VARIACIONES SOBRE UN TÓPICO WEBERIANO. ACERCA DEL LUGAR DE LA CIENCIA EN LA DECISIÓN POLÍTICA (artículo publicado en la Revista de las Cortes Generales, nº 111/2021, pp. 75-96)

RESUMEN

La pandemia revive el clásico debate sobre el papel de la ciencia en la toma de decisiones políticas, especialmente en las democracias. El autor referencia a filósofos y dirigentes políticos, algunos señalan la necesidad de una confianza plena en la ciencia como guía de la política y de un Estado de derecho que busca seguridad y certeza. No obstante, otros filósofos recuerdan que el concepto de ciencia conlleva incertidumbre intrínseca y error, dado que se trata de un proceso dinámico de acceso a un conocimiento cada vez más cierto, pero sujeto a falsabilidad. La pandemia ha evidenciado los límites de la política pero también de la ciencia, lo que según el autor permitiría descartar una ciencia que justifica o sustituye el poder político. Estos límites deberían también disuadir de exigencias de responsabilidad desproporcionadas a la naturaleza real de la política y de la ciencia.

Palabras clave: ciencia, política, pandemia, democracia, seguridad, Estado de derecho, excepción, expertos, responsabilidad política, asesoramiento, conocimiento, Parlamento.

Sumario: I. un tópico complejo: ciencia y decisión política. II. Sobre el papel del Derecho como instrumento de certeza social. Sentido y alcance de la «seguridad jurídica». III.. Sobre la responsabilidad de las decisiones políticas en la era de la pandemia. IV. Coda: sobre las oficinas de asesoramiento científico y tecnológico en los parlamentos. Bibliografía.  Notas.

(I)

Uno de los tópicos recurrentes a los que nos ha acostumbrado la pandemia es el del reconocimiento del valor de la ciencia, del conocimiento científico (o científico-tecnológico). Se ha dicho hasta la saciedad que, en cierto modo, entre el legado positivo que nos dejan estos meses terribles se encuentra esa confianza renovada en su relevancia social, en su necesidad. Incluso en términos que parecen reverdecer el comienzo de esa ilusión positivista del XIX que alentaron Saint-Simon y, sobre todo, Comte: todo lo que necesitamos, todo lo que podemos esperar, nos llegará de manos de la ciencia.

Es cierto que esta confianza renovada en la ciencia (ingenua en su fundamento, aunque seguramente no hay ingenuidad en el recurso a ella que se ha visto obligado a propagar el político de profesión, al que denominaré, weberianamente, el político) es una reacción, una pulsión casi inevitable que se acentúa a partir del momento en el que el político es consciente de que el conocimiento pone en sus manos un poder colosal, y ambivalente precisamente en esa potencialidad. Pocos alegatos tan explícitos acerca del riesgo que ello supone como el de Robert Oppenheimer (considerado el padre de la bomba atómica por su liderazgo en el laboratorio de Los Alamos, decisivo en el Proyecto Manhattan), quien, abrumado ante la primera prueba de la bomba, el 16 de julio de 1945, parece que recordó algunos versos del Bhagavad-Gita, para afirmar «ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos». Por cierto, Oppenheimer, que sucedió a Einstein en la cátedra de Física Teórica del Institute for Advanced Study, en Princeton, fue durante un tiempo uno de los más conven- cidos representantes del movimiento que defendía la necesidad de acudir a la supremacía de la ciencia en el marco de la nueva política, surgida tras el fin de la guerra. Pero fue sometido a una auditoría de seguridad, en el marco del macartismo, que revocó sus credenciales y le llevó a un cierto ostracismo.

En el otro lado del espejo, cabe destacar la visión del presidente F. D. Roosevelt, quien entendió que debía impulsar decididamente el desarrollo de la ciencia y la investigación científica para dar respuesta a los desafíos que se le presentaban a la nación norteamericana en una encrucijada tan compleja como la que afrontó en las etapas de su presidencia: de la recuperación de la Gran Depresión, a la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt creó en 1940 el Comité de Investigación de la Defensa Nacional (NDRC, National Defense Research Com- mittee), presidido por el profesor Vannevar Bush y cuya finalidad era «coordinar, supervisar y realizar investigaciones científicas sobre los problemas subyacentes al desarrollo, producción y uso de mecanismos y dispositivos de guerra». En 1941, Roosevelt decidió crear la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico (OSRD, Office of Scientific Research and Development), cuyo objetivo era optimizar la aplicación de las investigaciones científicas en la tecnología de guerra, asegurar la mejor cooperación entre las agencias de investigación civiles y mi- litares y, muy específicamente, el desarrollo y la búsqueda de recursos para la «sanidad militar», en un contexto de guerra. Roosevelt situó al profesor Bush al frente de esta nueva agencia, de la que el NDRC pasó a ser una suerte de organismo asesor hasta que se extinguió en 1947.

