No sorprenderé a nadie si recuerdo que, entre las tareas que ha de afrontar el nuevo Consell de la Generalitat, las hay difíciles e incluso imposibles. Lo malo para nuestros nuevos gobernantes es que no pocas de ellas son percibidas como imperativos por buena parte de quienes votaron a los partidos que sostienen a ese Gobierno. Pondré dos ejemplos: impedir la puesta en práctica de la LOMCE en el ámbito escolar que depende de la Generalitat Valenciana es muy difícil, si no imposible, aunque se tenga (y se exprese) la firme convicción de que esa ley es un error y no contribuye a la mejora del tan degradado modelo educativo. Por otro lado, poner en marcha una radiotelevisión pública y valenciana, que sirva al objetivo de promover la lengua y la cultura propias, parece una necesidad y, sin embargo, el desastroso estado de cuentas que hereda este Gobierno torna muy difícil, si no imposible, este objetivo, sin alterar otras prioridades o incurrir en gastos de difícil justificación.
En todo caso, de acuerdo con el tópico, la sabiduría del gobernante consiste precisamente en saber distinguir entre lo difícil, lo imposible y lo necesario y, de acuerdo con ello, establecer las prioridades que, sin sacrificio de los principios y objetivos de su programa, su contrato con los electores (lo necesario), resulten viables. Saber justificar esas decisiones ante los votantes y ante el resto de la ciudadanía también forma parte, evidentemente, de la acción de Gobierno.
A veces, sin embargo, la dificultad reside en otra disyuntiva: la que enfrenta la necesidad de adoptar medidas coherentes con el programa (sus principios, sus objetivos), es decir, insisto, cómo cumplir lo necesario y, de otro lado, la conveniencia de seguir criterios de inmediatez y oportunidad, que exigen medir las consecuencias de esas medidas en términos de rentabilidad electoral. Creo que esa dificultad se manifiesta claramente en la actitud que ha adoptado el Gobierno de la Generalitat (y en particular el principal partido que lo sustenta, el PSPV) en torno a las fiestas populares en las que se producen tratos crueles, degradantes y violentos con animales.
No quiero repetir los argumentos del estupendo artículo que recientemente dedicó Toni Mollá a la polémica sobre el bou embolat http://opinions.laveupv.com/toni-molla/blog/5593/a-favor-del-bou-embolat). Lo suscribo, como ya dije públicamente. Pero las recientes declaraciones del Secretari Autonomic al frente de la Agencia Valenciana de respuesta a emergencias, el socialista Jose María Angel exigen, a mi juicio, un comentario algo más general. El Sr Angel, tras constar el laberinto de pasiones desatado (“la festa dels bous al carrer levanta passions”) y adentrarse en una novedosa teoría científica al sostener que estas fiestas tan comunes en tantos pueblos valencianos estàn “… en el seu ADN de forma centenària”, concluía que el Consell, “està per protegir els bous al carrer” (http://www.laveupv.com/noticia/15180/%20jose-maria-angel-pspv-la-festa-dels-bous-al-carrer-alca-passions).
El problema, en mi opinión, no entraña dificultad alguna de análisis, porque para cualquiera que emplee dos minutos en pensarlo, es muy sencillo obtener una conclusión inequívoca: tales fiestas entrañables son una manifestación de lo peor que puede encerrar una tradición. Y eso es así aunque hayan sido incluidas por el PP en ese enésimo ejemplo de manipulación y dislate jurídico, la ley 6/2015 de defensa de las señas de identidad de la comunidad valenciana. Una ley que merecería examen aparte y que, a mi juicio, debe ser derogada de inmediato por las nuevas Cortes. Una ley que impone bajo sanción signos de identidad que avergüenzan a la conciencia civilizada, porque las fiestas convertidas en ese ADN que dice el Sr Angel son, en la mayoría de los casos, ejemplo de violencia y crueldad y causan evidentes y terribles sufrimientos a seres vivos sensibles, con la única “justificación” del jolgorio que supuestamente despiertan entre los valencianos. Son, quiero decirlo claro, la peor escuela para las nuevas generaciones de valencianos, nuestro futuro.
Repetiré lo obvio, a pesar del cansancio (fue Brecht el que escribió que la dificultad de nuestra época residía en tener que defender lo evidente). Por mucho que las precedan mil años de prácticas reiteradas, las conductas crueles y violentas, las que implican sufrimientos de todo punto innecesarios, carecen de justificación. No sólo es que esos comportamientos nos degradan, nos hacen menos humanos. Es que, como escribiera Nasón hace siglos, saevitia in brutos est tironicinium crudelitatis in homines: La violencia contra los animales es la escuela del maltrato y la violencia contra los seres humanos. Educar a los niños y adolescentes en la violencia gratuita y festiva, porque “a fin de cuentas son sólo animales”, es una forma de asegurar que, al menos a una parte de esos jóvenes que participan en las fiestas, cuando se conviertan en adultos, les parezca justificada y divertida la violencia contra todo aquel al que consideren inferior: las mujeres, los discapacitados, los mendigos o los inmigrantes.
Si la respuesta es que “así lo hemos hecho siempre en mi pueblo y además nos gusta y me fastidia que venga un foraster a pretender quitarme mi tradición”, habría que replicar que ese criterio supondría que hoy siguiéramos practicando todo tipo de aberraciones, de la esclavitud a la tortura, pasando por la discriminación y la dominación de cuanto nos plazca. Si se alega que eso daña la actividad económica, habrá que añadir que la misma (sin)razón habría justificado seguir con las fiestas en el circo romano, con sus excitantes muertes de gladiadores, el negocio de apuestas, el de las escuelas de gladiadores, su venta como esclavos, etc. Resta el poderoso argumento de los gurus de los ganinetes electorales que, en el fondo, es muy eficaz a la hora de aconsejar prudencia al gobernante, previniéndole frente al peor de todos los males: ir en contra de tales fiestas nos haría perder los votos de quienes así se divierten! Es otra (sin)razón de veterana tradición, la del panem et circenses, la misma que identifica la acción de gobierno con el aprendizaje de las artes que permiten engañar al pueblo o distraerlo de los asuntos importantes. Una concepción de la responsabilidad política y de la acción de gobierno que, lejos de la prudencia, se funda en la peor de las demagogias, el más rastrero de los populismos.
Por eso, cuando el Secretario Autonómico o el propio President que anunció la ética pública como santo y seña de su mandato, apelan a la <prudencia>, frente a la evidente sinrazón que significa no ya continuar con las subvenciones, sino permitir estas prácticas de crueldad, a mi juicio, desmerecen del noble título de gobernantes. Y pierden una oportunidad de reforzar con su buen ejercicio la indiscutible legitimidad de origen del encargo de poder que les hemos conferido.