SEXAGENARIOS DECADENTES (CARTELERA TURIA 2739)

 

Entre las muchas conmemoraciones de esta semana, he elegido ésta que se cumple hoy viernes, la del 60 aniversario de los Tratados de Roma. Sí, los europeos estamos en lo que antes se llamaba “tercera edad” y, antes aún, “vejez”, esa palabra que a tantos molesta. Ya se sabe que ahora, en cambio, los sesenta son otra cosa y no es infrecuente que los sexagenarios afronten esa barrera con la ilusión de un nuevo y, en muchos sentidos, apasionante proyecto vital.

Sucede sin embargo que, hablando de la Unión Europea, más que de Europa, este cumpleaños no nos deja en buen lugar. No sé si es necesario llegar a la provocación de Emmanuel Todd, que describe al europeo medio como un anciano prostático, acomodado en su sillón frente a la TV (mucho más <pasivo>, pues, que lo que sugeriría la utilización de otras <pantallas>), consumidor de programas que alternan recetas de <susto o muerte> y, por tanto, atrincherado en su decadencia, que cada vez parece más incierta. En cualquier caso, lo que indiscutiblemente cualquier europeo atento a los medios puede detectar es el avance aparentemente irrefrenable de los mensajes más conservadores, si no reaccionarios, en este continente que cada vez parece, más que viejo, atascado en el discurso de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Sí. Frente a la capacidad de reinventarse que la vieja Europa mostró al lanzar el proyecto europeo en los Tratados de Roma, apenas terminada la segunda guerra mundial que la había asolado, hoy no encontramos Gobiernos ni estadistas con las dotes de imaginación creativa que nos hagan creer en un relanzamiento de lo que, visto desde hoy, fue sin duda un hito histórico. No hablo sólo del Brexit, del crecimiento de movimientos xenófobos y racistas, de los ataques a principios básicos del Estado de Derecho y de la democracia por parte de algunos de los socios incorporados en la última ampliación (Polonia, Hungría, Eslovaquia…). Es que esos síntomas acechan también en los Estados fundadores, por no hablar del nuestro, claro. Y el test más claro es la deriva autoritaria y de xenofobia institucional que caracteriza cada vez más las iniciativas y actuaciones del Consejo, de la Comisión Europea y de los Estados miembros, a propósito de las políticas migratorias y de asilo. Que nuestras autoridades propongan que Libia, Libia!!, sea la pieza clave de la externalización de las expulsiones de inmigrantes irregulares y demandantes de asilo es sólo un botón de esa vergüenza.

Eppur si muove… La sociedad civil reacciona. Lean este manifiesto lanzado por el movimiento europeo (http://www.movimentoeuropeo.eu/images/CAMBIEMOS_EL_RUMBO_DE_EUROPA_DEF.ES.pdf ) y súmense, si quieren a un futuro que sea algo más que vegetar penosamente.

ERRE QUE ERRE. LA UE CAPITULA DE NUEVO ANTE EL NACIONALISMO XENOFOBO

(alrevesyalderecho, Infolibre, 6 marzo 2017)

Erre que erre, la UE capitula ante el nacionalismo xenófobo

Posted on 6 marzo, 2017

Javier de Lucas

¿Cómo interpretar jurídica y políticamente la “nueva” toma de posición de la Comisión Europea acerca de los inmigrantes irregulares, explicada en el conjunto de recomendaciones hechas públicas el 3 de marzo de 2017?

A mi juicio, es una muestra del empecinamiento en el error, en la miopía con la que los gobiernos europeos y la propia UE siguen abordando las manifestaciones de la movilidad humana que son las migraciones y, en particular, las migraciones forzadas, y que lastra los instrumentos jurídicos de nuestra política migratoria. Insisto en hablar de gobernantes europeos, pues lo que la Comisión Europea recomienda se basa, como veremos, en acuerdos del Consejo Europeo y ahí quien decide son nuestros Gobiernos. No nos equivoquemos: a la hora de las responsabilidades, la mayor proporción cae de la parte de los gobiernos de los Estados miembros y no de eso que llamamos tan vagamente Europa (ignorando, por ejemplo, la defensa de los valores europeos que hacen una parte importante de las fuerzas parlamentarias en el Europarlamento). Pero esta vez, al error se suma una peligrosa claudicación de graves consecuencias políticas.

