Acerca de Javier de Lucas

catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política Instituto de derechos humanos Universitat de Valencia javierdelucas1@gmail.com

Rebelarse contra los hechos, no contra los derechos (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 23 de octubre de 2023)

Son muchos los análisis, las reflexiones que se publican en estas semanas a propósito del conflicto bélico desatado por los atentados terroristas de Hamas en territorio de Israel, con masacres de centenares de personas y toma de rehenes, y de la brutal respuesta del gobierno extremista de Netanyahu, que ha desatado contra los palestinos, contra la población civil y no sólo contra Hamás, una respuesta que causa espanto y desborda todos los límites propios del Derecho internacional humanitario, aunque invoque el indiscutible derecho a la legítima defensa. Si me atrevo a añadir otra reflexión más es porque me parece útil tratar de aportar un punto de vista desde la filosofía política o, incluso, diría, desde la filosofía del Derecho internacional, que son disciplinas poco cultivadas en las facultades de Derecho (con notables excepciones, como la profesora García Pascual, autora además de relevantes trabajos sobre esta perspectiva), y de escasa presencia y prestigio en los medios y entre analistas y opinadores, más proclives al realismo de la perspectiva propia de la ciencia política, o de la geopolítica y las relaciones internacionales.

Son, sin duda, malos tiempos para mis colegas, los profesores de Derecho Internacional y, en particular, para los de Derecho internacional Humanitario (DIH). Tienen que explicar su disciplina a unos estudiantes saturados por las escenas espantosas de los atentados terroristas de Hamas, del sufrimiento de los rehenes israelíes (y extranjeros) y sus familias y, desde luego, de las masacres y del atroz sufrimiento de millares de civiles palestinos en Gaza, como consecuencia de una respuesta absolutamente desproporcionada por parte del gobierno presidido por Netanyahu. Me los imagino, digo, tratando de explicar la razón de ser y la utilidad de los instrumentos de Derecho internacional de los derechos humanos, o el proceso de positivación de ese mismo DIH, a esos estudiantes que escucharán entre el asombro y la irrisión sus disquisiciones sobre cómo Henri Dunant quedó anonadado por la crueldad de la batalla de Solferino y emprendió la tarea de tratar de poner reglas al horror de la guerra mediante un nuevo Derecho. Porque de eso va el DIH, que pretende nada menos que poner reglas al horror de la guerra: un ius in bello, que decimos los juristas. Se trata de un salto cualitativo en la historia jurídica y política, que hasta entonces sólo había hablado del derecho a hacer la guerra y de su justificación, el ius ad bellum, un derecho cuyo tramposo corolario es la noción de guerra justa, que unos y otros alegan cuando les conviene. Una falacia que sólo quedó jurídicamente al desnudo cuando la Carta fundacional de la ONU negó que hubiera justificación alguna para el recurso a ese jinete del Apocalipsis, que definió como flagelo de la humanidad y que se propuso erradicar, o, al menos, expulsarla como institución jurídicamente aceptable.

Pienso en el mismo estupor o irrisión que recibirán probablemente estos días los profesores de filosofía y teoría del Derecho, cuando traten de explicar en sus cursos el proyecto de una paz a través de un Derecho cosmopolita y del modelo de una federación mundial de Estados, tal y como lo formulara Kant o, un poco más tarde, la idea de paz a través de los tribunales internacionales, que preconizara Kelsen. Lo mismo les pasará a quienes traten en el aula la evolución del ideal de un Derecho de gentes, desde los estoicos, a Vitoria y la escuela española del XVI frente al pragmatismo de Grocio y los defensores de las compañías s comerciales que dominaron la primera globalización obra de los europeos, hasta llegar a las versiones contemporáneas, como las de Rawls o Ferrajoli.

Es una dura tarea. Lo es aún más porque en estos días se acumulan los testimonios de los siempre avisados realistas que nos hacen ver la pertinencia de aquello que ya escribiera Hegel: “entre los Estados, no hay pretor” y, por eso, del carácter indefectible del recurso a la guerra. Nos recuerdan por ejemplo que, desde el fin de la segunda guerra mundial, no ha pasado prácticamente un día sin guerra en diferentes puntos del planeta. Y por eso, los polemólogos tertulianos que hoy rebrotan como setas al calor del espanto de la agresión rusa en Ucrania y del enfrentamiento entre Israel y Hamás, nos reconvienen: deséngañense, la guerra es un fenómeno permanente en la historia de la Humanidad; es, diríase, nuestra condición existencial, como habría dejado escrito Heraclito en un fragmento muy citado: «La guerra es padre y rey de todos, ha creado dioses y hombres; a algunos los hace esclavos, a otros libres». Olvidan por cierto que Heraclito habla de Πόλεμος, que puede entenderse también como conflicto y eso es muy diferente, porque lo que significaría es que la realidad es conflicto, pero no necesariamente que todo conflicto se resuelva o de lugar inevitablemente al recurso a la guerra; para eso hemos inventado otras formas de gestionarlo, como la cultura, la amistad, el amor, el Derecho.

En realidad, la tesis de la guerra como horizonte existencial de la humanidad es una versión del planteamiento propio del pesimismo antropológico que nos explica que la justicia es sólo la ley del más fuerte -lo leemos por boca de Trasímaco en el libro I de la República de Platón y de Calicles en el Gorgias. Y, trasladados a la guerra, son los argumentos presentes también en ese clásico que se estudia en las academias militares, la Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, que para muchos es el mejor tratado que se haya escrito sobre la guerra y entienden hoy vigente, cuando sostiene la inevitabilidad del recurso a la guerra frente a la justicia y la negociación (“la justicia sólo se plantea entre fuerzas iguales”). Es, a la postre, el pesimismo antropológico como cimiento de la moderna ciencia política que encontramos en Maquiavelo y sobre todo en Hobbes quien, como ha recordado Jaime Siles fue traductor de Tucídides.

Lo cierto es que hoy, los verdaderos expertos hablan no ya de de la permanencia de la guerra, aunque sea bajo la forma de nuevas guerras, sino de una suerte de guerra permanente, perpetua, endless war. Como ha explicado una de nuestras mayores expertas en el análisis de la estrategia de guerra contra el terrorismo y en su repercusión en el Derecho internacional y el Derecho internacional humanitario, la profesora Ramón Chornet en su libro a propósito de la película La hora más oscura, aunque ya Gresh adelantó la hipótesis de una guerra de mil años, han sido Filkins y sobre todo Moyn quienes han teorizado cómo a partir de la estrategia adoptada por el presidente Bush como respuesta a los atentados de septiembre de 2001, las distintas administraciones norteamericanas han integrado en su estrategia geopolítica, con mayor o menor intensidad, una especie de guerra interminable y global. Hablamos de una estrategia geopolítica macabra, de la que participa una de las democracias más relevantes y que ha contagiado a no pocos de sus aliados, a través de la OTAN. Una estrategia que tiene como motor la guerra contra el terrorismo, pero que se ha visto reforzada por la inaceptable agresión de Putin contra Ucrania y ahora por la férrea alianza de las administraciones norteamericanas con Israel.

Hay un tópico que asegura que donde hay Estado de Derecho y democracia se rechaza la guerra. No es verdad: basta con comprobar los ejemplos en que -si no las practican por sí mismas- no pocas democracias (vean los ejemplos del Reino Unido o Francia) recurren a la guerra por tercero interpuesto y además se encuentran entre los primeros beneficiarios de la industria del armamento, que siempre está presta para encontrar ocasiones de reciclar y ensanchar su mercado. Por supuesto, no digamos nada de los regímenes autoritarios, que no respetan los derechos de los otros, ni de sus propios ciudadanos, a los que tratan como carne de cañón y usan las guerras para distraer de sus innobles prácticas internas.

La triste consecuencia es que se incrementa el coro de quienes hoy se dicen tan conmovidos como escépticos ante el espanto sin remedio que vemos en Israel y Gaza. Son los que denuncian muy realistamente la inutilidad de la ONU, de las agencias internacionales, de las ONGs que trabajan por la paz, y desprecian por irrelevante el DIH o incluso el Derecho internacional. Sólo les falta el paso siguiente: lo que no sirve para nada es el Derecho, que es un eufemismo para disimular la cruda realidad de la ley de la fuerza. Lo peor es que ese tipo de análisis se alza hoy con la vitola de que esa es la posición propia de la inteligencia y realismo, que es el único punto de vista que podemos estos horribles acontecimientos, y que hay que desechar la ingenuidad buenista y las lágrimas de cocodrilo que sólo sirven para acallar las buenas conciencias. La pregunta es: ¿y qué nos proponen como alternativa? ¿Hacer la guerra para combatir la guerra?

Volvamos a Kant. Como ha explicado el profesor Rodríguez Aramayo, el modo en el que Kant entiende la guerra experimenta una radical evolución. Inicialmente la concibe como algo natural, si se atiende a lo que podríamos llamar la experiencia histórica de los pueblos, y llega a explicarla como un recurso de la naturaleza para obtener sus fines, o incluso un instrumento de progreso cultural de la humanidad. Pero Kant, lejos del tópico del filósofo en las nubes o en su torre de marfil, es un atento observador de cuanto acontece en el mundo y por eso, su concepción de la guerra experimenta una profunda transformación cuando Kant, tras la Paz de Basilea de 1795, escribe su célebre ensayo La paz perpetua. Un diseño filosófico. En ese opúsculo sentará las bases de un proyecto jurídico y político que trata de transformar ese horizonte inevitable de la guerra. La guerra, sostendrá Kant, es un grave obstáculo para el progreso moral de la humanidad. Por eso, formulará la prohibición de la guerra como un imperativo de la razón práctica. Debemos prohibir el recurso a la guerra, porque, de no hacerlo, estaríamos yendo en contra de nuestra propia condición de humanos. Ese propósito, según la brillante interpretación presentada por el profesor Jiménez Redondo, culminará en su ensayo de 1797 Metafísica de las costumbres que, está directamente vinculada con la Declaración de derechos de 1789.

Es hora de recordar que el mínimo de decencia nos exige precisamente lo contrario de ese realismo teñido de escepticismo que, a la postre. conduce a la frustración, a la impotencia. Nuestra tarea debe ser combatir los hechos crueles e inhumanos, como las guerras, y desenmascarar a quienes negocian y se benefician con ellas. Por eso, el único partido posible es el de optar por esa empresa tan inacabable como imprescindible que es la defensa de los derechos, el establecimiento de reglas de negociación pacífica de conflictos y de sanción de quienes los violan, de quienes hacen la guerra pisoteando esos derechos. Pues bien: eso es precisamente el propósito de la ONU, de su arquitectura de convenios internacionales, de la existencia de Tribunales internacionales como el de La Haya y del Tratado de Roma que dio lugar al Tribunal Penal internacional. Esa es la razón de ser del DIH, del Comité internacional de la Cruz Roja, de la Media Luna Roja y del Diamante Rojo. Quienes denuncian la inutilidad del Derecho internacional, del DIH, de la ONU y de las instituciones internacionales, están echando por el sumidero al niño con el agua sucia. Y lo que es peor, su postura crítica es la menos realista si se trata de conseguir algún remedio, alguna contención a los males de la guerra.

Podemos optar, insisto, por el escepticismo elegante, tan propio de quienes nos creemos a salvo de cualquier guerra y formulamos críticas sin salir de nuestros cafés y terrazas, o por situarnos del lado de quienes, precisamente por no ser ciegos al horror de esa realidad, trabajan por poner límites a la crueldad y la violencia, al horror de la guerra. Una vez más, concluyo, Camus nos ayuda a escoger. Hablo del Camus que escribió “Usted acepta silenciar un terror para luchar mejor contra otro. Y algunos de nosotros no queremos silenciar nada”. El mismo Camus que nos recuerda: “cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo. Pero su tarea es aún mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Para eso, para impedir que el mundo se deshaga, vale la postura del solitario solidario que fue el director de Combat. Merece la pena luchar por la resistencia de los derechos, luchar por ese ideal de Derecho que puede hacer de él un instrumento civilizatorio y no una herramienta de explotación y dominación. Aunque sólo sea, como decía nuestro Vives, “para sujetar las manos y la ira”. Aunque sólo sea por salvar unas vidas. 