Pues bien, pocos testimonios tan elocuentes sobre el papel que la ciencia y la investigación debían desempeñar en las decisiones políticas que habían de adoptarse en aquellas difíciles circunstancias, como la carta que el presidente Roosevelt dirigió el 17 de noviembre de 1944 al director de esa Oficina de Investigación y Desarrollo Científico, el profesor Bush1, en la que le formulaba cuatro preguntas sobre el avance y el papel de la ciencia en el incremento del potencial norteamericano, no solo en el plano armamentístico, sino también en la lucha por la salud y en el bienestar al que apuntaba su New Deal. Una carta que dio lugar al famoso informe que este presentó a Roosevelt el 25 de julio de 1945, con el título Science, the endless frontier (Ciencia, la frontera sin fin) (Bush, 2020), inspirado a su vez en un discurso del propio Roosevelt quien, como es sabido, enunció reiteradamente su tarea en términos de superar fronteras y confiaba para ello en el papel de la ciencia. En ese informe, además de reafirmar las razones del carácter esencial de la ciencia y de las instituciones científicas en nuestras sociedades, en particular en el ámbito de la lucha contra la enfermedad y la consecu- ción del bienestar, se subrayaba el decisivo papel que debía asumir el Gobierno en el impulso y desarrollo de la ciencia y la necesaria, aunque compleja, relación entre ciencia y poder político, entre el científico y el político, por volver al motto weberiano. Asimismo, se ofrecían no pocas pistas y recomendaciones relativas a cómo renovar y asegurar el talento científico. Es un documento que aún hoy impresiona por la clarividencia del gran presidente norteamericano2.

En todo caso, como decía, este no es sino un nuevo escenario para un viejo debate, uno de los más complejos y constantes en la historia del pensamiento social y político: ¿no sería mejor dejar que gobernaran los sabios? O, trasladado a la discusión contemporánea, ¿no habría llegado ya la hora de que la ciencia viera reconocido su papel de guía fiable en la toma de decisiones políticas y se le abrieran, así, las puertas del Ejecutivo y el Legislativo3? ¿No sería esa la forma de asegurarnos de que las decisiones políticas sean apropiadas, nece- sarias, proporcionadas? Este es, al mismo tiempo, un debate mucho más complejo de lo que aparenta, aunque solo sea porque se utilizan, y con frecuencia sin contextualizarlas adecuadamente, diferentes nociones de ciencia, de certeza, de seguridad. Y porque, como decía, en el fondo se trata de un escenario, una variación más, de un asunto clave en toda reflexión sobre el quehacer político, de Platón a Weber, por mencionar dos de las referencias claves a las que acudir cuando se trata de elucidar si la decisión del gobernante debería buscar la legitimación que le ofrece el conocimiento científico (versión con- temporánea de la que le prestaba la sabiduría del filósofo), o si eso es una pretensión que debe quedar limitada al ámbito del asesoramiento, pero sin usurpar el núcleo de la decisión, que ha de ser necesariamente prudencial, por decirlo aristotelico modo.

Hobbes, a quien cabe el honor de haber adelantado la moderna concepción de la política, entendida precisamente como ciencia, aseguraba que la primera tarea de todo gobierno es garantizar la vida de los gobernados. Hasta el punto de que el genial pensador admite una sola excepción a la sumisión al poder ilimitado que los ciudadanos ceden al monstruoso Leviathan: precisamente, la ausencia de esa seguridad4. Esta es la condición que hace posibles todos los demás objetivos de la acción política. Algunos, siguiendo esa lógica, hablan de una contradicción o, al menos, de tensión límite entre seguridad y libertad, que justificaría sacrificar nuestra libertad en aras de la seguridad. Pero creo que es un planteamiento falaz.

Es cierto que, en regímenes dictatoriales o autoritarios, los ciudadanos son súbditos y no tienen más remedio que abandonarse a la fe en su gobierno, o someterse sin más a él. Precisamente por esa razón, tales gobiernos pueden mantener la ficción de que siempre aciertan, porque siempre lo saben todo, lo prevén todo y lo hacen por el bien del pueblo. Ese planteamiento conduce a la tan conocida –sencilla y falaz– alternativa: «O nosotros (o la obediencia a nuestros mandatos), o el caos (la muerte)». De donde, en efecto, frente a la libertad propia del estado de naturaleza y que nos hace devorarnos unos a otros como lobos (la guerra civil como el mal por antonomasia, al fondo), no hay opción: elegimos la seguridad.

En las sociedades democráticas, abiertas, plurales, eso no funciona así. Los ciudadanos son mayores de edad y han superado, a la manera en que nos enseñó el psicoanálisis, el mito del padre que todo lo sabe y nos protege frente a cualquier peligro. Sabemos, como explicaron Rousseau y Kant5, que esa seguridad de los calabozos, o, peor, de los cementerios (la verdadera paz perpetua), no es tal. La seguridad es, ante todo, seguridad en y desde las libertades, que es lo que nos proporciona el Estado de derecho, con el imperio de la ley. Por eso, los ciudadanos pueden y deben someter a juicio crítico, a control, las decisiones de sus gobernantes, incluso (quizá, sobre todo) las que se adoptan en circunstancias excepcionales, en las que están en juego las vidas de todos. Eso no quiere decir que sea tarea fácil, ni siquiera en un momento histórico como el presente, en el que los ciudadanos llevamos en nuestro bolsillo, en nuestros smartphones, mucha más información que la que nunca antes estuvo al alcance de las élites de gobierno.

¿Necesitamos una revisión de los instrumentos que contribuyen a la percepción de que las decisiones políticas proporcionan certeza, seguridad? Quizá convendría comenzar por una breve reflexión sobre la forma en que el Derecho aparece como la más poderosa herramienta de seguridad en nuestras sociedades: ¿sigue cumpliendo esa función?

