La mancha original del experimento democrático norteamericano
Uno de los errores que cometemos con mayor frecuencia es el de minusvalorar o incluso despreciar los argumentos de quien mantiene tesis opuestas a las nuestras. Creo que es lo que sucede a menudo con respecto a Donald Trump. Por ejemplo, a la hora de caricaturizar su oposición a movimientos como el Me Too o el Black Lives Matter (BLM) y más en esta última recta de la campaña electoral. Trump, más allá de su caldo de cultivo “natural” -los rednecks de la América profunda y los blancos supremacistas del Bible Belt, amén de los movimientos armados supremacistas y racistas, de extrema derecha, algunos de ellos milicias armadas, como los Oath Keepers, Three percenters, Proud Boys, Posse Comitatus, o el movimiento QANON-, está consiguiendo imponer en amplios sectores de la ciudadanía norteamericana su versión sobre el significado de la batalla en la que está empeñado el BLM desde su aparición en 2014. En esa tarea, Trump parece aliado con una amplísima red comunicativa de verdaderos <centros de odio> a lo largo de todo el país, tal y como se puede consultar en la utilísima base de datos del Southern Poverty Law Center (https://www.splcenter.org/hate-map?year=2016) que me señaló Eugenio del Río -siempre bien informado acerca de lo importante-, que difunden una estrategia de estigmatización, pieza imprescindible de la justificación de la política supremacista y racista, de la subordiscriminación a la que se somete a individuos y grupos identificados con rasgos etnoculturales y de clase.
A mi juicio, Trump está logrando con notable eficacia que, cada vez más, para un amplio porcentaje de la opinión pública, el BLM aparezca vinculado -si no incluso, reducido- a los aspectos violentos de las protestas y manifestaciones que se desarrollan en denuncia de la violencia policial y contra la impunidad en la que quedan un alto porcentaje de esas conductas, como lo ha mostrado por enésima vez la reciente exoneración de los dos policías que en marzo de 2020 mataron a Breonna Taylor. Así, aunque tiene el coste de profundizar en la división del país, la habilidad de la estrategia electoral de Trump consiste en presentar ante el votante (o, al menos, ante un amplio sector) que existe un verdadero enfrentamiento civil, una disputa, entre partidarios de la ley, el orden y la defensa de las fuerzas policiales, frente a los que causan disturbios en las calles, destrozan edificios y se enfrentan a las fuerzas del orden, a los que consigue que se identifique con el BLM. Pero no es así. Muy al contrario, y es lo que pretendo ilustrar, el objetivo del BLM tiene una raíz profunda, inscrita en la herida original del experimento democrático norteamericano.
Recordemos. El 1 de enero de 1863 entró en vigor la orden ejecutiva del presidente Lincoln, conocida como Proclamación de la Emancipación (Proclamación 95). No suponía la abolición de la esclavitud -algo que llegaría en 1865-, pero cambió el status legal para más de tres millones y medio de negros en 10 Estados, que pasaron de esclavos a libres en cuanto huyeron al norte o se liberaron del poder confederado, gracias al avance del ejército de la Unión. Fue una medida de guerra, pensada sobre todo para golpear el corazón del sistema económico del sur, dependiente por completo de la esclavitud. Cien años después, el 28 de agosto de 1963, M.L. King evocó esa fecha en su célebre discurso en la Marcha por los trabajos y la libertad, conocida como Marcha sobre Washington, para recordar que los centenares de miles de ciudadanos allí congregados, en su mayoría afroamericanos, seguían pendientes del cumplimiento de esa promesa y, aún peor, de la promesa de los padres constituyentes en 1776. Estas fueron sus palabras: “En un sentido llegamos a la capital de nuestra nación para cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaratoria de la Independencia, firmaban una promisoria nota de la que todo estadounidense sería el heredero…En vez de honrar su obligación sagrada, Estados Unidos dio al negro un cheque sin valor que fue devuelto marcado como <fondos insuficientes>. Pero nos rehusamos a creer que el banco de la justicia está quebrado. Nos rehusamos a creer que no hay fondos en los grandes depósitos de oportunidad en esta nación”.