EL SÍNDROME LAMPEDUSA

(versión ampliada del artículo publicado en The Conversation, 3 de octubre de 2023)

En Lampedusa conviven las contradicciones que recorren la política migratoria y de asilo de la mayor parte de los gobiernos europeos y de la propia UE: solidaridad e impotencia, acogida y desbordamiento. En este mes de septiembre, ante la llegada constante y de nuevo creciente de personas –inmigrantes y demandantes de protección internacional– a las costas de esta pequeña isla italiana, acabamos de vivir un nuevo episodio de lo que cabría calificar como «síndrome Lampedusa», la isla convertida en epítome del fracaso de esas políticas, aunque la primera semana de octubre nos haría sumar la isla de Hierro, la «última baldosa» en la senda atlántica de la ruta migratoria atlántica, como ha escrito la periodista María Martín.

Esto no quiere decir que la UE ignore el carácter perentorio de dar solución a estas dificultades: baste decir que en el Consejo JAI celebrado en Bruselas el 28 de septiembre, la comisaria europea de Asuntos Internos, Ylva Johansson, reconoció que “el principal aumento se dirige a Italia y principalmente a Lampedusa, que está realmente bajo presión”. Se trata de una isla de apenas 7 000 habitantes que ha recibido en las últimas semanas alrededor de 10 000 personas llegadas en algo más de 100 embarcaciones. La voluntad y capacidad de acogidas acreditada por los isleños está manifiestamente desbordada y se vive como un ejemplo de la falta de solidaridad europea entre los socios, de la ausencia de una política migratoria y de asilo común a la altura de los desafíos.

Lampedusa como símbolo de una crisis europea

La historia de estas llegadas tiene un hito trágico: octubre de 2013. En un lapso de apenas una semana (entre los días 3 y 11) se produjeron dos terribles naufragios en las costas de Lampedusa. En el primero murieron 366 personas. En el segundo, 34. La entonces alcaldesa, Giusi Nicolini, rechazó las condolencias expresadas por las autoridades europeas que se desplazaron a la isla y reconvino su falta de voluntad política para responder de manera legítima y eficaz a esos viajes de la muerte. “¿Cómo de grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”, fue la pregunta con la que concluyó su mensaje.

Dos años después, el presidente de la República Sergio Mattarella explicaba así Lampedusa como símbolo: “Lampedusa puede convertirse en el símbolo de una crisis en Europa, tras estar en la frontera de la esperanza y la solidaridad”.

Desgraciadamente, a juicio de muchos –del papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, muy señaladamente–, Lampedusa sigue siendo hoy la metáfora del Mediterráneo como frontera cruel de Europa, de su naufragio moral y político, del naufragio del respeto al Estado de derecho como identidad europea, y no de su renacimiento, como quería Mattarella.

Cabe recordar que Lampedusa fue elegida por el Papa Francisco para su primer discurso oficial en julio de 2013 y es un rubrum que aparece reiteradamente en sus intervenciones sobre política migratoria y de asilo.

Un objetivo frustrado

Los desastres se han repetido y se repetirán. Ante este desafío, la UE como potencia en la cooperación y en el objetivo de defensa de la multilateralidad en las relaciones internacionales, se encuentra en una posición privilegiada.

Solo un verdadero plan europeo de política migratoria y de asilo común permitiría una gestión eficaz y legítima, solidaria y realista. Pero se trata de un objetivo tan largamente perseguido como frustrado, una vez más, a pesar de constituir la prioridad del programa del semestre europeo que preside España.

Las razones de este fracaso anunciado son, desde luego, complejas y podríamos agruparlas en tres clases. De un lado, las técnico-jurídicas. De otro, las de orden político, sobre todo las derivadas de la tensión política interna en la UE. Y en tercer lugar, las de carácter geopolítico global.

De las primeras es muestra la dificultad de alcanzar un acuerdo sobre los diferentes reglamentos en los que se concreta el pacto, y en particular el Reglamento sobre la gestión de crisis migratorias, así como el debatido Reglamento sobre la Gestión del Asilo y la Migración (RAMM), que sigue teniendo como eje el modelo del Reglamento de Dublín II y el Reglamento sobre un Procedimiento Común en materia de protección internacional.

El gobierno de Giorgia Meloni hace frente a una situación extremadamente difícil, y no se resiste a hacer política interna con la inmigración, a la vista de que los socios (Alemania y los países del este europeo) no concretan su solidaridad.

En todo caso, las dificultades mayores son las de orden político. El enfrentamiento de intereses entre tres bloques de Gobiernos en la UE (sintéticamente, el sur, el este y el centro-norte ricos), que hace imposible un verdadero modelo común europeo y obliga a descartar una política de cuotas o contribuciones obligatorias.

Relaciones entre la UE y los países de origen

En el contexto geopolítico, las relaciones entre la UE y buena parte de los países de origen y tránsito de los movimientos de población son problemáticas. Las dificultades se han visto acrecentadas por las consecuencias desestabilizadoras de la guerra en Ucrania, por la creciente influencia de China y Rusia.

Por otro lado, la llamada política bilateral entre la UE (y cada uno de sus Estados miembros) y los países de origen y tránsito sigue regida por una perspectiva de beneficio unilateral de los europeos, próxima a las pautas del pasado colonial, como hemos comprobado recientemente en Niger y Mali.

Los gobernantes de la UE y de la mayoría de sus Estados parecen negarse a la primera lección que hay que aprender: reconocer que los desplazamientos masivos de población que denominamos de modo genérico migraciones no son un fenómeno coyuntural ni sectorial. Lejos de eso, son una constante de la historia de la humanidad. Y tienen no solo un carácter global (son imposibles de abordar por un solo Estado), sino también holista.

Las migraciones no se vinculan solo al mercado laboral, porque también son un fenómeno social total que afecta a todas las dimensiones del hecho social.

La mejora en la garantía de derechos humanos, democracia y desarrollo sostenible en los países de origen y tránsito, antes que la obsesión prioritaria por exigirles su subordinación en las tareas de policía de fronteras, debiera ser la condición de una política migratoria y de asilo realista y legítima, a la altura de este desafío global.

LA LUCHA CONTRA EL RACISMO Y EL ERROR DE LA TOLERANCIA

(Versión ampliada del artículo publicado en El País, Ideas, 13 de agosto de 2023)

Ante el insoportable incremento de asesinatos de mujeres por violencia machista en las últimas semanas, se ha vuelto a responder con la utilización masiva del mantra tolerancia cero. Pero, frente a intolerantes como los negacionistas de esa violencia, los del cambio climático, los que ningunean el incremento del racismo y de la xenofobia, los propagadores del bulo de la invasión masiva de inmigrantes y tutti quanti, no sirve recurrir al debate que enunciara canónicamente Popper sobre la <tolerancia con los intolerantes>. La cuestión me parece otra. Y es que la expresión tolerancia cero desnuda, a mi juicio, el error del recurso “tolerancia” en las políticas públicas, tan socorridamente tópico como, a la postre, estéril.

Tomemos, por ejemplo, el caso de la lucha contra el racismo, un argumento que ganó titulares con motivo del vergonzoso episodio sufrido por una estrella del fútbol, Vinicius, durante un partido de liga el pasado 21 de junio. El debate, como suele suceder, se agotó casi tan pronto como terminó el campeonato. Y más allá de la polémica acerca de la proclividad hacia actos racistas por parte de grupos de hinchas de ese deporte, o de las disquisiciones centradas en las estadísticas de esos actos por países, regiones, o actividades deportivas (fútbol vs rugby, p.ej.), lo cierto es que el racismo sigue presente y se incrementan sus manifestaciones, no sólo cotidianas, sino incluso institucionales. Reconozcamos que, pese a que las más de las veces parezcan invisibles, esas diferentes manifestaciones de racismo, más allá del ámbito deportivo, las sufren en toda Europa, también aquí en España, las personas pertenecientes a grupos racializados, de los gitanos a los inmigrantes afrodescendientes o latinoamericanos. Así lo acreditan los informes de los diferentes Observatorios sobre racismo y xenofobia, y de acreditadas ONGs, como CEAR o SOS Racismo. Para quien esté interesado en una presentación global de la presencia del racismo en el deporte y más específicamente el fútbol, me parece recomendable el Informe de UNESCO,  Color, ¿qué color? Informe sobre la lucha contra el racismo y la discriminación en el fútbol, https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000244158.

Más allá de la incontestable presencia de manifestaciones de racismo en el fútbol, no es difícil llegar a la conclusión de que el problema más grave es la existencia de un racismo que podríamos calificar como sistémico: desde luego, es evidente que así sucede en los EEUU, donde adquiere el carácter de pecado original, presente entre sus padres constituyentes. Pero ese racismo sistémico subsiste en buena parte de nuestras sociedades, también en Europa, aunque no sólo: asimismo lo está en una parte importante de Asia, de América Latina, o en los países árabes frente al Africa negra. La razón es que, como ya advirtieran Foucault y, en otro sentido, Todorov, el racismo, esto es la reacción de prejuicio y discriminación frente a quien vemos como racialmente diferente, se encuentra arraigado en el entramado cultural institucional sobre el que se construyen nuestras sociedades. Si nos parece invisibles es porque, como señalara el autor de Vigilar y castigar, la transformación ilustrada de las categorías jurídicas y políticas que encarnara tan bien Beccaria, sustituye ese rechazo público, el apartamiento público del extraño o del criminal (pensemos que, en nuestras sociedades, muchas veces uno y otro término son equivalentes), por la sanción privada, la separación menos visible, que no sólo se concreta en los establecimientos penitenciarios, sino en la práctica cotidiana de la discriminación justificada.

Pues bien, la pregunta que interesa es por qué no conseguimos erradicar esas raíces del racismo, lo que nos lleva a la cuestión de los medios eficaces de lucha frente al racismo. Y es ahí donde, a mi entender, aparece el error tolerancia, cuando se nos propone (se nos predica como un mantra) como la respuesta, la solución a cultivar, cual bálsamo de Fierabrás. Pero si se piensa un poco, se advertirá que proclamar que la batalla contra el racismo se ganará a base de recomendar la actitud (el principio) de tolerancia, incluso si se habla de tolerancia cero frente al racismo, supone admitir que es útil o incluso pertinente recurrir a la tolerancia en otros casos que tienen relevancia como políticas públicas. No es así o, al menos, no debería ser así hoy.

Insistiré: en 2023, en sociedades que se pretenden estandartes del Estado de Derecho y de las garantías de los derechos humanos, no parece adecuado recurrir a la invocación de la tolerancia, porque ésta, que fue una enorme conquista propia del siglo XVIII, frente a las guerras de religión, hoy significa un retroceso frente a la exigencia ineludible de igual reconocimiento y garantía en el ejercicio de libertades y derechos. Por eso, nadie con sentido común puede sostener que el remedio frente a los asesinatos machistas o los comportamientos homófobos, sea cultivar la tolerancia, educar en la tolerancia. Las conductas tolerantes son la expresión de una idea de la diversidad como «mal menor», que se acepta -se tolera- para evitar daños mayores. A mi juicio, las conductas tolerantes, la tolerancia como guía de comportamiento haca el otro, pueden ser aceptables e incluso recomendables en el trato privado, interpersonal. Pero en el ámbito de políticas públicas, de actuaciones relativas a derechos y libertades o al acceso al servicio público, recurrir a la receta de la tolerancia es reconocer que no se toma en serio la exigencia de igualdad en derechos de los demás. Dicho con toda contundencia: cuando se toma conciencia de que algo tiene el carácter de derecho, no podemos recomendar que la respuesta pública ante quienes lo violan sea recomendar aguantarles, como tampoco se trata de recomendar que se haga la vista gorda con quienes han sido históricamente privados de poder ejercer ese derecho y ahora reclaman poder hacerlo, públicamente, como cualquiera. Ante sus demandas de reconocimiento y garantía, la única respuesta es garantizarles ese ejercicio sin discriminación alguna, con toda firmeza.