II.

Es comúnmente admitido que la primera de las funciones del Derecho consiste en proporcionar seguridad en las relaciones sociales.

Seguridad, en primer lugar, como garantía del status de los individuos que pertenecen al grupo en el que existe ese Derecho como sistema normativo, es decir, garantía del conjunto de derechos y deberes de cada individuo del grupo, basada en la previsibilidad de las conductas del otro (incluido el poder institucional), gracias a la amenaza de la sanción que monopoliza el Derecho. En efecto, no es posible ninguna relación social sin un mínimo grado de seguridad sobre lo que cabe esperar de la otra parte; también del poder institucional. Y el Derecho, en eso, parece un instrumento eficaz: el otro se atendrá a la conducta que el Derecho ha establecido mediante la norma, porque en caso contrario sabe que será objeto de sanción que le obligará a realizar esa conducta prevista o una sustitutoria. Y la parte contraria puede así confiar en obtener esa conducta o una equivalente gracias a la sanción. La conducta del poder institucional (en un Estado de derecho) resulta también previsible, porque está sometido asimismo a control por el Derecho, gracias sobre todo al principio de legalidad, al de irretroactividad de las normas desfavorables (en particular, las penales) y a la división de poderes. Pero esa previsibilidad, como acabamos de ver, se basa a su vez en la certeza de la norma, esto es, en la pretensión de que siempre existe una norma clara y que es eficaz, es decir, que se cumple inexorablemente.

Ambos predicados, sin embargo, contra lo que han pretendido algunos modelos explicativos de qué sea el Derecho, como el iusnaturalismo racionalista o el positivismo legal formalista, no carecen de excepciones, incluso en un modelo de Estado constitucional. No siempre existe una norma cierta: hay problemas de lagunas normativas –situaciones no previstas, para las que no hay norma– y de antinomias o contradicciones entre normas, máxime en sistemas jurídicos plurales, como los de los Estados de la Unión Europea [UE], con varias instancias normativas, desde la local, la autonómica, la estatal y la estrictamente europea. O sea, que incluso la certeza jurídica es tentativa, como subrayó el realismo jurídico frente al positivismo jurídico más formalista, con su crítica a la noción de validez como una creencia ingenua, paralela a la necesidad psicológica del padre6.  

La defectibilidad de la certeza que proporciona el derecho se acrecienta en situaciones de grave excepcionalidad, como la que sufrimos en la pandemia de la COVID-19, en la que la necesidad de actuar es tan urgente que obliga a reducir excepcionalmente las reglas y procedimientos que tratan de garantizar la certeza, al mismo tiempo que se deben conjugar las garantías de los derechos y libertades fundamentales y la garantía del derecho a la vida y la salud pública. Esa necesidad obliga a una gestión política que recurre (como estamos viendo en nuestro país) a los supuestos de excepción previstos en los Estados constitucionales7 y, aún más, a una modalidad extrema, nunca vista, del fenómeno que Carl Schmitt ya advirtió en 1950 y que Ernst Forsthoff calificara como «legislación motorizada»8, para referirse a los nocivos efectos que sobre la seguridad jurídica suponía esta manía de legislador de producir cada vez más leyes y de menor duración en el tiempo. Ese problema de teoría y técnica legislativa se complica todavía más si concurre con lo que, en conocido trabajo de 1993, el profesor Pérez Luño denominara «El desbordamiento de las fuentes del Derecho», algo evidente en nuestro contexto jurídico, como Estado de estructura cuasi federal y miembro de la UE, lo que añade complejidad pluridimensional.

III.

Volvamos, pues, a las cuestiones que planteaba al comienzo de estas páginas. ¿Cómo guiarnos en esa prueba tan difícil para nuestra madurez cívica a la que nos somete la gestión política de la pandemia? ¿Cómo podemos estar seguros de la certeza de esas decisiones, de las que depende, en sentido estricto, nada menos que la vida de miles de personas?

Una respuesta habitual es la que ya nos propusiera Platón (1949), apoyada, por cierto, en la presunción de la unidad entre bien y verdad. «Quien sabe, actúa bien, necesariamente». Ergo, si queremos certeza, fiémonos de los que saben.

Desde el filósofo rey hasta la fe ciega en el avance inexorable de la ciencia y la técnica, que fue proclamada por el positivismo del XIX y que se prolonga hasta hoy mismo, esa solución conduce a lo que los profesores Moreno, De Pinedo y Villanueva, en un artículo reciente de título muy sugestivo (12 de abril, 2020), denominan epistocracia, un modelo que discuten a fondo siguiendo las tesis de von Neurath. La epistocracia supone, cito, «la tesis del gobierno de los expertos y la crítica de la democracia. En este caso, se considera que la democracia, de existir, debe guarecerse en el consejo de los verdaderos especialistas». Pero los supuestos en los que se asienta resultan más que discutibles, también en esta pandemia, pues, como añaden, “un hecho, registrado como protocolo científico, es algo complejo de determinar. Puede haber mentiras e incompetencia, pero quizá hay más… pensar en cómo tienen que actuar las instituciones a partir de la información que aportan los modelos, ni es sencillo ni puede llevarse a cabo con una regla y un compás. Especialmente cuando, como en el caso de la covid-19, los modelos se construyen sobre datos heterogéneos y posiblemente corruptos, sujetos a un nivel de incertidumbre muy elevado, no es evidente qué significa para una institución actuar de manera razonable a partir de la evidencia”. Por eso, sostienen que «no sólo no hay forma «experta» de ponerse de acuerdo sobre quiénes son los expertos; ni siquiera es fácil reconocer dónde está la frontera entre los asuntos que involucran negociación sobre valores y preferencias y los asuntos que se resuelven sabiendo cómo son las cosas»9.