Comencemos por resumir cómo se gesta esta vuelta de tuerca: el Consejo Europeo de 2 de febrero de 2017 (hablamos, pues, de los Gobiernos europeos), celebrado en Malta, adoptó una Declaración en la que, con los consabidos eufemismos, se constataba que la denominada “política migratoria de retorno” es un fracaso: dicho en plata, que en la UE no conseguimos expulsar a todos los inmigrantes de los que nos deberíamos librar. Así que decide poner en marcha un enésimo Plan europeo de retorno. Enésimo, porque se trata de un objetivo reiterado y, de hecho, remite a planes anteriores y en particular al establecido en la Comunicación de la Comisión Europea de 9 de septiembre del año 2015 –COM (2015) 453 final-, con el título Plan de Acción en materia de retorno.

Insistiré en el término retorno, para que, como se ha puesto de moda decir, no nos engañen con las palabras. Lo que la UE y los gobiernos de los Estados miembros entienden por retorno hay que entenderlo como cualquier modo de deshacernos de los excedentes migratorios, es decir, las personas, los inmigrantes, que sobran, que no deberían estar aquí. E incluye, sí, el regreso voluntario o repatriación, pero también y sobre todo, las expulsiones fuera de territorio europeo, como y donde sea, con la ayuda necesaria de los Estados de tránsito (de ida y de vuelta) a los que se habrá de recurrir mediante palo y zanahoria, claro, es decir, incrementando la política de acuerdos bilaterales y multilaterales con esos países de tránsito (obviamente, también con los de origen) para que se conviertan en policías de tráfico de los flujos migratorios, retorciendo la política de cooperación y ayuda al desarrollo.

Por cierto, debe ser que, para Bruselas, el hecho de que en esos países se violen regularmente los derechos humanos en las cárceles (Marruecos, Mauritania, Egipto), o ni siquiera estén vigentes los derechos humanos porque no se han suscrito aún los Pactos de la ONU del 66 (como en Libia) es peccata minuta. Ya se lo parece en materia de política de asilo, cuando tratan de utilizar Libia (Libia, un archiejemplo de Estado fallido, inexistente) en pieza clave del sistema de devolución de los rechazados en su demanda de refugio. A la Comisión parece bastarle con añadir una cláusula de estilo, que explica que la UE y sus Gobiernos hacen todo esto “con el máximo respeto a los derechos humanos”. Lo que hagan esos países terceros no es responsabilidad de la UE. Nada nuevo, of course. A eso siempre se le ha llamado externalización, y es una modalidad sofisticada del complejo de Caín: ¿acaso soy yo el responsable de lo que hagan esta gente, que ni siquiera son mis primos (no digamos, mi hermano), sino unos salvajes de por ahí abajo?

Y si es necesario, se vuelve a la idea lanzada por Aznar en el Consejo Europeo celebrado en Sevilla en junio de 2002: externalizar esos campos de internamiento/retención y también lo que hoy llamamos hotspots, los campos donde hacemos el lento triage, donde decidimos quién entra, porque es refugiado fetén, sujeto de protección internacional subsidiaria, o inmigrante legal (no se apuren: de estos, ninguno, claro: todos los inmigrantes que están en los hotspots son, por definición, “ilegales”, que es como se empeñan en seguir llamándolos). En Sevilla en 2002, este proyecto no salió a flote por la oposición de otros Gobiernos (Suecia y Francia). Pero ahora, la idea está acariciando las meninges de nuestros expertos en Bruselas y, sobre todo, en buena parte de lo que llamamos cancillerías europeas: así, todo este trabajo sucio, primera fase de ese proceso que Bauman llamara “industria del desecho humano”, en la que estamos embarcados, se haría limpiamente, fuera de nuestras fronteras: no existiría ante nuestros ojos.

Estas ideas son, insisto, un error. Aún más, son una canallada de enormes consecuencias. Y encima, están destinadas al fracaso.