Doscientos cincuenta años después de las promesas de igualdad, libertad y felicidad para todos que formularon los padres fundadores, la realidad que ofrecen los EEUU sigue siendo muy otra para millones de ciudadanos norteamericanos, en particular para los afroamericanos (pero también, más recientemente, para la pujante minoría latina, los hispanos). Creo que el alcance y significado que persigue BLM es mucho más que el de un movimiento sectorial y conecta directamente con ese déficit estructural, que tiene relación a su vez con un rasgo sistémico de la democracia estadounidense, el racismo, el supremacismo. Creo que el BLM tiene sus raíces en una visión que exige tomar en serio, para todos, las promesas de los founding fathers y en ese sentido, a mi juicio, entronca con los movimientos de derechos civiles de los 50 y 60. Más concretamente, sus reivindicaciones pueden relacionarse estrechamente con el leit-motiv del discurso de M.L.King en 1963, sobre el cheque impagado y también con otra famosa afirmación del premio Nobel de la paz: “nuestras vidas comienzan a extinguirse en el momento en que guardamos silencio sobre las cosas que importan”. Las cosas que importan son las garantías efectivas de la vida, las libertades y los derechos de los afroamericanos. Así lo expresó una de las tres fundadoras del movimiento, Alicia Garza, en la presentación del BLM, en abril de 2014: “Cuando decimos Black Lives Matter, estamos hablando de las formas en que los negros se ven privados de sus derechos humanos básicos y de la dignidad”. Estamos hablando de la igualdad en derechos y libertades, pues.
La estrategia de Trump: profundizar en la nación dividida
Puede que la estrategia de Donald Trump, en la que esa manipulación del papel del movimiento BLM desempeña un papel nada secundario, le permita reducir su desventaja frente a Joe Biden e incluso conseguir la reelección. Antes al contrario, creo que la habilidad de la estrategia electoral de Trump radica precisamente en persuadir a la opinión pública (o, al menos, a un amplio sector) de que ya existe esa división, obviamente maniquea: un verdadero enfrentamiento civil, una disputa que opone a los defensores de una <América grande>, esto es, los partidarios de la ley, el orden y la defensa de las fuerzas policiales, frente a los que causan disturbios en las calles, destrozan edificios y se enfrentan a las fuerzas del orden, a los que consigue que se identifique con el BLM. En la “épica” de Trump, sólo uno de los dos proyectos que pugnan, como se ha dicho, por el alma de América, puede sobrevivir. Frente a lo que él presenta como la disolución del país, trata de imponer el suyo, el del make America great again, un proyecto que Krugman ha descrito con dureza (“Trump’s racist, statist, suburban dream”, https://www.nytimes.com/2020/08/13/opinion/trump-suburbs-racism.html).
Quizá, malgré soi, Trump acierta en algo. América no es ni ha sido nunca una nación. Y es que hay algo en lo que Trump, pese a todo, acierta: cuando el ensayista de The Nation, Richard Kreitner, o el historiador de Yale, David Blight, advierten del fin de mito de los EEUU como una nación, tienen razón, en el sentido de que el experimento norteamericano que nace en 1776 no era en absoluto inclusivo, ni, menos aún, universalista. La retórica conceptual de los padres fundadores ocultaba una penosa realidad que se fue imponiendo conforme se expandía esa gran nación americana: la imposición de la hegemonía de los buenos colonos blancos, con el coste del genocidio de los indígenas y de un sistema esclavista nutrido por el comercio con la mano de obra barata que eran los negros. No: los EEUU fueron desde el comienzo una nación dividida, un proyecto excluyente que recordaba el coste de la brillante democracia ateniense y del mejor momento de esplendor de la república romana: mantener a esas dos categorías de sujetos (obviamente, habría que añadir a las mujeres) en la condición de infrahumanos, en aras de asegurar la prosperidad y el dominio de los buenos y nuevos norteamericanos. Durante la mayor parte de su corta historia, bajo la metáfora ingenua del melting pot, se ocultó la imposición de la jerarquía WASP y una estructura social que, aunque aparentemente abierta -el sueño americano según el cual cualquiera puede alcanzar la cúspide social por sus propios medios-, está mucho más próxima a una sociedad de castas de lo que les gustaría reconocer. Dos ideologías excluyentes, el supremacismo blanco, más aún ahora que parece sentirse amenazado y el racismo, forman parte de la identidad fundacional, aunque es justo reconocer que una sociedad como la norteamericana llevaba dentro el gen pluralista que trataba de equilibrar esas dos taras y que ha permitido combatirlas con cierta eficacia en los ambientes liberales de la costa este y de algunos Estados de raíz más abierta, frente al conservadurismo de la América profunda o, no digamos, del Bible Belt. Ese supremacismo, que tiene una profunda veta patriarcalista, se ve interpelado también por movimientos como el Me Too y por la crítica feminista. De ahí también que la figura de Kamala Harris, el poder fuerte detrás de Biden, sea vista como una amenaza.
