Acerca de Javier de Lucas

catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política Instituto de derechos humanos Universitat de Valencia javierdelucas1@gmail.com

Sobre nuestro fracaso en el combate contra el feminicidio

En el día de ayer coincidieron dos reflexiones que me han parecido particularmente interesantes, a propósito de lo que debería ser la preocupación prioritaria de todos nosotros: encontrar las medidas más eficaces para afrontar ese mal espantoso que azota a nuestras sociedades, el feminicidio, la violencia de género que continúa cobrándose vidas de mujeres y daños terribles para las mujeres (y también para los menores) que, sin perder la vida, sufren el terror de la violencia de género en sus diversas manifestaciones. Porque nuestra prioridad, más incluso que el castigo de los agresores, debe ser la prevención y la garantía eficaz de protección de las mujeres, de las víctimas. Y es evidente que no lo estamos consiguiendo, cuando más de la mitad de las últimas víctimas mortales habían denunciado a sus agresores y no se ha conseguido evitar su asesinato, pese al sistema vigente, el Viogen.

De un lado, en la reunión de la Comisión Ejecutiva del PSPV-PSOE que celebramos en Alicante, la primera del año 2023, escuché una muy oportuna y argumentada reflexión de la compañera Rosa Peris, que puso en valor la estrategia que está siguiendo el govern del Botánic y concretamente la Conselleria de justicia, para garantizar la protección de las víctimas de esta plaga. Rosa señaló el refuerzo de centros de atención integral a las víctimas de violencia de género en los juzgados y muy específicamente la voluntad de implantar en todos los partidos judiciales juzgados específicos de género (sin abandonar lo que es más común, juzgados mixtos; por ejemplo, reagrupando juzgados específicos de partidos judiciales próximos). Como ella misma subrayó, esas eran, precisamente, medidas prioritarias establecidas en la importante Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de protección integral contra la violencia de género, que las actuales dirigentes del ministerio de igualdad parecen no tener suficientemente en cuenta.

Al mismo tiempo, leí un interesante artículo de la vicepresidenta de la Asociación Themis de Mujeres Juristas y presidenta del Consejo Asesor de Igualdad del PSOE, Altamira Gonzalo (https://www.nuevatribuna.es/articulo/sociedad/porque-tenemos-peores-cifras-violencia-machista/20230109100302206866.html), en la que esta jurista ofrece una hipótesis acerca del fracaso en la lucha contra el feminicidio. Gonzalo no señala una única responsabilidad, porque expresamente reconoce que en eta causa prioritaria deben empeñarse todos los poderes públicos y todos los agentes de la sociedad civil (desde los medios de comunicación a, obviamente, la educación) y señala a su vez líneas de actuación en estudio, prevención y protección de las mujeres. Personalmente, comparto la crítica al error de prioridades de los responsables de UP en el Ministerio de igualdad. Y, por contraste, me parece que debería estudiarse la actuación constante y sistemática de la Consejería de justicia de la Comunidad Valenciana.

LA IMPORTANCIA DE UNA «MARCA». SOBRE LA TERCERA ACEPCIÓN DE LA PALABRA «AUTISTA» (publicado en Infolibre, 29 de diciembre de 2022, Javier Garcinuño/Javier de Lucas)

Como todos los años, la Real Academia de la Lengua  ha hecho público el catálogo de  nuevos términos admitidos  en el Diccionario. En la presentación de esas novedades, la directora del diccionario, Paz Battaner, avanzó que se han incluido 3.152 modificaciones (lo que supone 280 artículos nuevos). Por su parte, el reconocido jurista Santiago Muñoz Machado, recientemente reelegido como director de la institución, comentó que una parte importante corresponde a la necesidad de atender a los cambios que impone el sector tecnológico, que exige la introducción de neologismos. También subrayó que «hay muchas palabras que se deben al impulso de particulares”, como asociaciones que reúnen a personas y fines de colectivos, y que «sirven de mucho».

El director de la Academia ha explicado frecuentemente, por ejemplo, a propósito de las polémicas sobre el lenguaje inclusivo o sobre las pretensiones de “cancelación”, como las que exigen sectores que postulan el imperio de lo “políticamente correcto”, que la institución actúa sobre todo como fedataria de lo que usa el dueño del lenguaje, que son sus hablantes, dejando en desuso o incorporando nuevos términos. Pero, de suyo, la institución no toma iniciativas transformadoras de la lengua, ajenas a ese uso por sus hablantes.

Como es lógico, en ese balance no se ha prestado tanta atención a un tipo de novedades que responden a lo que en la Academia se denomina “marca”, una cuestión que tiene entidad menor, pero que no carece de relevancia. El propio diccionario señala esa acepción lexicográfica de la palabra marca: “en lexicografía, indicador, a menudo abreviado, que informa sobre la naturaleza y ámbito de uso del vocablo definido”.

Pues bien, precisamente es a una de estas nuevas “marcas” a la que responden estas líneas, que pretenden dar cuenta y agradecer a la Academia la marca introducida a propósito de la tercera acepción de la palabra “autismo”. La introducción de esta marca es el resultado de una propuesta en la que han insistido asociaciones de familiares de personas con autismo, que condujeron a una iniciativa del grupo parlamentario socialista en el Senado, presentada a su vez al director de la Academia y adoptada por unanimidad como moción en la Comisión de Políticas integrales de discapacidad del Senado, a propuesta del senador Garcinuño, miembro de la misma en representación del grupo parlamentario socialista, tal y como tuvimos ocasión de explicar en estas mismas páginas (“Autismo, con dignidad”). La RAE ha decidido incorporar esta marca a la tercera acepción de la palabra autismo: “Encerrada en su mundo, conscientemente alejada de la realidad”, para advertir que se trata de un uso peyorativo, despectivo. Con ello, nos parece claro, se reconoce que tal uso no es aconsejable.

El objetivo de esta marca no es —y hemos insistido en ello— una exigencia de lo “políticamente correcto”, ni de la cultura de la cancelación. Somos conscientes de que no basta con dejar de usar una palabra en una acepción peyorativa para que desaparezcan los problemas de estigmatización, rechazo y menoscabo de la dignidad que afectan a las personas que tienen alguna de las manifestaciones del Trastorno de Espectro Autista (TEA) que, a su vez, son muy diversas y en muchos casos no afectan a su capacidad intelectual; de hecho, no es infrecuente que algunas de esas personas cuenten con un potencial cognitivo superior a la media. El objetivo de esta campaña no es otro que defender su autonomía personal, el ejercicio de sus derechos, su participación en la sociedad.

Por todo ello, celebramos la inclusión de esta marca y queremos aprovechar la oportunidad para destacar dos aspectos. El primero es que, como señalaba el profesor Muñoz Machado, esta propuesta ha seguido el camino, el método, de incorporación de novedades en el uso de la lengua: en este caso, desde una parte relevante de los hablantes, las asociaciones que luchan por la dignidad de las personas con autismo —a los que han contribuido a dar voz sus representantes políticos, el Senado—, a la Academia. Y creemos un deber de justicia —y no solo de cortesía— reconocer la acogida que hizo el profesor Muñoz Machado, como director, cuando le presentamos, como senadores, la iniciativa. Una acogida propia de lo que es una institución científica, como la Academia: escuchar las razones, estudiar las propuestas, y sugerir una posible solución (la introducción de una marca), que fue la que se incorporó como moción unánime del Senado, y que ha quedado recogida en el Diccionario.

Y, en segundo lugar, claro está, queremos destacar el reconocimiento que ello supone a los movimientos ciudadanos, a su capacidad de incidir en las instituciones y ganar etapas en la lucha por los derechos. En este caso, a las familias y asociaciones que luchan por los derechos de las personas con TEA, como la que conduce Anabel Cornago, “Autismo con dignidad». La lucha por los derechos es una tarea —muchas veces larga, con éxitos y sinsabores— que nos concierne a todos, un derecho y un deber de ciudadanía. Y este, creemos, es un buen ejemplo. 

LA SIMPLIFICACIÓN DE LA NOCIÓN DE GOLPE DE ESTADO

En su día, a propósito de los acontecimientos que se vivieron en Cataluña en 2017, se discutió sobre la pertinencia de aplicarles la noción de golpe de Estado. La mayor parte de los secesionistas catalanes calificaron los hechos como un ejercicio democrático («poner urnas») relacionado con la libertad de expresión, reunión y manifestación y, en todo caso, como una muestra de desobediencia civil . Por eso, desde los partidos independentistas catalanes (y no sólo desde ellos) a los políticos presos por su responsabilidad en las leyes de desconexión y en los acontecimientos que prepararon y siguieron al 1 de octubre, se les denominó «presos políticos», rechazando de plano que hubieran cometido ningún delito y advirtiendo sobre la degradación democrática que. supone penalizar la disidencia. Un argumento éste que hay que tener siempre en cuenta, porque la calidad de una democracia se mide por su capacidad de albergar la disidencia sin criminalizarla (justo lo contrario del propósito de la aún vigente ley <mordaza>). En el otro extremo argumental, los que sostuvieron la calificación de golpe de Estado apuntaban a un delito de rebelión (en realidad había quien hablaba de alta traición, por la condición de funcionarios y representantes del Estado).

En el debate doctrinal, hubo politólogos como Sánchez Cuenca y filósofos como J.Luis Villacañas, que rechazaron que pudiera hablarse de golpe de Estado, con el a mi juicio peregrino argumento de que un golpe de Estado exige uso de la fuerza y, así, acudían a la comparación con el golpe del 23F, evidentemente muy diferente al menos en su planificación y ejecución, por el protagonismo de militares y fuerzas armadas (aunque no eran los únicos responsables). En su día, ya señalé que entendía un error esa posición. Cuando vivimos en tiempos de la ciberseguridad y de la capacidad de desestabilizar a un Estado simplemente con operaciones financieras online o con boots, trolls en redes sociales y manipulación de elecciones, me parece simplista y anticuado ese análisis. Tal y comoargumentaron otros colegas juristas, puse entonces como ejemplo la tesis de Kelsen sobre la ruptura de la legalidad como «golpe de Estado jurídico»: «La revolución –en sentido amplio, que incluye el golpe de Estado– es toda modificación de la Constitución o todo cambio o sustitución de Constitución que no son legítimos, es decir que no se producen siguiendo lo dispuesto por la Constitución en vigor…es indiferente que la modificación del orden jurídico se produzca por un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o por miembros del mismo gobierno, o provocado por un levantamiento popular, o por un pequeño grupo de individuos”2 (Teoría pura del derecho, 209-211). Para Kelsen hay golpe de Estado jurídico si hay ruptura con el fundamento de la legalidad, esto es, con el orden constitucional y por tanto lo decisivo no es el recurso a la violencia: «solo una cosa cuenta: que la Constitución en vigor sea o bien modificada o bien completamente sustituida por una nueva Constitución de otra forma que la prevista constitucionalmente” (Teoría pura del derecho, 210). Que no triunfe esa modalidad de golpe de Estado -la sustitución del orden constitucional por procedimientos aconstitucionales o abiertamente contraconstitucionales- sólo significa que ha habido un intento fallido de golpe, no que no se trate de un golpe.

Yo creo que en el caso de los políticos independentistas catalanes el uso de la noción de golpe de Estado, incluso si se hablara de golpe de Estado <jurídico>, esto es, en el sentido kelseniano, es impropio, porque no existieron los medios para dar de hecho ese golpe de estado juridico. Pero la intención de ruptura unilateral de la legalidad constitucional es a mi juicio, manifiesta. Como resulta asimismo manifiesto la torpeza o ingenuidad y sobre todo la irresponsabilidad con la que se trató de poner en marcha esa ruptura y el engaño (una jugada de póker, dixit una de las responsables) al que se sometió a los ciudadanos, con consecuencias lesivas en el orden económico, o en la convivencia social, para los ciudadanos , para la Generalitat, para España.Y asimismo, desde luego, la ignorancia manifiesta sobre la capacidad de respuesta del Estado y sobre la posición de la UE ante un proyecto semejante, carente de todo acuerdo o negociación y que invocaba un uso absolutamente impropio del derecho de autodeterminación de los pueblos, reconocido por el Derecho internacional en supuestos tasados que poco tienen que ver con Cataluña: los procesos de descolonización y la ruptura con Estados que practican graves y masivas violaciones de derechos humanos contra grupos determinados.