 Pues bien, sucede lo mismo frente al racismo. Quien es posiblemente hoy el intelectual más reputado en los estudios sobre el racismo, Ibram X Kendi, (por ejemplo en sus ensayos Marcados al nacer, o Cómo ser antirracista (cfr. https://elpais.com/cultura/2021-04-11/ibram-x-kendi-el-racismo-crea-problemas-que-acaban-por-impactar-a-todos.html), explica que, para cualquiera que defienda la democracia y los derechos, no basta con proclamarse no racista: hay que ser beligerantemente antirracista. Combatir el núcleo de la visión propia del racismo, que consiste en el prejuicio que pretende justificar una discriminación, cuando no un sistema de dominación basado en una jerarquización -una <teogonía social>, explicaba Bourdieu- que sostiene que existen barreras intraspasables, tal y como simbolizaba la doctrina constitucional del separated but equal, heredera de la leyes Jim Crow y defendida por el propio Tribunal Supremo de los EEUU en el caso Plessy vs Ferguson, en 1896, al afirmar que la segregación racial, si era “proporcionada”, no violaba la XIII Enmienda de la Constitución que abolió la esclavitud.

Por eso, frente al racismo como manifestación de la discriminación, la primera respuesta debe ser fortalecer la eficacia de los instrumentos jurídicos propios del Derecho antidiscriminatorio. La discriminación es inaceptable jurídica y políticamente y debe ser combatida desde la igualdad, no desde la tolerancia, porque es una cuestión sobre todo de violación del derecho a la igualdad. Hablo de instrumentos normativos que sirvan para prevenir, aislar y sancionar los comportamientos racistas, un cuerpo de derecho antidiscriminatorio específicamente antirracista. Es decir, tiene que haber una agenda legislativa (y política, claro) que desarrolle las consecuencias de la consideración del racismo como conducta ilícita y permita establecer responsabilidades, económicas e incluso penales: multas y, en función de la gravedad, privación de libertad. En la UE y también en España -basta leer los artículos 510 y 511 del Código penal – se ha avanzado notablemente en desarrollar las medidas propias del derecho antidiscriminatorio, pero no tanto en tomarlo en serio, es decir, en la vinculatoriedad -en la eficacia real- de esos instrumentos.

Si volvemos al ejemplo de la lucha contra el racismo en el deporte, hay que reconocer que se dispone de un marco normativo: desde el año 2000 contamos con la Directiva 43/2000/EC, que en España se incorporó mediante la ley 19/2007, a lo que habría que añadir lo dispuesto en la ley 15/2022. Sin embargo, los organismos futbolísticos encargados de aplicarlas -en el caso de España, por ejemplo, la Federación Española de Fútbol-, se muestran titubeantes a la hora de aplicar esas decisiones y el arsenal de respuestas posibles que indicarían que se toma en serio la lucha antirracista, la respuesta contundente frente a manifestaciones del racismo en el deporte, más allá de slogans o campañas publicitarias. Ha habido y hay excepciones: todos recordamos la terminante respuesta del entrenador Guus Hidding en 1992, ante la presencia de una pancarta con simbología nazi, que ordenó retirar, so pena de no jugar el partido. Algunos clubs han ideado campañas especíificas frente al racismo, además de la general emprendida por la FIFA («STOP RACISM; STOP VIOLENCE», https://www.fifa.com/about-fifa/organisation/media-releases/stop-racism-stop-violence) o también la UEFA («NOT TO RACISM», https://www.youtube.com/watch?v=Njb2SGXt7sU): es el caso de la campaña «Show Racism the red Card», promovida por la EFDN (European Football for Development Network, https://www.theredcard.org/).

Dicho esto, es cierto que no se cambia una sociedad por decreto. Es decir, habida cuenta del carácter sistémico del racismo, es necesaria también, sí, una profunda batalla cultural. Lo que sucede es que, a mi parecer, esa tarea de transformación cultural debe tener como objetivo educar en el respeto a la igual libertad, que no en la tolerancia. Porque, también a mi juicio, proponer la educación en la tolerancia como medio eficaz frente al racismo es tanto como pretender curar el sarampión a base de tapar con típex las erupciones.

A esos efectos, la primera tarea educativa y cultural frente al racismo debe consistir en priorizar en todas las etapas educativas el objetivo de desmontar los prejuicios. Eso exige ante todo una tarea de formación y difusión del conocimiento sobre la diversidad. Un conocimiento multidisciplinar y transversal (desde la biología, a la antropología, la sociología, o el derecho) y que no se limite a organizar un par de fiestas, de días de gastronomía y folklore, que están bien, pero que a la postre pueden contribuir a sostener el prejuicio del «mira..¡que curiosos son!». Junto a ello, es imprescindible que en todas las etapas educativas esté presente el imperativo de la igualdad de derechos, el respeto a la igualdad desde la diversidad, que es algo muy distinto de la tolerancia.

En definitiva, se trata de reconocer que hoy, dos siglos después y frente al racismo, cobra todo el sentido la advertencia de Goethe: no basta con educar en la tolerancia, porque tolerar es ofender.

UN DEBATE SOBRE LA CONDICIÓN DEL INTELECTUAL (publicado en Infolibre, 10 de agosto de 2023)

Los amigos de Infolibre me han pedido que participe en la sección que, con el título del libo de Santos Juliá. Los abajo firmantes, pretende examinar el papel de los intelectuales en el debate público y en política, hoy, en comparación con el debate clásico e incluso respecto al papel de los intelectuales en la transición democrática en España. Esta sido mi reflexión

El contexto del debate sobre los intelectuales: una realidad sustancialmente diferente

A mi juicio, es importante ante todo situar en su contexto la noción de “intelectual” y la mayor parte del debate que se nos propone, porque hace decenios que vivimos transformaciones sustanciales que afectan a su concepto y a su función.

En efecto, hoy, debido sobre todo a los cambios acelerados en el espacio tecno-comunicativo en los últimos 20 años, buena parte de las cuestiones sobre el papel de los intelectuales en la construcción de la opinión pública, su función como fuente o referencia de análisis y crítica, también la noción gramsciana de “intelectual orgánico”, pierden su sentido o adquieren perfiles que marcan profundas diferencias hoy respecto al debate clásico sobre los intelectuales.

Me explicaré: no es sólo que estén desapareciendo las referencias intelectuales en ese sentido clásico, el que pudieron representar por ejemplo S. Zweig, B.Rusell, A.Camus, S. de Beauvoir, J.P.Sartre, R.Aron o, más recientemente y por hablar sólo del contexto europeo, Steiner, Enszerberger, Berger o Judt y no encontremos referentes comparables. Pero sobre todo es que, al menos a mi juicio, hoy los intelectuales ya no pueden ocupar ese espacio privilegiado que tuvieron hasta finales del pasado siglo. Y ello por dos razones que quiero destacar, entre otras posibles.

Ante todo, porque ha cambiado el concepto de intelectual. No pretendo simplificar el debate sobre la noción misma de intelectual, pero para no extenderme, creo que se puede aceptar que lo que define a los <intelectuales> es que se caracterizan por reunir, entre otros, estos tres rasgos: primero una sólida formación que `podríamos calificar como <humanista>, en sentido amplio (y hay que añadir que casi todos los referentes clásicos, con alguna excepción, presentan al mismo tiempo un déficit de conocimientos científicos y tecnológicos que hoy se nos antoja inaceptables). En segundo lugar, una capacidad creativa y comunicativa muy destacada. Finalmente, la voluntad de contribuir a conformar a la opinión pública sobre cuestiones clave. 

Por tanto, en sentido estricto, no hace falta que sean académicos profesionales (historiadores, filósofos, politólogos, etc), pero tampoco basta con que sean periodistas o colaboradores en los medios. Dicho de otro modo, un sabio no tiene por qué ser un intelectual. Mucho menos un experto, un técnico en una materia concreta, por importante que sea. Tampoco basta con ser un artista destacado, aunque se haya creado el hábito de pedir opinión sobre cualquier tema, incluso los más trascendentes, a quienes son artistas -a los destacados y también a los menos relevantes-, por el hecho de su celebridad. Por supuesto, tienen su opinión, pero eso no quiere decir que sean intelectuales. Como también habrá que convenir en que hay intelectuales que no encajan en la condición de sabios…En todo caso, reconozco que hoy no encuentro referentes con la autoridad que les confiere la concurrencia de esas características.

Pero, además, una segunda razón es que se ha reducido mucho el humus, el caldo de cultivo que permite que desempeñen su función: incluso el intelectual de intervención rápida (crítico u orgánico, da igual), necesita un mínimo de reflexión antes de pronunciarse, pero los media y -sobre todo- las redes, apenas ofrecen hoy ese margen. Todo ha de ser instantáneo. Los espacios que permitían ese otro tempo, más pausado (el paradigma serían las revistas periódicas de referencia, tanto para la derecha liberal como par la izquierda) están desapareciendo y ven muy reducido su público y comprometida su continuidad, aunque es cierto que hay ejemplos meritorios de esfuerzos de supervivencia. Lo máximo que queda, como sucedáneo, en las publicaciones `periódicos generalistas son los suplementos culturales. No hablemos, insisto, de la televisión, la radio o las redes, en las que el “intelectual” ha sido sustituido por el tertuliano, los influencer o blogueros de moda.

Por lo demás, no cabe desdeñar el peso de un factor negativo, disuasorio: el riesgo que supone la perversa lógica que se ha impuesto en las redes retrae a no pocos que tienen capacidad para desempeñar la función de intelectual, pero quieren salvaguardar su espacio y tiempo de reflexión y quedar al margen de la marea de odio, prejuicios y descalificaciones que domina en esas redes.

Una nota al paso sobre los “intelectuales de la transición”

Por lo que se refiere a los denominados “intelectuales de la transición” en España, aunque no ignoro la existencia de versos sueltos, como ejemplifica entre nosotros Fernando Savater, a mi juicio la mayor parte de ellos fueron sobre todo, dicho sea con el mayor de los respetos y reconociendo alguna excepción notable, intelectuales orgánicos, al servicio de opciones de partido, incluso más que ideológicas en el sentido amplio. Dicho ésto, creo que hay que reconocer que desempeñaron eficazmente esa tarea como tales intelectuales orgánicos, (siempre se cita el lugar común de que el gran intelectual orgánico fue El País).  

Si pensamos en esas referencias (no digamos, insisto, en los clásicos, en los intelectuales dela República), por contraste con el panorama actual, dominado por un proceso de polarización, la impresión que tengo es que (siempre, insisto, con excepciones) lo que domina es el modelo de intelectual de partido, lo que en muchos casos significa intelectual adscrito a un grupo mediático o editorial. Nos faltan figuras intelectuales en sentido propio, esto es, con espíritu libre y crítico

Los intelectuales, hoy. Apuntes para el escepticismo

¿Quedan intelectuales de vocación clásica? Sí: en Europa, aunque ya muy declinantes por razones de edad, hay dos ejemplos señeros de intelectuales que son, además, sabios: Habermas, Morin, Balibar. Y, sin incurrir en el error de pensar que sólo puede ser intelectual-tipo el ensayista (que no necesariamente filósofo, literato o historiador), hay algunos ejemplos reconocibles -insisto, declinantes, por razones de edad-, como lo era hasta casi ayer Kundera o, en otro sentido, lo es Vargas Llosa. Desde luego, también encontramos intelectuales con claro compromiso político: pienso por ejemplo en José Saramago, Manuel Castellls, Sami Nair, Manuel Cruz, Victoria Camps o Amelia Valcárcel o, fuera del ámbito europeo, el caso emblemático de Michel Ignatieff.