Es por esa razón por la que me parecen criticables tesis como las del prestigioso neurocientífico y catedrático de Columbia Rafael Yuste, en su artículo «Que la ciencia revolucione la política» (firmado también por Darío Gil) (7 de junio, 2020), en el que proponían «institucionalizar la ciencia en la cúpula del estado», lo que se concretaría en una llamada a que los científicos hagan política, a que entren en cargos de decisión y se creen vicepresidencias científicas (y también consejos asesores científicos que puedan tomar las decisiones en situaciones excepcionales10). No digo con ello que, como ha escrito ácidamente la profesora Depraz, nos encontremos ante «ciegos que guían a otros ciegos», porque «la brújula de los científicos parece más bien una veleta»11.

Pero me parece difícil de discutir que, comenzando por la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) (que, pese a poder invocar que se rige por criterios científicos, no puede ocultar la dimensión burocrática y el peso de los criterios «políticos» en su actuación debido a su dimensión intergubernamental, como sucede con toda la estructura de la Organización de las Naciones Unidas [ONU]) y continuando por los muy diferentes comités científicos y equipos de investigación creados ad hoc en cada país, están muy lejos de ser el oráculo de Delfos que nos gustaría (que necesitamos) creer. Por más que sea preciso destacar y agradecer la enorme contribución de esos equipos científicos, la crítica, incluso la autocrítica de la propia comunidad científica, es ineludible12.

Creo que Jürgen Habermas nos ha ofrecido en no pocas ocasiones algunas excelentes pistas para orientarse en este debate. Lo hizo, de nuevo, en la entrevista que le planteó Nicolas Truong en Le Monde (10 de abril, 2020). En ella, señalaba algo que los estudiosos de lo que se conviene en denominar ámbito de la «razón práctica» tienen muy en cuenta, en la tradición aristotélica que supo recuperar Kant: la defectibilidad constitutiva de ese uso de la razón (si se quiere, del conocimiento). Lo traduzco así:” la pandemia pone al alcance de la opinión pública internacional, de golpe y de forma simultánea un principio que hasta ahora sólo era cuestión de los expertos y no del gran público: la necesidad de actuar desde el conocimiento explícito de nuestro des-conocimiento. Con la pandemia, todos los ciudadanos aprenden que sus gobiernos deben tomar decisiones desde la plena conciencia de los límites del saber de los virólogos que les aconsejan. Y es así como se nos revela a plena luz, una luz cruel, cómo la acción política se lleva a cabo, por así decirlo, sumergida en la incertidumbre. Y es posible que esta inhabitual experiencia deje huella en la conciencia pública”.

Pues bien, por duro que parezca el mensaje, creo que hay que aceptarlo: ni siquiera la ciencia, ni la tecnología puesta al servicio de la biología, la farmacia y la medicina nos proporcionan esa certeza que instintivamente necesitamos. La ciencia no es el demiurgo que nos gustaría creer13.

Al mismo tiempo, la decisión que ha de adoptar el político es insustituible e indefectible, más aún en un contexto democrático. Es insustituible: solo el político (que cuenta con la legitimidad demo- crática) está habilitado, es decir, legitimado, para ello. Y, al tiempo, es indefectible: el político no puede recurrir a escudarse en la duda, ni remitir su responsabilidad al científico (aunque esa tentación ha estado presente en la pandemia y ha sido irresistible en no pocos momentos). No es cierto que la ciencia pueda y deba saberlo todo, y por tanto no es cierto que el no saber lo que conviene sea siempre ignorancia culpable o interesada. La verdad es que la ciencia, aunque conoce muchas cosas, es sobre todo el proceso metódico de conocer: lo que nos falta por conocer excede con mucho a lo que conocemos.

Por todo ello, creo que no conocen las características del método científico, basado en el procedimiento «prueba y error», quienes nos proponen una versión de la ciencia como conjunto de dogmas asentados e inatacables. La comunidad científica no funciona así. Popper lo formuló muy bien: la ciencia avanza mediante el recurso a «conjeturas y refutaciones», y es que, a juicio de este gran filósofo, el objeto de la ciencia no consiste en «verificar hipótesis», sino en «falsarlas»14.