El error es consecuencia de la recurrente y miope obsesión que entiende las migraciones como un herramienta al servicio de las coyunturas de los mercados nacionales (ante incluso que los de la propia UE). En esta concepción, que es la dominante en los mercados, en las cancillerías y en buena parte de los medios de comunicación (por tanto, reconozcámoslo, en la opinión pública), los migrantes son mano de obra barata, vulnerables, caducables y fácilmente reemplazables –herramientas low cost– para equilibrar el propio mercado de trabajo, cuya presencia se justifica si y sólo mientras aseguren la maximalización del beneficio y se garantice que en caso contrario, es decir, cuando dejen de servir a ese objetivo, podremos desprendernos de ellos: retornarlos. Por eso no puede haber política migratoria común, salvo la policial (eufemísticamente denominada “lucha contra la inmigración ilegal”, contra sus mafias, etc), para asegurar que en cada momento, no entren más que la suma de los estrictamente necesarios a esos efectos y que salgan de inmediato todos los excedentes. Eso explica que la mayor parte de la política migratoria debe quedar en manos de cada país.

La canallada es fácil de explicar. Resulta que lo que se les ocurre hoy a los amigos de Bruselas, casi 10 años después, es exhortar a los gobiernos a que desarrollen los aspectos más discutibles de la lamentable Directiva de retorno de 2008, a la que ahora se califica como un excelente instrumento de política migratoria, sólo que no funciona todo lo bien que debiera, porque los Gobiernos europeos no han sido lo suficientemente aplicados en la tarea. Es lo que han denunciado un conjunto de ONG europeas en un comunicado extremadamente crítico con esta recomendación.

De hacer caso a las recomendaciones de la Comisión, lo que hay que pedir a los Gobiernos europeos es que se empleen a fondo en lo peor, esto es, que se reduzcan aún más las garantías de derechos contempladas en la Directiva y que se desarrollen al máximo las medidas de restricción del reconocimiento y garantía de derechos, aún los elementales, como los que forman parte del núcleo del derecho a una proceso justo.

Así, por ejemplo, que los internamientos en los denostados CIE (o CRA, el nombre varía según el país), puedan durar más tiempo (en la Directiva se establece que puede llegar a ¡18 meses!), no como decidieron los Gobiernos que optaron por versiones reducidas del plazo y a los que la Comisión pone como mal ejemplo. Esto va para España, por ejemplo, pues el Gobierno ZP, que asumió la vergonzosa directiva, dejó en 60 días el plazo de internamiento (imaginemos cómo puede entender esa recomendación el Gobierno Rajoy). Hablemos otra vez claro, donde dicen internamiento o retención, hay que decir detención, es decir privación de libertad, es decir una pena que, las más de las veces, se impone sin una sentencia que dictamine que se ha cometido un delito.

El retorno a la Directiva, pues, atribuye todavía más centralidad a los CIE que la que les concedía en 2008 esa norma, una institución cuya existencia es objeto de una crítica por parte de juristas, expertos, ONGs, que ya no cabe ignorar. Los CIE no sirven para su supuesto fin, asegurar el máximo y rápido proceso de expulsiones (recordemos, “retorno”) de los excedentes. Pero es que, además, su estatuto jurídico (su “naturaleza jurídica”, que siguen diciendo algunos), su lógica de funcionamiento, se ha mostrado incompatible con exigencias básicas de reconocimiento y garantía de derechos, salvo que se produzcan reformas que, en realidad, suponen su abolición y sustitución por alternativas que, por otra parte, son bien conocidas. No voy a insistir en ello aquí.

Asimismo, las recomendaciones europeas de marras promueven el endurecimiento de las condiciones de entrada y la reducción del período de tramitación de los procesos de expulsión, insistiendo en el acortamiento del plazo de recursos. Todo ello, en el caso de los menores no acompañados, es aún más grave. Recordemos que son niños antes que inmigrantes o incluso demandantes de asilo y deben estar protegidos por la Convención de los derechos del niño y, en nuestro país, por la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, antes que sometidos al conjunto de iniciativas jurídicas represivas que abundan en nuestra política migratoria, comenzando por la tal Directiva de 2008. Retornarlos a países que no son aquellos en que reside sus familias ni tampoco siquiera a sus países de origen, con la vaga justificación de que basta que existan “estructuras de acogida suficientes”, a juicio del funcionario que dictamina sobre el retorno (ni siquiera un juez), que es lo que establece la Directiva, es una de las mayores ignominias jurídicas que ha hecho posible en su historia la UE.

