La calidad democrática en los EEUU, tras el (Revista de El Temps, 24 11 16, monográfico sobre Trump)

Tras el susto, los pragmáticos nos aleccionan acerca de la necesidad de apartar “prejuicios ideológicos” sobre alguien como Trump, pues al fin y al cabo su administración representa a los EEUU, un socio insoslayable, necesario en todos los órdenes. Pero incluso si, más que nunca, parece imponerse el business as usual y el viejo lema atribuido al Foreign Office (el Reino Unido no tiene línea política; sólo intereses), como consignas de la nueva política, ese <realismo> bismarckiano no permite resolver la inquietud. Porque no hay política sin ideología y el más vacío de los programas electorales alberga inevitablemente un proyecto, incluso si se pretende no hacer nada, mantener el statu quo. No digamos quien persigue desregular o desmontar cuanto se ha hecho mal en aras de una supuesta ideología sectaria y revanchista, incluso antiamericana (Obama), para restaurar el orden eficaz (natural, objetivo) del mercado, presentado como el verdadero american way of life y recuperar una América fuerte, dominadora, según el destino manifiesto, traicionado por los <corruptas administraciones demócratas>.

A la hora de desentrañar el éxito de Trump hay quien ha evocado la fábula de Jerzy Kosinski, Being there (1971, Desde el jardín), llevada al cine  por H.Ashby en 1979 con el mismo título (en España se tradujo como Bienvenido, Mr Chance) y genialmente interpretada por Peter Sellers. Es sólo una verdad a medias. El multimillonario, frente al tópico nacido de su estrepitosa campaña y, a diferencia del Mr.Chance del film, no es ningún imbécil. Pero es cierto que su presentación como adalid antisistema, paladín de quienes quieren barrer la corrupta telaraña de los “políticos” de Washington (con quienes todo el mundo identifica a los Clinton) y encarnación del sueño americano del self-made man, parece remitir a las bambalinas que nos muestra la película. Ese aparente discurso del solitario campeón antisistema que se enfrenta incluso con su propio partido, bien pudiera ser un extraordinario MacGuffin del sistema mismo, al menos de los intereses que guían desde Wall Street la política institucional de Washington, como en la película.

La primera nota preocupante, a mi juicio, es la evidente, intencionada confusión entre lo público y lo privado que marca la presidencia Trump. Su familia, sus negocios, sus pares en la empresa (ejecutivos de J.P Morgan o de Goldman Sachs, millonarios como Harold Hamm o Wilbur Ross) , van a estar muy presentes en la administración. El gesto demagógico de la renuncia al sueldo (“cobraré 1 dólar, que es lo mínimo que exige la ley”), no puede impedir la sospecha de que el entramado de empresas del venal multimillonario –su ingeniería contable, orientada a escapar de sus obligaciones ante la hacienda norteamericana, es más que una sospecha- va a beneficiarse de su mandato. Y si bien los fervientes neoliberales aplaudirán la presencia de esos capitanes de la empresa –más que de la industria- en la nueva Casa Blanca, el papel de sus hijos y parientes siembra la sospecha del nepotismo y la incompetencia.

Pero como ha señalado inteligentemente Bauman en una espléndida entrevista en el monográfico del dominical de L’Espresso, titulado Lezioni Americane,  la habilidad de Trump y sus estrategas ha consistido en saber jugar acertadamente, a la vez, el papel de outsider y el de hombre fuerte, para rellenar oportunamente el vacío creciente entre poder y política que crea incertidumbre, inseguridad, miedo. Ha combinado inteligentemente la pulsión de rechazo de los abandonados y humillados por el sistema y la pulsión identitaria de la antigua mayoría blanca, junto con la esperanza de recuperar la América rica y fuerte, el viejo nivel de bienestar (del que, por cierto, sólo disfrutaban los de siempre, no todos los americanos).

Trump no es un Quijote: es el supuesto hombre de la calle revestido del carisma, del halo del individuo que vence al sistema y que, desde su fortaleza y seguridad en sí mismo, consecuencia de su éxito (el test del triunfo en los negocios, de la riqueza, como prueba de la capacidad para guiar a los demás) rompe con la vieja política y llevará al país de nuevo a la fortaleza y al éxito material. Las mentiras y falacias del planteamiento (Trump es hijo de un multimillonario, un privilegiado desde su cuna y nada tiene de altruista ni de filántropo, y menos aún de solitario luchador que se enfrenta a los poderes oscuros) no pueden ocultar una realidad que hemos visto en Grecia, Roma, en los propios EEUU (se ha invocado la parábola de Kane) y muy recientemente en la Italia de Berlusconi. Por no hablar de las puertas giratorias en la política europea que llevan a los hombres de Goldman Sachs a los gobiernos y a la Comisión, y vuelta…Nada nuevo, pues.

Y sin embargo…parece que el invierno haya llegado a la arquitectura democrática de los EEUU y con ella, puede contaminar a las democracias liberales en todo el mundo. La victoria de Trump, por mucho que se diga, no sólo es la derrota de Clinton, sino también del aparato del partido republicano y amenaza con socavar el viejo juego institucional de pesos y contrapesos. Trump tiene en su mano decantar por decenios al Tribunal Supremo. Al haber vencido al propio partido, podrá manejar a su favor las mayorías en Senado y en la Cámara de representantes. Y su condición y vocación de líder fuerte hace temer la peor versión del presidencialismo. Algunas de las primeras designaciones de responsables de su administración son muy elocuentes a este respecto. El justiciero Giuliani, que se batió como fiscal inflexible contra el crimen y representa la férrea voluntad de N.York de imponerse frente a la herida del terrorismo. El ultraconservador representante del Tea Party, Newt Gingrich. Por no hablar del xenófobo supremacista blanco, Stephen K.Bannon.

Podrá sobrevivir el modelo político de los founding fathers? A mi juicio, la compleja estructura institucional creada por Madison (también por Jefferson y aunque en controversia mutua, por Hamilton) tiene fuertes cimientos. Como dejara escrito Ramón Maiz en un penetrante artículo de 2013 (Dividing Sovereignity), la happy combination presente en The Federalist (nº10), que conjuga republicanismo –con primacía de la labor de control dominio del legislativo pese a las atribuciones presidenciales- y un cierto modelo de federalismo, “parcialmente nacional, parcialmente federal”,  ofrece un antídoto a los previsibles excesos de Trump.  Pero está por ver, a mi juicio, si puede recuperarse la idea madisoniana del protagonismo de  “the people themselves”, la implicación de los ciudadanos en el espacio público (que no necesariamente en las instituciones políticas tout court) que tanto admirase Tocqueville o si, más bien, el verdadero sueño revolucionario americano, la vieja vía revolucionaria, fue ya abortada en los 60 y 70 por el complejo militar industrial denunciado por Eisenhower en su discurso de 1961, tal y como señalara Richard Yates, en su espléndida novela (mediocremente adaptada al cine por Sam Mendes), intitulada precisamente Revolutionnary Road.

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