En ese sentido, me parece elocuente el juicio crítico del Premio Jaume I de Nuevas Tecnologías 2015, Pablo Artal (10 de abril, 2020), quien ha llegado a hablar de «gran fracaso de la ciencia española» y que ejemplifica con estos argumentos: «La ciencia española no tiene una estructura sólida de ayuda al tejido productivo del país. En las últimas décadas, se ha promovido la actividad científica por resultados en publicaciones, primándose casi exclusivamente la cantidad. Los científicos, para sobrevivir, nos hemos adaptado a esas directrices. Esto ha sido en parte beneficioso. Se han creado grupos de excelencia y com- petitivos en el entorno europeo. Pero se han destruido casi por completo las actividades de investigación menos glamurosas que ofrecían pocas opciones de generar publicaciones de relumbrón, pero que pueden resultar de importancia vital para una sociedad, en especial en tiempos de crisis. No tenemos una estructura científico-técnica que trabaje por objetivos estratégicos, como los laboratorios nacionales en otros países. Prácticamente, todo nuestro sistema se guía por una actividad independiente por parte de los científicos. Podríamos decir que es una ciencia puramente académica. Por ello tenemos buenos resultados en número de publicaciones, pero no existe un entramado que pueda responder en casos de dificultad, ni que ayude de manera eficiente al sector productivo. No tienen más que ver nuestra actividad en patentes. No es por flagelarles mentalmente, pero conviene que sepan que una sola compañía tecnológica produjo el año pasado tres veces más patentes que toda España».

En realidad, como sostiene Artigas, quizá sean Freeman y Sko- limowski quienes supieron formularlo con mayor claridad, al subrayar que la clave del método científico es «llegar asintóticamente cada vez más cerca de la verdad». En efecto, mediante el sistema de prueba y error, mediante la refutación, se procede mediante los siguientes pasos15:

  • se reconocen los errores,
  • se eliminan
  • se avanza más allá de ellos, de modo que
  • se llega más cerca de un conocimiento más seguro, menos erróneo.

Por eso, lo que llamamos evidencias científicas  nunca son definitivas. Y habría que añadir que, en un contexto tan dinámico y complejo como el de esta pandemia global, pretender que contamos con evidencias científicas irrefutables es un disparate simplista.

Permítame el lector añadir que no envidio el desafío al que están sometidos todos los equipos de investigación vinculados hoy a la lucha contra la pandemia y sometidos a una presión múltiple. Ante todo, la de los ciudadanos legos (como quien suscribe) que, literalmente, esperábamos ese milagro que se ha encarnado en las vacunas. También, la de los políticos que necesitan exhibir que ya se cuenta con soluciones eficaces. Y, por supuesto, la de los laboratorios y la industria farmacéutica, ante el negocio indiscutible que supone hacerse con las patentes. Adviértase que, por más que resulte evidente que ha habido la natural comunicación y colaboración propia de la comunidad científica, no se puede ignorar el peso de la competencia en la lucha por esas patentes que dan rendimientos en el mercado.

Por supuesto, todo ello no significa dejar de reconocer que es suicida que el político adopte decisiones políticas contra lo que nos indica el científico, siempre que no olvidemos lo que acabo de recordar: la ciencia, la comunidad científica, se caracteriza por una discusión abierta y en permanente corrección, que está muy lejos de esa versión popular de la ciencia como sistema de dogmas irrefutables y asentados de una vez para siempre. Entre otras razones, porque quienes investigan y quienes deciden en la pandemia de la COVID-19 no se mueven con datos indiscutibles y completos16.

Es decir: no es sólo que los dirigentes políticos no deban escudar sus decisiones como consecuencia necesaria de dictámenes científicos. Es que no pueden hacerlo.

Parto, desde luego, de la presunción fuerte de buena fe y predominio del criterio del bien común en la inmensa mayoría de aquellos a quienes el azar ha puesto en centros de decisión durante esta pandemia, pero lo que trato de subrayar es no solo la enorme responsabilidad que les ha tocado afrontar, sino sobre todo las con- diciones trágicas en las que nuestros gobernantes deben decidir. Y, por esa razón, me parecen mezquinos y falaces los juicios –no ya peyorativos, sino criminalizadores– tan comunes en redes, que comienzan asegurando que a los responsables políticos «les va en el sueldo» asumir la excepcionalidad de la situación porque para eso han sido elegidos, para terminar afirmando que no solo no han estado a la altura de las circunstancias absolutamente excepcionales, sino que son responsables directos de las muertes ocurridas en dichas circunstancias. Dicho esto, quiero dejar claro que tampoco intento convertirles en inimputables, ni eximirles de la crítica, ni del control, absolutamente imprescindibles en democracia.

Weber concluía sus reflexiones sobre la política y la ciencia como vocación, dos conferencias reunidas en El político y el científico (1979), con esta afirmación: «¡Sólo la persona que está segura de no desesperar cuando el mundo, desde su punto de vista, es de mente simple y debilitado para aceptar lo que sea que se tenga que ofrecer, y sólo la persona que sea capaz de decir «¡A pesar de Todo!» tiene el llamado para la profesión de la política!». El político debe ser cons- ciente de sus limitaciones, de la dosis de incertidumbre ineliminable, a la hora de prever el curso de las acciones que ha de dirigir. Esto es, ha de ser capaz de tomar esas decisiones y de persuadir a los ciudadanos de que vale la pena intentarlo.

