TIBET. SUS DERECHOS, NUESTROS INTERESES

 

Tibet: los derechos de los otros y nuestros intereses

 

Javier de Lucas

Esta semana hemos conocido una decisión que es un importante avance en la lucha por los derechos humanos. La Audiencia Nacional española ha cursado las órdenes internacionales correspondientes para poder llevar ante los tribunales a altos dirigentes del Partido Comunista chino y de su Gobierno, presuntamente implicados y aun responsables del genocidio tibetano en las décadas de los 80 y 90. Entre ellos,  el expresidente Jiang Zemin y su sucesor, Hu Jintao.

Esta causa judicial, en manos del magistrado Ismael Moreno, se inició en 2006, tras una querella interpuesta por el Comité de Apoyo al Tíbet (CAT), y se basa en el trabajo jurídico del abogado e investigador del Institut de Drets Humans Universitat de València, José Elías Esteve, que realizó su tesis doctoral sobre el Tibet, publicada poco después como libro que conviene consultar: Tibet. La frustración de un Estado. El genocidio de un pueblo. Precisamente el Instituto ha organizado un Congreso internacional sobre el problema que tendrá lugar los días 28 y 29 en la misma Universitat (aquí su programa).

JIang Zeming y Hu Jintao

Pues bien, aunque, a mi juicio, resulta evidente que se trata de un paso decisivo en el proyecto de hacer realidad el principio de jurisdicción universal –desde luego, simbólicamente, pues se plantea por primera vez a los dirigentes de una gran potencia-, parece que no son pocos los que pretenden ignorar esta evidencia, o incluso negarla.

Así, por ejemplo, los hay que tratan de ridiculizar la decisión, con el peregrino argumento de que se trata de un gesto superfluo, megalómano y, en todo caso, inútil. Les parece que supone sacar los pies del tiesto: “¿La Audiencia Nacional ocupándose de China? ¿Es que no hay suficiente trabajo aquí? ¿Quién les va a hacer caso?”. Son los mismos que, en la mejor de las hipótesis, despachan el asunto con la referencia a la ingenuidad o el utopismo propias de académicos o doctrinarios que ignoran la realidad, si es que no se trata –en la hipótesis menos generosa- de quienes practican una política de gestos que salen baratos a quien los propone, aunque nos puedan resultar muy caros a los demás: los consabidos intereses.

mapa tibet

Precisamente hay quienes subrayan lo dañino e irresponsable de tales decisiones, que ponen en peligro nuestra relación con una superpotencia con la que más vale llevarnos bien, pues la necesitamos: hay muchos intereses en juego, que se verían afectados muy negativamente si insistimos en esta vía. Desde la balanza comercial, las exportaciones españolas a China, el incremento del turismo chino en España, o las ganancias reales y futuras de cientos de emprendedores españoles, muchos de ellos ya presentes en ese país. Por no hablar de efecto estimulante que pueden tener las relaciones con China sobre una España  sumida en la crisis y con tanto paro.

Nada nuevo, por otra parte. El “realismo” frente al “idealismo” (algunos dirían ‘fundamentalismo’). La ética de principios frente a la ética de la responsabilidad. Bla, bla, bla… Por mi parte, creo que es hora de dejarse de tópicos. Y de dejar claro si tomamos o no en serio los derechos humanos. Porque la lógica de la soberanía estatal (los “asuntos internos” o “propios”) es incompatible con la lógica universalista de los derechos humanos. Antes o después, como han advertido por ejemplo Carrillo Salcedo o Ferrajoli, entran en colisión. Y hay que decidir. Si hacemos excepciones por razones de Estado (para llevarnos bien, para ser realistas), los derechos humanos son papel mojado, como “en realidad, sabe todo el mundo”:  quod erat demonstrandum.

Por esa razón hay que decir que no. Que no es aceptable el mantra del “realismo”. Y decirlo precisamente cuando se está ante la prueba del nueve: no para mandar cañoneras a unos desharrapados de un islote, sino para exigir su cumplimiento, aunque suponga imputar a las más altas autoridades de un Estado; más aún, si es una gran potencia la que ha violado y gravemente esos derechos humanos.

tibet-free

UNIVERSIDADES: EL RANKING DE LA DECENCIA

Universidades: el ranking de la decencia

El pasado lunes, la Real Sociedad Económica de Amigos del País (RSEAP) organizó por séptimo año consecutivo un debate con los rectores de las cinco universidades públicas valencianas. Esa especie de cita periódica me parece ya un motivo de esperanza. Lo es que existan espacios e iniciativas para poner de relieve y debatir la capacidad de nuestra sociedad civil, y en la magnífica sala del Conservatorio Profesional de Valencia se reunían de nuevo tres instituciones emblemáticas de esa sociedad civil: las Universidades públicas (la más antigua, la mía, fundada precisamente por los juratsde la ciudad), la RSEAP y el Conservatorio, en cuya fundación tuvo protagonismo la misma RSEAP.