No: los EEUU no han conseguido superar ese trauma original. Investigaciones como la publicada en 2010 por la jurista M. Alexander sobre la asimetría de las condenas penales y de la población reclusa por lo que se refiere a los ciudadanos afroamericanos (hay traducción castellana, El Color de la justicia. La nueva segregación racial en Estados Unidos), la de Rothstein, (The Color of Law. A forgotten History of how our Government segregated America, 2017) o la muy reciente Caste. The Origins of our discontents (2020) de la ensayista I. Wilkerson, lo evidencian de forma incontestable. La desigualdad es la realidad más llamativa si se examina la estructura social y las diferencias de clase y etnoculturales en los EEUU.
Hace tiempo que el filósofo Etienne Balibar resumió en la fórmula <egalibertad> (la igualdad en las libertades) la condición básica para que hablemos de democracia, en serio. Por su parte, Axel Honneth ha argumentado de forma convincente que el test más claro a esos efectos, es el de los derechos sociales: la garantía del acceso y el disfrute de derechos como trabajo, vivienda, salario mínimo, cobertura ante la enfermedad y la vejez, para todos los ciudadanos, comenzando por los mas vulnerables. Si no se alcanza, si hay grupos significativos de población excluidos o marginados de facto (no digamos, de iure) de esa igual libertad, hay que dar la razón a quienes, en el idioma que sea, denuncian que “lo llaman democracia, pero no lo es”. Ese déficit, ese foso de desigualdad, es un virus particularmente presente en la admirada democracia estadounidense. Por supuesto, este déficit de desigualdad no es privativo de la democracia norteamericana: está presente en buena parte de las democracias que ocupan los primeros puestos del ranking, se acrecienta desde la Gran Recesión de 2008 y amenaza con hacerse mayor con ocasión de la crisis de la pandemia, que golpea directamente los indicadores clave para las democracias (https://www.economist.com/graphic-detail/2020/01/22/global-democracy-has-another-bad-year).
Esto es lo más preocupante. Como es obvio, no sólo está en juego un proyecto nacional. La victoria de Trump, sería una mala noticia para la democracia y el Estado de Derecho en los propios EEUU y también en todo el mundo. Lo evidencia el descarado partidismo de Trump ante la oportunidad que le ofrece la desaparición de Ruth Bader Ginsburg, una figura cuyo alcance no sólo simbólico supera lo habitual incluso entre quienes alcanzan el grado de justice del Tribunal Supremo de los EEUU (SCOTUS: cfr. https://www.levante-emv.com/opinion/2020/09/20/muerte-luchadora-14015077.html). Sin duda, nos encontramos ante un ejemplo de manual de la manipulación partidista de eso que Rosanvallon considera “el poder de nadie” (https://lelephant-larevue.fr/interview/faut-multiplier-voire-inventer-procedures-de-representation-peuple/), el marco de las instituciones que son clave del juego democrático porque aseguran la separación de poderes y, por tanto, el control del poder. La condición es que ese marco institucional no sea confiscado, monopolizado, por alguno de los contendientes en la lucha partidista. Pues bien, Trump está dispuesto a ello, a profundizar en la división de la nación, tal y como acaba de denunciar el premio Nobel Krugman (“Trump’s racist, statist, suburban dream”, https://www.nytimes.com/2020/08/13/opinion/trump-suburbs-racism.html), a romper el equilibrio en el Tribunal Supremo, asegurándose así una verosímil influencia en caso de polémica sobre los resultados electorales -recuérdese el precedente en las elecciones que verosímilmente ganó Gore a Bush- y la permanencia de su legado durante más de 20 años. La juventud (48 años) y el sesgo ideológico de la candidata propuesta por Trump, Amy Coney Barret, una brillante jurista conservadora, militante de la causa antiabortista, así lo demuestra. Trump, un habitual jugador ventajista, ha puesto en marcha con la inestimable ayuda de líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, el proceso para tratar de sellar casi definitivamente la mayoría conservadora en el TS, aunque eso suponga romper con el precedente que impuso el bando republicano frente al presidente Obama, pues consiguieron bloquear el nombramiento de Merrick Garland, un juez blanco y moderado, que Obama esperaba que fuera aceptable para los republicanos moderados, con el argumento de que no debía hacerlo en un año electoral. Y ahora lo hacen a menos de mes y medio de las elecciones. Recomiendo a este respecto el análisis de un buen conocedor de la obra de RBG y del sistema constitucional norteamericano, el profesor Presno Linera (https://presnolinera.wordpress.com/2020/09/20/trump-y-el-tribunal-supremo-tercera-parte/). Por cierto, ese bloqueo y confiscación del marco institucional no es privativo de los EEUU. Basta asomarse a lo que ocurre en España con el bloqueo de órganos constitucionales que no se renuevan cuando lo exige el mandato constitucional porque, a todas luces, ello beneficia los intereses de un partido.