Pero, en primer lugar, el político democrático está obligado a hacerlo sin engaño, sin recurrir a esa noble mentira, de raigambre platónica y sobre la que discutieron en 1778 un puñado de ilustra- dos a raíz de una convocatoria de la Real Academia de Ciencias de Berlín, cuyo tema decidió el rey Federico II, a instancias de Voltaire: ¿conviene engañar al pueblo por su propio bien?17 La comunicación de las decisiones políticas debiera tener el coraje de venir presidida por este principio: decir la verdad a los ciudadanos. Lo que incluye reconocer las limitaciones, el grado de incertidumbre en el que nos movemos. Y, en segundo lugar, el político democrático debe respetar a los ciudadanos como titulares del poder que él administra, es decir, debe atenerse al cumplimiento de lo establecido en las reglas de juego institucionales y en los principios que basan la acción política, que son, ante todo, la garantía y desarrollo de los derechos humanos. Con todo, esas condiciones no nos proporcionan la seguridad absoluta que nos gustaría, claro. Pero la pandemia ha venido a recordarnos también eso, que, además de vulnerables y frágiles, ni sabemos todo, ni debemos actuar como si lo supiéramos.

IV

Ya he señalado la previsión de la que hizo gala el presidente Roosevelt al comprender la necesidad de institucionalizar agencias u oficinas de asesoramiento científico, de cara a poder adoptar decisio- nes políticas (muchas de ellas convertidas en normas) que permitan diseñar políticas públicas para las que el conocimiento científico y tecnológico es condición sine qua non. Es decir, no solo para ase- sorar al Gobierno, sino también para guiar al Poder Legislativo. Eso lleva a plantear la cuestión específica del lugar de la ciencia en los Parlamentos, el asesoramiento científico en la tarea legislativa, que ha obtenido muy diferentes respuestas institucionales18. A mi juicio, el modelo de la Parliament Office of Science and Technology (POST), que lleva mucho tiempo consolidado en el Parlamento británico, parece particularmente apropiado19.

No puedo ahora extenderme acerca de esta compleja cuestión, sobre la que, como es sabido, en nuestro país existe ya un instrumento específico, gracias a un convenio suscrito entre el Congreso de los Diputados y la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT), el pasado 21 de marzo de 2021, por el que se ha creado la denominada Oficina de Ciencia y Tecnología en el Parlamento, concebida como instrumento para la práctica de la asesoría científica en la vida parlamentaria (aunque es necesario precisar que, pese a la denominación, la Oficina solo presta asesoramiento a los diputados del Congreso, y al Congreso; no al Senado ni a los senadores). El proceso de creación de esa oficina se remonta a las propuestas de la ya mencionada iniciativa Ciencia en el Parlamento, y que, después de diversas negociaciones con esa organización y con la COSCE, entre otros interlocutores, desembocó en el mencionado convenio con la FECYT. En su presentación, la presidenta del Congreso de los Dipu- tados sostuvo que «el convenio permitía institucionalizar la asesoría científica en la cultura parlamentaria española» y, así, proporcionar el apoyo de la ciencia ante la elaboración de las políticas públicas. El Congreso optó así por un modelo de oficina de carácter prospectivo, a la que la Cámara planteará en cada período los temas que pueden requerir la tarea de asesoramiento.

Sin perjuicio de que el tema requiere, como es obvio, un análisis específico y detallado, me limitaré a recordar la conveniencia de que, en la creación y funcionamiento de estas oficinas de asesora- miento, se mantengan las condiciones de autonomía e independencia de las Cámaras, tanto por lo que se refiere a su independencia del Gobierno20 como en cuanto atañe a la competencia de la Cámara (a través de su Presidencia y de la Mesa), en particular en todo lo relativo al respecto del principio de autonomía de la Cámara en cuanto afecta a su personal (por ejemplo, en la selección del personal laboral de esas oficinas debería salvaguardarse la competencia de la Mesa de la Cámara) e, incluso, lo que se da en calificar como autonomía tecnológica que, evidentemente, es cada vez más importante21.

NOTAS

1 La carta de Roosevelt, así como la contestación del director de la Oficina de Inves- tigación y Desarrollo Científico, el profesor Vannevar Bush, y el informe que este presentó en nombre de la Oficina al visionario presidente norteamericano, pueden consultarse en la versión castellana que ofreció la revista Redes. Revista de Estudios Sociales de la Ciencia (Bush, 1999), que puede descargarse en el siguiente enlace: http://iec.unq.edu.ar/index.php/ es/publicaciones/revista-redes/numeros-anteriores/item/67-redes-%E2%80%93-revista- de-estudios-sociales-de-la-ciencia-14. La versión original del informe puede consultarse en https://www.nsf.gov/od/lpa/nsf50/vbush1945.htm.

2 Sobre F. D. Roosevelt recomiendo vivamente la biografía escrita por el profesor H. W. Brands (2008).

3 Cfr. por ejemplo en nuestro país la iniciativa ciudadana Ciencia en el Parlamento, que, en su website cienciaenelparlamento.org, se define como una «iniciativa ciudadana independiente que tiene como objetivo que la ciencia y el conocimiento científico sean una de las fuentes de información en la formulación de propuestas políticas. #Cienciae- nelParlamento promueve una cultura política cercana a la ciencia y potenciar una actividad científica centrada en las necesidades de la sociedad. Para lograr este fin, es importante que los responsables políticos y el sector de la ciencia, la tecnología y la innovación en España mantengan contactos regulares que permitan facilitar el empleo de la ciencia de manera efectiva para el asesoramiento de decisiones políticas».

4 «La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto. La soberanía es el alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo, los miembros ya no reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, por su propia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas semillas de mortalidad natural, por las discordias intestinas» (Hobbes, 2018: capítulo xxi, «De la libertad de los súbditos»).