Hoy, diría, buena parte de los que, en nuestro país, serían candidatos a aparecer en el censo de intelectuales, muestran esa evidente voluntad orgánica, pero no cuentan -creo- con aquellos rasgos propios del intelectual que recordé al principio: son, en su mayoría, opinadores, columnistas o académicos (economistas, politólogos, historiadores, todavía muy pocos científicos) que se expresan desde las páginas de opinión de la prensa, en los espacios de tertulias, étc. Y añadiré de inmediato que uso el término “opinador” con todo el respeto que merece, a mi juicio, todo aquel que quiere presentar su opinión de forma pública, argumentada y aseada, lejos de la descalificación y la polarización.

Para terminar, insistiré en que no trato de hacer un canon, sino de dar mi propia opinión. Por tanto, no quiero decir que no haya hoy voces muy valiosas desde el punto de vista de capacidad de análisis y crítica, e incluso de intervención en cuestiones que nos afectan a todos (pienso en ejemplos como J. Riechman, S. Alba Rico, L. García Montero, o J.L Arsuaga). Hay también, sin ninguna duda, científicos, historiadores, ensayistas, economistas, escritoras o escritores, artistas o periodistas muy relevantes, pero me parece que su presencia y peso, desafortunadamente, es muy diferente del que tuvieron los intelectuales en sentido clásico.

LA CONDENA DE LOS REFUGIADOS (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 27 de junio de 2023)

Alguna vez he recordado que la maldición que parece acompañar a quienes se ven obligados a abandonar su hogar porque necesitan refugio, parecería remontarse a la expulsión de Adán y Eva del paraíso, el castigo que reciben para  purgar la pena por desobedecer la norma básica de su creador, probar la fruta del árbol del bien y del mal, y con ello haber dado paso a la libertad de juicio, o lo que es lo mismo, a la condición de ser humano.

Lo más terrible es que semejante prejuicio sobre la condición sospechosa del que huye a la busca de asilo, parece incrementarse hoy, precisamente cuando un número cada vez mayor de seres humanos necesitan de respuestas que les proporcionen ese mínimo imprescindible de protección, basado en un mandato multisecular y transcultural, el que obliga a ofrecer hospitalidad al extranjero. Y ya no sólo por huir de la guerra o de persecuciones por sus creencias o convicciones políticas, o por su pertenencia a grupos estigmatizados (por religión, etnia, opción sexual), sino también como consecuencia de la destrucción de recursos naturales, de la hambruna, del desastre climático: los nuevos desplazados que, según todas las previsiones, serán la mayoría de los que se verán obligados a abandonar su tierra antes de diez años.

La conclusión es sencilla: ese mandato civilizatorio que exige dar cobijo al extranjero que llega a nuestras tierras (como lo expresa la mitología griega o la historia de Ruth y Booz) , un imperativo multisecular, casi inveterado, que nos habla de una condición común a todos los seres humanos, de una noción de igual dignidad y un vínculo de solidaridad abierta, está hoy, más que nunca, en entredicho.

Todo lo anterior tiene reflejo en algunas falacias y mentiras en torno a la condición de refugiados, que se han abierto paso de forma tramposa en el lenguaje común, en el que encontramos en la calle, y también, a mi juicio de forma irresponsable cuando no culpable, por ausencia de visión crítica y voluntad de explicar la complejidad sin recurrir a píldoras simplificadoras, en buena parte de los mensajes que distribuyen los medio de comunicación. Basta echar una ojeada a los titulares que oscilan entre la lágrima de cocodrilo ante la enésima “tragedia en el mar” y el manto de sospecha ante la amenaza de invasión incontrolada que suponen millones de personas que supuestamente están al acecho en nuestras fronteras, esperando la menor oportunidad de “colarse”, para disfrutar de nuestro nivel de vida y nuestros derechos, sin merecerlo, porque no son de aquí. Permítanme que les recuerde dos de ellas.

La falacia básica: dejemos de hablar de refugiados

Quiero llamar la atención sobre una primera falacia, un uso lingüístico absolutamente indebido, por tramposo. Hablamos de millones de refugiados, cuando en sentido estricto refugiados sólo lo son las personas que han conseguido obtener ese estatuto jurídico internacional, después de conseguir presentar una solicitud y de un proceso las más de las veces semejante a un laberinto de incertidumbres –si no de arbitrariedades–, una carrera de obstáculos que parecen destinados a acumular vallas que impidan alcanzar la meta. Por eso propuse hace años que respecto a los refugiados y a los inmigrantes valía la expresión “vayas donde vayas, vallas”. 

Todas las estadísticas fiables, las de ACNUR o las de la OIM, nos muestran que son cada vez más los millones de personas que necesitan obtener la protección que no tienen en su hogar –donde les persiguen, donde una vida digna es imposible– y arriesgan sus vidas y las de sus hijos, sus familias, en viajes que son hacia la muerte en muchísimos casos, en los que emplean años de penalidades y violaciones espantosas de derechos, que luego se multiplican en burocracias desesperantes. Y sin embargo, son cada vez menos los que obtienen esa respuesta positiva, esa protección. Lean por ejemplo el informe 2023 de CEAR, o las advertencias de la red ECRE sobre el enésimo empeño de la UE en reiterar las falacias y prejuicios en los instrumentos jurídicos del Pacto europeo de migración y asilo, que he tratado de explicar recientemente. Por eso, deberíamos dejar de hablar de caravanas o barcos de “refugiados”, de naufragios o de muertes de “refugiados”, o incluso de campamentos de “refugiados”, que más parecen campos de concentración, como en las islas griegas, o modernos contenedores humanos, como los barcos para confinar a solicitantes de refugio e inmigrantes irregulares, que han inventado en la civilizada Gran Bretaña de Sunak

Más valdría que dijéramos sin eufemismos que ponemos todo nuestro empeño y nuestros recursos en tratar de impedir que quienes buscan asilo o refugio (asylum seekers, como se dice más correctamente en inglés), o una forma subsidiaria de protección internacional, puedan convertirse de verdad en refugiados. Lo último, lo inventó Dinamarca y lo ha patentado del Reino Unido: hacer que no puedan ni siquiera plantear su solicitud en nuestra tierra sino enviarlos a otro país, a poder ser lejos y que no cumpla con los más mínimos estándares de derechos humanos, para que se gestione allí esa solicitud. Aunque, a decir verdad, esta ingeniosa medida, que ya intentaron implantar otros gobiernos europeos hace muchos años –junio de 2002, en el Consejo Europeo celebrado en Sevilla siendo Aznar presidente del Gobierno–, tiene una indiscutible patente australiana. Es esa antigua colonia británica la que se adelantó en el alquiler de islas, para confinar en ellas a quienes tuvieran la osadía de querer llegar al paraíso australiano.

 

La trampa de nuestra hipocresía: el miedo a tomar en serio el coste electoral de la defensa de los derechos de los otros

La segunda falacia tiene que ver con nuestra hipocresía. Salvando la honrosa actitud que ejemplificó la canciller Merkel en la crisis de 2015 y que tuvo un coste político terrible, porque dio alas a los extremistas xenófobos, racistas y neonazis de AfD, lo que cala en la opinión pública europea es ese mensaje de discriminación, prejuicio y de claro menosprecio de obligaciones jurídicas elementales que nos impone el Derecho internacional de refugiados., que como ha sido ratificado por todos los Estados europeos, forma parte de nuestro propio Derecho, como el Código civil o la ley hipotecaria.

Es preciso denunciar la hipocresía que permite que lleguemos a ésto: es una exigencia no sólo moral, sino jurídica y política la que nos impone denunciar la indiferencia, si no el miedo de los demócratas europeos a perder votos por ser coherentes con esas obligaciones: “Cosa de idealistas ingenuos o buenistas”, es la respuesta que solemos oir. La mayoría de los spin doctors, de los más reputados especialistas en el análisis “realista” de previsiones electorales, sentencian sin el menor rubor en tertulias y sesudos análisis que un mensaje de respeto a los derechos humanos de migrantes y refugiados equivale al hundimiento electoral y, por tanto, es un error. Parece que no tenga cabida el mensaje de Atticus Finch: no se emprende esa batalla por el afán de ganarla, una vez que se han hecho los sondeos que nos permiten pensar que vamos a vencer, sino que damos esa batalla porque se debe hacer, so pena de renuncia a nuestras convicciones.

Oponerse a esta condena que sufren quienes buscan refugio, quienes quieren llegar a ser refugiados, no es una manía de buenistas. Es una obligación de demócratas, insisto. Subrayo demócratas, porque esto no es un asunto de izquierdas, sino de respeto a los derechos humanos y al Estado de Derecho. Por eso he escrito hasta la saciedad que con esa monserga seudocientífica y “realista” lo que está en riesgo es el naufragio de Europa, por la quiebra de su núcleo fundacional, que es el respeto del Estado de Derecho, del principio de elemental legitimidad que es la prioridad de los derechos humanos, por ejemplo, de la obligación de socorro a quien está en peligro, en lugar de enzarzarse en si se encuentra un centímetro más allá o acá de nuestra SAR o de nuestra frontera. Olvidar esos principios elementales significa legitimar los mensajes de los Orbán, Moraviecki o Salvini y Meloni. Los mensajes que, según han reconocido los líderes más extremistas del ya de suyo extremista Vox, quieren copiar en España. Aceptar esos planteamientos (admitirlos en pactos electorales con ellos) sería una renuncia culpable a poner pie en pared frente a quienes discriminan en el reconocimiento de derechos, algo que hoy ya sólo parece hacer el papa Francisco. 

Salvo que dejemos de lado la hipocresía y admitamos de una vez que no son refugiados, porque no queremos refugiados, y que no debemos llamarles así y por tanto debemos dejar de engañar a la opinión pública, porque en realidad no queremos asumir el coste de respetar ese derecho elemental, que pertenece a la mejor tradición civilizatoria de la humanidad.

LA CAUSA DE LOS TAURÓFILOS (capítulo en el libro Tauromaquia. Papers per al debat, Diputació de València, junio 2023)

Quienes tenemos como herramienta de trabajo las palabras y entre ellos, en particular, los juristas, llevamos aprendida la lección de Humpty-Dumpty a Alicia: “Cuando yo uso una palabra, insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso, quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos. La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda… eso es todo». Precisamente por eso, tenemos bien presente lo que cuesta cambiar el significado atribuido a un término cuando quien manda en el lenguaje, el pueblo que lo usa, ha convenido mayoritariamente atribuirle otro. Creo que es lo que sucede con “taurófilo”, una palabra que en sentido literal significa amante de los toros. Y, correlativamente, con “antitaurino”, es decir, quien está contra los toros.

En España, si se pregunta en la calle, le dirán que <amante de los toros> (“taurófilo”) es aquel a quien le gustan los denominados “espectáculos taurinos”, esto es, las corridas de toros y los festejos populares en los que los toros son protagonistas, aunque debería decirse más bien que lo es su sufrimiento, el de los toros. Hace mucho tiempo que perdimos esa batalla, y que se conoce como “antitaurinos” a quienes nos oponemos a esas costumbres y espectáculos, cuando -a mi juicio- quien debería merecer ese calificativo es quien causa daño a los toros. La Real Academia ha consagrado ese uso y así, la primera acepción de la voz <antitaurino> es ésta: “Contrario a las corridas de toros o a otros espectáculos en los que intervienen estos animales”.

En lo que sigue, trataré de recordar algunos de los argumentos por los que aquellos que nos consideramos taurófilos sostenemos que, precisamente por respeto a estos animales y por el rechazo a la violencia, a la crueldad y al sufrimiento gratuitos, las corridas de toros y los espectáculos taurinos deben ser prohibidos. Para ello habrá que recordar nuestros argumentos frente a quienes apoyan estas “fiestas”, desde una supuesta defensa de la libertad, de la tradición y aun del arte. En el trasfondo, evidentemente, subyace una controvertida cuestión de filosofía moral, jurídica y política, la del sentido de la noción derechos de los animales. Comenzaré por un breve resumen de ese debate de fondo, para luego exponer la crítica a los argumentos de los antitaurinos que, como digo, ignoran que lo son.

