En su día, a propósito de los acontecimientos que se vivieron en Cataluña en 2017, se discutió sobre la pertinencia de aplicarles la noción de golpe de Estado. La mayor parte de los secesionistas catalanes calificaron los hechos como un ejercicio democrático («poner urnas») relacionado con la libertad de expresión, reunión y manifestación y, en todo caso, como una muestra de desobediencia civil . Por eso, desde los partidos independentistas catalanes (y no sólo desde ellos) a los políticos presos por su responsabilidad en las leyes de desconexión y en los acontecimientos que prepararon y siguieron al 1 de octubre, se les denominó «presos políticos», rechazando de plano que hubieran cometido ningún delito y advirtiendo sobre la degradación democrática que. supone penalizar la disidencia. Un argumento éste que hay que tener siempre en cuenta, porque la calidad de una democracia se mide por su capacidad de albergar la disidencia sin criminalizarla (justo lo contrario del propósito de la aún vigente ley <mordaza>). En el otro extremo argumental, los que sostuvieron la calificación de golpe de Estado apuntaban a un delito de rebelión (en realidad había quien hablaba de alta traición, por la condición de funcionarios y representantes del Estado).
En el debate doctrinal, hubo politólogos como Sánchez Cuenca y filósofos como J.Luis Villacañas, que rechazaron que pudiera hablarse de golpe de Estado, con el a mi juicio peregrino argumento de que un golpe de Estado exige uso de la fuerza y, así, acudían a la comparación con el golpe del 23F, evidentemente muy diferente al menos en su planificación y ejecución, por el protagonismo de militares y fuerzas armadas (aunque no eran los únicos responsables). En su día, ya señalé que entendía un error esa posición. Cuando vivimos en tiempos de la ciberseguridad y de la capacidad de desestabilizar a un Estado simplemente con operaciones financieras online o con boots, trolls en redes sociales y manipulación de elecciones, me parece simplista y anticuado ese análisis. Tal y comoargumentaron otros colegas juristas, puse entonces como ejemplo la tesis de Kelsen sobre la ruptura de la legalidad como «golpe de Estado jurídico»: «La revolución –en sentido amplio, que incluye el golpe de Estado– es toda modificación de la Constitución o todo cambio o sustitución de Constitución que no son legítimos, es decir que no se producen siguiendo lo dispuesto por la Constitución en vigor…es indiferente que la modificación del orden jurídico se produzca por un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o por miembros del mismo gobierno, o provocado por un levantamiento popular, o por un pequeño grupo de individuos”2 (Teoría pura del derecho, 209-211). Para Kelsen hay golpe de Estado jurídico si hay ruptura con el fundamento de la legalidad, esto es, con el orden constitucional y por tanto lo decisivo no es el recurso a la violencia: «solo una cosa cuenta: que la Constitución en vigor sea o bien modificada o bien completamente sustituida por una nueva Constitución de otra forma que la prevista constitucionalmente” (Teoría pura del derecho, 210). Que no triunfe esa modalidad de golpe de Estado -la sustitución del orden constitucional por procedimientos aconstitucionales o abiertamente contraconstitucionales- sólo significa que ha habido un intento fallido de golpe, no que no se trate de un golpe.
Yo creo que en el caso de los políticos independentistas catalanes el uso de la noción de golpe de Estado, incluso si se hablara de golpe de Estado <jurídico>, esto es, en el sentido kelseniano, es impropio, porque no existieron los medios para dar de hecho ese golpe de estado juridico. Pero la intención de ruptura unilateral de la legalidad constitucional es a mi juicio, manifiesta. Como resulta asimismo manifiesto la torpeza o ingenuidad y sobre todo la irresponsabilidad con la que se trató de poner en marcha esa ruptura y el engaño (una jugada de póker, dixit una de las responsables) al que se sometió a los ciudadanos, con consecuencias lesivas en el orden económico, o en la convivencia social, para los ciudadanos , para la Generalitat, para España.Y asimismo, desde luego, la ignorancia manifiesta sobre la capacidad de respuesta del Estado y sobre la posición de la UE ante un proyecto semejante, carente de todo acuerdo o negociación y que invocaba un uso absolutamente impropio del derecho de autodeterminación de los pueblos, reconocido por el Derecho internacional en supuestos tasados que poco tienen que ver con Cataluña: los procesos de descolonización y la ruptura con Estados que practican graves y masivas violaciones de derechos humanos contra grupos determinados.
Ahora, con motivo de la desaparición del tipo de sedición en el Código penal (sustituido por un tipo de desórdenes públicos agravados, pero sin que se haya introducido un tipo penal para graves delitos contra el orden constitucional que no impliquen violencia), se ha vuelto a hablar desde círculos conservadores de la noción de golpe de Estado en relación con el procés y de nuevo politólogos y algún filósofo de la política han insistido en esa vieja noción de golpe de Estado, acudiendo, como mucho, a lecturas apresuradas de Malaparte y caricaturizando -como Innerarity- la hipérbole de hablar de golpes de Estado posmodernos…
Creo que les convendría opinar después de estudiar un poco más. Leer, por ejemplo, el ensayo de Gabriel Naudé, el gran bibliotecario y consejero de Mazarino, <Considérations politiques sur les coups d’Etat>. Claro, es de 1639, ¡ay! y quizá no les parece «actual»…Naudé, que mantiene tesis muy próximas a las de Maquiavelo, explica cuál es el núcleo de la noción de golpe de Estado, que no se caracteriza por aspectos instrumentales (el recurso a la violencia, a la fuerza armada) sino por la finalidad: la razón de Estado…Y por eso Naudé sostiene que el que tiiene capacidad de dar ese golpe de Estado es sobre todo el propio Estado, el propio soberano (en el contexto de los monarcas absolutos en el que escribe).