Ahora, con motivo de la desaparición del tipo de sedición en el Código penal (sustituido por un tipo de desórdenes públicos agravados, pero sin que se haya introducido un tipo penal para graves delitos contra el orden constitucional que no impliquen violencia), se ha vuelto a hablar desde círculos conservadores de la noción de golpe de Estado en relación con el procés y de nuevo politólogos y algún filósofo de la política han insistido en esa vieja noción de golpe de Estado, acudiendo, como mucho, a lecturas apresuradas de Malaparte y caricaturizando -como Innerarity- la hipérbole de hablar de golpes de Estado posmodernos…

Creo que les convendría opinar después de estudiar un poco más. Leer, por ejemplo, el ensayo de Gabriel Naudé, el gran bibliotecario y consejero de Mazarino, <Considérations politiques sur les coups d’Etat>. Claro, es de 1639, ¡ay! y quizá no les parece «actual»…Naudé, que mantiene tesis muy próximas a las de Maquiavelo, explica cuál es el núcleo de la noción de golpe de Estado, que no se caracteriza por aspectos instrumentales (el recurso a la violencia, a la fuerza armada) sino por la finalidad: la razón de Estado…Y por eso Naudé sostiene que el que tiiene capacidad de dar ese golpe de Estado es sobre todo el propio Estado, el propio soberano (en el contexto de los monarcas absolutos en el que escribe).

SIN CRISIS, NO HAY DERECHOS HUMANOS (Conferencia de clausura de la 3ª Semana de derechos humanos, IDHUV, 15 diciembre 2022)

Mi propósito en esta conferencia de clausura, cuando ya se ha dicho y discutido prácticamente todo sobre el impacto de las crisis sobre los derechos humanos y en particular de esta encrucijada en que vivimos, es muy sencillo. Como enuncia el título de la conferencia, se trata de recordar que sin crisis no hay derechos , porque -como aseguraba Jhering, de quien tomamos el lema para nuestro Instituto- ningún derecho ha sido adquirido sin lucha. Y la lucha por los derechos se activa precisamente en las crisis.

Trataré de explicar esa tesis a través de tres pasos:

(1) Ante todo, llamaré la atención sobre la noción misma de cirsis, sobre la que existe un notable malentendido.

(2) Después de proponer la acepción de crisis que me parece más útil en clave de la lucha por los derechos, tengo una mala y una buena noticia que explicaré brevemente

(3) Pero, al final, no ofreceré ninguna receta mágica, ninguna solución. Eso sí, como buen profesor de filosofía del derecho, propondré que se tengan en cuenta tres sugerencias que pueden ser de utilidad para seguir reflexionando sobre crisis y derechos…

  1. 1. Comencemos por el malentendido: ¿qué significa Crisis?

Acudamos a las pistas sobre la noción de crisis que nos proporcionan dos de las grandes culturas de la humanidad, la grecolatina y la china

En griego, el término crisis es κρίσις  que remite a su vez al verbo κρίνω, krinein, que significa separar, decidir (y de ahí, también, tener <criterio>).

Este significado etimológico nos permite entender la crisis como momento de análisis de una situación, para reflexionar y actuar. Siendo conscientes, eso sí, de lo que Kant entendió como los límites constitutivos de la razón práctica (de la moral, del derecho, de la política) y que se resumen en ésto: nuestra necesidad de actuar supera nuestras posibilidades de conocer…Nunca tendremos la absoluta seguridad de cómo actuar en las crisis. Aunque la ciencia, hoy, nos dice bastante; al menos, sobre lo que no debemos hacer. La pista de lo que no debemos hacer, ese criterio negativo (Spinoza nos explicó que toda determinación es negación) nos da un criterio mínimo para actuar: evitar el daño a otros.

Ahora bien, junto a esta acepción de crisis hay otra, la que nos ofrece la cultura china. John F Kennedy en un discurso en Indianápolis en 1957, recordó que, en chino, crisis se expresa mediante el ideograma Wei Ji, que reúne dos caracteres, Wei (peligro) y Ji (oportunidad). Las crisis encierran siempre ambos elementos: el riesgo, incluso el peligro, pero también la oportunidad

Si acudimos al castellano, la RAE formula siete acepciones de crisis: en su primera acepción, la RAE define crisis como “Cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados”.

En la séptima y con la advertencia de que es una acepción en desuso, “Examen y juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente”. Esto es, la pista en la que confluyen la tradición grecolatina y la china. Es la noción de crisis que, a mi juicio, resulta más útil en relación con los derechos humanos.

(2) Una mala y una buena noticia

Pues bien, si partimos de esa acepción de crisis, es fácil concluir lo que puedo presentar en términos de una mala y una buena noticia.

Comencemos por la mala. Desengáñense: ninguno de los que mueven los hilos de la política, tampoco ninguno de los que escenifican el guiñol en que en mala medida se ha convertido la gestión de la cosa pública, nos va a regalar los nuevos derechos, como tampoco los derechos a los que una parte de la población sigue aspirando aunque no sean nuevos. Nunca ha sido así. Ni para el cambio climático, ni para la ZAL, o la ampliación del puerto, ni para los derechos de inmigrantes y asilados, ni para los neuroderechos. Los derechos los ganaremos con nuestro trabajo ciudadano, con nuestra presión sobre quienes gestionan la política en nuestro nombre.

Y ahora, la buena: es bueno saber que debemos estar aterrados por la crisis, porque saberlo, y saber qué es lo que nos da miedo, lo que nos aterra, es la condición para ganar y salvaguardar nuestros derechos (Hölderlin), para salir de nuestro sueño dogmático (Kant-Hume-Ferguson), para abandonar esa condición clientes pasivos consumidores que han aceptado el diktat de la muerte del ciudadano, la que procura la ideología del individualismo posesivo (MacPherson), el liberalismo de mercado, que sustituye la asamblea por el mercado y a los ciudadanos por consumidores con inagotables expectativas, que confunden con derechos.

Las crisis, como la sindemia que desencadenó la pandemia de la Covid, y desde luego la crisis civilizatoria, la encrucijada en la que se encuentra hoy la humanidad, y que no sólo afecta a los seres humanos sino a la vida misma del planeta, como explica Luigi Ferrajoli en su último libro «Por una Constitución global de la tierra», las crisis, insisto, deben ser tomadas como oportunidades de extensión de la conciencia de la necesidad de la lucha por los derechos. Oportunidades para organizarse y actuar y para exigir el reconocimiento y la mejor garantía de los derechos de todos. Por eso, la pista básica es luchar por la verdadera universalidad de los derechos proclamados en la DUDH de 1948: todos esos derechos, para todos los seres humanos. Aunque hoy hemos entendido que, en la medida en que vivimos con la naturaleza y no en ella ni de ella, eso nos remite a la existencia de bienes comunes y derechos que van más allá de los proclamados en la DUDH.

(3) tres sugerencias

No tengo una solución mágica sobre qué hacer, en qué debe consistir nuestra lucha por los derechos. En lugar de eso, propondré tres sugerencias, que van del cine a la poesía y la filosofía

  • (I) La primera es que vuelvan a ver una joya del cine de animación, producida por Pixar, en 2008: Wall-E (se puede encontrar en you tube). Es una hermosa metáfora sobre la tarea prioritaria de nuestra generación, que no puede ser otra que salvar la vida del planeta. Les sugiero que, al hilo de eso, lean el articulado de la «Constitución de la tierra», propuesta por Ferrajoli
  • (II) La segunda, lean un poco de poesía. Recuerden que poesía viene de Poiesis (ποίησις, pronunciado «poíesis») es un término griego que significa «creación» o «producción», derivado de ποιέω, «hacer» o «crear» . Yo les propondré dos textos, uno de Hölderlin y otro de René Char:
  • * Hölderlin en los 4 primeros versos de Patmos, un poema escrito en 1802 (sobre el que Heidegger escribió páginas muy certeras en su Holzwege), sostiene: “Cercano está el dios/y difícil es captarlo/pero donde está el peligro/crece lo que salva”. Y algo similar escribe en su poema Hyperion: “sólo en el dolor cobramos conciencia de nuestra libertad”
    • * René Char, quizá el mejor poeta francés del siglo XX, amigo de Camus, escribió en su Les matinaux (1950): “Au plus fort de l’orage/ il y a toujours un oiseau pour nous rassurer/C’est l’oisseau inconnu/Il chante avant de s’envoler” (En el punto álgido de la tormenta siempre hay un pájaro para tranquilizarnos. Es el pájaro desconocido. Canta antes de volar”), es lo de Honneth, el imperativo moral del optimismo…
  •  (III) Mi tercera sugerencia es que se dejen guiar por el consejo de la que considero la mejor filósofa del siglo XX, Simone Weil, una hoja de ruta, la mejor aplicación para orientarse, escrita en su maravilloso ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza. Weil escribió páginas indispensables sobre los dos objetivos en los que se condensa el propósito de una vida decente, el vínculo de reconocimiento con los otros en términos de la fraternidad, incluso del amor (aunque ni éste ni la amistad que son dos de los bienes más valiosos para un ser humano, se pueden garantizar, no son asequibles a través del Derecho) y en términos de justicia que, ésta sí, se puede y debe garantizar. Y ¿cómo lograrlo? Ante todo, conociendo el mayor obstáculo, la imposición a traves de la fuerza,que es lo contrario de la fraternidad, de la solidaridad (por eso escribe: “No es posible amar y ser justo más que si se conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo) Y clo concreta en cuatro sencillos mandatos
  • no confiar en la suerte,
  • no admirar la fuerza,
  • no odiar a nuestros enemigos y
  • no despreciar a los desdichados…

Aunque Weil sabe de la dificultad de ese aparentemente ssencillo programa y por eso concluye: «pero es dudoso que esto suceda pronto”.

Festina lente. Reformas necesarias, pero con sosiego (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 12 de diciembre de 2022)

Me parece innegable el valor político y aun constitucional de la acción del gobierno de coalición que persigue el objetivo de desactivar el conflicto político en Cataluña. Un conflicto entre catalanes, pero también un conflicto entre los catalanes y el resto de los españoles, avivado por quienes sacan réditos electorales del enfrentamiento entre Cataluña y España, tanto los separatistas como los separadores. Estoy convencido de que el gobierno de coalición se ha marcado ese objetivo de recuperar la convivencia, la concordia civil y me parece imprescindible tratar de conseguirlo. A mi juicio, es evidente que se ha avanzado en ese propósito y como sostiene el gobierno, a este respecto la situación en Cataluña y en España está mejor que en 2017. El  problema es la elección de los medios que ahora se han anunciado para avanzar en ese objetivo, esto es, una reforma de varios artículos del Código penal, presentada con una urgencia que, en mi opinión, se compadece mal con la entidad de ese cuerpo legislativo, que no es una ley cualquiera. 

En su momento, escribí a favor de la primera y audaz medida, propuesta por el Gobierno: los indultos, una iniciativa que se ha mostrado eficaz y nada lesiva para la estabilidad constitucional (cfr. “Concordia discors: una interpretación sobre los indultos a los políticos catalanes en prisión”). Sin embargo, la actual propuesta de modificación de determinados artículos del Código Penal, presentada por los grupos parlamentarios Socialista y de Unidos Podemos, me parece que merece una consideración específica y distinta, porque estamos ante una propuesta jurídica de muy diferente entidad.

Tengo el honor de haber sido elegido senador por los ciudadanos valencianos en las listas del PSPV-PSOE. Me enorgullece pertenecer al grupo parlamentario socialista en el Senado. Dicho ésto, añadiré que esa condición es, obviamente, transitoria. Mi profesión durante más de 40 años ha sido -es- la de profesor de filosofía del derecho. Desde esa condición, tengo el convencimiento de que la cultura del respeto a la ley, en un sentido que va más allá de lo que supone el respeto debido al principio de legalidad, es condición sine qua non del Estado de Derecho. Ni éste, ni la democracia, pueden sobrevivir si los ciudadanos no tenemos claro esa exigencia primordial. Eso no significa obedecer como un rebaño. Pero en democracia, las leyes aprobadas por el parlamento, que encarna la soberanía del pueblo, cuentan con una fuerte presunción de legitimidad. Es posible y legítimo, claro, criticarlas y aun en determinadas condiciones es legítimo, y así lo he defendido y defiendo, recurrir a la desobediencia civil para que la mayoría revise el acuerdo que ha dado lugar a la ley impugnada. Pero la desobediencia civil no es cualquier tipo de desobediencia, ni un cheque en blanco para desobedecer cualquier mandato legal que a uno no le guste.

La cultura del respeto a la ley -al Derecho-, que es también la de la seguridad jurídica, una condición imprescindible para la estabilidad social y para la garantía de nuestras libertades y derechos, supone que hay que cargarse de razones cuando uno propone modificar el orden jurídico vigente (esto es, la carga argumentativa la tiene sobre todo quien quiere modificar leyes previamente aprobadas por la mayoría parlamentaria). Además, se debe seguir los procedimientos que permiten proponer y aprobar las reformas. A ese respecto, siguen siendo útiles las Directrices de técnica normativa aprobadas por Consejo de ministros el 22 de julio de 2005 (BOE 29 julio 2005), así como las Better Regulation Guidelines, aprobadas por la Comisión Europea en noviembre de 2021 (https://commission.europa.eu/law/law-making-process/planning-and-proposing-law/better-regulation/better-regulation-guidelines-and-toolbox_en), que, entre otros, enfatizan los principios de racionalidad, coherencia y homogeneidad («único objeto de la norma»).