De paso, el acontecimiento en cuestión daba pie para esclarecer de qué hablamos cuando usamos ese concepto que hoy vuelve a estar de moda, la sociedad civil. Para hablar de quién, quiénes y por qué pueden hablar en su nombre, sin utilizarlo en vano. Porque sucede a menudo que se identifica a la sociedad civil casi exclusivamente con los empresarios, los “emprendedores”, los verdaderos creadores de riqueza y, sin embargo, conviene no olvidar que hay muchos más agentes de la sociedad civil y muchos otros creadores de riqueza: también de otra riqueza. No pongo en duda que las pymes, como la CEOE o la Banca, lo son. Y por cierto que esa parte de la sociedad civil estaba muy bien representada en la sala, lo que constituye otro motivo de satisfacción. Pero trato de apuntar que cada vez que se insiste en lo que la sociedad civil demanda de la Universidad, convendría precisar eso de quién pide a quién y qué es lo que cada uno debe al otro.

En el debate, lógicamente, los rectores nos hablaron de eso, de lo que las Universidades aportan. De cómo cumplen con su responsabilidad frente a lo que “la sociedad civil” espera de ellas precisamente en la medida en que las sostiene. Y se ofrecieron, por ejemplo, datos relevantes —que no repetiré— acerca de la contribución al tejido productivo, a la innovación, al desarrollo y a la riqueza, desde la investigación universitaria. Hablaron del esfuerzo de las Universidades por aprovechar y desarrollar las nuevas tecnologías, del empeño en internacionalizarse, en multiplicar su capacidad de formar, de capacitar a los profesionales que esa sociedad civil necesita.

¿Cumplen con éxito esos objetivos las Universidades valencianas? Los rectores ofrecieron números apabullantes para hacer frente a esa tópica descalificación que lamenta que ninguna de nuestras instituciones universitarias ocupe los lugares privilegiados en los consabidos rankings (el de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, el ARWU, el Webometrics, o el Higher del Times). Clasificaciones en las que, ya se sabe, nunca aparecemos ni siquiera entre los cien primeros. Confieso que, siempre que se habla de rankings, recuerdo el argumento que explica que, las más de las veces éstos se crean para justificar la superioridad de quien los inventa, de quien impone como criterio estos y no otros indicadores. Como en la anécdota del resultado de la carrera entre los dos grandes dirigentes mundiales en tiempos de la guerra fría, descrito por el Pravda con el siguiente

Valencia

Crisis económica

Opinión

Recesión económica

Universidad

Coyuntura económica

Comunidad educativa

Comunidad Valenciana

Educación superior

España

Sistema educativo

Educación

Administración pública

Economía

ccaa.elpais.com/ccaa/2013/11/07/valencia/1383853455_300021.html 1/2

08/11/13 El ranking de la decencia | Comunidad Valenciana | EL PAÍS

titular: “el gran camarada Kruschev quedó en segundo lugar; el presidente Kennedy, en el penúltimo”.

Ahora bien, como se vio en el debate, muchos de nosotros, también los cinco rectores, claro, pensamos que la función de las Universidades, lo que pueden ofrecer a la sociedad y ésta a su vez puede y debe exigirles, no es —ni prioritaria, ni menos aún exclusivamente— proporcionar el conocimiento que habilita para la capacitación profesional y transferir el conocimiento al mercado, es decir, la investigación como tarea orientada a la aplicación productiva. A mi juicio, esas tareas ya las están haciendo y probablemente las harán mejor en el futuro otro tipo de instituciones, incluso no presenciales. Por ejemplo, empresas, sí: empresas docentes que formarán ese personal cualificado que pide el mercado; empresas con departamentos de investigación, con institutos y laboratorios dependientes que les proporcionen el saber aplicado que mejora su competencia y resultados.

Pero del mismo modo que el mercado y sus agentes son sólo una parte de la sociedad civil, las Universidades responden y deben responder a otras exigencias y a exigencias de otros agentes. Así, la necesidad de transmisión y desarrollo de la formación crítica, de la capacidad de pensar por sí mismo, que permitirá saber responder a los desafíos sociales presentes y a los que aparecerán, para los que el conocimiento —que no debe confundirse con la formación profesional— es el mejor punto de apoyo. Eso requiere transmisión de cultura, de conocimiento de la sociedad. Transmisión siempre crítica. Y quizá sea esa la primera responsabilidad de las universidades, precisamente en términos de su deuda con la sociedad civil: conocerla para poder transformarla en algo mejor.