Por mi parte, creo que tienen toda la razón quienes, como el editor de The Nation, Elie Mystal (https://www.thenation.com/article/politics/ruth-bader-ginsburg-dissent/) reclaman una oposición frontal al intento de Trump, en honor de RBG y en defensa de la democracia. Y precisamente por eso me parece juiciosa la posición de los inspiradores de la campaña Take Back the Court, K Kendell y A.Belkin, que sostienen que, en caso de que Trump y McConnell sigan adelante con su intento de reemplazar a RBG antes de la elección presidencial, la responsabilidad cae en el campo de los demócratas, sobre todo si Biden gana las elecciones. En ese supuesto, escriben en un artículo en San Francisco Chronicle, “to expand the Supreme Court is to expand Democracy” (https://www.sfchronicle.com/opinion/article/Expand-the-US-Supreme-Court-to-save-democracy-14418147.php). Si el intento de Trump fructifica, la única salida, en el caso insisto hoy aún dudoso de victoria de Biden, sería que el nuevo presidente ampliase la composición del TS con al menos dos jueces más, para restablecer el equilibrio. Está en juego la democracia, nada menos.
Ibram X.Kendi, probablemente el más interesante entre los historiadores norteamericanos actuales que se ocupan sobre el racismo y el supremacismo, ideologías que contaminan casi desde su nacimiento el experimento democrático norteamericano, ejemplificó esta mancha original en un multipremiado ensayo que toma su título del famoso discurso pronunciado en 1860 en el Senado por el entonces senador de Missisipi y luego líder confederado, Jefferson Davies, en el que sostuvo que la desigualdad entre las razas blanca y negra estaba sellada desde los orígenes de la creación (“stamped from the Beginning”). Pues bien, el propio Kendi, en un reciente artículo para The Atlantic, en el que se pregunta si estamos ante la oportunidad de poner fin a la hegemonía de la ideología racista en los EEUU (https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2020/09/the-end-of-denial/614194/), sostiene que, paradójicamente, el negacionismo de Trump ha puesto a los ciudadanos norteamericanos ante la oportunidad de aprovechar el punto de no retorno al que Trump ha llevado a la sociedad norteamericana, para cerrar su mandato y exigir que el nuevo equipo presidencial rompa con ese prejuicio y cumpla de una vez por todas y ya, la promesa de la igualdad: “La abolición de la esclavitud parecía tan imposible a mediados del siglo XIX como lo es hoy la igualdad, pero de la misma manera que los abolicionistas exigieron la erradicación inmediata de la esclavitud, la igualdad inmediata debe ser la exigencia hoy. No en 20 años. No en 10 años. Ahora”. Están hartos de esperar, de que les pidan paciencia. Precisamente por eso asegura que, para él, como para los afroamericanos, “paciencia es una palabra sucia”.
Las mujeres y los hombres del Black Lives Matter, las nuevas generaciones que se reúnen para repetir los lemas “<no justice no peace>, <I can’t breathe>, o <Get your knee off our necks>”, son perfectamente conscientes de queel cheque del que habló el Dr. King sigue sin cobrar y no quieren esperar. En ese sentido, creo, aciertan los demócratas cuando sostienen que lo que está en juego en noviembre de 2020 <es una batalla por el alma de la nación>. En efecto, tienen razón quienes postulan que no se trata sólo de ejercer el voto para impedir un segundo mandato de Trump, para evitar que se incrementen el racismo y el supremacismo, sino sobre todo para construir una alternativa, la de aprovechar el mandato de Biden y Harris para ganar de una vez por todas la igualdad prometida. Ojalá, junto a las mujeres, que rechazan el machismo grosero y el patriarcalismo del que hace gala Trump, se movilicen esos millones de afroamericanos y latinos para votar. Ojalá lo entienda así finalmente la mayoría de los votantes norteamericanos.