La reducción especista de los sujetos de derechos: la cuestión de los derechos de los animales

Desde el punto de vista de la teoría de los derechos humanos y fundamentales, la cuestión de quiénes son titulares de esos derechos está resuelta aparentemente en términos de una obviedad, que apenas oculta una tautología, por no decir una petición de principio: los seres humanos, todos y sólo los seres humanos, son los titulares de los derechos humanos. Y eso porque, se nos dice, es consustancial a la dignidad, un atributo a su vez privativo de los derechos humanos, una condición ontológica del ser humano. Por eso, una mayoría de los filósofos morales sostienen que hablar de derechos de los animales es un ejemplo de confusión moral y prefieren hablar, en todo caso, de nuestros deberes hacia ellos, que no derivarían de otra razón más que de la propia exigencia de perfección moral, de nuestra superior dignidad.

Si se pregunta en qué consiste a dignidad y por qué es privativa de los seres humanos, la respuesta -insisto- suele ser circular: sólo los seres humanos tienen dignidad y la dignidad es un atributo exclusivo de los seres humanos. Dicho de otra forma, sólo los seres humanos tienen valor, y no precio y ello se ilustra con conocidas citas filosóficas, como la de Séneca, para quien el ser humano es algo sagrado para todo ser humano[1], pasando por los humanistas, como Pico della Mirandola, el autor de la Oratio de hominis dignitate, también conocida como Oratio elegantissima (1478)[2], hasta llegar a su mejor formulación en la filosofía moral de Kant, para quien el ser humano, como ser autónomo, dotado de razón y libertad, siempre es un fin, no un medio: “siendo un fin en sí mismo, cada ser humano es único y no puede ser sustituido por nada ni por nadie, porque carece de equivalente…”no posee un valor relativo, un precio, sino un valor intrínseco llamado <dignidad>”[3]. Los filósofos de la moral y del Derecho sostienen mayoritariamente ese argumento: sólo los seres humanos son agentes morales y por tanto sólo ellos son titulares de derechos.

De ello se deduciría que el resto de los seres vivos son un medio y más específicamente un medio al servicio del ser humano, que debe disponer de ellos en términos de propiedad. No en balde esa construcción romana que es el derecho de propiedad y del que en rigor sólo es titular el paterfamilias y se extiende a su propia familia, a los esclavos y a los animales y bienes, será el arquetipo sobre el que la dogmática iuspublicista alemana construirá la teoría de los derechos públicos subjetivos que está a su vez en la base de la teoría de los derechos humanos y fundamentales.

Hoy, sin embargo, sabemos bien que esa noción de derechos subjetivos y su atribución exclusiva al ser humano[4], está cargada de un prejuicio ideológico, el que es propio de lo que MacPherson denominara la ideología del individualismo posesivo[5], y, además, de una concepción que, en lugar de científica, se ha ido mostrando como propia de otro prejuicio, el antropocentrismo o, más exactamente, el especismo[6]. Desde el XVIII, con la referencia al famoso alegato de Bentham[7], se abre paso una consideración de los animales no humanos como sujetos con sensibilidad, conscientes del sufrimiento y, por tanto, con intereses moralmente relevantes, dignos del tipo de protección jurídica que llamamos derechos. Los progresos en neurociencias, etología y biología han puesto de relieve que no tienen fundamento las supuestas barreras diferenciales entre los animales no humanos (una gran parte y no sólo los primates o los mamíferos superiores) y los humanos: comenzando por la autoconciencia, como puso de manifiesto la “Declaración de Cambridge sobre la conciencia”, adoptada en 2012 en el curso de la Francis Crick Memorial Conference on Consciousness in Human and non-Human Animals [8], y a añadir la capacidad de adaptar y transformar el medio, la acción comunicativa, la valoración de las conductas y de los intereses de los otros, etc.

El argumento, pues, resulta sencillo de exponer. Los animales no humanos, en la medida en que son capaces de tener autoconciencia y, con ello, de rechazar el sufrimiento, son titulares de intereses morales relevantes, que se deben proteger. Pues bien, eso es lo que llamamos derechos, que existen aun cuando sus titulares no sean capaces por sí mismos de protegerlos o de expresar su voluntad de reivindicarlos, como sucede en el caso de los niños, o de personas que padecen discapacidades cognitivas.

Ahora bien, a mi entender, la cuestión no es sólo ni primordialmente de carácter técnico-jurídico, sino que, como han señalado entre otros filósofos y juristas como Francione, Singer y, con mayor claridad, Kymlicka y Davidson[9], obliga a que nos planteemos una dimensión radicalmente política, relativa al sentido de los fines y medios que definen una sociedad justa o decente. Porque, como señalan quienes proponen una ética biocéntrica, como Fernández Buey o Riechman[10], es necesario superar la visión del mundo que nos lleva a construir, a ser partícipes de un orden de las cosas en el que resulta aceptable dominar y oprimir a otros: las mujeres, los niños, los negros, o los animales. Una concepción civilizatoria que trata a los animales como medios a nuestro servicio (para nuestro placer, diversión, salud, o utilidad económica), y que ha erigido el modelo más abusivo de propiedad como el paradigma de lo que llamamos derechos. Por eso, la cuestión no es la pertinencia de utilizar o no lo que denominamos derechos cuando hablamos de los animales no humanos, sino precisamente las razones, los argumentos que nos presentan como obvia la impertinencia de los derechos cuando hablamos de animales no humanos. Y esto tiene importantes consecuencias. Por ejemplo, la que señalan quienes sostienen que la lucha por los derechos de los animales no humanos, en la medida en que significa básicamente el reconocimiento del derecho a no ser propiedad, exige la abolición de la explotación animal institucionalizada, como propone la Declaración de Montreal del GREEA[11].

El problema, insisto, es que eso no es sólo ni primordialmente una batalla legal, o jurídica, sino que exige un cambio revolucionario en elementos clave de nuestro sistema de vida, como, por ejemplo, la industria mundial de la alimentación. Se trata de una verdadera revolución del espíritu humano, una nueva concepción civilizatoria, por muy descorazonador que esto suene para quienes apoyan esta causa, porque sitúa el objetivo más allá del alcance de las generaciones presentes. Por lo demás, es la tesis del ecologismo profundo, que enunció Lovelock y han desarrollado filósofos como Bruno Latour, que insistió en que debemos pasar de la mirada que plantea que los seres humanos vivimos de la naturaleza, al reconocimiento de que vivimos en la naturaleza y en realidad somos parte de ella: vivimos con los demás seres vivos[12].

En realidad, con la pandemia hemos aprendido que ideal de una sociedad justa es inseparable de las exigencias de una transformación ecológica que pasa por superar el especismo, desde de una concepción holista, global, de salud y de vida, en un doble sentido. Salud, vida, de todos los seres humanos, porque hemos aprendido que es fútil, suicida, la pretensión de poner fronteras al virus. De donde se deduce que la solidaridad con los otros, con africanos, asiáticos, sudamericanos, es no tanto una exigencia de solidaridad cuanto de egoísmo racional. Pero más aún, lo que la pandemia nos ha redescubierto es la interconexión entre la salud de las personas, de los animales y el medio ambiente, lo que se conoce como el principio de One Health (una sola salud). Una idea que tiene mucho que ver con algo que desde Darwin se supone que debemos tener asumido, esto es, la continuidad de la vida, que rompe con el prejuicio de la superioridad especista[13].

La toma de conciencia de ese continuum de la vida, a mi juicio, tiene mucho que ver con lo mejor de la noción de progreso, que es la exigencia de un desarrollo moral, jurídico y político, que nos hace tomar conciencia de ese bien que tenemos entre manos y respecto al cual a los seres humanos nos cabe una especial responsabilidad de proteger: la garantía de la vida, del equilibrio sostenible de la vida del planeta. Lo que nos hace humanos no es un tipo de inteligencia, ni la capacidad de memoria, ni la conciencia de sufrimiento, ni la risa o el lenguaje. Es saber el valor de la vida de los otros, de cualquier otro, y actuar de conformidad con ello. O, por mejor decir, esa es la idea regulativa que guía el progreso moral de la humanidad, a la que deben encaminarse el mejor Derecho, la mejor política: progresar consiste en aprender y llevar a la práctica esa exigencia de respeto a la vida. Progresar es hacernos más humanos, una tarea en la que, paradójicamente, podemos aprender mucho de los animales no humanos, de nuestra vida con ellos.

Hablar de derechos de los animales no humanos no significa reivindicar para los animales no humanos, ni para todos ellos sin precisiones ni especificaciones, todos y los mismos derechos que los que reconocemos a los seres humanos como titulares. Sólo a quienes optan por la vía de la caricatura, para ridiculizar la causa de los derechos de los animales no humanos, se les ocurre semejante analogía evidentemente impropia. Los derechos que reivindicamos, ante todo, son los derechos a un trato digno, es decir, en primer lugar, a la eliminación de toda forma de crueldad, de violencia, en nuestro trato con ellos. Y ese progreso moral y jurídico se está abriendo camino, por ejemplo, con la tipificación del maltrato animal como delito, el reconocimiento de que los animales no son cosas, sino seres sintientes, la prohibición de la explotación animal y de la experimentación científica con animales, sin barrera alguna.

El fundamento de la prohibición de las corridas de toros

Llegamos al argumento que ocupa este libro, la oposición a los espectáculos taurinos que comportan violencia y sufrimiento para los toros.

La tesis que sostendré tiene su apoyo en el argumento del reconocimiento de derechos a los animales que he expuesto en el apartado anterior. Se trata de reconocer a los toros como titulares de un interés moral cuya protección es aquello que constituye el motor mismo de la lógica del Derecho: la lucha contra toda forma de crueldad y violencia, contra toda manifestación de un daño que carezca de justificación. Y lo es el sufrimiento, el daño gratuito que se ocasiona a los toros en este tipo de espectáculos, so pretexto del placer estético que procurarían a los espectadores.

Los argumentos de los defensores de este tipo de espectáculos son básicamente tres: de un lado, alegan que se trata del ejercicio de tradiciones centenarias. Se añade en no pocas ocasiones que la defensa de estos espectáculos forma parte de la preservación de la identidad. Y, sobre todo, se sostiene que su prohibición contituiría una muestra de paternalismo moral indebido, pues supone negar su libertad a quienes defienden esas prácticas. Este tercero es, desde el punto de vista de la justificación moral y jurídica, el argumento más relevante.

A mi juicio, alegar que la prohibición de los espectáculos taurinos atenta a un derecho fundamental, la libertad individual de quienes quieren que esas prácticas permanezcan, es un sofisma. Revela una incomprensión radical de la noción jurídica de libertad: es verdad que la noción misma de Estado de Derecho y de democracia liberal, presuponen que la libertad es el valor superior de todo ordenamiento jurídico, incluso por encima de la vida. Pero no es cierto que la libertad sea un derecho absoluto que no admite limitaciones ni regulación. El Derecho –como nos recuerda una concepción que arranca de Cicerón[14], y alcanza su mejor expresión en Kant y en J.S. Mill, el padre del mejor liberalismo, no es otra cosa que un artefacto para hacer posible la conjugación de la libertad de cada uno con la de los demás. Y eso no es posible sin regular el ejercicio de esas libertades, sin establecer controles y ponderación entre los intereses y bienes en conflicto y, por ende, en algunos casos, prohibiciones.

Es cierto que, en el corazón de la democracia liberal se encuentra la argumentación de lo que Locke concebía como leyes-valla o leyes barrera, que nos garantizan nuestra libertad contra cualquier pretensión de poder y que persiguen que se garantice el principio básico de favor libertatis (D.29,2,71pr.; 35,2,32,5). Pero eso no excluye el carácter justificado de limitaciones de la libertad, sino muy al contrario, postula la regulación y limitación de las libertades en que consiste, según Kant, el Derecho: “Derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad»[15] . Al mismo tiempo, en la lógica del estado liberal de Derecho, la carga de la prueba no recae en quien ejerce su libertad, sino en quien quiere limitar la libertad porque considera necesaria y adecuada esa limitación.

