ESPACIO PÚBLICO Y ESTADO DE DERECHO. EL NAUFRAGIO DEL ALMA EUROPEA (versión ampliada del artículo publicado en el monográfico de la revista Tinta Libre, dedicado al tema ¿A dónde va Europa?, nº 114, junio de 2023, pp.4-7

Perdida en debates culturales e incluso filosóficos, algunos de incuestionable profundidad, como los de Steiner, Kundera, Enszerberger, Morin, o Habermas, hoy apenas nadie se plantea un debate sobre el alma de Europa, al estilo del lema electoral que Biden propuso en su campaña frente a Trump: recuperar el alma de América. Un empeño que, en el caso de los EEUU, apenas dos años después del respiro que fue la victoria de Biden, puede asegurarse que ya se ha saldado con el fracaso, ante la evidencia de una nación dividida como nunca, desgarrada por una polarización que sin duda se alimenta de la toxicidad que distribuyen las nuevas terminales mediáticas (cuesta decir, comunicativas). Lo cierto es que como ha mostrado quien quizá es el mayor especialista estadounidense en Lincoln, el historiador James Oakes, en su reciente libro The Crooked Path to Abolition. Abraham Lincoln and the antislavery Constitucion (2023), a partir de los archivos de Madison y del propio Lincoln, hubo dos almas en la Constitución norteamericana de 1787, una abolicionista y otra esclavista y ese es el origen de los EEUU como una nación dividida. Decretado hoy de nuevo por el trumpismo el fin de una narrativa constitucional que parecía proporcionar un cierto sustrato común, un poso de consenso sobre el que apoyarse o al que intentar regresar, con todas las operaciones de contextualización y las dosis de realismo posibles, no parece que quede ya un rastro de verdad a la que agarrarse para establecer espacios de encuentro en la tarea política, sustituidos por la confrontación. Y lo peor es que es que no resulta posible plantear esa confrontación remitiéndonos a hechos, datos, porque la nueva imaginación creadora, que desconoce límite alguno en su afán por ganar no ya el relato, sino la adhesión emocional traducida en el voto, cuenta con armas de eficacia desconocida en el arte de la manipulación del otrora espacio público. Goebbels no pudo soñar con instrumentos como los que hoy están al alcance de quienes manejan el inmenso tesoro que son nuestros datos y lo traducen en algorritmos que sirve para diseñar la nueva realidad: postverdades, “hechos alternativos”, que refuerzan esa adhesión emocional, las más de las veces mediante el rechazo inducido frente al monstruo en que se ha convertido al adversario político, de nuevo revestido de las características de enemigo.

Pero este proceso de degradación de la política como conversación o debate público, desgraciadamente, no es sólo un mal americano. Se trata de una estrategia que vemos repetida en Europa, por parte de los Orban, Salvini, o, entre nosotros, Díaz Ayuso, que ha adoptado como mensaje permanente traspasar cualquier línea roja, incluso más que Abascal, como ha ejemplificado en su delirante relato sobre ETA a las riendas del gobierno de España, reducido a su vez a la condición de sumiso ejecutor de las consignas terroristas-separatistas, frente a las cuales sólo podemos confiar en la nueva Agustina de la puerta del sol.

Un buen amigo y colega, Manuel Cruz, ha dedicado su último libro, El gran Apagón, a indagar en las causas del deterioro de la calidad democrática en las sociedades que, como la nuestra, se suponen estandarte de la mejor herencia política, la de la democracia liberal que aquí, en Europa, acentuó su vocación inclusiva mediante la herencia socialdemócrata. Y encuentra la raíz de esa pérdida, precisamente, en el abandono de las reglas y principios que, heredados de la cultura grecolatina y de la ilustración -pese a sus indiscutibles sombras: el esclavismo, el colonialismo son algunas de ellas-, dieron a luz el espacio público, la Öffentlichkeit, tal y como en su día desbrozara Habermas en el ensayo con el que ganó su habilitación a cátedra en 1962 (Strukturwandel der öffentlichkeit, traducido al castelllano con el equívoco título Historia y crítica de la opinión pública, que acaba de revisar, 60 años después, en un pequeño ensayo publicado en 2022, Ein neuer Strukturwandel der Öffentlichkeit und die deliberative Politik).

