Testigos del otro. El Método Villoro.
Como a muchos otros ciudadanos de este país, me avergüenza que haya transcurrido un mes desde la tragedia de El Tarajal, en la que murieron 15 personas, sin que nadie haya asumido la más mínima responsabilidad política por un suceso luctuoso que, si hubiera ocurrido en un accidente de tráfico o por una explosión fortuita de gas, por poner dos ejemplos conocidos, ya habría concitado el esfuerzo de los políticos profesionales por hacer saber en prime time su decidida voluntad de establecer responsabilidades y llegar a las últimas consecuencias. Aún más, como a muchos otros, me indigna la inmundicia que se arroja sobre quienes han/hemos pedido que se investiguen los hechos, porque con ello –aseguran- ponemos bajo sospecha nada menos que a la Benemérita. Precisamente por todo eso, me parece más necesario que nunca acudir al pensamiento intempestivo, tal y como lo ejerció Luis Villoro, el filósofo mexicano de origen español que nos acaba de dejar.
El modelo de “pensamiento intempestivo” fue acuñado por el joven Nietzsche, en la segunda de sus Consideraciones intempestivas (1873-75) titulada “Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida”, en la que explica la razón de ser, mejor, la necesidad de intentar “entender como un mal, un inconveniente y un defecto, algo de lo cual la época, con justicia, se siente orgullosa, esto es, su cultura histórica”. Pues bien, en “Mi padre el cartaginés”, precioso e imprescindible ensayo publicado en 2011 -en el número 1 de la revista Orsay, desgraciadamente finiquitada en enero de 2014-, el escritor mexicano Juan Villoro consideraba a su padre, Luis Villoro, un ejemplo de ese pensamiento incómodo e imprescindible en el que encarna el modelo nietzscheano de lo intempestivo. Un modelo que, según argumenta el hijo, tiene mucho que ver con la resistencia, que remite a su vez a ejemplos como los de Cartago o el movimiento zapatista del EZLN, a los que estuvo tan vinculado Luis Villoro.
Volvamos a los sucesos de Ceuta y Melilla, tan amplificados por los media de derecha y extrema derecha, en consonancia con el Gobierno. El Ministro del Interior, Sr. Fernández Díaz, ha visitado Ceuta y Melilla en este aniversario. En lugar de anunciarnos que se están investigando las responsabilidades políticas por 15 muertes (hay que recordar que el grupo parlamentario del PP impidió una comisión de investigación en el Congreso), en lugar de interesarse por esos muertos, por los heridos, ha realizado unas declaraciones insólitas: ante todo, para dejar claro que “la Guardia Civil no hizo nada mal” en la tragedia. De hecho, ha abundado en que el cuerpo policial actuó correctamente ”mientras no se demuestre lo contrario”, así como en que “hasta ahora, no se ha demostrado nada”. En esta línea, ha reiterado, tanto en Ceuta como en Melilla, que acusar “a esta benemérita institución” de poder haber tenido alguna relación con la muerte de quince inmigrantes en Ceuta “es además de injusto, inmoral”
Cuando nuestros gobernantes se permiten utilizar el lenguaje propio de lo “humanitario” para hablar de las “tragedias de la inmigración”, se evidencia a todas luces que la muerte de inmigrantes (incluso si concurren todos los indicios de que se han producido por omisión del deber de socorro) no son, no pueden ser tratadas como delitos, precisamente porque sus protagonistas no son seres humanos de verdad (para eso hay que ser ciudadano, nacional de este país), sino como han denunciado en sus canciones Manu Chao o El Chojín, eso, inmigrantes, negros, moros; aún peor, “clandestinos”. Cuando todo ello se hace de modo solemne, investidos de los argumentos que dominan en nuestra cultura, de un análisis racional que se pretende exclusivo (los que no lo comparten son ideólogos trasnochados), es que hace falta el pensamiento intempestivo que nos muestre que esas ideas dominantes, revestidas de racionalidad y aun de justicia (desde luego, de legalidad), son en realidad un mal, un planteamiento defectuoso que nos causa muchos y muy graves inconvenientes.
Lo entendió muy bien Luis Villoro, aunque el campo al que aplicó sus consideraciones intempestivas, más que el de los inmigrantes, fue sobre todo el de los pueblos indígenas en América Latina. Y su leit motiv era el que heredó de Bartolomé de Las Casas y sobre todo de Diego Landa, el obispo de Mani: reconocer al otro o, según una fórmula propia, ser “testigo del otro, de la otredad”. Villoro advirtió el difícil punto de partida, la relación dialéctica entre españoles e indígenas (la misma que hoy en México dibuja el Gobierno frente a las comunidades indígenas mexicanas), un presupuesto inevitablemente conflictivo que debía ser superado para construir una propuesta dialógica. Así lo hizo en sus libros (desde Los grandes momentos del indigenismo a Creer, saber, conocer, El poder y el valor, o Los retos de la sociedad por venir); sobre todo, en ese gran texto de filosofía política que deberían estudiar quienes aspiran a gobernar nuestras sociedades indefectiblemente multiculturales, Estado plural. Pluralidad de culturas (1998), que conserva hoy toda su pertinencia. Y así lo hizo también al tomar partido por las comunidades indígenas implicándose en las negociaciones entre el Gobierno mexicano y el EZLN y trabajando generosamente sobre el terreno en Chiapas y en la selva Lacandona. Para ser testigos de lo otro, de la otredad, una tarea para la que, como ha recordado Reyes Mate, Villoro entendía que la UE y sobre todo España estaban particularmente bien situadas, aunque la realidad demuestre que traicionamos un día sí y otro también ese proyecto, que podría proporcionar esperanza y desarrollo humano para todos.
