CÓMPLICES DEL MAL

Cómplices del mal

Por Javier De Lucas

Posted on 16 marzo, 2013

Infolibre

Al revés y al Derecho. Blog colectivo de derechos humanos. Administrado por Fernando Flores

 

 

“Matar a un hombre es algo muy duro: le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría tener”. Los cinéfilos recordarán la cita de Ned Logan, el personaje encarnado por Morgan Freeman en Sin Perdón, el western dirigido por Clint Eastwood en 1992.  No hace falta militar en Amnistía Internacional o en cualquier otra ONG de las que luchan por el respeto de los derechos humanos, para entender por qué es tan importante la campaña para la abolición de la pena de muerte. Es un mal absoluto.

Pero, por más que creamos adquirido el avance abolicionista, lo cierto es que quedan importantes huecos, países que no sólo no han abolido esa pena, sino que continúan ejecutándola, como China, los EEUU o Arabia Saudí. Y lo que es peor, no pocos Gobiernos que se proclaman abolicionistas y se erigen en campeones de los derechos humanos, aceptan que otros países sostengan la pena capital, alegando “diferencias culturales” o, aún más cínicamente, una perspectiva “realista” frente al “moralismo”.

Ante todo, conviene recordar que una cosa es que entendamos las razones por las que se sigue practicando el asesinato legal aquí o allá, y otra es que las aceptemos y aún peor, que las justifiquemos. No hay diferencias culturales que puedan justificar ese mal. Semejante argumento es la expresión de un atávico paternalismo, el propio de la perspectiva colonial que sigue trazando la línea divisoria entre civilizados y salvajes.  Por cierto, tesis que es un contrasentido cuando se sostiene desde el imperio –no importa cuál- que la practica en su seno. Pero igualmente repugnante es la posición de tantos olímpicos opinadores que desprecian la ingenuidad abolicionista y nos imparten lecciones de sutil realpolitik  a cuento de consideraciones geoestratégicas sólo accesibles a quienes gozan de un conocimiento superior, ajeno a los sentimentalismos primarios del vulgo.

Todo eso viene a cuento de lo sucedido en Arabia Saudí, donde el  pasado miércoles 13 de marzo fueron fusilados siete hombres de la provincia de Asir que  habían sido condenados a muerte en 2009 por un asalto a mano armada contra una joyería en 2006. Según los datos de Amnistía Internacional, al menos dos de los condenados  eran menores de edad en el momento de cometer el presunto delito. El líder de la banda iba a ser crucificado pero finalmente –como si se tratara de los versos de La hoguera– se prefirió el fusilamiento. Los relatores de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales y detenciones arbitrarias, que entendían que las condenas habían sido dictadas en “juicios injustos” y que los cargos habían sido “inventados », habían pedido clemencia a las autoridades saudíes. Por su parte, el relator de la ONU sobre la Tortura, Juan Méndez, había hecho pública su preocupación por las supuestas torturas infligidas a los procesados para obligarlos a “firmar las confesiones”.

Claro está que los fusilamientos se ejecutaron mientras en el Vaticano elegían a un nuevo Papa y el resto del mundo mundial se deshacía en la única tarea necesaria, la de jugar a vaticanólogos o vaticanistas para ver quién acertaba la quiniela, con una sensación de que el tiempo estaba detenido a la espera de esa decisión. Un mensaje mediático al servicio –la lógica del quod erat demonstrandum– de quienes sostienen que el alfa y omega de cuanto nos sucede estaría, a fin de cuentas, en lo que sucede en el recinto de esa monarquía absoluta que pretende ostentar el monopolio del legado del mensaje de Cristo, sin avergonzarse jamás de tan flagrante contradicción.

Esperar del recién electo papa Francisco una condena de esos asesinatos legales posiblemente es ingenuidad: se enfrenta a tan pesada carga que bastante hace con no haber dimitido, como Benedicto XVI y como el papa protagonista de la premonitoria Habemus papam, el film de 2011 de Nanni Moretti. No dudo de las dificultades que abruman al jesuita argentino promovido a tan alta dignidad. Pero sigo pensando que, para quien pretende ser representante en la tierra de quien hizo del amor, la caridad y la misericordia sus mensajes primordiales, esa condena es una obligación ineludible. Salvo que no se quiera molestar a un régimen asentado en un fundamentalismo que no está lejos del que profesan algunos en la iglesia católica y en otras confesiones cristianas.