5 Recuérdese el texto del capítulo IV («De la esclavitud») de El contrato social (Rous- seau, 1993): «Se me dirá que el déspota asegura á sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿qué ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de este, si las vejaciones del ministerio que les nombra, les causan más desastres de los que experimentarían abandonados á sus disensiones? ¿Qué ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad en los calabozos: ¿es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la vez para ser de- vorados. Decir que un hombre se da gratuitamente, es decir un absurdo incomprehensible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho». Por su parte, Kant encabeza su panfleto sobre la paz perpetua (1982) con esta «cláusula salvatoria»: «A la paz perpetua. Esta inscripción satírica que un hostelero holandés había puesto en la muestra de su casa, debajo de una pintura que representaba un cementerio, ¿estaba dedicada a todos los «hombres» en general, o especialmente a los gobernantes, nunca hartos de guerra, o bien quizá sólo a los filósofos, entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz?».

6 Me refiero a la crítica de Alf Ross (1961) a la noción de validez sostenida por Kelsen, como «construcciones metafísicas erigidas sobre la base de una falsa interpretación de la «fuerza obligatoria» experimentada en la conciencia moral».

7 En nuestro caso, básicamente se trata de lo dispuesto en el artículo 116 de la Cons- titución española de 1978 y en la ley de desarrollo, la Ley Orgánica (LO) 4/1981 de los estados de alarma, excepción y sitio. Sobre el debate a propósito de la adecuación de esos supuestos de estado de excepción en la pandemia de la COVID-19, pueden leerse, entre otros muchos estudios, los artículos de los profesores Pérez Royo (14 de abril, 2020), J. Urías (14 de abril, 2020), García Figueroa (8 de abril, 2020), Xavier Arbós (31 de marzo, 2020), Tomás de la Quadra-Salcedo (8 de abril, 2020) y Pedro Cruz Villalón (17 de abril, 2020). Tras la Sentencia del Tribunal Constitucional de 14 de julio de 2021, recaída en el recurso 2054-2020 sobre la constitucionalidad del decreto de estado de alarma, se han sucedido otros análisis: por ejemplo, el de Manuel Aragón (6 de julio, 2021), Javier García Roca (12 de julio, 2021), Tomás de la Quadra-Salcedo (22 de julio, 2021), Ramón Soriano (23 de julio, 2021), Miguel Pasquau (20 de julio, 2021) y Pedro Cruz Villalón (23 de julio, 2021). Finalmente, como es sabido, el TC, en una muy discutible y discutida Sentencia (con cinco votos particulares), la STC 148/2021, de 14 de julio de 2021 formulada frente al Recurso de inconstitucionalidad 2054-2020, Interpuesto por más de cincuenta diputados del Grupo Parlamentario Vox del Congreso de los Diputados, invalidó el estado de alarma, sosteniendo que habría sido preciso el recurso al estado de excepción. Esa Sentencia fue confirmada luego por la STC 183/2021, de 27 de octubre de 2021, recaída en el recurso de inconstitucionalidad 5342-2020, interpuesto de nuevo por más de cincuenta diputados del Grupo Parlamentario Vox del Congreso de los Diputados.

8 Schmitt (1950: 20) habló ya de «das «motorisierte Gesetz»». Pero fue Forsthoff (1964) quien desarrolló el concepto. Recordaré que, por su parte, Irti (1978) anunció lo que denominó una etapa de «decodificación», caracterizada por el recurso generalizado a las leyes especiales. En las décadas siguientes se popularizó esa crítica. Así, Luhmann (1986) habló de «marea de leyes o hiperjuridificación» y García de Enterría (1999) de «un mundo de leyes desbocadas». Sobre ello, Laporta (2004: 45 y 63).

9 Y así, concluyen: «Es difícil saber cuál es la naturaleza de los hechos sobre los que las instituciones deben actuar y más difícil todavía determinar cómo ha de ser el proceso de decisión a partir de esos hechos. La reflexión de las instituciones debe siempre partir de la información científica, pero involucra necesariamente cuestiones que pertenecen al ámbito de lo normativo».

10 Esta última propuesta, sin embargo, que ha sido formulada también por el astrofísico Avi Loeb (30 de abril, 2020), me parece más interesante y deseable.

11 Cfr. su «Science et pouvoir: quand un aveugle guide un aveugle» (14 de abril, 2020), en el que escribe: «Et si la boussole scientifique, aussi humble soit-elle, n’était qu’une girouette dans la main des politiques? Qu’y a-t-il de pire: être aveugle et le savoir? On peut penser que c’est ce que vivent aujourd’hui de nombreux scientifiques, authentique- ment déboussolés… Ou bien: être aveugle et croire qu’on a la situation en main? A force de se croire maîtres et possesseurs de l’univers, nos gouvernants ont réussi à persuader certains scientifiques de se faire guides même chancelants de leur action publique. Double illusion, double aveuglement: quand un aveugle guide un aveugle, la chute de Scylla sera pire que celle de Charybde…».