El criterio que nos permite elucidar cuándo la limitación de la libertad está justificada es el núcleo mismo del liberalismo político, el Harm Principle o principio de daño, que enuncia Mill en un célebre texto de su ensayo On Liberty, coherente con la tesis que, como he recordado sostuvo Bentham: “the only purpose for which power can be rightfully exercised over any member of a civilized community, against his will, is to prevent harm to others”[16]la única razón de la interferencia en la libertad es evitar causar daño a intereses, necesidades o, digámoslo así, bienes jurídicamente relevantes.

El daño causado a los toros en la fiesta, en el espectáculo de las corridas de toros, es irrebatible. Y es un daño ética y jurídicamente inadmisible: como daño gratuito, es maltrato y tortura, aunque también sea arte y tradición. La violencia y la guerra llenan la inspiración del arte, la fiesta, de la filosofía, del pensamiento. No por ello defendemos la violencia ni la guerra. Y su única justificación (la que permite hablar de violencia justa, guerra justa, expresiones que, a juicio de muchos de nosotros serían un auténtico oximoron) se encontraría en el carácter de medio necesario para evitar un daño peor. Pero eso no es el caso en las corridas de toros. De estos espectáculos se puede sostener que son incompatibles con el mínimo mandato ético, tal y como lo formulara Schopenhauer: “La suposición de que los animales no tienen derechos y la ilusión de que nuestra manera de tratarlos no tiene significancia moral es un verdadero ejemplo de la crueldad y barbarie occidental. La compasión universal es la única garantía de moralidad… Una compasión sin límites hacia todos los seres vivientes es la garantía más firme y segura de la moralidad […] porque protege también a los animales, a quienes los demás sistemas morales europeos dejan irresponsablemente de lado”.

Dicho esto, los argumentos del respeto a la tradición o a los signos de identidad son más débiles. No discuto que, según lo demuestra cierta tradición arraigada, a no pocos puede parecerle bello ese espectáculo. Pero aun en ese caso, a mi juicio, se trata de una belleza cuyo coste no es asumible. No hay racionalidad jurídica que pueda apoyarse sólo en la existencia de un hábito (por arraigado que fuera, por ampliamente compartido) si ese hábito causa un daño relevante a un bien, a su vez, relevante.

Quiero concretar este repaso de los argumentos de tradición e identidad con lo que detalla el título V del Reglamento de festejos taurinos tradicionales de la Comunitat Valenciana[17], un texto cuya minuciosidad desearía uno para otras causas: nada menos que 100 artículos, agrupados en cinco títulos, ocho anexos destinados a complementar y asegurar la eficacia de la regulación, cinco disposiciones adicionales, dos disposiciones transitorias, una disposición derogatoria y dos disposiciones finales.

No es cuestión menor que el preámbulo de este Reglamento comience con una afirmación que, sin duda, es compartida por una parte de los valencianos, pero que confieso que me repugna: «Los festejos taurinos tradicionales (bous al carrer) son una de las señas de identidad del pueblo valenciano«. No contentos con ello, los autores del preámbulo ensalzan esas prácticas y celebra nel hecho de que en nuestra comunidad se convoquen más de 6.000 festejos taurinos. Aún más, el traído preámbulo considera estas prácticas no sólo como un rasgo identitario, sino como un «valor identitario» (sic). Así pues, si nos lo tomamos en serio resultaría que, hablando de valores, este preámbulo proporcionaría argumentos para defender que se forme en ese valor tan nuestro a los niños valencianos en la ESO y en el Bachillerato, como parte de esa educación en valores  que –a mi juicio erróneamente– se propone en la LOMLOE. Por cierto, el reglamento no se queda ahí en la defensa y promoción del valor identitario en cuestión, y prevé que se creen también cátedras universitarias de tauromaquia.

Este rasgo identitario «tan nuestro», elevado a la categoría de “valor identitario”, me parece un disparate de rango mayor. Como me lo parecen en general los intentos de establecer unas señas y unos valores específicos identitarios de este tenor. Por lo que sé acera de los problemas de identidad colectiva a los que he dedicado algunos años de estudio, procuro tener presente siempre el aserto de Witgenstein sobre el “infierno de la identidad”. Por decirlo brevemente, me parece estéril e incluso contraproducente adentrarse en el arcano de ese constructo que son los “rasgos de identidad». También, claro, los del «pueblo valenciano”. Para empezar: ¿qué entendemos por tal sujeto colectivo? ¿el pueblo valenciano que supuestamente aparece cuando Jaume I conquista estas tierras, y no antes? Y esos rasgos, ¿son una esencia que debemos preservar a salvo de cualquier evolución?

Es verosímil desde luego, que haya un importante número de ciudadanos valencianos que disfrutan defienden estas tradiciones. Por tanto, no niego que tales festejos cuentan con cierto arraigo popular. Tampoco ignoro que hay un buen número de peñas taurinas en muchas de nuestras poblaciones, que defienden las diferentes manifestaciones de estos «festejos taurinos tradicionales» (reunidos bajo la denominación común de bous al carrer, que reúne tradiciones diferentes, enumeradas en el reglamento: «toros cerriles», «toros ensogados», encierros, toros embolados, bous a la mar). Y añadiré que estoy convencido de que, en la defensa de los festejos, incide la presión de los lobbies que negocian con estas manifestaciones taurinas, que se han visto bloqueadas durante dos años y el temor de las administraciones a enfrentarse con los ciudadanos si deciden prohibir los festejos.

Aun así, soy de los que piensan que ha llegado la hora de acabar con esos festejos y de derogar ese reglamento, porque hay tradiciones multicentenarias –la guerra, la esclavitud, el maltrato a los diferentes– que son contrarias a lo que significa civilización. Precisamente porque una de las ideas guía de la «civilización», es eliminar la crueldad. Como me recordaba Alicia Puleo, “¡las mujeres viviríamos todavía en estado de subordinación si el argumento de la tradición no hubiera sido refutado por la ética!”.

Además, junto al daño físico y psíquico inflingido a los toros, añado el daño desde el punto de vista de la educación de la ciudadanía. Un espectáculo público que extrae su belleza de una muestra tal de violencia y aun de crueldad (que, a diferencia de lo que ocurre en el arte, no es una mera representación), no contribuye –a mi juicio- a construir una sociedad más respetuosa con el sufrimiento, menos violenta, menos cruel. Recordemos la sentencia de Publio Ovidio Nasón: “Saevitia in bruta est tirocinium crudelitatis in homines», esto es, la violencia contra los animales es la escuela de la crueldad contra los hombres. Educar en la crueldad contra los animales es la mejor escuela de violencia, como supo exponer magistralmente Peckinpah en la primera secuencia de Wild Bunch, en la que unos niños torturan a unos escorpiones en la cuneta del camino de entrada a la ciudad que están recorriendo los miembros de la banda que van a asaltar el banco, mientras desfilan los títulos de crédito.

A mi juicio, la cuestión no es si debemos prohibir o no las corridas de toros, los espectáculos que implican malos tratos, tortura y muerte de los toros, sino cúanto tiempo podemos seguir sin hacerlo, asumiendo de esa manera un mal que se inflinge los toros y a la sociedad. Cuánto retrasaremos esa decisión que es la única razonable, la única que nos sitúa en la dirección del progreso social, moral y a la que el Derecho debe servir.


[1] Séneca, Cartas morales a Lucilio, Libro XV, epístola XCV. Orbis, 1984, vol. 2, p. 97: homo res sacra homini.

[2] Discurso sobre la dignidad del hombre, UNAM, 2004.

[3] Remito a la edición de la Metafísica de las costumbres, Tirant, 2022, preparada por Manuel Jiménez Redondo, con un imprescindible ensayo introductorio.

[4] Durante siglos, al hombre, con los atributos de varón, mayor de edad, rico –sui iuris– y occidental, atributos que irán desapareciendo en las sucesivas luchas por hacer de los derechos como universales, hasta la DUDH que habla de seres humanos, hombres y mujeres y sin más adjetivos.

[5] Cfr. C.B.Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism: From Hobbes to Locke (1962); hay traducción al castellano, La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Trotta, 2005.

[6] He presentado más pormenorizadamente esos argumentos críticos sobre la formulación de la noción de dignidad en “En el bicentenario de Darwin. Los derechos de los animales y la barrera de la dignidad”, Teoría y Derecho, 2009/6, pp.6-19 y en “Human Nature and Dignity”, Mètode Science Studies Journal, 2011/1, pp. 138-144.

[7] J.Bentham, Introduction to the Principles of Morals and Legislation, cap. 18, sec.1: “Si todo se redujese a comerlos, tendríamos una buena razón para devorar algunos animales tal y como nos gusta hacer: nosotros nos hallaríamos mejor y ellos no estarían peor, ya que no tienen capacidad de anticipar como nosotros los sufrimientos futuros. La muerte que en general les damos es más rápida y menos dolorosa que la que les estaría reservada en el orden fatal de la naturaleza. Si todo se redujese a matar, tendríamos una buena razón para destruir a los que nos perjudican: no nos sentiríamos peor por ello, y a ellos no les sentaría peor estar muertos. ¿Pero hay una sola razón para que toleremos el que se les torture? No conozco ninguna. ¿La hay para que rechacemos atormentarlos? Sí, y muchas. […] Quizá un día se llegue a reconocer que el número de patas, la vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum son razones igualmente insuficientes para dejar abandonados al mismo destino a un ser sensible. ¿Qué ha de ser, si no, lo que trace el límite insuperable? ¿Es la facultad de la razón o quizá la del discurso? Pero un caballo o un perro adulto es, más allá de toda comparación, un animal más racional, y con el cual es más posible comunicarse, que un niño de un día, de una semana o incluso de un mes. Y aun suponiendo que fuese de otra manera, ¿qué significaría eso? La cuestión no es si pueden razonar, o si pueden hablar, sino ¿pueden sufrir?”.

[8] The Cambridge Declaration on consciousness, https://fcmconference.org/img/CambridgeDeclarationOnConsciousness.pdf.

[9] Así, G. Francione, Animals, Property and the Law, Temple, 1995, P. Singer, 2003. Desacralizar la vida humana. Ensayo de ética. («Unsanctifying Human Life. Essays on Ethics»), Cátedra; Singer, P., 2007.Asimismo su artículo “A Convenient Thruth”, The New York Times, https://www.nytimes.com/2007/01/26/opinion/26singer.html?login=smartlock&auth=login-smartlock; S Donaldson y W Kymlicka, Zoopolis. Una revolución animalista, Errata Naturae, 2018.

[10] F.Fernández Buey, Ética y filosofía política, Edicions Bellaterra, Barcelona 2000; J. Riechmann, En defensa de los animales. Antología, Catarata, 2017; Simbioética, Plaza y Valdés, 2022

[11] La declaración, impulsada por el Group de Recherches en Ethique  Environmental et Animal (GREEA) Ethics se puede consultar en https://greea.ca/en/nouvelles/montreal-declaration-on-animal-exploitation/.

[12] Cfr. por ejemplo, B.Latour, Où atterrir. Comment s’orienter en politique, La découverte, 2017.

[13] He intentado explicarlo en “La prioridad es la salud: ¿de quiénes?”, https://www.infolibre.es/opinion/luces-rojas/prioridad-salud_1_1182426.html.

[14] Pro Cluentio, 53, 146: legum servi sumus ut liberi ese possumus.

[15] Kant, Metafísica de las costumbres, «Introducción a la doctrina del derecho», § B. Cito por la edición de Tirant, 2022, con estudio introductorio a cargo de Manuel Jiménez Redondo

[16] On Liberty, The Collected Works of John Stuart Mill, Volume XVIII – Essays on Politics and Society Part I, ed. John M. Robson, Introduction by Alexander Brady, University of Toronto Press/Routledge and Kegan Paul, 1977: Sobre la interpretación del principio de daño, recomiendo la lectura del ensayo de Blanca Rodríguez, “Libertad salvo daño. Sobre una posible interpretación libertariana de Mill”, Tελος Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas-2007-2009, XVI/2: 59-74.