Ahora bien, el hecho de que hasta hoy sólo hayamos escuchado la denuncia de Amnistía Internacional y de alguna otra ONG ante los fusilamientos en cuestión es un ejemplo de otro estrepitoso silencio que resulta insoportablemente más grave, la ausencia de condena alguna por parte de las cancillerías occidentales. Es posible que, por ejemplo,  si preguntáramos al Sr García Margallo por esta omisión, invocara su condena a título personal, pero se parapetara en esas razones prudenciales, el realismo político de marras. Lo que nos conduce a una conclusión tan evidente como inaceptable: la complicidad culpable de unos Gobiernos que presumen de campeones de los derechos al mismo tiempo que callan cuando estas violaciones de derechos son realizadas por un aliado. Aunque se comporte como un hijo de puta (sin perdón): o, peor, precisamente porque de trata de nuestro hijo de puta. Un régimen que sostiene y exporta uno de los fundamentalismos más extremos, la ideología del wahabismo. Que ignora y desprecia los derechos de la mujer. Que da alas a la esclavitud. Que practica torturas y penas incompatibles con la dignidad. Pero está sentado en una balsa de petróleo y paga las expediciones de los representantes de Occidente contra los sucesivos “ejes del mal”, las listas de enemigos públicos de la civilización que nos proponen Washington y sus palmeros.

Y con todo, no son los únicos cómplices del mal. Porque hay otro silencio más estruendoso aún: el de todos nosotros, el de los ciudadanos que consideramos todo esto como algo ajeno, cosa de los políticos. Si nosotros no actuamos, al menos tomando la palabra, si no los denunciamos, nos convertimos, por omisión, en los últimos cómplices de ese mal.

DERECHO A DECIDIR: CONTEXTO Y PRETEXTO

El debate sobre el “derecho a decidir del pueblo de Catalunya”, tal y como viene discutiéndose desde la Resolución 5/X del Parlament de Catalunya, adoptada el 23 de enero de 2013, parece cada vez más un campo minado. Y no sólo por la falta de claridad sobre las cuestiones realmente decisivas (el sujeto, el objetivo y el procedimiento de ejercicio del derecho a la autodeterminación), ni tampoco por la estrategia de vinculación entre derecho a decidir y derecho de autodeterminación, sino por lo que me permitiré denominar contexto y pretexto del debate. Sin perjuicio de entrar en otra ocasión en el planteamiento del derecho a decidir y del la autodeterminación (1), querría ahora ofrecer algunos argumentos que se situarían en lo que podríamos denominar “perspectiva sociológica de los derechos fundamentales” y que tocan sobre todo a la función que se les atribuye. Porque buena parte de los conflictos en torno a los derechos no reside en éstos en sí, sino en su utilización, esto es, en las razones por las que, para las que se alegan.

Si hablamos de funciones de los derechos y del Derecho mismo, como ha enseñado Ferrari, es preciso atender a las funciones manifiestas, pero también a lo que se denomina “funciones latentes” (2) de un proceso que se abre con la convocatoria de las elecciones de noviembre de 2012. Por eso, la primera pregunta es por qué ahora. Por qué plantear en este momento el derecho a decidir. Hay varias hipótesis. Algunos lo vinculan a un estallido de la conciencia nacional catalana que habría eclosionado en la diada de 2012. Otros lo explican en la clave de búsqueda de legitimación (en el sentido sociológico del término, es decir, de adhesión de hecho) para un Gobierno desgastado por su gestión de la crisis económica. Veamos esas propuestas de interpretación.La primera, la que podríamos calificar como  “épica”, vería ese momento como el resultado obligado tras la manifestación de la Diada de 2012, que habría enviado un “mensaje” inequívoco acerca de la inapelable necesidad de emprender la consulta hacia la autodeterminación, de emprender una etapa decisiva hacia la “libertad nacional del pueblo de Catalunya” (lo que, por cierto, no es exactamente lo mismo que el derecho a decidir que asistiría a cada ciudadano, como corolario evidente de la democracia misma). Se habría manifestado así una suerte de Zeitgeist, de kairós que las fuerzas políticas catalanas (obviamente, a fortiori las catalanistas, que no es lo mismo, aunque estas últimas se empeñen precisamente en esa confusión) no podían ni debían desaprovechar. Se trataría de la manifestación de madurez del proceso de nacionalización catalana, que habría cristalizado en esa convergencia entre la nacionalización cultural y la política, hasta plantear como inevitable la vocación de Estado-nación, o, tal y como se proponía en las manifestaciones de la diada, “Catalunya, un nuevo Estado en la UE”.

