidad y sólo el impacto de la paz de Basilea hace girar su reflexión hacia las exigencias de la razón práctica que devienen en la prohibición de la guerra y en ese proyecto de Derecho cosmopolita, condición de la paz perpetua, que además de inspirar su célebre ensayo, está en el núcleo de su doctrina del Derecho, expuesta en la Metafísica de las costumbres y que, como ha mostrado muy agudamente Manuel Jiménez redondo, es la respuesta de Kant a la Declaración de 1789. La filosofía jurídica y política como la mejor filosofía…

Creo que, en la contraposición entre Hegel y Kant, bajo la mirada de Heraclito, Tucidides y Agustín de Hipona, se encierra el núcleo de lo que debemos discutir acerca de la relación entre Derecho y Guerra. Incluso sobre la respuesta específica que es, de una parte, el Derecho internacional humanitario y, de otra, la vía de una jurisdicción penal internacional avizorada por Kelsen. Porque, ante el horror de la guerra no hay otra opción, no hay otra alternativa que luchar por los derechos, por la vigencia del Derecho internacional y el DIH. Por mucho que el realismo nos aconseje la mirada escéptica, eso no nos excusa de intentar razonarla y encontrarle alternativas, como ya probó a hacer Erasmo en su célebre ensayo Querela pacis perpetua[8]

Pero la enseñanza más importante del poema homérico, la lección última de la Iliada, es la transformación de la cólera de Aquiles en pietas, piedad por los muertos, piedad por las familias de los muertos, la piedad que vence a la crueldad, gracias a la compasión que le despierta la arriesgada visita de Priamo, que quiere recuperar el cadáver de su hijo Héctor. La esperanza está en esa pasión común de la piedad, nacida de la común convicción acerca de la fragilidad humana, que es a su vez la condición común de humanidad, una piedad que nos hace capaces de no sucumbir a la fascinación de la fuerza.

Pues bien, ese es el motor que llevó a Henri Dunant a poner en marcha el Derecho internacional humanitario que se despliega a través de las cuatro convenciones de Ginebra

Pero el Derecho, incluso el DIH, como anticipara nuestro Luis Vives, poco más puede hacer que “sujetar las manos y la ira”. Hay que ir más allá y tener presentes las palabras de Simone Weil:

“No es posible amar y ser justo, más que si se conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo. Quizá podríamos recuperar ese don cuando supiéramos

  No confiar en la suerte

  No admirar la fuerza

  No odiar a nuestros enemigos

  No despreciar a los desdichados

Pero es dudoso que eso suceda pronto”


[1] Μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος “ Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles, la cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes a quienes hizo presa de perros y pasto de aves, cumliendo la voluntad de Zeus, desde que se separaron en disputa el Atrida, rey de hombres y el divino Aquiles”.

[2] “Nuestro trabajo, los recursos y los medios de subsistencia son todo lo que tenemos; así es la estructura misma de nuestra sociedad. En los consejos de gobierno, debemos evitar la compra de influencias injustificadas, ya sea buscadas o no, por el complejo industrial-militar. Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y [ese riesgo] se mantendrá.  No debemos permitir nunca que el peso de esta conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos»

[3] https://elordenmundial.com/mapas/quien-importa-el-armamento-en-el-mundo/. El 76% de las exportaciones de armas durante el periodo 2015-2019 estuvo en manos de tan solo cinco países: Estados Unidos, Rusia, Francia, Alemania y China. De ellos, con el 36% del total y hasta 96 clientes, Estados Unidos es el primer país del mundo en venta de armas, tal y como refleja el último informe del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI). La mitad de sus exportaciones tuvo como destino Oriente Próximo y, más concretamente el 25%, Arabia Saudí. El Congreso estadounidense debatió en 2019 establecer algunas restricciones a la venta de armamento que tuviera como destino este país, pero Donald Trump y la monarquía de los Saúd consiguieron evitar estos obstáculos y asegurar el suministro de armas que alimenta la agresiva expansión de Arabia Saudí en la región. Pero es un sector muy importante en Europa: en Europa, donde Francia (clientes, Egipto y Qatar), Alemania, Reino Unido, España e Italia aglutinan el 23% de las exportaciones de armas que se produjeron entre 2015 y 2019, tres puntos porcentuales más que en los cinco años anteriores. Francia centra sus ventas en Oriente Próximo e India, concretamente en la exportación de aviones de combate Rafale; Alemania en el envío de submarinos a Asia y Oceanía; y Reino Unido en Oriente Próximo.

[4] Πόλεμος πάντων μὲν πατήρ ἐστι πάντων δὲ βασιλεύς, καὶ τοὺς μὲν θεοὺς ἔδειξε τοὺς δὲ ἀνθρώπους, τοὺς μὲν δούλους ἐποίησε τοὺς δὲ ἐλευθέρους”. Fragmento DK 53

[5] «desde siempre está instituido que el más débil sea sometido por quien es más poderoso»…“el temor recíproco constituye la única garantía seria”…»la justicia sólo se plantea entre fuerzas iguales» y cuando no es así, “los más fuertes hacen todo lo que está en su poder y los débiles ceden”

[6] “Jamás los leones ni los dragones han desencadenado entre sí mismos guerras semejantes a las humanas”, escribe en De civitate Dei. Y subraya que la esperanza de una paz duradera en el mundo de los hombres, in hoc saeculo et in hac terra, es una quimera: “Quien espera bien tan grande en este siglo y en esta tierra es un insensato”.

[7] «No hay ningún pretor entre los Estados, a lo sumo mediadores y árbitros, e incluso esto de un modo contingente, es decir, según la voluntad particular. La representación kantiana de una paz perpetua por medio de una federación de estados que arbitraría en toda disputa y arreglaría toda desavenencia como un poder reconocido por todos los estados individuales, e impediría así una solución bélica, presupone el acuerdo de los estados, que se basaría en motivos morales o religiosos, y siempre en definitiva en particular voluntad soberana, con lo que continuaría afectada por la contingencia»

[8] Erasmo, Querela pacis undique Gentium ejectae profigataquae. Hay versión castellana, Lamento de la paz (amenazada y menoscabada en todas partes), traducción de Eduardo Gil Bera, Acantilkado, 2020. Inspirado en él, la profesora Ramón Chornet y yo mismo publicamos 2007 el ensayo ¿Querela pacis perpetua? Una reivindicación del Derecho internacional, Servicio de publicaciones de la Universitat de València, un texto que ganó el premio de ensayo Manuel Castillo, convocado por la misma Universidad, en el año anterior.