Digámoslo claro: lo que hay detrás de estas recomendaciones tiene un significado político, a mi juicio, nefasto. Supone la claudicación de las instituciones europeas ante la ola de reacción xenófoba, racista, contraria a la lógica de la prioridad de las libertades, dispuesta a sacrificar principios básicos del Estado de Derecho y aun del lema que Europa dice suyo, unidos en la diversidad. El mensaje renuncia a lo mejor de la identidad europea con la penosísima coartada de enviar un “mensaje de firmeza” que actúe contra la amenaza de que esa ola se convierta en un mainstream en nuestras sociedades. Pero esta reacción, además de carente de fundamento por ignorancia de la realidad de las características de las actuales migraciones, además de ilegítima por inconsecuente con nuestros principios y valores, será ineficaz. Va a fomentar el efecto contrario. No se erigirá como una barrera contra la amenaza xenófoba y racista, sino que la animará. Este mensaje incentivará aún más a los retrógrados defensores de esas sociedades cerradas, en Holanda, en Francia, en el Reino Unido, en Austria, en Alemania, en Polonia y en Hungría y también, sí, en España. Animará a los defensores de un modelo de sociedad ajeno al imperio de los derechos y confundirá a la población, que preferirá el original en lugar del sucedáneo.

Los gobernantes europeos, erre que erre, parecen empeñados, una vez más en nuestra historia, en abrir la caja de Pandora. Pero nos queda la ciudadanía activa y solidaria. La resistencia. La denuncia, también en los medios de comunicación y en las redes. Las propuestas alternativas. Y por eso también, la libertad de expresión y prensa sigue siendo el baluarte de la democracia y de los derechos.

Ilustraciones: 1. San Wolfgang y el diablo, Michael Pacher, siglo XV. 2. La pesadilla, Fuseli_Cauchemar, 1782.

LA CIUDAD, PRESA DEL CAPITLISMO DEPREDADOR. A PROPOSITO DE UN LIBRO DE FERNANDO FLORES

(Columna en el nº 2770 de Cartelera Turia, 03.03.2017)

 

Dos cosas me impresionaron cuando ví por primera vez Le mani sulla cittá. Ante todo, la presencia arrasadora de Rod Steiger. Fue la misma que me provocó Burt Lancaster en el film de Visconti de 1974 que aquí titularon Confidencias (Gruppo di familia in un interno). Además, la maquinaria seudolegal del negocio de la especulación del suelo, que me parecía un rasgo de modernidad comparado con el tipo de criminalidad característica de nuestro país en aquellos años 60, y que reflejaba El Caso.

El tiempo no deja de hacer justicia al diagnóstico que nos ofrecía en 1963 ese maestro del neorrealismo, el napolitano Franco Rossi. Y creo que es lo que ha sabido captar de forma impecable el amigo Fernando Flores, en el espléndido libro que acaba de publicar sobre el film de Rossi en la colección Cine y Derecho y que tiene como subtítulo el que he tomado prestado (sin su permiso, para eso estamos los amigos) en esta columna. Claro que, como explica él mismo, podría haberse subtitulado “retrato de la sociedad Dorian Gray”, un retrato de los vínculos entre urbanismo, corrupción, especulación y demagogia, un análisis de uno de los complejos mecanismos fraudulentos que permiten al capital, de la mano de políticos que no merecen ese nombre, multiplicarse e incrementar –como hoy, exponencialmente- la desigualdad: cada vez más ricos los pocos ricos, cada vez más pobres los muchos pobres.

Fernando Flores ha conseguido una magnífica exposición de una historia vieja: el dinero como depredador y la democracia –la ciudad, como explica, de la mano de Rossi- como su víctima, gracias a la manipulación de todos los instrumentos  de control del poder, comenzando por la perversión de la igualdad ante la ley, incluida esa violencia legal que tantas veces hace del Derecho lo contrario de lo que debiera ser: un instrumento de dominación, discriminación y explotación. Quizá Rossi no había leído Ferguson (Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, 1767), que anticipó la inevitable colisión entre capitalismo y democracia. Tampoco a Bauman, que nos dejó un implacable diagnóstico de la fase actual del capitalismo (“industria del desecho humano”). Pero lo dibujó con precisión de relojero. Y aquí en Valencia, lo hemos aprendido en carne propia.