SOBRE TÉCNICA LEGISLATIVA, IDEOLOGÍA Y DEMOCRACIA (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 4 de diciembre de 2022)

El debate en torno a la interpretación judicial de la L.O. 10/2022 de garantía integral de la libertad sexual, nos ha dejado un florilegio de opiniones: desde las que se han ocupado de los complejos aspectos técnico-jurídicos (reconforta constatar la abundancia de expertos con los que contamos en nuestro país en asuntos tan complicados como los cuadros penológicos, el derecho transitorio o los requisitos de calidad de la técnica legislativa), a las simples descalificaciones partidistas, propias de la más burda demagogia y trufadas de acentos populistas. Claro está que ha habido también aportaciones rigurosas, que han contribuido al esclarecimiento de la discusión.

En lo que sigue, tomaré pie de uno de los argumentos sobre los que se ha insistido, la supuesta ilegitimidad de la ley, consecuencia, al decir de algunos, de su “carácter ideológico”, para ofrecer una reflexión que trata de ir algo más allá de este caso concreto.

Sobre las condiciones de calidad de las leyes.

Para juzgar de la calidad de una norma en términos de técnica legislativa, debemos preguntarnos por su necesidad, su adecuación a los fines que propone y su justificación. Son cuestiones que los expertos han explicado en términos de las condiciones de racionalidad de las leyes, y remiten a cinco manifestaciones de esa racionalidad (a) lingüística/comunicativa, (b) jurídico formal, (c) pragmática, (d) teleológica y (e) ética. Esos criterios y en particular los dos primeros, se reflejan en buena medida en las Directrices de técnica normativa aprobadas por Consejo de ministros el 22 de julio de 2005 (BOE 29 julio 2005), así como en las Better Regulation Guidelines, aprobadas por la Comisión Europea en noviembre de 2021 (https://commission.europa.eu/law/law-making-process/planning-and-proposing-law/better-regulation/better-regulation-guidelines-and-toolbox_en), que, entre otros, enfatizan los principios de racionalidad, coherencia y homogeneidad («único objeto de la norma»).

En principio, la función de los letrados de las cámaras legislativas consiste en asegurar esas condiciones, al menos las tres primeras. Pero con alguna frecuencia comprobamos que, respecto a las otras dos, el debate excede el juicio técnico de los mismos y nos lleva a la arena pública, esto es, precisamente al ámbito del pluralismo ideológico. En lo que sigue, propongo una reflexión sobre el lugar de la ideología en la técnica legislativa, a partir de la discusión sobre esta ley.

Creo que conviene avanzar alguna precisión sobre el uso peyorativo o descalificador del término “ideológico”. Sin perjuicio de entrar en ello con más detalle después, me parece imprescidible recordar que resulta inaceptable que alguien pretenda descalificar a sus adversarios alegando que actúan por motivos “ideológicos”, como si eso fuera ilegítimo, mientras uno mismo siempre lo haría por razones “objetivas” o de interés general. Tener una ideología no sólo es algo inevitable, sino legítimo. En una sociedad democrática, el pluralismo ideológico es un valor a garantizar. Intentar excluir del espacio público a alguien, o a un grupo, so pretexto de su ideología, y, no digamos, querer obligar a alguien a renunciar su ideología, es inaceptable, siempre que esa ideología se defienda por medios pacíficos y no implique violación de derechos fundamentales de nadie. Por lo demás, no cabe asombrarse por el hecho de que un grupo político pretenda que su programa político sea coherente con la propia ideología: eso es sólo una muestra de consistencia lógica.

En cualquier caso, corresponde libremente a los ciudadanos optar por una u otra preferencia ideológica y dar su apoyo a las correspondientes opciones políticas. Otra cosa es, claro, que con la descalificación como “ideológica” (que, insisto, suele ser selectiva: unos rechazan la ideología comunista, social comunista, otros, la liberal conservadora, o la independentista) en realidad se persiga mostrar que, en lugar de apuntar al interés general, al bien común, se ponen por encima intereses particulares. Pero en ese caso, lo menos que se debe decir es que se trata de un empleo absolutamente impropio del término <ideológico>.

La inexorable dimensión ideológica: el Derecho no puede ni debe ser un instrumento aséptico

En relación con la L.O. 10/2022, se ha alegado por algunos de sus críticos que la ley quedaba “desnaturalizada” por su sesgo ideológico. Con independencia de que, en ese caso, la cuestión es saber si se pretende que las leyes no tengan una dimensión ideológica o que sólo sean válidos unos contenidos ideológicos (¿cuáles?), creo que la discusión sobre la supuestamente espuria “contaminación ideológica de la ley” remite en realidad a la necesidad de evitar un error conceptual de fondo, que es el que tratamos de explicar a los estudiantes de Derecho desde el primer día de clase de teoría del Derecho.