Pues bien, esos requisitos son aún más necesarios cuando se trata de tocar el nervio mismo del ordenamiento jurídico, la denominada «constitución negativa»: el Código Penal. Decidir qué conductas no deben ser permitidas y qué sanciones oponer a sus infractores, exige un cuidadoso respeto al principio del favor libertatis y, por ello, debe hacerse con el máximo consenso y no a golpes de emociones, o de coyuntura partidaria. Por eso, en materia penal deben extremarse la carga argumentativa y el respeto al procedimiento legislativo y huir de toda improvisación o precipitación. Porque se trata de evitar lo que denuncia con mucho acierto el profesor Manuel Cancio cuando escribe que “los tiempos de cierta política no son compatibles con el respeto que la ley penal merece en el Estado de derecho”. Expondré brevemente, a continuación, algunas consecuencias de esa cultura del respeto a la ley.

Para empezar, las leyes no deben ser medidas intuitu personae, un recurso para solventar situaciones políticas, económicas o jurídicas de determinadas personas, con nombres y apellidos. Las leyes no están ni deben estar para eso y metáforas como las de «precisión quirúrgica» utilizadas por representantes de ERC son de todo punto indebidas y muestran, a mi entender, un escaso respeto al Estado de Derecho.

Además, como es obvio, la cultura del respeto a la ley exige que se observen con el mayor cuidado las exigencias de procedimiento formal en el iter legislativo, que son garantías de la calidad en la técnica legislativa, como tuve ocasión de comentar en estas mismas páginas. Porque, a mi entender, lo importante no es que reformas de este tipo, para las que hay razonable argumentación que debe ser objeto de debate y negociación, se aprueben cuanto antes, aunque eso sea el requisito que ERC ha impuesto en su negociación con el Gobierno y aunque eso despeje el camino de la inminente campaña electoral de autonómicas y municipales. Lo importante, como decía el poeta, no es llegar antes, sino con todos y a tiempo. Lo importante es que esas reformas se hagan bien y con el mayor consenso posible. Ello exige la mayor participación en la negociación parlamentaria y, desde luego, que se escuche a los expertos y a los órganos consultivos en materia legislativa, como es el caso del Consejo General del Poder Judicial cuando se trata de leyes penales (artículo 561.8 de la LOPJ), por deteriorado que esté en su más que caduco mandato. En punto a la técnica legislativa parece aplicable el oximoron que Suetonio considera uno de los lemas preferidos de l emperador Augusto, festina lente (De vita Caesarum, 25: “Caminad despacio, si queréis llegar antes a un trabajo bien hecho» y que, al parecer, tendría su origen en otro oximoron, éste, griego: σπεῦδε βραδέως, cuya traducción es «Apresúrate despacio».

A la vista de lo anterior, siento decir que, a mi juicio, el camino y el momento elegidos para tramitar las actuales propuestas de modificación de los delitos de sedición y malversación no son los que mejor garantizan esas condiciones que, insisto, son muy importantes. 

El primer problema, creo, deriva de la opción elegida para su tramitación: como proposiciones de ley y no como proyectos de ley (cfr. lo que dispone el Reglamento del Congreso, en las secciones primera y segunda del capítulo 1º -Del procedimiento legislativo común-, dentro del Título V (Procedimiento legislativo), en los artículos 108 a 129). De haberlas presentado el Gobierno como un proyecto de ley, se habría garantizado un iter legislativo más sosegado, con mayor capacidad de escucha a todos los interlocutores, con un debate más amplio. Por el contrario, lo que parece haber primado con la elección de este procedimiento es, sobre todo, la velocidad en su aprobación.. La profesora Carmona, en su artículo «El arte de legislar o cuando el fin no justifica los medios» (El País, 13 de diciembre de 2022) ha explicado con claridad por qué tendría que haberse elegido el procedimiento de proyecto de ley y cuáles son sus exigencias.

Los grupos parlamentarios han podido presentar sus enmiendas a esa proposición de ley, y significativamente ERC, cuya negociación con el PSOE (y con Unidos Podemos), está, indiscutiblemente, en el origen de esas reformas. Algunos dirigentes de ERC ya habían expresado sin ambages el objetivo de sus propuestas, que se ordenan sólo a que se apliquen los nuevos tipos de sedición y malversación a los políticos catalanes que fueron condenados por la Sala de lo penal del Tribunal Supremo, por su participación en el proceso del ilegal referéndum de independencia y en la proclamación unilateral ilegal e inconstitucional de la independencia de Cataluña. Así, la señora Vilata aseguró que, si se aprueban las reformas, ninguno de los encausados debería haber recibido ni recibir reprensión penal, porque los actos del 1 de octubre son legítima expresión de disidencia política, con arreglo a sus tesis, que hablan de «presos políticos» para referirse a los condenados . Son una cuarentena los políticos catalanes a los que se busca proteger con esta reforma que impulsa ERC. Al haber elegido esa vía, se calcula que la proposición de ley pueda estar aprobada ante de fin de año por las Cortes Generales, tras su paso por el Senado. Sería un ejemplo de lo que ya en su día se denominó «legislación motorizada».

Dicho de otro modo, la objeción que se puede formular es que hacer bien unas reformas legales de tanto alcance exige, ante todo, no forzar las condiciones de procedimiento propias de ese tipo de reformas, que exigen otros plazos más amplios y, por eso, como he tratado de argumentar, habrían aconsejado su tramitación como proyectos de ley, para permitir un debate más sosegado y amplio en el Parlamento. Con ello, además, tendríamos mejores posibilidades de garantizar las condiciones que aseguren su calidad técnica legislativa en temas de reforma penal, al modificar tipos, anular algunos y crear otros nuevos. Lo acabamos de ver a propósito de una ley reciente y por eso me parece plausible sugerir que habría sido preferible una discusión serena sobre, por ejemplo, cómo se debe proteger mejor el orden constitucional frente a autoridades que tratan de deponerlo sin recurrir a la violencia, sobre la voluntad inequívoca de combatir eficazmente la corrupción política, o sobre la necesidad de salvaguardar el uso correcto del dinero de todos, que es el bien jurídico que trata de proteger el tipo penal de malversación. La nueva tipificación de la malversación plantea no pocas dudas sobre cómo procederán los tribunales y si será, en efecto, el mejor marco normativo para salvaguardar el bien jurídico, el dinero público.

Insistiré en que, a mi entender, el gobierno de coalición y los grupos parlamentarios que lo sostienen cuentan con buenas razones, con argumentos jurídicos y políticos razonables, para llevar a cabo estas modificaciones del Código Penal. Es cierto, además, que a la vista de la experiencia, parece difícil contar con una participación razonable de la derecha en ese debate, dedicada como está a un bloqueo constitucional que se diría que ha hecho suyo el lema medieval de «¡Santiago, y cierra, España!» (cerrar, en el sentido de acometer, recuerdo). Pero uno habría querido que alguien en el Gobierno hubiera rememorado ese “sosegaos, sosegaos y decidid, el célebre consejo que -según se cuenta- dió el rey Felipe II a una mujer que, presa de agitación, acudió ante él para plantear una queja. Porque las prisas para legislar, y aún más en materias penales, son el peor de los consejeros.

SOBRE TÉCNICA LEGISLATIVA, IDEOLOGÍA Y DEMOCRACIA (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 4 de diciembre de 2022)

El debate en torno a la interpretación judicial de la L.O. 10/2022 de garantía integral de la libertad sexual, nos ha dejado un florilegio de opiniones: desde las que se han ocupado de los complejos aspectos técnico-jurídicos (reconforta constatar la abundancia de expertos con los que contamos en nuestro país en asuntos tan complicados como los cuadros penológicos, el derecho transitorio o los requisitos de calidad de la técnica legislativa), a las simples descalificaciones partidistas, propias de la más burda demagogia y trufadas de acentos populistas. Claro está que ha habido también aportaciones rigurosas, que han contribuido al esclarecimiento de la discusión.

En lo que sigue, tomaré pie de uno de los argumentos sobre los que se ha insistido, la supuesta ilegitimidad de la ley, consecuencia, al decir de algunos, de su “carácter ideológico”, para ofrecer una reflexión que trata de ir algo más allá de este caso concreto.

Sobre las condiciones de calidad de las leyes.

Para juzgar de la calidad de una norma en términos de técnica legislativa, debemos preguntarnos por su necesidad, su adecuación a los fines que propone y su justificación. Son cuestiones que los expertos han explicado en términos de las condiciones de racionalidad de las leyes, y remiten a cinco manifestaciones de esa racionalidad (a) lingüística/comunicativa, (b) jurídico formal, (c) pragmática, (d) teleológica y (e) ética. Esos criterios y en particular los dos primeros, se reflejan en buena medida en las Directrices de técnica normativa aprobadas por Consejo de ministros el 22 de julio de 2005 (BOE 29 julio 2005), así como en las Better Regulation Guidelines, aprobadas por la Comisión Europea en noviembre de 2021 (https://commission.europa.eu/law/law-making-process/planning-and-proposing-law/better-regulation/better-regulation-guidelines-and-toolbox_en), que, entre otros, enfatizan los principios de racionalidad, coherencia y homogeneidad («único objeto de la norma»).

En principio, la función de los letrados de las cámaras legislativas consiste en asegurar esas condiciones, al menos las tres primeras. Pero con alguna frecuencia comprobamos que, respecto a las otras dos, el debate excede el juicio técnico de los mismos y nos lleva a la arena pública, esto es, precisamente al ámbito del pluralismo ideológico. En lo que sigue, propongo una reflexión sobre el lugar de la ideología en la técnica legislativa, a partir de la discusión sobre esta ley.

Creo que conviene avanzar alguna precisión sobre el uso peyorativo o descalificador del término “ideológico”. Sin perjuicio de entrar en ello con más detalle después, me parece imprescidible recordar que resulta inaceptable que alguien pretenda descalificar a sus adversarios alegando que actúan por motivos “ideológicos”, como si eso fuera ilegítimo, mientras uno mismo siempre lo haría por razones “objetivas” o de interés general. Tener una ideología no sólo es algo inevitable, sino legítimo. En una sociedad democrática, el pluralismo ideológico es un valor a garantizar. Intentar excluir del espacio público a alguien, o a un grupo, so pretexto de su ideología, y, no digamos, querer obligar a alguien a renunciar su ideología, es inaceptable, siempre que esa ideología se defienda por medios pacíficos y no implique violación de derechos fundamentales de nadie. Por lo demás, no cabe asombrarse por el hecho de que un grupo político pretenda que su programa político sea coherente con la propia ideología: eso es sólo una muestra de consistencia lógica.

En cualquier caso, corresponde libremente a los ciudadanos optar por una u otra preferencia ideológica y dar su apoyo a las correspondientes opciones políticas. Otra cosa es, claro, que con la descalificación como “ideológica” (que, insisto, suele ser selectiva: unos rechazan la ideología comunista, social comunista, otros, la liberal conservadora, o la independentista) en realidad se persiga mostrar que, en lugar de apuntar al interés general, al bien común, se ponen por encima intereses particulares. Pero en ese caso, lo menos que se debe decir es que se trata de un empleo absolutamente impropio del término <ideológico>.

La inexorable dimensión ideológica: el Derecho no puede ni debe ser un instrumento aséptico

En relación con la L.O. 10/2022, se ha alegado por algunos de sus críticos que la ley quedaba “desnaturalizada” por su sesgo ideológico. Con independencia de que, en ese caso, la cuestión es saber si se pretende que las leyes no tengan una dimensión ideológica o que sólo sean válidos unos contenidos ideológicos (¿cuáles?), creo que la discusión sobre la supuestamente espuria “contaminación ideológica de la ley” remite en realidad a la necesidad de evitar un error conceptual de fondo, que es el que tratamos de explicar a los estudiantes de Derecho desde el primer día de clase de teoría del Derecho.

Frente a la pretensión de que el Derecho es una creación científica o técnica, dotada de asepsia valorativa (suele hablarse de “neutralidad ideológica”), lo cierto es que por sus características como herramienta de intervención en las relaciones sociales y en los conflictos, y por las que son propias (inevitables) de los operadores jurídicos, está inevitablemente cargado de ideología. Por supuesto, eso es así también en el caso de un sistema jurídico de carácter democrático. Trataré de presentar brevemente las razones de una afirmación como ésta, que no me parece difícil de justificar.