Ese proyecto se basaría en condiciones de contexto: así, el alegato de hartazgo, de fin de época: la hipótesis de que se habrían agotado todos los esfuerzos por encontrar un lugar amable (un acomodo, en la terminología del debate canadiense) para Catalunya dentro de la Constitución española, del Estado (lo que por cierto significa más bien una confusión entre Estado y gobierno o gobiernos “de Madrid”): desairada continuamente, expoliada en lo económico, humillada en la “dignidad”,  desautorizada en su política educativa, en el uso de su lengua oficial, sería hora de decir “hasta aquí hemos llegado”.

Pero hay una segunda interpretación. La que sostendría que nos encontraríamos precisamente ante la utilización de funciones latentes. Sostendría que el primer Gobierno del President Mas sería un ejemplo de lo que muchos denuncian como tendencia al “deslizamiento desde el Estado social al Estado penal”, una tendencia que se caracteriza por la “ablación de derechos” y no sólo económicos y sociales, sino incluso civiles y políticos. En efecto, en el contexto de  unas políticas de respuesta a la crisis cuyas consecuencias (que no sólo la crisis en sí) son devastadoras azota en los países del Sur de Europa. Desde luego, en Catalunya y en el resto de España. Se trata de las “recetas” impuestas por la troika y muy en particular por los intereses de Alemania, que están suponiendo el desmantelamiento de los elementos básicos del Estado del bienestar, desde el acceso al empleo y la cobertura frente al desempleo, al reconocimiento y garantía de la universalidad de derechos sociales, del acceso a la educación, a la salud, a la vivienda, a un sistema de seguridad social que cubra los riesgos de los más vulnerables (enfermos, ancianos, discapacitados, étc). Una política de recortes (denominados reformas) que en Catalunya ha sido particularmente dura bajo la corta andadura del primer Gobierno Mas, que acabó en una convocatoria de elecciones anticipadas supuestamente como consecuencia del impulso de exigencia nacional formulado en la manifestación del 11 de septiembre de 2012 –“Catalunya, un nou Estat a l’UE”-, pero seguramente también (quizá, sobre todo) por la pérdida de legitimidad y adhesión que provocaron esas políticas entre el electorado catalán.

Lo anterior no supone necesariamente que se intente sustituir el eje nacional (nación, minoría nacional o pueblo, ya intentaré precisarlo luego) por el eje de clase: por mi parte, estoy básicamente de acuerdo con el conocido análisis de Balibar y Wallerstein al respecto y, en otra medida, con la interpretación compleja ofrecida por Castel a propósito de los disturbios de 2005 en Paris. Pero es cierto que este debate sobre el derecho a decidir (y sobre el derecho de autodeterminación) no se puede resolver sólo ni aun prioritariamente en los términos de derecha-izquierda. Por cierto que eso no impide, en mi opinión, contraargumentar que la prioridad del objetivo de “libertad nacional” no puede ocultar que lo determinante es si ese proyecto persigue la mayor egalibertad de los ciudadanos, el incremento del bienestar. Y la carga de la prueba consiste en mostrar que, efectivamente, la opción de la soberanía va a producir ese resultado, en lugar de dar por supuesto que se producirá casi de forma taumatúrgica.

En todo caso, me parece que hay un error mayúsculo en el planteamiento de las dos partes enfrentadas en el debate, la nacionalista española (la que tiene como bandera ese disparate mayúsculo que es a mi juicio el artículo 2 de la Constitución española de 1978, un enunciado más propio de la metafísica que de la política o el Derecho) y la nacionalista catalana tal y como sobre todo lo expresa ERC. Se trata de la obsesión por un modelo de soberanía y de sujeto político que, a todas luces, parece superado en este segundo decenio del siglo XXI. Ambas partes, en efecto, parecen ancladas en un concepto de soberanía que hoy es una categoría zombie (3), porque la soberanía en un mundo global ya no puede basarse en Bodin y Hobbes. La soberanía no es ya un atributo del Estado nacional, ni aun del Estado. Y eso es así en el orden el económico con toda evidencia, pero también en el jurídico y político y aún más en el espacio de la UE. Ese es, a mi juicio, el lastre que subyace a lo que podríamos denominar la posición “irreductible” del Gobierno Rajoy, empeñada en una interpretación formalista y super-rígida de la Constitución de 1978 (en particular de los artículos 1.2 y 2), pero también a lo que a mi juicio es un ejemplo de  nacionalismo victimista y retrorromántico, el que subyace a  la Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña.

En todo caso, y en la medida en que se pusiera el acento no en la noción de nación, sino en la de pueblo y no en el derecho a decidir, sino en el derecho a la autodeterminación en su concepción amplia, en el sentido no sólo ni prioritariamente de emancipación frente al colonialismo o a modalidades ilegítimas de dominación, sino de lo que implica el concepto de etnodesarrollo propuesto por Bokatola y analizado por Spilipiolou-Akermak sobre la base de la jurisprudencia internacional comparada, el debate puede ser profundamente matizado y a ello he tratado de atender en algún otro trabajo.

