POR FUSTER, MALGRÉ CIERTO FUSTERIANISMO (versión amplada del artículo publicado en La Vanguardia, edición Comunidad Valenciana, 4 de enero de 2022 -Any Fuster-)

La celebración en 2022 del Any Fuster, una acertada e incluso necesaria iniciativa del Consell de la Generalitat Valenciana, propiciará un sinnúmero de interpretaciones y comentarios sobre el escritor de Sueca y sobre su obra.

No sé si harán falta cien años más para que se diluya el feroz y atávico antagonismo de la derecha hacia el autor de Nosaltres, els valencians. Pero no hace falta ser un profeta para prever que se produzcan, en el otro extremo, intentos de «beatificación» por parte de quienes subrayan hasta la hipérbole más disparatada su dimensión intelectual. Como se ha dicho también, semejantes procesos de sacralización seguramente le parecerían al propio Fuster collonades.

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RETRATO DE JOAN FUSTER. AÑOS 80 

Comienzo por reconocer que, para quienes nos situamos en las antípodas del nacionalismo como ideología política -sin que eso signifique desconocer en absoluto su importancia histórica, su eficacia política- es evidente que el Fuster político, oculta a menudo al Fuster escritor, como ha subrayado pertinentemente un experto fusterólogo a la par que fusteriano, el profesor Furió. Pero conviene reconocer la dificultad de separar una y otra dimensión, como añadiré enseguida.

Es ese Fuster político, y su legado en tales términos, el que a algunos de nosotros -a mí, desde luego- nos obliga a cobrar distancia de su figura, porque simboliza un proyecto que consideramos más que cuestionable. Conste que eso no significa -no, en mi caso- poner en duda su relevancia y su eficacia, su influencia, en la formulación de ese que seguramente es el más verosímil valencianismo político. Un proyecto que, como es obligado en toda versión del nacionalismo, exige la (re)creación de una cultura e identidad propias, basada de forma prioritaria, aunque no exclusiva, en la propia lengua. Tal valencianismo político -ligado a la unidad lingüística del idioma que se habla en Catalunya, Valencia y les illes, una tesis que considero científicamente incuestionable- no existiría sin Fuster, creo. Tampoco sus herejías, alguna las cuales pone en cuestión el dogma nacionalista en su versión más pura, como se recordará.

El pero a esa concepción política fusteriana se refuerza para cualquier lector de la reciente y excelente edición que ha cuidado D. Sasson de los escritos de Hobswam (Sobre el nacionalismo, Crítica, 2021). Volver a Hobswam me reafirma en la necesidad de garantizar la riqueza cultural que supone el reconocimiento del nacionalismo cultural, al mismo tiempo que me confirma la necesidad de sostener el rechazo hacia un proyecto, el del nacionalismo político, que consista en crear una multitud de Estados propios cuya razón de ser estribe en el monismo cultural.

El problema es precisamente este: que una parte de quienes reivindican el reconocimiento de esa identidad cultural – el propio Furió- sostiene que eso no es posible, no será eficaz, sin la reivindicación de un Estado propio. Aún más: se empeñan en denostar fórmulas como la del federalismo, que es -a juicio de muchos de nosotros- la que puede permitir conjugar uno y otro propósito, el del reconocimiento de la identidad propia, en el marco de un espacio político común, presidido por el principio de lealtad federal, que se conjuga, sí, en las dos direcciones.

Sin pretender usurpar la categoría de historiador, de la que carezco, un lector suficientemente atento de esos trabajos de E.Hobswam, o de los de John Elliot (por ejemplo, su Scots&Catalans: Union&Desunion, Yale U.P., 2018), puede concluir que la historia muestra cómo esa opción del nacionalismo político nos sitúa ante el riesgo de la pendiente resbaladiza de modelos desigualitarios, si no excluyentes, y que plantea no pocas dificultades para la garantía de las condiciones básicas de la democracia y del Estado de Derecho, como la igual libertad de todos los ciudadanos, sea cual fuere esa identidad cultural, que no tiene sólo la clave nacionalista, sino otras: género, etnia, religión u opción sexual, por ejemplo. Lo saben bien quienes vivieron el nacionalcatolicismo franquista. Y también los que padecen la mimética ideología excluyente sostenida por los Arana, Barrera, Torra o Puigdemont de turno.