Cambiar las ideas recibidas que dominan nuestro lenguaje, nuestras imágenes, nuestras representaciones sobre la inmigración y los inmigrantes, es una tarea difícil, más de largo que de medio plazo. Se escapa al tiempo de los políticos profesionales, para los que un año es una eternidad. Y también a ese tiempo líquido de los media, que entierran cada minuto tragedias y cuestiones inaplazables. Pero es el campo de batalla en el que hay que resistir, como esa Cartago por la que vivía Villoro. Y todas esas Cartagos que se multiplican. No ceder a la pretensión de hegemonía cultural que la derecha ha comprendido y practica con mayor denuedo y eficacia que no los supuestos herederos legítimos de Gramsci. No admitir que lo que son cuestiones de desarrollo humano, de igualdad, de derechos humanos, sean presentadas como problemas de orden público y aun de seguridad y defensa, es decir, de supervivencia amenazada por un enemigo, por criminales dispuestos a todo, como explicaba en ese mismo blog Fernando Flores en su post “La inmigración no debe ser un tema de seguridad”.
Esas claves, insisto, derechos humanos, igualdad, desarrollo humano, deben ser las prioridades, aún más, las condiciones sine qua non de toda política de inmigración. No es ese el mensaje que de forma tan maniquea como simplista y eficaz, difunden los portavoces del discurso del miedo, lo que presentan las portadas de La Razón, ABC y, desgraciadamente, cada vez más también El Mundo y El País. Como las imágenes que nos sirven en los telediarios y los sonidos que nos llegan desde las radios. Pero también ahí hay resistencia, Cartagos: blogs colectivos y críticos en la prensa digital (infoLibre, Eldiario, Público) como éste de @alrevesyalderecho y otros bien conocidos: @Desalambre, @Contrapoder, @Agenda Pública, @dominio público. También algunos programas de la SER (Hora 25, A vivir…) y de RNE y, desde luego, El Intermedio. Y en las redes sociales, y en el cine y en la música…
La inmigración no es una cuestión de Estado, como descubre el ministro Fernández o el hoy descarado Zapatero, los mismos que, como recordaba el otro día el amigo Sebastián de la Obra, nos han llamado y nos llaman ignorantes, demagogos e inmorales a quienes hemos denunciado y denunciamos la cobardía y cinismo de sus Gobiernos en la respuesta a los inmigrantes. Es mucho más. Ha sido, desde los albores de la humanidad, la característica de los seres humanos, que somos animales migratorios en nuestro origen, como cuentan los relatos fundadores de religiones (así, el de la expulsión del Paraíso), pero también los hallazgos de la paleoantropología, como el rastro de Letoli, las primeras huellas de tres homínidos caminando, encontradas por los Leakey en las llanuras de Tanzania. No es un problema de otros que llegan a ese lugar donde nosotros estamos (pero al que también llegamos en su momento, como inmigrantes). Es nuestra condición.
La inmigración constituye hoy, de forma visible y difícil, por compleja, uno de los rasgos estructurales de nuestro presente. Contribuye a crear esa indefectible Babel que es ya nuestro presente y nuestro futuro (y no sólo como consecuencia de los movimientos migratorios, claro). No es una amenaza, sino un desafío: riesgo, sí; oportunidades, también. No nos vengan con problemas de cohesión social. Lo que amenaza la cohesión es el insulto a la igualdad y al pluralismo, al derecho básico que nuestras necesidades básicas estén garantizadas y a poder desarrollar nuestro plan de vida (que no otra cosa es la autonomía, una cualidad de todo ser humano, no un atributo exclusivo de los ricos del norte). Lo que amenaza nuestra cohesión es la negación del derecho elemental a hacerse oír y participar en las decisiones, desde una coartada tan antiliberal (sí, aunque presuman de liberales) como la que confunde ciudadanía con identidad etno-nacional. En un mundo transnacionalizado, inevitablemente multicultural, carece de sentido seguir manteniendo esa lógica de la identidad nacional o etnocultural, por encima de la única en la que debe basarse el derecho a ser ciudadano: la lógica de la libre voluntad de participar en lo que es común. Multipliquemos, pues, el pensamiento intempestivo. Porque sin intempestivos no habrá resistencia, ni lucha por el Derecho, por los derechos.