13 Pero convendría matizar. Así, un informe del Reuters Institute, publicado el 15 de abril de 2020 (Nielsen, 2020), ponía en entredicho esa confianza de los ciudadanos en la ciencia, con motivo de la crisis de la COVID-19, y mostraba diferencias considerables según los países. Un año después, se diría que esa confianza ha aumentado, o, mejor, que la opinión pública sostiene en efecto que la ciencia merece todo el prestigio, aunque lo cierto es que ese estado de opinión contrasta con el hecho de que, en los meses de desescalada desde mayo de 2021, parece que no se sigan –incluso masivamente– las recomendaciones y llamadas a la prudencia que vienen desde el mundo científico, ante el «cansancio social» por las medidas de confinamiento.

14 Cfr., por ejemplo, lo que escribe en el capítulo X de sus Conjectures and Refutations: The Growth of Scientific Knowledge: «[…] los falsacionistas o falibilistas dicen, a grandes rasgos, que aquello que no puede ser (por el momento) derrocado por la crítica, no merece (por el momento) ser considerado seriamente; mientras que aquello que puede ser derrocado de ese modo y sin embargo resiste todos nuestros esfuerzos críticos para conseguirlo, muy posiblemente será falso, pero no es inmerecedor de ser considerado seriamente y quizás de ser incluso creído –aunque sólo de modo tentativo […] Los falsacionistas (el grupo de falibilistas al cual yo pertenezco) creen –como lo creen también la mayoría de los irracionalistas– que han descubierto argumentos lógicos que muestran que el programa del primer grupo no puede ser llevado a término: que nunca podemos dar razones positivas que justifiquen que una teoría es verdadera» (1963: 228). Como ha señalado Artigas (1992), a quien sigo ampliamente en esta interpretación, es en el addendum de 1961 a su conocidísima obra The open Society and its Enemies donde Popper formula mejor la idea: «Por falibilismo entiendo aquí la idea, o la aceptación del hecho, de que podemos equivocarnos, y de que la búsqueda de la certeza (e in- cluso la búsqueda de una alta probabilidad) es una búsqueda equivocada. Pero esto no implica que la búsqueda de la verdad sea una equivocación. Por el contrario, la idea de error implica la de verdad como el patrón que puede no ser alcanzado. Implica que, si bien podemos buscar la verdad, e incluso podemos encontrarla (como me parece que lo hacemos en muchos casos), nunca podemos estar bien seguros de haberla encontrado. Siempre cabe el error, aunque en el caso de algunas pruebas lógicas y matemáticas esa posibilidad pueda ser considerada como pequeña. Pero el falibilismo no tiene en absoluto por qué dar lugar a conclusiones escépticas o relativistas. Esto se hace patente si consideramos que todos los ejemplos históricos cono- cidos de falibilidad humana –incluyendo todos los ejemplos conocidos de equivocaciones en la justicia– son ejemplos del avance de nuestro conocimiento. Cada descubrimiento de una equivocación constituye un avance real en nuestro conocimiento […] Por tanto, podemos aprender de nuestros errores. Esta perspectiva fundamental es, en realidad, la base de toda la epistemología y la metodología» (1977: Addenda, I, «Facts, Standards, and Truth: A Further Criticism of Relativism», 369-396).

15 De nuevo sigo aquí la interpretación de Artigas, quien remite a Freeman-Skoli- mowski (1974). Sobre prueba y error, mi colega, el profesor Vicente Martínez, astrofísico, me brinda esta cita del eminente físico ruso Lev Landau: «Cosmologists are often in error, but never in doubt».

16 Así lo señaló una revisión científica de treinta y un modelos publicados hasta el 24 de marzo de 2020, realizada por un equipo de científicos de Holanda, Austria, Reino Unido y Alemania, y publicada en la prestigiosa revista British Medical Journal (VV. AA., 2020). El estudio advertía que, con la pandemia de coronavirus en plena expansión, los modelos que intentan ayudar a los médicos a diagnosticar la COVID-19 o a saber si un paciente puede sufrir complicaciones o morir por la infección, no funcionan.

17 Hay una completa edición de ese concurso (Becker et al., 1991).

18 El website de European Parlamientary Technology Assessement, eptanetwork. org, reúne enlaces no solo a oficinas ubicadas en países europeos, sino también del resto del mundo. Cfr. también, por ejemplo, la presentación de experiencias comparadas sobre sistemas de asesoramiento parlamentario en ciencia y tecnología, ofrecida por la Dra. Sarah Foxen, directora de la oficina POST del Parlamento británico (agosto 2019).

19 La información sobre la POST puede encontrarse en su website: https://post. parliament.uk/. Agradezco al catedrático de Astronomía y Astrofísica de la Universitat de València y miembro de la directiva de la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE), profesor Vicent Martínez, su asesoramiento en ese estudio comparado y el contacto con la Dra. Sarah Foxen.

20 Por ejemplo, respecto a la mencionada Oficina de Ciencia y Tecnología en el Par- lamento, creada por convenio entre el Congreso de los Diputados y la FECYT, convendría que se matizara con cuidado y precisión el papel de la FECYT, puesto que esta agencia, aunque es una fundación del sector público cuya misión es impulsar la ciencia e innovación, promoviendo su integración y acercamiento a la sociedad, tiene una dependencia orgánica del Ministerio de Ciencia e Innovación.

21 Sobre ello, remito al excelente artículo «Parlamento y Ejecutivo en la era digital: ¿hacia la autonomía tecnológica de las Cámaras?» (García Mexía y Pereira González, 2018).

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