El primer argumento roza el terreno de la obviedad, por más que sea ese tipo de obviedad que se consigue ocultar o enmascarar. Eso que llamamos Derecho, no tiene nada que ver con una suerte de deus ex machina. No consiste en la revelación o descubrimiento de verdades inmutables, como parece sugerir el lenguaje jurídico cuando habla, por ejemplo, de la “naturaleza jurídica” de sus normas e instituciones. Ni la propiedad, ni el matrimonio, ni la hipoteca, ni los desahucios, ni los préstamos personales, ni las suspensiones de pago o la adquisición de la nacionalidad responden a nada parecido a la naturaleza o a las leyes naturales. Son soluciones, herramientas, que hemos inventado para obtener y asegurar determinados objetivos. Por tanto, su razón de ser depende de esos propósitos, que es tanto como decir de la finalidad que persiguen los actores sociales que tienen capacidad para imponer sus soluciones para alcanzarlos.

Durante la mayor parte de la historia de nuestras sociedades, esos objetivos, su prioridad, los medios para asegurarlos, han sido decididos por quienes dominan en ellas. Las más de las veces, mediante la amenaza o el ejercicio de la fuerza (luego se llamará a esto “monopolio legítimo de la coacción”), que ya a San Agustín le servía para mostrar la analogía entre los imperios y los piratas o bandas de ladrones. La única diferencia entre unos y otros, señala el de Hipona, es que esa fuerza esté al servicio de la justicia, lo que reenvía a un problema conceptual muy difícil de resolver, tanto que llevamos más de veinticinco siglos sin establecer una respuesta inequívoca: ¿qué es la justicia? Respuestas aparentemente claras (“dar a cada uno lo suyo”) se han mostrado en el fondo ambiguas, si recordamos que tal fórmula literal fue utilizada como emblemas en los campos de concentración nazis: jedem das seine. Esto es, para pervertir esa fórmula de justicia, basta con que quien tenga la competencia de decidir sostenga que <lo suyo de los otros> es nada, o peor que nada: discriminación, explotación, tortura, genocidio para mujeres, judíos, negros, indígenas colonizados, palestinos, rohingyas, personas pertenecientes a grupos LGTBQ y tutti quanti. Y eso es el límite ideológico inaceptable. Por tanto, sí: la ideología es relevante como argumento a la hora de justificar una iniciativa legislativa. Y sí, dentro del pluralismo ideológico que debe tener cabida en la democracia, sí que hay un criterio, al menos negativo, que nos sirve para juzgar si la ideología que inspira una norma ofrece una justificación aceptable.

Aún más, si nos preguntamos qué ideología es la que más nos aproxima al ideal de justicia, qué ideología debe guiar la técnica legislativa, hay una pista fiable, la que ofrecieron quienes prepararon la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH): la garantía y desarrollo de los derechos humanos, para todos los seres humanos, es la ideología de la justicia, la idea regulativa que debe presidir cualquier trabajo de técnica legislativa. Preguntémonos: esta medida que queremos adoptar, esta iniciativa legislativa, ¿ayuda a mejorar las condiciones de vida, el acceso y disfrute de los derechos humanos, sobre todo para aquellas personas y grupos que tienen más dificultad para alcanzarlos y disfrutar de ellos? ¿las garantiza suficientemente?

Y aquí vamos al segundo argumento, relativo a lo que sucede en un sistema jurídico como el nuestro. La legitimidad democrática del Derecho ha venido a proporcionarnos una solución que, si no es mágica ni perfecta, resulta la más convincente: establece una presunción a favor de la fundamentación justa (ideológicamente justa) que tienen las normas e instituciones jurídicas que median en las relaciones sociales, cuando cuentan con el acuerdo de la mayoría de los sujetos que tienen derecho a decidirlas y que son también los mismos a quienes serán aplicadas.

En otras palabras, eso que llamamos Derecho, debe responder a la voluntad popular. Y su justificación, lo que llamamos justicia, lo que hace posible que lo veamos aceptable y lo obedezcamos, consiste en aquello que a la mayoría le parece justo. Aunque no sin límite alguno: hay cuestiones que se sustraen a lo decidible: son lo que conocemos como derechos, al menos los derechos humanos y fundamentales que, como se ha dicho, constituyen una suerte de coto vedado, unas garantías para todos y en especial para los más alejados del poder, para las minorías. Y por eso cabe la disidencia e incluso la desobediencia civil frente a las normas adoptadas por la mayoría. Siempre y cuando esa disidencia esas prácticas de desobediencia civil, acepten el principio básico: que las normas aprobadas por la mayoría sólo se pueden modificar pacíficamente y sólo las puede modificar la mayoría. Por eso, la actuación de la disidencia, la práctica de la desobediencia civil consiste en apelar a la propia mayoría para que rectifique su decisión, a la vista de las razones justificativas que ofrece el disidente. Por eso, la calidad de una democracia se mide también por su capacidad para albergar la disidencia, sin criminalizarla. ¿Tiene la ley 10/2022 un sesgo ideológico que la descalifica? La respuesta, a mi juicio, es no. Por supuesto, quienes encuentran en la ley el sello de la “ideología de género” alegan que la ley no está justificada por que aducen que esa ideología es inaceptable. Yerran, en mi opinión: la ideología que justifica esta ley es la del feminismo, que es la ideología de la igualdad entre mujeres y hombres. El feminismo, entendido como componente ideológico imprescindible de la legitimidad democrática. La ideología feminista inspira normas como el Convenio de Estambul de 11 de mayo de 2011, un Convenio para la  prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, que ha sido ratficado por nuestro país y por tanto forma parte de nuestro Derecho interno. La L.O.10/2022, cuyo objetivo es que las mujeres (y los menores) dejen de ser víctimas propiciatorias de la violencia sexual, ofrece una protección integral contra esas violencias. Esta ley es un instrumento que desarrolla ese marco normativo y por tanto, se justifica por él, por la ideología que lo impulsa.

La ideología de la mayoría, fundamento de la ley

Para terminar, añadiré una obviedad: en un sistema democrático, la producción de la ley es el resultado de obtener acuerdos de mayoría. Mayoría que, hoy y en nuestro país, ya no es absoluta, sino que debe ser construida por la negociación y el acuerdo de diferentes grupos que, sumados, constituyan una mayoría parlamentaria. Eso relativiza considerablemente la realización tout court del programa electoral: al no contar con mayoría absoluta, ni siquiera la primera fuerza parlamentaria puede imponer su programa, traducirlo en leyes.

Por tanto, el Derecho propio de una democracia parlamentaria sin mayorías absolutas, como lo es la nuestra, hoy y ahora (y no parece que vayan a regresar los tiempos de las mayorías absolutas y el bipartidismo perfecto) es, forzosamente, un Derecho negociado desde posiciones y proyectos ideológicos plurales. U Derecho que consiste en normas que se negocian, en torno a lo qué es más oportuno en cada momento para gestionar las relaciones sociales, pero también sobre lo que es aceptable o quizá, más claramente, sobre lo que no debemos ni podemos aceptar. Eso último es el cometido del Derecho penal, que en sociedades democráticas es la ultima ratio, el último recurso para garantizar que no se cause a nadie un daño en aquellos bienes que consideramos valiosos: la libertad, la integridad física, la autonomía, la preservación de la intimidad, pero también el acceso a recursos necesarios para una vida digna (trabajo, vivienda, recursos energéticos, por cierto…) y, obviamente, el acceso a la salud y a la educación. Por eso el Derecho ni puede ni debe ser neutral ideológicamente: no lo es ante la tortura, ante las manifestaciones de crueldad, violencia, discriminación o explotación.

Esa toma de posición ideológica, propia de un Derecho democrático, exige que evitemos que quienes ejercen posiciones de poder puedan imponer su propia conciencia o su ideología) frente a las de la mayoría. Y esto sirve en particular como advertencia frente a la falacia argumentativa y profundamente antidemocrática de la que se sirven quienes reservan a algunos privilegiados una suerte de capacidad de decisión superior: por encima o incluso contraria a la de la mayoría. Como recordaba mi compañero, el profesor Carbonell, en un artículo en estas páginas (https://www.infolibre.es/opinion/plaza-publica/retroactividad_129_1373557.html), esto debe tenerse muy en cuenta ante el riesgo de que determinadas decisiones judiciales puedan invadir o suplantar la voluntad general que expresan las leyes.

Los jueces no son una especie de última cámara legislativa, ni deben pretenderlo. Ni siquiera lo es el Tribunal Constitucional, cuya función -conforme al modelo kelseniano- es la de control negativo, esto es, expulsar del sistema jurídico aquello que no es conforme con lo que dispone la Constitución, pero no la de decir cómo se debe legislar esta o aquella materia, algo que es competencia del poder legislativo, como representación de la voluntad soberana del pueblo. La conciencia de un juez -por refinada que sea- no es argumento suficiente ni legítimo para corregir -a fortiori, menos aún para suplantar- la conciencia de la mayoría que se expresa en las leyes aprobadas por la mayoría parlamentaria. En nuestro sistema, la única legitimidad de las decisiones de los jueces consiste en ajustarse a la legalidad, la que dictan las cámaras legislativas. En todo caso, pueden plantear cuestiones de constitucionalidad cuando entiendan que una ley plantea problemas respecto a las exigencias constitucionales. Otra cosa sería tomar en vano los principios de soberanía popular y separación de poderes.

POR NUESTRO PROPIO INTERÉS (Versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 4 de noviembre de 2022)

El mantra “realista” en política

Acabamos de dar por superada una de las amenazas más serias a las que se ha enfrentado la humanidad desde la segunda guerra mundial. Y hemos comprobado que, frente a ese tipo de retos, hay dos instrumentos que han probado su eficacia: el saber —el conocimiento, la ciencia— y la acción en común, la intervención de los poderes públicos en garantía de los intereses comunes prioritarios, como la salud. Junto a la ciencia, la política, o, para decirlo mejor, un modo de entender la política como gestión de la cosa pública, de los intereses comunes y prioritarios, que exige una intervención de los poderes públicos, que no pueden mantenerse al margen y esperar que tales problemas los resuelva, por ejemplo, la mano invisible del mercado. El avance en el saber (que es algo más que la ciencia y la tecnología) y la opción por una forma de gestión política que interviene para regular y garantizar lo que es común, son aliados imprescindibles. Su buen funcionamiento y desarrollo nos deberían interesar a todos como una prioridad. ¿Por qué, entonces, el desinterés que supuestamente tienen los ciudadanos respecto a asuntos como el mejor sistema de ciencia e investigación o la buena marcha de instituciones políticas claves? ¿Es cuestión de hastío, de desconocimiento o, simplemente, de otro tipo de preferencias?

No voy a hablar aquí de la falta de una cultura, de una toma de conciencia sobre la prioridad de invertir en ciencia e investigación, que debería traducirse, por ejemplo, en un clamor para que los presupuestos contemplen un incremento significativo de esas partidas, que nos sitúe al menos en la media europea. En los presupuestos para 2023, el ministerio de Ciencia e Innovación alcanza un récord: 3.991 millones de euros, lo que supone un incremento del un 4% respecto a 2022. Ello supone que España invierte un 1,24% del PIB en ciencia, aún lejos de la media europea, que está en el 2,12%. El objetivo es alcanzar el 1,25% d del PIB en financiación pública de la I+D en 2030 y el 3% junto a la inversión privada y a mi juicio debe reconocerse a este Gobierno el esfuerzo importante en ese sentido. Pero lo cierto es que no parece que eso atraiga la atención de los medios, ni de la opinión pública. Desde mi particular y corta experiencia como presidente de la Comisión de ciencia, innovación y universidades del Senado, podría añadir algunos detalles que ahondan en esa constatación de desinterés. Pero escribo estas líneas para hablar sobre todo del otro desinterés.

Es un tópico asentado el del alejamiento, la indiferencia, el desinterés de los ciudadanos por el buen funcionamiento de las instituciones. Sostienen algunos de nuestros más notables opinadores, responsables de sondeos de opinión y teóricos de la comunicación política que a los ciudadanos no nos interesa quién, ni por qué, ni —a fortiori— cómo, ni cuándo han de renovarse el Consejo General de Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y otras instituciones del Estado, afanados como estamos en lidiar con la subida de los precios del supermercado, del alquiler o de los préstamos de nuestras hipotecas, por no hablar del trabajo de nuestros hijos o de la atención a los mayores. Lo que da prestigio en las tertulias y en las tribunas de prensa es advertirnos sobre el peligro de enfoques “idealistas”, que suelen recibir la condescendiente (des)calificación de ingenuidad, buenismo o, sin más, ignorancia de la realidad. Una realidad a la que todos y, en particular, los que entramos en la categoría de “políticos”, deberíamos bajar, si no queremos perder las elecciones, esa amenaza que es lo más parecido al juicio final en los círculos de toma de decisión de los partidos y en las nobles secciones de “política” en los medios de comunicación.