Pero volvamos a la figura y obra del Joan Fuster escritor. Por lo que se refiere a su dimensión intelectual, y con todo el respeto a los más autorizados fusterólogos, como el ya citado profesor Furió y mi respetado Toni Mollà, cuyo libro Converses inacabades (Joan Fuster), Tándem, 1992, sigue siendo referencia obligada, discrepo del juicio sobre la entidad del personaje y, sobre todo, de su obra.

Estoy convencido de que Fuster fue un excelente articulista, un buen escritor, un notable ensayista, a la altura -en mi opinión- de Josep Pla, o Eugeni D’Ors. Creo que puede sostenerse con fundamento que fue sin duda el intelectual valenciano por antonomasia en el pasado siglo, un intelectual en el mejor sentido del término, porque como señala Antoni Furió, su legado no es sólo su escritura, sino lo que contribuyó a mover. Y ahí precisamente radica la dificultad de separar al Fuster escritor del Fuster político.

Pero, en todo caso, reconocer su relevancia como intelectual no autoriza dislates como el de quienes, a mi juicio sin rastro alguno de sindéresis, han sostenido en los prolegómenos de la conmemoración que se trata de alguien comparable a Habermas. No digamos ya, parangonarlo con Montaigne, de quien tanto bebió.. Sobre todo, porque Fuster carece de estatura “filosófica”. Y a ese respecto, me permito evocar el conocido episodio del juicio de Fuster sobre Unamuno, en mi opinión, un ejemplo de uso mezquino de la ironía por parte del de Sueca. Mezquino porque lo formula desde una evidente asimetría en el conocimiento y en la capacidad para un pensar filosófico, que es algo muy distinto de la agudeza periodística e incluso de la habilidad para el ensayo. Por supuesto que habrá quien prefiera el tipo de escepticismo y -digámoslo así- cierto epicureísmo mediterráneo de Fuster, frente a un pensamiento que profundizó en la exigente angustia existencial de sello kierkegardiano. No es mi caso, desde luego. Y si se trata de sacar varas de medir sobre profundidad filosófica, dejémonos de frivolidades: no hay comparación posible, entre otras cosas porque creo que Fuster no aspiraba (no habría podido) a la tarea filosófica. Eso no lo hace ni mejor, ni peor: son dimensiones distintas. Y me permito añadir que buena parte de quienes se autocalifican de filósofos no merecen el calificativo de buenos profesores de filosofía, un menester muy digno y hoy quizá más necesario que nunca, frente a desmanes legislativos de toda laya. Reitero: Unamuno fue además de escritor, un profesor y un filósofo que, a mi juicio, no tiene parangón en el siglo XX español. Incluso frente a Ortega. En ese aspecto, a años luz de Fuster.

Por concluir este alegato: creo que la importancia e interés intelectual de Fuster radica, en buena medida, en algo que ha destacado bien   el admirado y ya citado fusteriano, Toni Mollà , esto es, que su obra se inspira en y dialoga con buena parte de lo mejor de la cultura europea y por tanto abre en nuestra tierra el debate con esos vínculos intelectuales. Ahora bien, insisto: elevarlo al partenón de grandes intelectuales europeos, como B Russell o A. Camus, me temo que es otra cosa. De esas que merecen algo más de prudencia y sentido de la proporción.

Porque, en definitiva y a mi juicio, honrar a Fuster es un deber de agradecimiento que incluye evitar la hipérbole de su sacralización, algo que quienes le conocieron bien aseguran que habría detestado.

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