Creo, por lo demás, que tienen razón quienes, como el profesor Ruiz Vieytez, critican el apresuramiento erróneo de los “enterradores” del Estado (que no son los mismos que los del Estado nación). Un error que en muchos casos esconde en realidad una pretensión ideológica. Sí: para los individuos -y aun diré los grupos- vulnerables, las estructuras estatales siguen siendo útiles y aun el único asidero ante el naufragio impuesto por la marea ultraliberal. Por eso, como sostiene el mismo autor, es difícil prescindir de la nota de estatalidad: tiene razón cuando reivindica esa estatalidad “como factor de identificación (internacional) de las personas. Al contrario, entiendo que en ningún otro momento de la Historia de la humanidad ha habido una adscripción identitaria de las personas más homogénea y referida a estructura estatales, como si fueran el desplegable de un campo informático. Es la estatalidad, o el reconocimiento internacional que viene a ser casi sinónimo, lo que otorga reconocimiento, identidad y capacidad de interactuar” (4).  Pero esa es una cuestión diferente del problema de la soberanía que me parece clave en el debate. A mi juicio, frente a lo que él sostiene, la estatalidad no exige hoy necesariamente  un Estado-nación, que ya no es hoy el único cauce para obtener personalidad jurídica y política internacionales.

Dicho de otro modo, a fin de cuentas, si vamos a discutir sobre el derecho a la autodeterminación, lo decisivo sigue siendo responder a tres cuestiones clave: quién decide/ejerce el derecho a la autodeterminación (el sujeto),  qué se decide (el significado o contenido, el objetivo del derecho) y cómo se decide (el procedimiento, las condiciones de ejercicio del derecho a decidir/derecho a autodeterminación). Si eso es así, parece importante dejar constancia de algo que me parece claro:  en el siglo XXI, en un contexto de globalización consolidada en los ámbitos técnoeconómicos y considerablemente desarrollada en la dimensión jurídico-política, el qué ya no conduce necesariamente al Estado nación: los trabajos de Manuel Castells hace tiempo que nos obligan a enfrentarnos con el modelo de sociedad-red. Y es no sólo verosímil, sino quizá deseable, imaginar el futuro de la UE  en esos términos, una red de Estados y de sujetos políticos de otro orden, en un proyecto de niveles variables de soberanía compartida, que empieza en las ciudades y culmina en la propia UE como sujeto político (quizá) confederal.

 

 

 

(1) Que exige atención a una tesis de indiscutible fuerza argumentativa, la que vincula derecho a decidir y legitimidad democrática.

(2) Utilizo la conocida noción propuesta por Merton y desarrollada sobre todo por Aubert,  Eckhoff y Sendby, entre funciones sociales “manifiestas” (las consecuencias objetivas de la acción social que son buscadas y reconocidas por los participantes en el sistema) y funciones “latentes” (aquellas no buscadas ni reconocidas por los participantes de las instituciones). Sobre ello, Vincenzo Ferrari, Las Funciones del Derecho, Madrid, Debate, 1986 (trad de J de Lucas y MJ Añón).

(3) En el sentido en que acuña esta expresión Beck para referirse a algunos conceptos que, aunque fueran importantes y vigentes en otros contextos históricos, sobreviven hoy sólo como fantasmas del lenguaje, desdibujado su contenido y sin delimitación. Así, los de soberanía, clase o nación. En otros trabajos me he permitido incluir en ese catálogo el de ciudadanía.

(4) Cfr. Eduardo Ruiz Vieytez (2012), “Réflexions sur la nature de l’autodétermination de la perspective des droits de l’homme”, Les Cahiers du Centre de Recherche Interdisciplinaire sur la Diversité (CRIDAQ), nº 3. Entre la amplia aportación del mismo autor sobre estos problemas pueden consultarse Eduardo Ruiz Vieytez. (2003), “El Convenio Marco para la protección de las Minorías Nacionales”, en el colectivo dirigido por Felipe Gómez Isa, La protección internacional de los derechos humanos en los albores del siglo XXI, Humanitarian Net, Bilbao, pp. 513-546. También, Eduardo Ruiz Vieytez. (2008), “Minorías, nacionalidades y minorías nacionales. La problemática aplicación en España del Convenio Marco para la protección de las Minorías Nacionales”, Revista Vasca de Administración Pública, nº 82. Y el más reciente Eduardo Ruiz Vieytez. (2013) “España y las minorías nacionales: ¿un matrimonio imposible? una crítica desde Europa”.