[17] Se trata del reglamento aprobado por el Decreto 31/2015 del Consell, siendo presidente de la Generalitat el popular Alberto Fabra.

AL CUMPLIR (CASI) MEDIO SIGLO DE ANDADURA UNIVERSITARIA. Intervención en la jornada «Conversación con Javier de Lucas, en homenaje a su jubilación » (22 de junio de 2023, Facultad de Derecho. Universitat de València)

La guía fundamental de esta intervención, lógicamente, es el agradecimiento y el reconocimiento por la enorme suerte que me ha correspondido a lo largo de este casi medio siglo de andadura universitaria que se cierra hoy con la jubilación. Me considero una persona afortunada por poder contarlo, en relativo buen estado físico y aun incluso mejor de ánimo…

Sigo pensando que el oficio universitario, sin ignorar sus limitaciones, sus servidumbres y algunos aspectos que a veces pueden llegar a ser sombríos (como lo es la vida misma), es o al menos lo ha sido, un enorme privilegio. Desde luego, en la Universidad pública.

Es un oficio que, a mi entender, se resume en una palabra precisa, aunque quizá esté en desuso: estudiar. Sí, nuestro trabajo consiste en eso, en estudiar, en aprender, en investigar, para ayudar a otros a aprender, que es nuestra manera de contribuir a hacer un poco mejor la vida de quienes nos rodean.

La mayor parte de estos casi 50 años (luego volveré sobre ese casi) han transcurrido en esta Universitat de València, a la que llegué en 1974 para hacer el doctorado y tuve la gran suerte (por mediación de nuestro común y recordado amigo Alejandro Llano) de encontrar la guía de Jesús Ballesteros, a quien considero mi primer maestro. Jesús compensó de largo con su inteligencia y su trato generoso, la educada reticencia franciscana con que me recibió D José Corts Grau, que me aconsejó vivamente que hiciera oposiciones a notario, o abogado del estado y luego, quizá, me planteara la tesis. Cuando asimiló que yo no quería hacer esas oposiciones, sino una tesis (ingenuo de mí, sobre justicia e igualdad en Platón), primero intentó encaminarme a Ramiro de Maeztu y finalmente aceptó resignadamente que me dedicara a Durkheim…

Pero insisto: he tenido mucha suerte en la vida universitaria

Primero, como decía, una fortuna enorme con mis maestros: además de Jesús, tengo que referirme a Ernesto Garzón, Elías Díaz y Gregorio, que me hicieron conocer a Treves, a Bobbio, a Ferrari, a Losano, a Macormick o a Ferrajoli, entre otros.

También he sido afortunado por pertenecer a una entonces joven generación de profesores de filosofía del Derecho, mi generación, llena de nombre brillantes, entre los que nombraré a Manuel Atienza porque es el más antiguo y el mejor de mis amigos entre esos compañeros.

Y no menor fortuna con quienes han sido estudiantes míos y luego se convirtieron en compañeros, en otras disciplinas, pero también en filosofía del Derecho y en alguna otra aventura, de esas -como la de la colaboración con ONGs, o la puesta en marcha de inicitaivas como cine y derecho- a las que me ha llevado un espíritu quizá demasiado curioso y disperso…

Sumaré más datos de fortuna: además de la suerte de disfrutar de no pocas estancias de investigación en otros países, he tenido la oportunidad de hacer dos largos paréntesis en la docencia, para dedicarme unos años a otros menesteres que, sin embargo, no me alejaron de la Universidad: siete años como director del Colegio de España en Paris, y luego cuatro años en el Senado, un honor (el de representar a los ciudadanos que me votaron) que debo a la propuesta que me hizo el secretario general del PSPV, Ximo Puig, y que me ha permitido participar en la actividad legislativa, sin desconectar de la Universidad, como presidente de la Comisión de ciencia, innovación y universidades del Senado. 

Esta aventura del Senado, o de dar el paso a la política, ya con edad avanzada (senatorial, en el sentido en que lo dice en El Gatopardo el interlocutor del príncipe de Salina, cuando intenta vanamente convencerle de que acceda ir al nuevo Senado italiano), fue una decisión difícil. No me voy a extender en ello.

Sí diré que conté con el apoyo de Consuelo e Irene, como en todas las ocasiones de cambios decisivos en mi vida.

Y añadiré que, cuando se lo comenté a dos de mis grandes y mejores amigos, Sami Nair y Francisco Jarauta, me dieron consejos muy útiles. Recordaré ahora uno en el que me insistió Paco: estudia a Cicerón otra vez…y para aburrimiento de mis compañeros de escaño eché mano de él en no pocas ocasiones

Es Cicerón, quizá con Montaigne, quien dejó escritas algunas de las mejores páginas sobre la amistad, un don que él parangona sólo con el de la sabiduría, aunque finalmente, en esa maravilla que es el Laelius de amicitia, que me tocó traducir en el examen de premio extraordinario de bachillerato, parece inclinarse por la amistad, como lo hace Montaigne

Pero no es de Cierón, sino de Appio Claudio, un dictum que resume ese don: amicum cum vides, obliviscere miserias. Y miserias, las hay. No digamos a la hora de la vejez. Sin necesidad de compartir el amargo dictamen de De Gaulle, ¡La vieillesse, quel naufrage!, la vejez no es plato de gusto, por más que podamos alabar algunos de sus dones. Pero como recuerda Appio Claudio, además de la experiencia que siempre aporta algo de sabiduría, queda la amistad. Y cuando me veo rodeado de tantos y tan buenos amigos pienso que el balance de cuanto he hecho en estos años universitarios no puede ser tan malo.

Y junto a los amigos, sin falsa modestia, mencionaré otros motivos de satisfacción: haber contribuido a dejar un Instituto de Derechos humanos que se renueva y mejora de continuo. Haber contribuido a formar a estudiantes, a profesores e investigadores de muchas generaciones. Y, lo sabéis, esa colección de cine y derecho que me une a Salva Vives, a Cande López, a Mario Ruiz, a Fernando y a tantos compañeros que son autores. Una colección que, por mediación de un buen amigo hoy presente aquí, recibió la medalla de oro de bellas artes…

Hablaba antes de ese casi medio siglo. Hay cierta belleza en la aparente mácula que impide una cifra redonda. Se cumplen 49 años, que no 50, del momento en el que me incorporé a la Universitat de Valencia, en octubre de 1974, para iniciar mi tesis doctoral. Y ha querido el azar que el regalo que me hacen mis compañeros de un número monográfico de homenaje de la revista CEFD lleve el número 49 también.

Por todo ello, gracias: permitidme que personalice en Maria José el agradecimiento a todos los que han puesto su tiempo, su trabajo y su afecto, para organizar esta jornada, y a cuantos se han tomado la molestia de participar en ella, también como asistentes.

Termino, con tres versos de un poema de Les matinaux, de René Char, un poeta que me enseñó a conocer y a amar mi amigo Sami Nair. En ese poema maravilloso sobre el país que soñaba para él, Ce pays n’est qu’un vœu de l’esprit, un contre-sépulcre.

Dice así:

<<Dans mon pays, les tendres preuves du printemps et les oiseaux mal habillés sont préférés aux buts lointains.

La vérité attend l’aurore à côté d’une bougie. Le verre de fenêtre est négligé. Qu’importe à l’attentif.

Dans mon pays, on ne questionne pas un homme ému.

Il n’y a pas d’ombre maligne sur la barque chavirée.

Bonjour à peine, est inconnu dans mon pays.

On n’emprunte que ce qui peut se rendre augmenté.

Il y a des feuilles, beaucoup de feuilles sur les arbres de mon pays. Les branches sont libres de n’avoir pas de fruits

On ne croit pas à la bonne foi du vainqueur.Dans mon pays, on remercie

LA PRESIDENCIA ESPAÑOLA DE LA UE Y EL PACTO EUROPEO PARA UNA POLÍTICA DE MIGRACIÓN Y ASILO: ¿UNA EMPRESA DESESPERADA? (Artículo publicado en La Marea, junio de 2023)

EL PLANTEAMIENTO: UNA AMBICIÓN TAN NECESARIA, COMO DE IMPOSIBLE CUMPLIMIENTO.

El presidente Sánchez estableció como prioridad para el semestre de presidencia española de la UE conseguir un acuerdo sobre el pacto europeo de migración y asilo, un objetivo que muestra una indiscutible y plausible ambición política. Es una tarea no sólo necesaria, sino también urgente. Por dos razones, una inmediata y otra demás largo alcance. Pero es también, como añadiré enseguida, un objetivo de imposible cumplimiento, a mi juicio, salvo que se vacíe de contenido.

Vayamos primero con las razones de su necesidad y urgencia.

La inmediata es la necesidad de dar por fin respuesta al tan aplazado propósito de un verdadero pacto europeo sobre migración y asilo. Un objetivo en el que llevamos debatiendo desde 2020 y que se concreta en un compelo sistema de instrumentos normativos, sobre los que no existe acuerdo.

La de mayor alcance es que ese acuerdo es una condición sine qua non para el futuro de una UE acorde con sus principios y capaz de presentarse como lo que debería ser, una potencia de soft power en las relaciones internacionales, un poderoso agente para hacer viable una política internacional basada en la multilateralidad, la cooperación y la paz. Nada menos. Déjenme que me explique un poco mejor

Recuerden el lema de la campaña electoral con el que ganó Biden y que, en su nueva campaña (“terminar el trabajo”), da por hecho que no se ha conseguido: reconstruir, reencontrar el alma de América, de una sociedad profundamente dividida como consecuencia de la estrategia comunicativa del supremacismo reaccionario que encabeza Trump. Pues bien, la próxima presidencia debería contribuir a reencontrar el alma de la UE, un alma que, a mi juicio, es sobre todo jurídica, porque el proyecto de la Unión tiene en su núcleo irrenunciable la defensa del Estado de Derecho, de la soberanía de la ley (de la Constitución), del control y división de poderes, de las libertades individuales como la libertad de expresión, prensa y manifestación. Y también, de la progresiva garantía de los derechos sociales, de un modelo de igualdad inclusiva, abierta a la pluralidad social, a través de políticas públicas basadas en el keynesianismo, que no niegan la libertad de mercado (es un principio fundacional de la UE), pero no renuncian a regularlo, a imponer límites.

Sin duda, los objetivos y las condiciones para que la Unión alcance ese papel, acorde con sus principios y valores, los fundacionales y los expresados en sede constitucional, van más allá de la política migratoria. Pero no entiende el mundo quien no advierte que nuestra respuesta a la gestión de los movimientos migratorios en sentido amplio (migración, asilo, desplazados climáticos) define el papel de la UE en la encrucijada crucial que vivimos hoy, en términos geopolíticos, globales. En ese sentido, como ha escrito recientemente Serge July en Libération, el nudo migratorio se ha convertido en el nudo gordiano de las relaciones internacionales. El problema es que la UE, como EEUU, Australia, parece adoptar el método Alejandro:  cortarlo de un tajo.

Reconozcamos que la UE (el bloque occidental, digámoslo sin ambages), como se evidencia cada vez más a propósito de la estrategia de la OTAN en relación con la invasión de Ucrania por Putin y con esa guerra que está marcando nuestras vidas, está perdiendo su relación con buena parte del mundo.

Desde luego, perdemos conexión con el sur global, que no comparte la estrategia de la UE. Dicho en corto: parte de nuestro descrédito (y, a sensu contrario, de la capacidad de protagonismo de la UE) en esa relación con el sur global, tiene que ver con nuestra política migratoria y de asilo, que desmiente los mensajes de una Europa comprometida en una política global presidida por el respeto a los derechos humanos y por los principios de cooperación y multilateralidad. Por esa razón, también, urge construir otra política europea migratoria y de asilo. Urge un cambio, sin buenismos ingenuos, pero sin el cinismo que es propio de un tipo de realpolitik, tan sucia como banal, que alientan las fuerzas reaccionarias y de extrema derecha que hoy contaminan a la derecha conservadora con el argumento de su indiscutible eficacia para captar votos.