Para entender cómo se ha producido esa degradación del debate público en que debería consistir la acción política (no sólo de los partidos: también y sobre todo de nosotros, los ciudadanos), me parece asimismo útil el libro de Beatriz Gallardo, Signos rotos, fracturas del lenguaje en la esfera pública, en el que mi compañera de la Universitat de València muestra dos procesos de quiebra que califica como brechas semióticas que han contribuido a esa tergiversación que hoy se ha adueñado del espacio público: la “reducción del discurso a una actividad de etiquetado de la realidad” y la confusión en torno a los lenguajes naturales entendidos como sistemas de señales y no como símbolos, lo que propicia que los mensajes sean entendidos o, mejor, interpretados -sobre todo, sentidos- desprovistos de contextualización, hipersubjetivizados, como insiste Gallardo, y así apropiados, convertidos en nuestros(la reafirmación de nuestra creencia),más allá de toda duda.

La consecuencia es que con ello desaparece el debate público sobre lo que interesa, esto es, sobre las acciones políticas encaminadas a la garantía equitativa de nuestras necesidades básicas, que no son sólo derechos individuales como la salud, la educación, la vivienda, el trabajo, sino también y sobre todo bienes comunes, como el equilibrio con las demás especies y con la vida misma, el cuidado de las aguas, del aire, en suma, del medio ambiente sostenible, tal y como ha propuesto Luigi Ferrajoli en su imprescindible ensayo La Constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada. Ese debate, un eje básico de la política cotidiana, porque es el núcleo de la acción de control del ejercicio del poder, es sustituido por una confrontación de slogans, que buscan tocar la fibra de nuestros sentimientos más primarios, los de la identidad en clave defensiva, por encima del análisis concreto del cumplimiento de los objetivos a los que se supone que damos periódicamente nuestro consentimiento en los procesos electorales.

Y es precisamente a propósito de cómo gestionar ese debate por lo que quiero subrayar la necesidad de revivir el alma europea. Pero no hablo del alma cultural de Europa, un asunto complejo y plural, porque, aun reconociendo lo importante de la herencia que la constituye, la cultura europea es, como toda cultura, un proceso en marcha y un proceso que, cada vez más, debido al lógico despliegue de nuestras libertades, es construido por agentes muy diferentes, lo que significa sin duda conflicto, porque la vida lo es, como nos enseñó Heraclito.

Lo más importante del alma europea, a mi juicio, es precisamente haber institucionalizado la gestión del conflicto sujetándolo a normas, procesos e instituciones (eso que llamamos Derecho) que aseguran el equilibrio de nuestras libertades, de nuestros intereses, los todos los que convivimos en el espacio común. Conste que hablo de Derecho, pero no de legalismos ni de trapacerías leguleyas. Hablo del respeto a la concepción del Estado de Derecho, que adquiere particulares acentos cuando hablamos del modelo europeo.

Lo que pretendo decir es que la parte del alma europea que no podemos arriesgarnos a perder, es la que somete la negociación del conflicto a la arquitectura institucional que conocemos como Estado de Derecho. Un modelo de Estado de Derecho que los europeos que lo hicimos nacer como garantía de un espacio común de justicia y libertades, hemos adjetivado -con todos los matices que se quiera- como social. Y así entendemos el Estado de Derecho y el Derecho común europeo como garantía de la igualdad de nuestras libertades, comenzando, sí, por las cuatro que constituyen el corazón del proyecto europeo, las de circulación de personas, capitales, mercancías y prestaciones de servicio. Pero esas garantías son posibles porque nos sometemos a leyes comunes, iguales para todos, conforme al lema del Pro Cluentio ciceroniano legum denique idcirco omnes servi sumus ut liberi esse possimus”. Nos sometemos a un Derecho común, estamos sujetos todos a leyes, para poder ser libres. Es el Derecho, más que el mercado, el que nos constituye como europeos: nuestro estado de Derecho regula, interviene, pone límites al mercado.

Pues bien, el alma jurídica europea vale también o, incluso mejor dicho, vale sobre todo cuando nos topamos con circunstancias excepcionales, porque es en esas circunstancias donde debe acreditar su primacía, ante una pandemia, una recesión y sí, una guerra. Por esa razón hay que insistir en que incluso frente a la guerra los europeos debemos querer la prevalencia del Derecho, lo que es tanto como decir que no queremos acabar la guerra con más guerra, sino con negociación, proceso y normas. De ese propósito de imperio del Derecho forma parte, desde luego, que nuestra mirada sobre esta guerra comienza por afirmar sin medias tintas que una agresión, como la de Putin contra Ucrania, es un crimen y ese ilícito internacional debe dar lugar a responsabilidades. Pero no las que impone a su gusto el vencedor que aplasta a su enemigo, sino las que deciden los tribunales, conforme a normas preestablecidas. Por eso, la posición de la Unión Europea ante la guerra no debe ser conseguir una victoria total sobre Rusia, que la deje humillada, sino más bien otra: la que propusiera Kelsen, asegurar la paz mediante el sometimiento al Derecho. Poner fin a la guerra y que hagan su trabajo la negociación y el Derecho.

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