Por eso se debatió también acerca del lugar y contribución de las Universidades en términos de un ranking distinto y que, a falta de otra denominación, llamamos el ranking de decencia: el que mediría su aportación a hacer de las nuestras sociedades más igualitarias, más libres, más inclusivas, con menos corrupción, discriminación, violencia e impunidad, en suma, más decentes. Y resultó que los rectores ofrecieron argumentos y ejemplos que permiten medir esa contribución. Criterios que, por cierto, sitúan a nuestras universidades en un buen lugar. Por ejemplo, porque han creado instituciones e instrumentos para la solidaridad y la cooperación. Unidades de igualdad para luchar contra las discriminaciones que sufren las mujeres, los trabajadores, los inmigrantes, los discapacitados. Institutos de estudios de la mujer, de desarrollo local, de derechos humanos, de políticas del bienestar… Servicios que estudian y promueven la lengua y las manifestaciones culturales de este país. Y han creado mecanismos de control y evaluación que tratan de hacer de ellas instituciones más abiertas y transparentes, en pugna con defectos como la endogamia, la rutina o el clientelismo. Sin moralinas. Sin prédicas tan enfáticas como inútiles. Con rigor y apertura a la crítica y siempre desde la razón. Con la aspiración irrenunciable de que la nuestra —la valenciana, la española, la europea— sea una sociedad en la que no haya humillación ni exilio, una sociedad, repito, cada vez más decente.

Más fútbol, menos derechos humanos

 

Javier De Lucas 

Si el sentido común y de la decencia no lo remedian, la selección española va a jugar el próximo 16 de noviembre un partido amistoso en Guinea Ecuatorial. Ese país, antigua colonia española, es una de las más terribles dictaduras que existen, con uno de los peores índices de desigualdad en el acceso a la riqueza y servicios elementales, aunque se encuentra sobre uno de los yacimientos petrolíferos más importantes del mundo.

Que la Guinea de Obiang es un régimen condenable lo prueba, por ejemplo, el documento de denuncia suscrito por tres de las más conocidas Organizaciones de defensa de los derechos humanos: Amnistía Internacional, EG Justice y Human Rights Watch. Existen otros dossiers muy críticos, como el de Reportiers sans frontières. Pero, además, esa riqueza sólo la aprovecha el dictador Teodoro Nguema Obiang (quien según la revista Forbes posee una fortuna de 600 millones de dólares) y su familia, como su hijo Teodoro Nguema Obiang Mangué -conocido  como Teodorín-, un play boy que combina el color de sus zapatos con el de sus coches de lujo y que recientemente sufrió el embargo de buena parte de sus ostentosos bienes en París, por parte de la justicia francesa, a raíz de una denuncia de Transparency International (puede leerse aquí la noticia en español).

 

Evidentemente, la Federación española cobrará una pastizara por semejante evento, que tanto habrá satisfecho al dictador, ávido de promocionar concursos, premios y eventos que lleven su nombre por el mundo: incluso pretendió apadrinar un premio UNESCO/Obiang, con una importantísima dotación, aunque, como recordarán los lectores, en ese caso se impuso el buen sentido y se anuló su propuesta.

Pero la pregunta es si la selección debe ir allí. ¿Debe España, campeona del mundo, bicampeona de Europa, dilapidar su prestigio, manchándolo con ese “bolo” cuya justificación deportiva es inexistente tanto como son evidentes los riesgos de contaminación?

Ya sé que habrá quien repita esa estupidez de que fútbol es fútbol y no política. Pues bien, este partido sí lo es y de la peor especie: es muy mala política. Política deleznable, sobre todo por tratarse de un acontecimiento no necesario, no obligado por el sorteo de una competición. Me dirán que también todas las federaciones y los principales clubs de fútbol van a jugar amistosos, por ejemplo, a China, que no es ningún modelo. No digamos a Kazajstán, donde su dictador, el excomunista y gran amigo del rey Juan Carlos, Nursultan Nazarbayev, reina ininterrumpidamente como monarca absoluto aunque sin corona, desde 1991. (Este atrabiliario personaje, que cambió el nombre de su capital –Astaná en lugar de Almaty-, financió entre otras fruslerías un equipo de ciclismo de  alta competición en el que corrían conocidos ciclistas españoles). E incluso se invocará la celebración del mundial en Argentina en plena dictadura de los generales. Creo que todos eso casos son, en efecto, malas prácticas. Como el mundial a celebrar en Qatar, a base de dinero y sin ninguna justificación razonable. Pero el partido de España en Guinea es peor, por gratuito y por lo que supondrá de ayuda a la causa del dictador.

Se cumple hoy el centenario de un gran admirador del fútbol, Albert Camus, quien dejó escrito: “Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”. El futbol era para Camus escuela de madurez, de ciudadanía, de convivencia, de fair play, de morals y sobre todo de manners. Esto que maneja la Federación, parece tener poco que ver con semejante ideal.

La respuesta, la única salida decente, es anular ese partido y de paso, enviar un mensaje claro al dictador. Así, no se juega.

 

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