Sin embargo, en mi opinión, lo que subyace con frecuencia a estas llamadas realistas al primum vivere, es una concepción elitista o, simple y llanamente, antipolítica, de lo que es la política, de aquello de lo que trata la cosa pública. Lo diré por derecho: admito que es muy posible que, en efecto, esas interpretaciones se ajusten a la realidad, esto es, que las cosas, hoy, funcionen así. Pero la paradoja —y lo malo de este planteamiento— es que precisamente el hecho de que las cosas sean así nos aleja de nuestros intereses. Estoy convencido de lo contrario, esto es, que las cosas no deberían ser así, por nuestro propio interés, y trataré de recordar brevemente por qué.

Si alguno de los lectores de estas líneas ha tenido la deferencia de leerme con anterioridad, seguro que no se extrañará de que invoque la advertencia que propusiera el sucesor de Hume en la dirección de la biblioteca de la Universidad de Edimburgo, Adam Ferguson, en 1767, en su Ensayo sobre la historia de la sociedad civil: la lógica del mercado, escribió , entra en inevitable colisión con la que es propia del espacio público y acabará por imponerse a ésta. En ese trance, asegura Ferguson, “los hombres perderán su alma de ciudadanos”, convertidos en consumidores o clientes en su dimensión pasiva.

Sí: creo que, tras una parte de las prudentes llamadas al “realismo”, a “lo que importa a la gente”, hay una carga o al menos el riesgo de despolitización, de esa ideología que sostiene que las decisiones que tocan a la gestión de lo común son cosa de expertos —antes los economistas, ahora los señores de los algoritmos—, que saben calcular aquello que mueve a la gente y decidirá su voto. Que, en definitiva, es su bolsillo (“¡la economía, estúpido!”). Vamos, que la condición de ciudadano consiste sobre todo en una cuestión de cálculo de lo que sale y entre en nuestro bolsillo.

El debate suele presentarse en los términos de la conveniencia del “Estado mínimo” que predican los libertarios y los anarcoliberales que han secuestrado la venerable ideología del liberalismo político, el mejor liberalismo, que puede ser calificado como cívico -republicano, en la estela de Cicerón- e incluso igualitario: el que llega desde J.Locke a J.Stuart Mill o T.H Green, y contemporáneamente ha sido sostenido por Isahiah Berlin, Carlo Roselli, John Rawls o Judith Shklar. Por el contrario, el pensamiento liberal-conservador que parece hoy hegemónico en nuestra derecha, bebe de un liberalismo que sostiene que la cuestión central en política es que los ciudadanos tengan el dinero en su bolsillo, en lugar de pagar impuestos, siempre desmedidos. Es la cacareada «libertad» individual, que consiste en tener el dinero en el bolsillo, en lugar de entregárselo a la perversa burocracia de un gobierno intervencionistas, de corte radical —de manera que el PSOE, «este PSOE», que dice el señor Núñez Feijoo, habría abandonado en realidad la socialdemocracia, contagiado de la radicalidad de su socio en el gobierno de coalición—. Al decir de esta derecha, el riesgo mayor que amenaza a los ciudadanos es el ánimo supuestamente insaciable de este gobierno, en su afán recaudatorio, que pretendería que “el Estado se forre”, expresión que confieso que no consigo entender. No hablo ya de cómo esa derecha agita el fantasma de los excesos estatalistas por parte de los socios “comunistas” del Gobierno, sean cuales fueren los temores que se pretenden agitar en nuestro país con la apelación simplista a esa etiqueta, demonizada por cuarenta años de franquismo. Me limito a proponer que la falacia de la desmedida e ineficiente voracidad impositiva desaparece como argumento para cualquiera que haya tenido que acudir a la sanidad pública por una intervención quirúrgica o un tratamiento complicado. Creo que la derecha debería recuperar el mencionado «liberalismo cívico, igualitario» que, como ha sugerido la filósofa Alicia García Ruiz, despliega T.H. Green y encuentra cabal formulación teórica en la obra de Judith Shklar, para corregir la deriva del liberalismo economicista, exacerbador del «individualismo posesivo», que reduce a los ciudadanos, insisto, a la condición pasiva e insolidaria de consumidores de cuanto le ofrezca el mercado. Dejo ese punto de la conversación aquí.

La política, nuestro primer interés

Lo que me interesa sobre todo es recordar algunos argumentos sobre por qué, como ciudadanos, deben importarnos las decisiones que afectan a esas instituciones que encarnan los poderes del Estado y por qué es necesaria una pedagogía o, si lo prefieren, otra “narrativa”, por parte de los medios de comunicación.

A esos efectos, insistiré en recordar una primera y fundamental razón por la que debe interesarnos -incluso, prioritariamente- el funcionamiento de las instituciones. Si nos conviene interesarnos en ellas, no es tanto porque debamos comportarnos como buenos ciudadanos, de acuerdo con la tradición republicana propuesta por Cicerón, aunque ese no es argumento desdeñable. Tampoco, aunque es un consejo siempre pertinente, por aquello que dejara escrito don Antonio Machado: “haced política, porque si no la hacéis, alguien la hará por vosotros y probablemente contra vosotros”. La razón fundamental, a mi juicio, es que esas instituciones encarnan poderes que son nuestros, poderes que se ejercen en nuestro nombre y por eso no tienen, no deben tener mayor legitimidad que nuestra voluntad. En democracia, aunque ruborice repetirlo, nosotros, los ciudadanos, somos el soberano. El legislativo debe elaborar las leyes conforme a la delegación de representación de nuestros intereses en que consiste nuestro voto. El ejecutivo debe poner en práctica y desarrollar el plan de gestión de nuestros intereses que hemos votado al elegir un programa de un partido. El judicial debe administrar la justicia, mediar en los conflictos de intereses y derechos y ejercer su competencia de control, conforme a lo que establecen la Constitución y las leyes, y en nombre del pueblo. .

Si no hay separación de poderes, si no hay control del ejercicio del poder que lleva a cabo cada uno de ellos, incluido el legislativo, pero desde luego también el ejecutivo y el judicial, se cumpliría la paradoja sobre la democracia representativa —sobre el parlamentarismo inglés— que describió Rousseau en El Contrato social, (1762), poco antes de que Fersugon escribiera su ensayo: “El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; desde el momento en que éstos son elegidos, el pueblo ya es esclavo, no es nada”. Dicho de otra manera, el riesgo es que, por evitar un mal peor (la guerra civil, la pandemia, el caos) acordemos ceder nuestras libertades y derechos a un Leviathan, incontrolable por definición, o, lo que también es verosímil hoy, a unos expertos o lobbistas, que negocian con las cúpulas de los partidos y así, deciden por nosotros lo que nos interesa.

El argumento, pues, resulta muy sencillo: las instituciones y mecanismos que aseguran la rendición de cuentas y el control de cualesquiera de los poderes que se ejercen en el espacio público son esenciales para la pervivencia de nuestros derechos y la defensa y convivencia de nuestros intereses. Así lo configuró la Constitución. Y en un Estado constitucional de Derecho, la Constitución, las leyes y las sentencias, primero se cumplen. Después, es perfectamente legítimo tratar de cambiarlas o recurrirlas. Esta cláusula fundamental debe quedar por encima del juego de los partidos y, obviamente, por encima de cualquier interés partidista. Es una salvaguarda para evitar discursos demagógicos que excitan el proceso de polarización política que vivimos y que tanto amenaza a la democracia y aun al Estado de Derecho. Por eso, creo, deben interesarnos a todos cuestiones como el enorme retraso en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, la parálisis de salas del Tribunal Supremo, el parón actual en la renovación del Tribunal Constitucional… Algo muy sencillo de entender para cualquiera, salvo, por lo que parece, para la dirección del Partido Popular.

SOBRE LA VANA PRETENSIÓN DE ADORNAR EL DISCURSO POLÍTICO CON CITAS QUE ACREDITEN PEDIGREE INTELECTUAL

Dice el refrán que no conviene olvidar la viga en el ojo propio, antes de señalar la paja en el ajeno.
Todos nos equivocamos y algunos de nosotros varias veces al día. Eso debería conducirnos a un ejercicio de humildad y prudencia antes de criticar a los demás y, sobre todo, a tratar de leer un poco más, y hablar un poco menos. O, al menos, a pensar dos veces antes de hablar. Y si esto nos sucede al común de los mortales, resulta más llamativo cuando tales errores o incontinencias verbales los cometen quienes ocupan puestos de la más alta responsabilidad pública, llevados por la pretensión de adornarse en el discurso con citas que muestren una superior cultura filosófica, literaria, musical, étc. El resultado es que queda así en evidencia una ignorancia sólo comparable a su vana pretensión. Vamos, que hacen el ridículo.
Se recordará, por ejemplo, la garrafal metedura de pata de Pablo Iglesias en un debate en la Universidad Carlos III, cuando se inventó una obra de Kant que recomendó leer y que evidentemente él no podía haber leído, porque no existía. Otros líderes, con mayor conciencia de sus propios límites, pero con no menor desvergüenza, se atreven a recomendar al público que lea lo que ellos confiesan no haber leído. De otra medida, creo, fue la pretensión de uno de nuestros presidentes de gobierno de mostrarse como estudioso de la obra de una cumbre de la literatura universal, como Borges, por el mero hecho de ser un entusiasta lector y así entregarse a la publicación de las propias emociones como si éstas fueran de interés general. Claro que, en este caso, hay dos disculpas importantes que llevan a la comprensión e incluso a la ternura por el propósito: la evidencia de que ha leído aquello de lo que habla y el fervor por la obra de este argentino universal. A lo que se ha de unir la ausencia de ambición venal, al haber cedido todos los derechos de autor a causas de voluntariado. A mi juicio, queda suficientemente disculpado.


Escribo ésto, a la vista de algunas anécdotas sucedidas en los últimos días, que ponen de manifiesto lo que -por otra parte- ya sabíamos: algunos de nuestros líderes políticos no dedican lo mejor de su tiempo a desentrañar los argumentos filosóficos de Hobbes, Kant, Hegel o Habermas. Tampoco, a leer cumbres de la poesía, la novela o el teatro. Y, seguramente, no hay ninguna necesidad de que lo hagan: no es preciso que nuestros líderes políticos sean intelectuales de la talla de Masaryk o Havel, aunque leer, estudiar, escuchar música o ir al teatro y al cine no le viene mal a nadie.

El problema en los tres casos recientes que voy a evocar consiste, creo, en que sus asesores piensan que queda bien adornarse de esa manera. Pero, como se verá, a veces estos asesores están faltos de sueño y se equivocan. Hace unas semanas, por ejemplo, les sucedió a los «escribidores» del Alto Representante Borrell, que le metieron en el jardín de comparar las obras de Hobbes y Kant, con un resultado manifiestamente mejorable. Más recientemente, los asesores del líder del PP le sugirieron adornarse con la consabida cita de Orwell y resultó que se trabucó con la fecha de <1984>; y para redondear, los hay que sugirieron al secretario general del PSOE que en su discurso en Sevilla pusiera en boca de Blas de Otero muy conocidos versos que escribió, en realidad, Gil de Biedma. Claro está que siempre cabe la posibilidad de que en los tres casos se trate de un lapsus atribuible a la propia cosecha del orador. De cualquier forma, lo ocurrido pone en evidencia a quienes se apresuraron a ridiculizar a quien citaba a Orwell en vano y silencian a continuación la confusión entre poetas.


A la postre, como recomienda el refranero, «zapatero, a tus zapatos», para que no te digan «dime de lo que presumes y te diré de lo que careces». Claro que también cabe otra lección, como decía al principio: leer un poco más y hablar un poco menos; mayormente, de aquello de lo que se sabe.

La delgada línea entre realpolitik y belicismo. El «giro hobbesiano» del Alto Representante Borrell (versión corregida y ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 19 de octubre de 2022)

La realpolitik como presupuesto de la gestión de las relaciones internacionales. La “escalada” argumentativa de Borrell

El Alto representante de la UE y vicepresidente de la Comisión, Josep Borrell, es, sin duda, es una de las mentes más brillantes que ha dado la política española. Es también uno de los políticos con mayor capacidad de irritar, incluso a los más anónimos ciudadanos, por el frecuente tono de condescendencia con el que se dirige al común de los humanos para sacarnos de nuestros errores, o amonestarnos, desde la superioridad intelectual que le posee. Enric González le dedicó recientemente un brillante artículo (https://elpais.com/ideas/2022-10-15/el-efecto-y-el-defecto.html), en el que me pareció advertir alguna analogía -salvando las distancias, claro- con el famoso y terrible retrato que Velázquez hizo del papa Inocencio X y ante el que éste, según parece, clamó: “¡troppo vero!”.

En efecto, con su apabullante y casi siempre bien articulada argumentación, quien debiera dar muestra de la mejor diplomacia europea, no rehúye entrar en todo tipo de charcos y parece haberse concentrado en las últimas semanas de este mes de octubre en una escalada retórica a propósito de la guerra en Ucrania que, más allá de la polémica, produce -a mi juicio- no poca preocupación e incluso espanto.