Frente a la pretensión de que el Derecho es una creación científica o técnica, dotada de asepsia valorativa (suele hablarse de “neutralidad ideológica”), lo cierto es que por sus características como herramienta de intervención en las relaciones sociales y en los conflictos, y por las que son propias (inevitables) de los operadores jurídicos, está inevitablemente cargado de ideología. Por supuesto, eso es así también en el caso de un sistema jurídico de carácter democrático. Trataré de presentar brevemente las razones de una afirmación como ésta, que no me parece difícil de justificar.

El primer argumento roza el terreno de la obviedad, por más que sea ese tipo de obviedad que se consigue ocultar o enmascarar. Eso que llamamos Derecho, no tiene nada que ver con una suerte de deus ex machina. No consiste en la revelación o descubrimiento de verdades inmutables, como parece sugerir el lenguaje jurídico cuando habla, por ejemplo, de la “naturaleza jurídica” de sus normas e instituciones. Ni la propiedad, ni el matrimonio, ni la hipoteca, ni los desahucios, ni los préstamos personales, ni las suspensiones de pago o la adquisición de la nacionalidad responden a nada parecido a la naturaleza o a las leyes naturales. Son soluciones, herramientas, que hemos inventado para obtener y asegurar determinados objetivos. Por tanto, su razón de ser depende de esos propósitos, que es tanto como decir de la finalidad que persiguen los actores sociales que tienen capacidad para imponer sus soluciones para alcanzarlos.

Durante la mayor parte de la historia de nuestras sociedades, esos objetivos, su prioridad, los medios para asegurarlos, han sido decididos por quienes dominan en ellas. Las más de las veces, mediante la amenaza o el ejercicio de la fuerza (luego se llamará a esto “monopolio legítimo de la coacción”), que ya a San Agustín le servía para mostrar la analogía entre los imperios y los piratas o bandas de ladrones. La única diferencia entre unos y otros, señala el de Hipona, es que esa fuerza esté al servicio de la justicia, lo que reenvía a un problema conceptual muy difícil de resolver, tanto que llevamos más de veinticinco siglos sin establecer una respuesta inequívoca: ¿qué es la justicia? Respuestas aparentemente claras (“dar a cada uno lo suyo”) se han mostrado en el fondo ambiguas, si recordamos que tal fórmula literal fue utilizada como emblemas en los campos de concentración nazis: jedem das seine. Esto es, para pervertir esa fórmula de justicia, basta con que quien tenga la competencia de decidir sostenga que <lo suyo de los otros> es nada, o peor que nada: discriminación, explotación, tortura, genocidio para mujeres, judíos, negros, indígenas colonizados, palestinos, rohingyas, personas pertenecientes a grupos LGTBQ y tutti quanti. Y eso es el límite ideológico inaceptable. Por tanto, sí: la ideología es relevante como argumento a la hora de justificar una iniciativa legislativa. Y sí, dentro del pluralismo ideológico que debe tener cabida en la democracia, sí que hay un criterio, al menos negativo, que nos sirve para juzgar si la ideología que inspira una norma ofrece una justificación aceptable.

Aún más, si nos preguntamos qué ideología es la que más nos aproxima al ideal de justicia, qué ideología debe guiar la técnica legislativa, hay una pista fiable, la que ofrecieron quienes prepararon la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH): la garantía y desarrollo de los derechos humanos, para todos los seres humanos, es la ideología de la justicia, la idea regulativa que debe presidir cualquier trabajo de técnica legislativa. Preguntémonos: esta medida que queremos adoptar, esta iniciativa legislativa, ¿ayuda a mejorar las condiciones de vida, el acceso y disfrute de los derechos humanos, sobre todo para aquellas personas y grupos que tienen más dificultad para alcanzarlos y disfrutar de ellos? ¿las garantiza suficientemente?

Y aquí vamos al segundo argumento, relativo a lo que sucede en un sistema jurídico como el nuestro. La legitimidad democrática del Derecho ha venido a proporcionarnos una solución que, si no es mágica ni perfecta, resulta la más convincente: establece una presunción a favor de la fundamentación justa (ideológicamente justa) que tienen las normas e instituciones jurídicas que median en las relaciones sociales, cuando cuentan con el acuerdo de la mayoría de los sujetos que tienen derecho a decidirlas y que son también los mismos a quienes serán aplicadas.