Lo de menos es la floritura filosófica, entre Hobbes y Kant, con la que nuestro Borrell adereza esta escalada y que me parece más fruto de estereotipos sobre la contraposición entre ambos filósofos, que no el resultado de un conocimiento preciso de sus tesis: los estudiosos de las ideas políticas saben que el propósito de Hobbes no es el elogio de la fuerza y la guerra, ni mucho menos. Hobbes, partiendo de un planteamiento “realista” -propio del pesimismo antropológico- trata de encontrar una solución racional al fatal destino de la “ley natural de la selva”. Esa solución no es otra que un contrato o pacto, por el que los hombres abdicamos de toda fuerza y de todo derecho (salvo el de la vida), cediendo el monopolio de la misma al monstruo –Leviathan– que es el Estado. Y, por cierto, cabe también recordar que la solución que Kant propone en escritos como Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, o, sobre todo, en La paz perpetua, no es la de un Estado mundial, sino la de una Federación de Estados que haga posible el modelo de un Derecho cosmopolita que vincule a todos. Un proyecto cuyos ecos resuenan, evidentemente en el acuerdo del Tratado de Versalles por el que se crea la Sociedad de las Naciones (1919) y, luego, en el que dio lugar a la creación de la Organización de las Naciones Unidas (1948). Uno y otro, recordemos, después de que la humanidad experimentase como nunca el horror de la guerra, en las dos denominadas guerras mundiales. Pero, insisto, tampoco se trata de someter al eminente profesor a un examen de historia de las ideas, aunque, puestos a adornarse, al menos convendría cierto rigor en su uso.

Lo que me interesa tratar de entender, reitero, es la posición de Borrell en torno a una cuestión recurrente y clave en política internacional, la de la supuesta inevitabilidad del recurso a la fuerza (de la amenaza de recurrir a la fuerza) que, en el fondo, es la decisión que interpela a la Unión Europea ante el hecho terrible que nos afecta, desde el mes de febrero de este año: una guerra brutal que comenzó como una invasión de Ucrania ordenada por Putin, una decisión, a su vez, que en términos jurídico-internacionales podría considerarse un crimen de agresión y a la que ha seguido, según muy numerosos indicios, la comisión de numerosos y terribles crímenes de guerra. Con el coraje personal e intelectual y la ausencia de lengua de trapo que le caracteriza, el buen doctor Borrell nos ha llamado a los europeos a despertarnos de nuestro ingenuo sueño de vivir en un jardín pacífico y aislado, para descubrirnos que debemos afrontar el “horizonte existencial de la guerra”.

Cabe así considerar que Borrell adopta un pragmatismo próximo a la concepción que, como he recordado, podríamos calificar de hobbesiana. Sí, porque la solución que propone Hobbes a ese mal supremo que es la guerra civil, el bellum omnium contra omnes, es, reitero, acordar la cesión del monopolio de la violencia a un constructo, el Estado, una tesis que desarrollará siglos más tarde Weber. El problema es que eso nos deja en difícil posición cuando de la hipótesis de evitar ese mal supremo que es la guerra civil pasamos a la necesidad de evitar otro mal terrible, la guerra entre Estados. En efecto, como advirtió Hegel, “entre los Estados no hay pretor”, de donde se deduce que la guerra sería, finalmente, un horizonte vital inevitable. Aún más, como también señalara Hegel, la prueba de nuestra convicción acerca de la importancia de la libertad es precisamente nuestra disposición a ser capaces de afrontar el sacrifico de ir a la guerra para salvaguardar la libertad, un bien aún más importante incluso que la vida.

Esa concepción doctrinal realista es propia de todos cuantos han postulado que la mejor máxima de seguridad y defensa es la atribuida a Vegetio <si vis pacem, para bellum>, un apotegma que adora la industria de armamento (aunque parece que la formulación original era menos asertiva: igitur, qui desiderat pacem, praeparet bellum, escribió literalmente Vegetio). Ese realismo como condición del buen gobernante, es también el que expresa la metáfora admonitoria atribuida a Bismarck sobre la necesidad de evitar el idealismo propio del político que sólo se pertrecha de principios para realizar su tarea, a quien compara con el ingenuo que se adentra en un bosque infestado de ladrones, con un palillo entre los dientes. Entre las grandes figuras de la diplomacia y la política internacional contemporáneas es notoria la pragmática concepción de Kissinger -continuada por la muy influyente Madeleine Allbright- acerca de la prioridad de disponer de una posición de fuerza en las relaciones internacionales.

Lo que nos dicen todos los prudentes partidarios de este pragmatismo es que debemos abandonar el wishfull thinking y reconocer que, a la hora de la verdad, ni la diplomacia, ni las normas del Derecho internacional ni ninguna autoridad superior (esto es, la fuerza de la razón jurídica y política, la fuerza del Derecho) nos protegerán frente a la razón de la fuerza. Sólo ser capaces de oponer una fuerza mayor -la amenaza de recurrir a ella- nos ofrece esa garantía. Ergo, ante las amenazas de Putin, sólo cabría confiar en la existencia de una capacidad de respuesta bélica que permita la amenaza de “aniquilar al ejército ruso”, como sostuvo el jefe de la diplomacia europea (https://www.europapress.es/internacional/noticia-borrell-avisa-ejercito-ruso-seria-aniquilado-caso-ataque-nuclear-contra-ucrania-20221013120622.html). La pregunta, pues, es si debe cambiar la concepción del papel de la UE en las relaciones internacionales, como consecuencia de la guerra en Ucrania.

Aprovechar la oportunidad que nos brinda la guerra en Ucrania, para “despertar a la política real”, al enfrentamiento entre dos visiones de las relaciones internacionales.

Sostienen los expertos en geopolítica que la guerra de Putin en Ucrania supone un punto de inflexión en el modo de entender las relaciones internacionales. Quizá la cuestión no es tanto que ese cambio radical sea consecuencia de la guerra en Ucrania, sino más bien que esta terrible decisión de Putin debe entenderse en el marco de la deriva a la que parece conducirnos la competición por la hegemonía mundial entre los EEUU y China, flanqueados por la Federación Rusa y coreados por sus respectivos aliados (con la OTAN en primer término), una competición que nos ha devuelto a escenarios propios de la guerra fría, incluida la pesadilla de un conflicto nuclear, en la medida en que China y Rusia (y sus aliados) apuestan por otra visión del mundo, de las relaciones internacionales, claramente incompatible con el modelo de democracia liberal y de un orden internacional regido por los principios y normas de un Derecho internacional puesto en pie desde el sistema onusiano que, al menos, en la letra de la norma se inspira en la prioridad de la defensa de la paz, la cooperación y el respeto a los derechos humanos.

Hay que recordar que todo el esfuerzo que conduce a la Carta fundacional de la ONUestá presidido por una convicción suprema: la guerra es el mal absoluto, el peor azote de la Humanidad, y por eso la prescribieron como el ilícito que debe ser desterrado en las relaciones internacionales. Recordemos asimismo que los visionarios que junto a Eleanor Roosevelt dieron a luz la declaración universal de los derechos humanos en 1948, entendían que el proyecto de las naciones unidas sólo podía asentarse en el cimiento que procurase una firme arquitectura institucional de garantía de los derechos humanos enunciados en la declaración, cuya ambición resulta más sorprendente hoy que en 1948, si me apuran.

Por el contrario, la filosofía del “gato blanco, gato negro; lo importante es que cace ratones”, inspira en realidad una profunda subversión de las reglas de juego del Estado de Derecho, de la democracia y de la legalidad en las relaciones internacionales. La Federación Rusa (no olvidemos que no es sólo Rusia), bajo el diktat de Putin, se apunta con armas y bagajes al mensaje de unpopulismo nacionalista que exige acabar con el mal que representa el modelo que estigmatizan con la fórmula de “dominio occidental”, una falacia argumentativa para la que se sirven, claro, de las ominosas manchas del colonialismo, la explotación descarnada y los crímenes de guerra y contra la humanidad que llenan la alforja de esa “carga del hombre blanco” a la que tan orgullosamente se refirió Kipling en su poema de 1899 en el que explicaba cómo esa pesada tarea de “civilizar” al mundo bárbaro que había sido asumida por el imperio británico, debía pasar a manos de otros, los EEUU (https://www.kiplingsociety.co.uk/poem/poems_burden.htm). Una retórica cuyo lado oscuro fue descrito de forma inigualable por Conrad en  El corazón de las tinieblas.

Creo que ese es el motor del despliegue argumental del Alto Representante Borrell a lo largo de estos meses. Dar una respuesta, proponer un modelo. A mi juicio, su propósito es la necesidad de aprovechar la oportunidad que nos brinda esta guerra para volver a pensar las relaciones internacionales y así, “despertar a los europeos” de su falta de comprensión de la realidad que nos rodea. En ese sentido, me parece imprescindible leer con detenimiento el argumentado ensayo que publicó en marzo de este año, apenas un mes después del comienzo de la invasión (https://geopolitique.eu/en/2022/03/24/europe-in-the-interregnum-our-geopolitical-awakening-after-ukraine/). En esas páginas sostiene con toda claridad un giro en el papel tradicional asumido por la UE en las relaciones internacionales: “I am convinced that the EU must be more than a soft power: we need hard power too”. Es un propósito de importancia crucial y que, insisto, merece ser discutido, sobre todo porque no hay hard power sin poder armamentístico.

El problema, pues, a mi entender, es que el mensaje que nos propone Borrell parece decantarse por un descarnado realismo político, que linda con el belicismo y que no parece tan fácilmente compatible con la defensa del núcleo de la legitimidad del propio proyecto de la UE, eso es, la noción de Estado de Derecho y la primacía de la legalidad internacional, un a priori que todo demócrata europeísta, y estoy convencido de que el Sr Borrell lo es desde siempre, ha de sostener.

El imperio del Derecho y la prioridad de la paz y de la garantía de los derechos humanos es la clave de la fortaleza de la UE, de su papel en el mundo.

Para que la UE desempeñe un papel relevante la UE en las relaciones internacionales es preciso desarrollar sus fortalezas y reducir sus debilidades. ¿Cómo nos propone conseguir esa tarea el Alto Representante de la UE?

A la hora de entender su propuesta me parece significativo, y nada anecdótico, analizar su conferencia “Cómo la guerra ha cambiado Europa”, pronunciada en la XVII Lección conmemorativa de la Fundación Carlos de Amberes (https://www.youtube.com/watch?v=ljZvS2eJzmo). En esa intervención, al modo de Alejandro Magno en Gordium, Borrell propuso un tajo realista: “no se puede ser herbívoro en un mundo de carnívoros”, sostuvo. Si la UE quiere tener un papel propio, nos recuerda Borrell a los ciudadanos europeos, no hay otro camino que el de la autonomía energética y el del rearme, con todos los sacrificios que ello comporte.

Pero la delgada línea roja entre el realismo político y el belicismo fue traspasada por el Alto Representante, a juicio de algunos de nosotros, sobre todo en la intervención inaugural de la Conferencia Anual de embajadores de la UE, de 2022 (https://www.eeas.europa.eu/eeas/eu-ambassadors-annual-conference-2022-opening-speech-high-representative-josep-borrell_en) y en su importante discurso en el Colegio de Europa en Brujas (https://legrandcontinent.eu/es/2022/10/16/los-jardineros-europeos-deben-ir-a-la-jungla/), en el que introdujo otra metáfora, la de la UE como un jardín, un espacio privilegiado de libertad política, prosperidad económica y cohesión social, que se cree preservado de la selva que es el resto del mundo por un muro: “y la selva podría invadir el jardín y los jardineros deberían cuidar el jardín. Pero para evitar que entre la selva en ese bonito y pequeño jardín, la solución no es rodearlo de altos muros, porque la selva tiene una gran capacidad de crecimiento y el muro nunca será lo suficientemente alto como para proteger el jardín. Los jardineros tienen que ir a la selva. Los europeos tienen que estar mucho más comprometidos con el resto del mundo. De lo contrario, el resto del mundo nos invadirá por diferentes medios”. Fue en ese contexto en el que, como ya recogí anteriormente, pareció doblar la apuesta matonista de Putin al amenazar a Putin con “aniquilar el ejército ruso” (sic), si éste recurría al uso de armamento nuclear en Ucrania (https://www.europapress.es/internacional/noticia-borrell-avisa-ejercito-ruso-seria-aniquilado-caso-ataque-nuclear-contra-ucrania-20221013120622.html).

Tiene razón el doctor Borrell cuando se embarca en esa batalla argumentativa por combatir la tentación de un (cada vez más supuesto) espléndido aislacionismo europeo. No sólo es que, por sus principios constitucionales, la UE debe comprometerse en la tarea de cooperación y en la lucha por la paz, la democracia y el desarrollo en todo el mundo, sino que no puede mantenerse al margen. Como bien señalaba en su metáfora del jardín, la UE no debe ni puede adoptar una posición aislacionista. Ha de salir del jardín e incluso hacer partícipe al resto del mundo de las condiciones que han hecho posible ese jardín, lo que exige, claro, abandonar el paternalismo y todo propósito necolonialista.

La cuestión a debatir es si ello exige aquí y ahora primar como objetivo destinar una parte tan significativamente importante de nuestros recursos a armarnos y hacerlo –seamos realistas, pues– en el marco que definen los intereses del Pentágono y de las industrias de armamento que tanto peso tienen en la OTAN.

No descubro nada si recuerdo que una de las debilidades más relevantes de la UE es nuestra absoluta dependencia de la OTAN en lo relativo a la política de seguridad y defensa. Quiero explicar bien mi posición en el debate: como la gran mayoría de los europeos, prefiero contar con el paraguas de la OTAN a la hora de enfrentarnos a las amenazas de Putin. Pero como ya escribí en Infolibre a propósito de la cumbre de la OTAN en Madrid y de su nuevo concepto estratégico (https://www.infolibre.es/opinion/ideas-propias/europa-bloque-atlantico-deberia-apuesta-madrid_129_1266037.html), eso no significa renunciar a una política europea de seguridad y defensa. Una política que debe llevar el sello de aquello que constituye el núcleo y la fortaleza de la Unión. Que no es otro que la asunción de la prioridad del Estado de Derecho y del modelo de legalidad internacional, algo que se aproxima a lo que Ferrajoli ha propuesto como constitucionalismo global. 

Europa tiene su fuerza, insisto, en el hecho de constituir ante todo una comunidad de Derecho, bajo el imperio de la ley (hoy decimos, de la Constitución), al que incluso se subordina la comunidad de intereses que es su motor (el mercado común, el espacio de libre circulación de personas y mercancías que se autodefine como espacio de libertad, seguridad y justicia). Y eso conlleva una decidida opción por un modelo de negociación y cooperación multilateral, que entiende, como pregona la Carta de la ONU, que la guerra es el peor azote de la humanidad y que es incompatible con la legalidad internacional, salvo el caso excepcional de la legítima defensa, que asiste sin duda a Ucrania. Por eso debemos estar a su lado, contribuir activamente a su defensa, porque, sin la menor duda, a Ucrania le ampara la razón del Derecho. Pero porque creemos en la superioridad de la razón del Derecho sobre la razón de la fuerza, nuestros esfuerzos deben orientarse a acabar con la guerra, no a alimentarla, ni a servirse de ella para aplastar a Rusia, como parece el designio de los EEUU.

Europa debe ser un actor comprometido en la tarea de promover la colaboración y el apoyo de quienes puedan empujar a Putin a detener la guerra, como China, sobre todo, y quizá India y Turquía. Convencer también a Ucrania de que no debe perseguir el clásico objetivo bélico de una victoria militar que aplaste al adversario. Sin ingenuidades, sin romper con las exigencias propia de nuestra seguridad. Pero sin la épica belicista que, a la postre, no sale gratis para nadie.

COMPARECENCIA ANTE LA COMISIÓN JURÍDICA Y REGLAMENTARIA DEL CONSELL VALENCIÀ DE CULTURA, SOBRE EL INORME DEL CVC ACERCA DE LA SITUACIÓN DE LA INMIGRACIÓN Y LAS POLITICAS DE GESTIÓN DE LAS MIGRACIONS

Informe sobre la situación de los migrantes

13 10 2022

SUMARIO: (I) DOS CONSIDERACIONES PREVIAS: (I.1) De qué hablamos cuando hablamos de Derecho. (I.2). Las migraciones, hecho social total, rasgo estructural, constante histórica. (II) SOBRE LA GESTIÓN POLÍTICA DE LAS MANIFESTACIONES DE MOVILIDAD HUMANA: LA GOBERNANZA DE LAS MIGRACIONES: (II.1) Ejes de la política migratoria. (II.2). Condición de complejidad. La colaboración multinivel. (II.3.) Gestionar la inmigración laboral

(I)

DOS CONSIDERACIONES PREVIAS

Mi perspectiva sobre el fenómeno migratorio es la de un estudioso del Derecho, de las funciones -más que de los fines- sociales (culturales, económicos y políticos) que se atribuyen a lo que llamamos Derecho, desde el punto de vista más específico de la denominada “gobernanza migratoria”, esto es, la gestión de las principales manifestaciones de la movilidad humana (las migraciones y los desplazamientos forzados a la búsqueda de protección, que mal llamamos refugiados) y de los desafíos que ello implica desde el punto de vista jurídico político, en el orden internacional y también en nuestras estructuras jurídicopolíticas estatales (también regionales en el caso europeo), que son los campos a los que he prestado una atención preferente como investigador y docente en estos 40 años,

Esta perspectiva me exige al menos formular dos precisiones, sobre el modo en el que entiendo el Derecho y también sobre cómo entiendo el fenómeno de las migraciones.

(I.1)

De qué hablamos cuando hablamos de Derecho

Soy de los que piensan que el Derecho es una de nuestras más extraordinarias creaciones culturales, pero también, de los que han aprendido a tratar con cuidado los límites de esa impresionante herramienta.

Entiendo el Derecho como una práctica argumentativa que ha adquirido a lo largo de una evolución multisecular (sobre todo en la tradición occidental,) una muy poderosa y compleja dimensión institucional, bajo la idea guía de lo que llamamos Estado de Derecho y luego, de la democracia.

Esta creación cultural tiene su atractivo -y su cruz- en el modo en que contribuye a la seguridad en las relaciones sociales y en el status de cada uno de nosotros, seguridad en las libertades, certeza y previsibilidad en las relaciones sociales.

El Derecho es en buena medida un juego lingüístico, una herramienta que contribuye a l construcción social de la realidad. Pero no uno cualquiera: a diferencia de otros, está dotado de una capacidad terrible, la de la coacción, incluso, con la pretensión de estar apoyado por el monopolio de la coacción, una pretensión hoy desdibujada en no poca medida, porque sabemos de la existencia de otros actores que disputan al Estado ese monopolio y porque sabemos de otras modalidades de coacción que van más allá del uso de la fuerza o de la privación de libertad: la ruina económica, por ejemplo, o el borrado, la cancelación social: es el poder de los medios de comunicación y de quienes los dominan. El poder hoy, de las redes sociales, que bien sabemos que no son libre expresión de voluntades individuales.

Como juego lingüístico dotado de fuerza coactiva, el Derecho impone una atribución de sentido a las palabras que usamos y a las instituciones y prácticas sociales a las que denomina: propiedad, matrimonio, inmigrante, refugiado… Frente a una concepción esencialista -el complejo Munschaussen- el Derecho no descubre naturalezas jurídicas, sino que conforme a la fórmula de Durkheim (“el Derecho, ritmo de la vida social”), o a la sabia lección de Humpty Dumpty a Alicia (“lo importante no es saber qué significan las palabras; lo importante es saber quién manda”), construye el sentido que interesa a quien manda, ya sea un autócrata, una elite o la mayoría de la sociedad, como se supone sucede en democracia.

El poder del Derecho es tal que llegamos a considerar que el matrimonio, la propiedad, la filiación, la deuda, son realidades que responden a su definición jurídica: que el emigrante es lo que el derecho nos dice: un trabajador apto en nuestro mercado de trabajo, necesario y menos costoso que otras alternativas. Algo que tiene poco que ver con la realidad científica de qué es una persona migrante: el concepto de migrantes que maneja el derecho migratorio no es neutro, no es científico. Es un constructo que depende de nuestrs intereses para gobernar la migración, para gestionarla en nuestro beneficio. Por eso, el concepto jurñidico de mirante se limita al mercado y al orden público. Hacemos política con la migración, no política migratoria.

Eso es así porque el problema es que el lenguaje jurídico, debajo de su aparente sofisticación, esconde una voluntad de simplificación en aras de la seguridad, que se adapta mal a las realidades complejas, como la de las migraciones o los <refugiados>, como elefante en cacharrería. Nos da una seguridad aparente, aquella que nos parece incluso “científica”, veraz: por ejemplo, el apotegma en el que se basa nuestra política de migración y asilo: hay migrantes y hay refugiados, que son dos realidades distintas como agua y aceite, que hay que separar y para ello organizar sofisticados sistemas de triage que permitan atribuir consecuencias jurídicas diferentes, derechos y prestaciones diferentes. Pero la realidad es otra, como señalaré enseguida.

El Derecho es balanza, ponderación, argumentación, sí, pero también espada y, al final, actúa como Alejando en Gordium, para dirimir la cuestión en aras de la seguridad. En un mundo crecientemente global, complejo, en el que ni la ciencia es capaz de proporcionarnos certidumbres duraderas, la capacidad del Derecho para gestionar luna realidad tan dinámica y global se reduce. Algunos nos dirán que el Derecho envejece mal y en cierto modo hacen buenos los diagnósticos de Saint Simon o Comte, que son los de Hume y Marx: la sustitución del Derecho por otras técnicas sociales en la medida en que se pueda superar la precariedad de los recursos y la necesidad de distribución. El Derecho, tal y como lo conocemos, como se sigue estudiando, es propio de un mundo que está en trance de una profundísima transformación. Lo que sucede es que creo que no desaparecerá, sino que se transformará, porque la necesidad que determina su función, la seguridad, la igualdad en las libertades, no va a desaparecer.

(I.2)

Las migraciones, hecho social total, rasgo estructural, constante histórica

Las migraciones son un fenómeno global y holístico: un hecho social total, en la terminología durkheimiana, porque implican todas las dimensiones de lo social: no sólo la laboral y económica, también la cultural y la política.  Y, además, como he repetido muchas veces, las migraciones son res politica, porque afectan al corazón de los conceptos e instituciones de la política, como enseguida recordaré. O, por decirlo con la conocida frase del dramaturgo suizo, con las migraciones, no nos llegan sólo los trabajadores que queríamos: nos llegan personas, sociedades.

Las migraciones son, además, una realidad estructural, una constante de la historia de la humanidad, en la que coinciden las grandes narraciones, como los mitos bíblicos (La historia de los seres humanos, según el génesis, es una historia de migrantes o incluso de refugiados que son expulsado del paraíso original; la historia de la diversidad como maldición, según el mito de Babel), con los testimonios de la antropología científica y de la etnografía (la historia de Lucy, las huellas en la altiplanicie keniata): los seres humanos somos animales que caminamos. Caminamos en busca de la mejor adaptación, de una vida mejor, o, como lo expresara Montesquieu, “en busca de la libertad y de la riqueza”.

Como realidad estructural y global, las migraciones no son sólo un desplazamiento sur-norte. La mayor parte de esos desplazamientos se producen en el eje sur-sur, por razones obvias: se mueven hacia donde pueden llegar, a lo más próximo. Y no debemos ignorar que hay un importantísimo flujo de desplazamientos (que no solemos considerar migraciones) que sigue el eje norte-norte: el de los trabajadores cualificados (por ejemplo, científicos, técnicos, investigadores), que buscan especialización o más altas condiciones de vida. Incluso, aunque en menor medida, hay un eje migratorio norte-sur.

Las migraciones, por tanto, no son una emergencia a tratar en términos de orden público (no digamos, de seguridad y defensa), centrada en el control de fronteras y en el equilibrio de vasos comunicantes. Tampoco, un fenómeno económico-laboral que debe ajustarse a las leyes de mercado, sino, insisto, un rasgo estructural de la historia de la humanidad, que ha evolucionado a la par que esa misma historia.

Las migraciones, como hecho global y holístico, impactan profundamente sobre una tensión básica del orden internacional, esto es, los intereses guía de la acción geopolítica que, en democracia, chocan frecuentemente con lo que decimos una prioridad, la garantía de los derechos humanos, el respeto al modelo de una cooperación multilateral que supuestamente inspiran la legalidad internacional. Las crisis migratorias y de refugiados nos desvelan nuestra incapacidad o quizá mejor nuestra falta de voluntad política para gestionar esa tensión con coherencia: se vence de un lado, según es evidente, tanto en el caso de las migraciones como en el de los refugiados: Afganistán, Siria, Sudán, Rohingyas, Sahel, Mali, Yemen, son sólo algunos ejemplos

Pero, además y sobre todo, es imposible ignorar el desafío que suponen las migraciones (en sentido amplio) sobre los supuestos sociales (la homogeneidad cultural y social) en los que se asientan nuestras categorías políticas básicas (ciudadanía, soberanía): ¿quién tiene derecho a pertenecer, a formar parte de nuestra sociedad por qué, en qué condiciones? ¿quién tiene derecho a decidir, a ser ciudadano, pueblo y con ello soberano? ¿cómo gestionar una diversidad social y cultural más profunda, sin arriesgar la cohesión, sin dar pábulo a esos tóxicos que son el racismo, la xenofobia, los discursos de odio? 