En otras palabras, eso que llamamos Derecho, debe responder a la voluntad popular. Y su justificación, lo que llamamos justicia, lo que hace posible que lo veamos aceptable y lo obedezcamos, consiste en aquello que a la mayoría le parece justo. Aunque no sin límite alguno: hay cuestiones que se sustraen a lo decidible: son lo que conocemos como derechos, al menos los derechos humanos y fundamentales que, como se ha dicho, constituyen una suerte de coto vedado, unas garantías para todos y en especial para los más alejados del poder, para las minorías. Y por eso cabe la disidencia e incluso la desobediencia civil frente a las normas adoptadas por la mayoría. Siempre y cuando esa disidencia esas prácticas de desobediencia civil, acepten el principio básico: que las normas aprobadas por la mayoría sólo se pueden modificar pacíficamente y sólo las puede modificar la mayoría. Por eso, la actuación de la disidencia, la práctica de la desobediencia civil consiste en apelar a la propia mayoría para que rectifique su decisión, a la vista de las razones justificativas que ofrece el disidente. Por eso, la calidad de una democracia se mide también por su capacidad para albergar la disidencia, sin criminalizarla. ¿Tiene la ley 10/2022 un sesgo ideológico que la descalifica? La respuesta, a mi juicio, es no. Por supuesto, quienes encuentran en la ley el sello de la “ideología de género” alegan que la ley no está justificada por que aducen que esa ideología es inaceptable. Yerran, en mi opinión: la ideología que justifica esta ley es la del feminismo, que es la ideología de la igualdad entre mujeres y hombres. El feminismo, entendido como componente ideológico imprescindible de la legitimidad democrática. La ideología feminista inspira normas como el Convenio de Estambul de 11 de mayo de 2011, un Convenio para la  prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, que ha sido ratficado por nuestro país y por tanto forma parte de nuestro Derecho interno. La L.O.10/2022, cuyo objetivo es que las mujeres (y los menores) dejen de ser víctimas propiciatorias de la violencia sexual, ofrece una protección integral contra esas violencias. Esta ley es un instrumento que desarrolla ese marco normativo y por tanto, se justifica por él, por la ideología que lo impulsa.

La ideología de la mayoría, fundamento de la ley

Para terminar, añadiré una obviedad: en un sistema democrático, la producción de la ley es el resultado de obtener acuerdos de mayoría. Mayoría que, hoy y en nuestro país, ya no es absoluta, sino que debe ser construida por la negociación y el acuerdo de diferentes grupos que, sumados, constituyan una mayoría parlamentaria. Eso relativiza considerablemente la realización tout court del programa electoral: al no contar con mayoría absoluta, ni siquiera la primera fuerza parlamentaria puede imponer su programa, traducirlo en leyes.

Por tanto, el Derecho propio de una democracia parlamentaria sin mayorías absolutas, como lo es la nuestra, hoy y ahora (y no parece que vayan a regresar los tiempos de las mayorías absolutas y el bipartidismo perfecto) es, forzosamente, un Derecho negociado desde posiciones y proyectos ideológicos plurales. U Derecho que consiste en normas que se negocian, en torno a lo qué es más oportuno en cada momento para gestionar las relaciones sociales, pero también sobre lo que es aceptable o quizá, más claramente, sobre lo que no debemos ni podemos aceptar. Eso último es el cometido del Derecho penal, que en sociedades democráticas es la ultima ratio, el último recurso para garantizar que no se cause a nadie un daño en aquellos bienes que consideramos valiosos: la libertad, la integridad física, la autonomía, la preservación de la intimidad, pero también el acceso a recursos necesarios para una vida digna (trabajo, vivienda, recursos energéticos, por cierto…) y, obviamente, el acceso a la salud y a la educación. Por eso el Derecho ni puede ni debe ser neutral ideológicamente: no lo es ante la tortura, ante las manifestaciones de crueldad, violencia, discriminación o explotación.

Esa toma de posición ideológica, propia de un Derecho democrático, exige que evitemos que quienes ejercen posiciones de poder puedan imponer su propia conciencia o su ideología) frente a las de la mayoría. Y esto sirve en particular como advertencia frente a la falacia argumentativa y profundamente antidemocrática de la que se sirven quienes reservan a algunos privilegiados una suerte de capacidad de decisión superior: por encima o incluso contraria a la de la mayoría. Como recordaba mi compañero, el profesor Carbonell, en un artículo en estas páginas (https://www.infolibre.es/opinion/plaza-publica/retroactividad_129_1373557.html), esto debe tenerse muy en cuenta ante el riesgo de que determinadas decisiones judiciales puedan invadir o suplantar la voluntad general que expresan las leyes.

Los jueces no son una especie de última cámara legislativa, ni deben pretenderlo. Ni siquiera lo es el Tribunal Constitucional, cuya función -conforme al modelo kelseniano- es la de control negativo, esto es, expulsar del sistema jurídico aquello que no es conforme con lo que dispone la Constitución, pero no la de decir cómo se debe legislar esta o aquella materia, algo que es competencia del poder legislativo, como representación de la voluntad soberana del pueblo. La conciencia de un juez -por refinada que sea- no es argumento suficiente ni legítimo para corregir -a fortiori, menos aún para suplantar- la conciencia de la mayoría que se expresa en las leyes aprobadas por la mayoría parlamentaria. En nuestro sistema, la única legitimidad de las decisiones de los jueces consiste en ajustarse a la legalidad, la que dictan las cámaras legislativas. En todo caso, pueden plantear cuestiones de constitucionalidad cuando entiendan que una ley plantea problemas respecto a las exigencias constitucionales. Otra cosa sería tomar en vano los principios de soberanía popular y separación de poderes.

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