La gestión migratoria es un test para la vigencia del Estado de Derecho y la democracia y también para la legitimidad en las relaciones internacionales. Pero es importante señalar que la dimensión global hace imposible que la gobernanza de las migraciones esté al alcance de un solo país. ESPAÑA (Y NO SÓLO POR FORMAR PARTE DE LA UE) NO PUEDE TENER LA PRETENSIÓN DE UN MODELO PROPIO DE GESTIÓN DE LAS MIGRACIONES. LA TENTACIÓN SOBERANISTA, TAN PRESENTE EN LAS CONCEPCIONES DE RENACIONALZIACIÓN DE LA POLÍTICA DE MIGRACIONES, ES, SOBRE TODO, UN INMENSO ERROR.

(II)

SOBRE LA GESTIÓN POLÍTICA DE LAS MANIFESTACIONES DE MOVILIDAD HUMANA: LA GOBERNANZA DE LAS MIGRACIONES

(II.1)

Ejes de la política migratoria

La evolución de los acontecimientos en un contexto global exige gestionar un nuevo ciclo migratorio, marcado por transformaciones profundas en ese contexto global (la más significativa, a mi juicio, el cambio climático).

Por lo que se refiere a España, debemos prestar atención ante todo a un hecho condicionante, nuestra realidad demográfica. Es bien sabido que nuestra pirámide demográfica se invierte, con cada vez menos nacimientos y cada vez más jubilados. Un país que quiere tener estabilidad y no digamos, una importante presencia en la UE, necesita fortaleza demográfica. En ese sentido, y aun admitiendo que se trata de una perspectiva instrumental, la inmigración ha de ser vista como una oportunidad: nos puede ayudar a obtener y asentar esa fortaleza, a aportar un mayor equilibrio demográfico, a enriquecernos y hacernos más fuertes como país. Eso exige un programa de <inmigración para la ciudadanía>, el modelo canadiense que replicaron, desde nuestra especificidad, los PECI que se pusieron en marcha en la primera legislatura del gobierno socialista de R. Zapatero.

El objetivo debería ser profundizar en las exigencias de la pluralidad inclusiva, sin incurrir en los errores de la asimilación impuesta: se trata de saber atraer a estas generaciones de new comers a los valores constitucionales, al potencial de desarrollo personal y social que ofrece nuestro modelo de Estado social de Derecho.

Además, es evidente que una parte muy importante de la actual población activa, en torno a 9 millones de personas, estará en edad de jubilación antes de 2030, lo que plantea la necesidad de incorporar a nuestro mercado laboral nuevas generaciones de personas que no han nacido en España y con los perfiles adecuados a las necesidades de empleo, tomando en cuenta las transformaciones que va a experimentar el modelo productivo español.

Cinco ejes:

  • la regulación de flujos migratorios por motivos económicos
  • La gestión bilateral de cooperación, democracia, derechos y desarrollo
  • Los instrumentos de políticas de frontera
  • El sistema de acogida de personas que necesitan protección internacional;
  • La acogida, integración e inclusión de las personas migrantes.

(II.2)

Condición de complejidad. Colaboración multinivel

La gobernanza migratoria en nuestro país, debe actualizarse de modo urgente: porque se requieren instrumentos revisados ante contextos cambiantes; porque debe facilitarse y mejorarse la colaboración multinivel; porque debe levantarse la mirada de la frontera; porque el sistema de acogida humanitaria y de protección internacional necesita repensarse; y porque la buena gestión migratoria es imprescindible para desmontar discursos de odio y favorecer una mejor convivencia democrática.

Déficit en el pilar internacional bilateral (además del condicionamiento europeo …): cooperación decentralizada que privilegie a los actores de las sociedades civiles y a los propios inmigrantes. Es muy importante y no meramente decorativa, la tarea de cooperación internacional desde las administraciones municipales y autonómicas, sobre todo como estímulo a los agentes sociales que vehiculen esa cooperación directa entre las sociedades civiles, con protagonismo de los inmigrantes asentados establemente.

El modelo español, un Estado autonómico integrado en la UE, requiere mejorar la cooperación multinivel en materia migratoria. La falta de un diálogo estructurado y permanente, a nivel político y técnico, entre distintas Administraciones, es una de las principales debilidades del sistema de gobernanza migratorio español. Desde 2018 no se reúne la Conferencia Sectorial de Inmigración, por razones que no han sido suficientemente explicadas y a pesar de las demandas de las comunidades autónomas. El diálogo bilateral es importante, pero la cuestión migratoria requiere de espacios estructurales de cooperación entre el Gobierno central y los Gobiernos autonómicos, para evitar, entre otras consideraciones, que este tema también se convierta en un espacio de confrontación política

En punto a la igualdad de derechos, hay que dotar de mayor seguridad jurídica a dos sectores en los que existen importantes irregularidades laborales, que facilitan la explotación y dificultan la lucha contra la misma. En el ámbito del sector de cuidados y del hogar, hay que replantear cómo poder garantizar que se cumplan los derechos laborales en los domicilios particulares, equiparar sus derechos con el Régimen General y plantear instrumentos de regularización administrativa a aquellas personas cuyas condiciones de vida son, hoy en España, degradantes. En el ámbito del sector agrícola (también en los de la construcción y servicios) son necesarias inspecciones de trabajo efectivas que garanticen el cumplimiento de los derechos laborales y herramientas de regularización administrativa de personas temporeras en situación irregular. Por otro lado, impera la necesidad de poner en marcha una política de vivienda digna que facilite alquileres asequibles y proporcione un alojamiento digno a las personas trabajadoras temporeras, así como actuaciones contra la explotación también sexual de las mujeres temporeras.

Mención especial requiere la situación de menores migrantes sin referentes familiares, dado que la normativa ha cambiado recientemente para favorecer su integración e inclusión, a la vez que se han convertido en objeto de deshumanización por parte de algunas voces del panorama político español. Uno de los espacios en los que se ha avanzado de manera determinante ha sido, precisamente, el de las personas menores migrantes sin referentes familiares en España. En octubre de 2021 se aprobó una reforma del Reglamento de Extranjería sobre el régimen jurídico de menores y extutelados/as. Se quería, así, dar respuesta a una situación disfuncional que provocaba que muchos jóvenes pasaran a una situación de irregularidad sobrevenida con riesgo de exclusión social una vez terminada su tutela por parte de la Administración. La reforma recogía las demandas reiteradas por parte del Defensor del Pueblo, así como numerosas voces de entidades de la sociedad civil

Es evidente otra prioridad: la construcción de un discurso público fuerte sobre inclusión e integración, acompañado de instrumentos específicos que lo consoliden. Eso requiere de reforzar la lucha contra los discursos de odio y los delitos afines desde una perspectiva integral. También supone mejorar la colaboración multinivel en acciones y actuaciones de integración e inclusión, apoyando el trabajo de las Administraciones autonómicas y locales, así como el trabajo de las entidades de la sociedad civil (recuperando, por ejemplo, la idea de un fondo para la integración y la inclusión, adecuado, eso sí, a los nuevos tiempos). Evidentemente, cualquier discurso público sobre inclusión debe ir acompañado de políticas públicas encaminadas a la reducción de las desigualdades. Ante una situación de crisis, es responsabilidad pública poner en marcha medidas paliativas para responder al desigual impacto de estas en las situaciones personales, especialmente para quienes están en situaciones de mayor vulnerabilidad. En relación con la población migrante, las únicas medidas específicas que se requieren son aquellas necesarias para evitar las situaciones de irregularidad sobrevenida; para garantizar que no exista discriminación en el accesos y uso de los servicios públicos; y para fomentar una participación ciudadana en condiciones de igualdad. El resto de las medidas deben ser entendidas con carácter general, pues reforzar la lucha contra las desigualdades es un imperativo democrático para fortalecer la cohesión social.

(II.3)

Gestionar la llegada y estancia estable de la inmigración

Desde el punto de vistat del trato a los trabajadores inmigrantes, el objetivo reiterado recurrentemente es el equilibrio en la población activa, lo que exige un planteamiento complejo, que supone anticiparnos a las necesidades, previendo con tiempo cuántos empleos necesitaremos, en qué sectores productivos y cuáles serán los perfiles laborales idóneos.

Para ello es preciso renovar los instrumentos públicos de gestión de la inmigración legal, para ordenar la llegada de personas migrantes y hacer efectiva su conexión con las demandas de los empleadores, a la par que mejorar la selección y la incorporación de nuevos trabajadores a nuestro país.

  • En primer lugar, potenciando una contratación en origen de acuerdo con las necesidades laborales, que funcione de manera rápida en los tiempos, y ágil en los procedimientos.
  • En segundo lugar, extendiendo nuevas fórmulas como los visados temporales de búsqueda de empleo que faciliten la llegada y estancia de aquellas personas con los perfiles adecuados hasta que se establezca la relación laboral. 

Al tiempo, esta anticipación también nos debe permitir colaborar con los países de origen en la formación de los potenciales candidatos a nuestro mercado de trabajo.

A través, de convenios de cooperación con nuestro servicio público de empleo y también con el sistema educativo, puede extenderse una formación ocupacional, bien presencial o bien on line, muy valiosa para aportar contenidos formativos que se ajusten a las demandas.

Esa cooperación también debería servir para ofrecer estancias de formación y especialización para cuadros y trabajadores que luego puedan volver a su país y mejorar así ese “capital humano”.

Esto aconsejaría abrir la vía a permisos de estancia para formación y especialización, que pudieran renovarse periódicamente, de forma que, tras regresar a su país, puedan realizar otras estancias en el nuestro. Sería beneficioso para ellos, para sus países y para el nuestro, sin que se convirtiera en la típica descapitalización que hacemos desde Europa, privando a esos países de sus mejores trabajadores.

Por supuesto, esto debe enmarcarse en un modelo de política de cooperación o de codesarrollo, que busque estimular los progresos de esos países en las tres “D”: democracia, derechos humanos y desarrollo. Cabe pensar así que las claúsulas de colaboración o ayuda o el régimen más favorable acordado a esos países, no se condicione – o, al menos, no sólo, ni prioritariamente- al cumplimiento de cuotas de policía tanto de salida como sobre todo de readmisión por parte de los mismos, sino también al avance en los standards del Indice de Desarrollo Humano, que incluye progresos en educación, sanidad y respeto de derechos y libertades.

Europa, en este terreno, tiene un reto común al que debe ofrecer soluciones compartidas a las que España tiene mucho que aportar. Es necesario lograr una correcta articulación de una solidaridad sólida, estructural y permanente hacia los Estados miembros con fronteras exteriores; una responsabilidad más asistida y suficientemente flexible; el aseguramiento del respeto de los derechos humanos y la dignidad humana en la gestión del asilo y la migración con una dimensión exterior de enfoque global que permita una cooperación efectiva con los países de origen y tránsito, en especial con los países de nuestro entorno más inmediato. La conformación de una política europea común de inmigración es una exigencia que se corresponde con la naturaleza de un fenómeno que busca en el territorio común de la UE el destino de millones de personas. En dos décadas se han producido avances, pero muy alejados de la respuesta que merece un desafío cuya entidad pone a prueba la capacidad de gobernanza de la UE. Para ello, el primer reto es combatir la inmigración irregular que tiene como víctimas a los propios migrantes. El dilema entre control y permisividad es falso. Es posible mantener un efectivo control en los accesos con la plena vigencia de los derechos que asisten a todos los inmigrantes con independencia de su condición legal. Fortalecer las fronteras exteriores de la UE en relación con las llegadas clandestinas es una tarea inexcusable para ordenar adecuadamente los accesos legales o la protección que merecen quienes huyen de la represión y la persecución en sus países. 

La Unión Europea debe durante los próximos años tomar la iniciativa para sellar una alianza estratégica con los países de origen y tránsito de la inmigración irregular que incluya convenios de cooperación migratoria, en los que España es pionera. Estas alianzas estratégicas deben basarse en un enfoque integral, primando una visión positiva de la relación y dotadas de una financiación adecuada.

En ese enfoque integral, la dimensión interna y externa deben estar conectadas, incluyendo medidas que promuevan y agilicen los cauces para la inmigración legal, así como un conjunto coherente de acuerdos de readmisión sujetos a escrutinio parlamentario. Además, el enfoque integral debe desarrollarse bajo una combinación de políticas en diversos ámbitos, en particular, la cooperación para el desarrollo, la política comercial y de inversiones, pero también de las políticas de educación y de programas de formación, así como la política de transporte, la agricultura, etc. Se trataría de utilizar todas las políticas de la UE en diversos ámbitos y poner en marcha durante la presidencia española del 2023 el mecanismo horizontal incluido en la propuesta de nuevo reglamento de gestión de la migración y asilo.