No se puede decir que no lo sepamos: nuestras políticas migratorias y de asilo siguen dominadas por los aparentemente inconmovibles réditos electorales que se asocian a la utilización del espantajo de la inmigración. Un discurso de la inmigración como fobotipo, ajeno a los hechos y a las necesidades que muestran las migraciones como una oportunidad beneficiosa para todos, si se saben gestionar; en todo caso, un desafío difícil, pero no una amenaza. Esa es la alternativa que hay que saber construir. Porque empeñarnos en ese modelo de la inmigración como espantajo, a mi juicio, tiene un precio que no debemos pagar: perder el alma del proyecto de la Unión. Lo ha repetido L. Ferrajoli: esta política migratoria y de asilo, que Bauman calificó de industria del desecho humano, es lo contrario al Derecho, porque es una necropolítica (Mbembé), una política de crueldad, de vaciamiento del respeto básico al otro como sujeto de derechos, convertido en lo contrario: sujeto de infraderechos ((Lochack) , difícilmente compatible con lo que a mi juicio es el alma europea: la primacía del Derecho y del Estado de Derecho.

Pero volvamos a la cuestión inicial: ¿es esta una tarea posible’ A mi juicio, como decía, no lo es, salvo que la reduzcamos a un acuerdo parial o, para decir verdad, de mínimos. Desgraciadamente, hay obstáculos de gran envergadura. Recordaré cuatro, que hacen referencia a nuestro contexto:

  • El primero, el empeño en renacionalizar la cuestión migratoria por parte de la inmensa mayoría de los gobiernos de los Estados miembros y más aún de los que son representados por gobiernos de derecha extrema o extrema derecha, para los que las políticas migratorias son sobre todo el gran caballo de batalla electoral y campo preferente del resquicio de soberanía nacional que reivindican.
  • El segundo, la división de objetivos entre tres bloques, los países del centro (Franca, Alemania, Bélgica, Holanda, más Dinamarca, Suecia y Finlandia), el bloque Mediterráneo (España, Italia, Grecia. Malta) y el bloque del este (notablemente el grupo de Volvograd), lo que parece un obstáculo insalvable. Máxime habida cuenta de que Italia, Grecia y Malta se orientan hacia postulados muy reaccionarios, próximos a los de Orban (por cierto, los líderes de Vox en España se muestran no ya cercanos a Meloni y Salvini, sino a Orban).
  • El tercero, la guerra de Ucrania, que desplaza a este los intereses geopolíticos y parece subordinar a la UE a una tarea de acompañante de la estratega de la OTAN y de los EEUU
  • El cuarto, el creciente alineamiento de los Estados del Sur (lo que es notorio por parte de los BRIC) en una posición independiente de la que representan el bloque occidental y con la mira puesta cada vez más en lo determinante de las relaciones económicas y comerciales de China.

LAS CONTRADICCIONES EN LA PROPUESTA

Para ser más rigurosos, habrá que recordar que las dificultades para poner en pie una política migratoria y de asilo común de la UE, no son de hoy. Además de los obstáculos contextuales que acabo de enumerar, un análisis en perspectiva nos muestra contradicciones y errores reiterados

Comencemos por los presupuestos que lastran la posibilidad de una política migratoria común de la UE y a la altura de los actuales desafíos migratorios. Son dos, de vieja data: el empeño en la perspectiva de seguridad (que incluso algunos gobiernos plantean no ya en términos de orden público, sino incluso de defensa de la integridad territorial) y, en segundo lugar, la obsesión por reducir la política migratoria a una cuestión de beneficios en el mercado laboral, y todo ello en el contexto de una Europa en declive demográfico.

Pero, en segundo lugar, si tratamos de concretar las dificultades, un examen de alguno de los instrumentos normativos que integran el Pacto deja claro lo ralo de las expectativas. Basta con referirse a tres.

  • La propuesta de Reglamento sobre la Gestión del Asilo y la Migración (RAMM) no supone ningún avance, ninguna mejora en el modelo que tiene como eje el Reglamento de Dublín III a la hora de distribuir las responsabilidades de gestión de la presencia de inmigrantes y refugiados a cualquier punto del territorio de la UE: todo recae sobre el país de llegada, con el objetivo de evitar lo que desde Bruselas se denomina “movimientos secundarios”, es decir, la libertad de circulación de quienes una vez que han llegado, adquieran una posición legal. Supone la reiteración de un modelo de solidaridad demediada: voluntaria, desregulada, con ausencia de obligaciones comunes vinculantes. Como se ha dicho, “solidaridad como un menú a la carta para los Estados, con la opción de contribuir con la reubicación, el “patrocinio del retorno” u otras medidas destinadas a reforzar las capacidades o el apoyo en la dimensión exterior”. Este es un sistema que castiga insolidariamente a España, Italia, Grecia y Malta. Pero no hay acuerdo entre los gobiernos de esos Estados para mantener una posición común.
  • El objetivo de la nueva propuesta de Reglamento sobre un Procedimiento Común en materia de protección internacional es, por su parte, vincular los controles fronterizos con el Reglamento de control y con la versión refundida de la muy denostada Directiva de Retorno. El déficit fundamental de este segundo instrumento, además de que no existe un acuerdo sobre la obligatoriedad del procedimiento en fronteras, es que supone plantear dificultades en el tratamiento garantista de los procedimientos de protección internacional, es decir, en la seguridad jurídica de quienes plantean esa protección. Lo más grave, como ha señalado CEAR, es la “ficción jurídica de no entrada”, lo que tiene que ver con la práctica de las devoluciones en caliente que ha sido legalizada en gran medida por el TEDH.  
  • Respecto a la vía de acuerdos bilaterales con los países de origen y tránsito, que se propone desarrollar sobre todo en relación con los flujos africanos, me parece altamente criticable lo que podríamos llamar “modelo Marruecos”. Ese tipo de acuerdo no es el modelo bilateral ni multilateral deseable porque pervierte el sentido de una política de codesarrollo o de cooperación, bajo la premisa de obtener a toda costa la colaboración de los Estados de origen o de tránsito de los movimientos  de emigrantes y desplazados en el control de salida, tránsito y retorno, al supeditar las políticas de cooperación al cumplimiento de cuotas policiales, sin ninguna referencia a las tres “D” (democracia, derechos humanos desarrollo) en esos mismos países, lo que resulta particularmente grave cuando se trata de regímenes autoritarios, si no dictatoriales, gobernados por autócratas o elites corruptas.

PARA SALIR DEL LABERINTO: PROPUESTAS PARA VOLVER A UN CONSENSO BÁSICO

Creo que podríamos enunciar algunos puntos de acuerdo sobre la orientación que debería darse al pacto europeo para que no fracase una vez más. Propondré los siguientes, que en buena medida arrancan de las recomendaciones de buenas prácticas (un elenco de mínimos, como es bien sabido) expresadas en el Global Compact for Safe, Regular and Legal Migration, aprobado por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas en diciembre de 2018. Es una propuesta en la que coinciden no pocas ONGs y también algunos investigadores especializados, con los que he mantenido frecuentes intercambios:

  1. Es imprescindible que se sea coherente de una vez con una prioridad inexcusable: el respeto a los derechos y garantías de las personas inmigrantes y de los demandantes de protección internacional, tal y como lo consagran los instrumentos normativos ratificados por la propia UE y sus Estados miembros, no es una opción. Comporta obligaciones vinculantes y exigibles. Y hablamos de derechos individuales y de sus garantías, que deben ser sustanciadas en sede judicial con derecho a defensa
  2. Hay que rechazar la consolidación de las fronteras como lugares de no-derechos
  3. En materia del cumplimiento de las exigencias del Derecho internacional de refugiados, es inexcusable el respeto al principio de non refoulement.
  4. Habría que tomar en serio, de una vez, el principio de solidaridad compartida y, por tanto, la necesidad de establecer responsabilidades concretas y comunes, de carácter vinculante. Superar los tres bloques de intereses…
  5. La directiva de protección temporal no puede ser un sistema a la carta, que vale por ejemplo para lso ucranianos, pero no para sirios, afganos o sudaneses…
  6. Impulsar vías legales y seguras para acceder a la protección internacional
  7. Poner fin a la externalización de fronteras y a la condicionalidad del desarrollo al control migratorio y la readmisión.
  8. No permitir derogaciones del sistema de asilo y rechazar el concepto de instrumentalización
  9. Garantizar condiciones de acogida dignas y eliminar las barreras en el acceso a los derechos sociales, económicos y culturales. En ese sentido, no olvidemos el papel de las CCAA y de los municipios, absolutamente clave en la construcción de un sistema de acogida que facilite el reconocimiento y la inclusión de quienes llegan a nosotros con el propósito de instalarse durante un cierto período de tiempo, o incluso, para quedarse aquí. Son a mi juicio un ejemplo de aquello de <hacer de la necesidad virtud>. Porque los necesitamos, necesitamos su presencia y su contribución, en términos demográficos, económicos, pero también sociales y culturales, se denominó en su día Plan Estratégico para la Ciudadanía y la Integración (PECI) si queremos un futuro para nuestros hijos, para nuestro país, que vaya más allá de un lugar de asueto y retiro para jubilados ricos. Tenemos ya testimonios, experiencias de lo que se puede conseguir con buenos planes orientados a lo que puede describirse como inclusión para la ciudadanía, en ámbitos que van desde la educación, la salud, los servicios sociales, la vivienda, o el empleo


ANEXO: LAS PROPUESTAS DE CEAR

CEAR ha lanzado un documento de trabajo con propuestas para la Presidencia Española del Consejo de la UE en materia de política migratoria y de asilo. Por su interés, condenso aquí esas propuestas (https://www.cear.es/wp-content/uploads/2023/04/Recomendaciones-CEAR-presidencia-UE.pdf), un informe que comienza por recordar que esta presidencia supone una oportunidad para avanzar en la construcción de un Sistema Europeo Común de Asilo con un enfoque garantista que priorice la protección de las personas y la garantía de sus derechos, así como la solidaridad y la responsabilidad compartida entre los Estados miembro. Bajo esta premisa, desde CEAR, se han formulado las siguientes propuestas, que resumo:

  1. Promover una reforma profunda de las normas de Dublín para garantizar un reparto verdaderamente equitativo de las responsabilidades compartidas en materia de asilo entre los Estados Miembros.
  2. Superar el criterio del país de primera entrada mediante una nueva jerarquía de criterios para determinar la responsabilidad, que otorgue mayor importancia a los vínculos familiares en sentido amplio y tenga en cuenta las situaciones de enfermedad grave y/o discapacidad u otras situaciones de vulnerabilidad de las personas solicitantes de asilo.
  3. Impulsar la aprobación un mecanismo de solidaridad obligatorio y permanente basado en un mínimo de cuotas obligatorias de reubicación como única contribución solidaria posible.
  4. Rechazar la alternativa del patrocinio de retorno o el apoyo de capacidades en la dimensión exterior, poniendo en el centro la protección de las personas.
  5. Defender el salvamento y rescate en el mar frente a la criminalización del trabajo humanitario, y adoptar un acuerdo sobre un mecanismo de desembarco europeo seguro y predecible, con posterior reubicación obligatoria.
  6. Oponerse a la obligatoriedad de los procedimientos fronterizos acelerados y rechazar la ficción jurídica de no entrada, ya que retrasan el acceso al procedimiento de protección internacional y a las garantías procedimentales debidas, además de poner en riesgo el respeto del principio de no devolución.
  7. Garantizar un tratamiento individualizado y con plenas garantías de las solicitudes de asilo, así como la asistencia jurídica gratuita en todas las fases de los procedimientos administrativos y judiciales sin excepción.
  8. Garantizar el respeto del principio de no-devolución. Rechazar la emisión automática de una decisión de retorno junto a la denegación de la solicitud de asilo y garantizar el efecto suspensivo automático de los recursos en todos los supuestos.
  9. Oponerse a la canalización de las solicitudes de asilo hacia el procedimiento fronterizo en función de la nacionalidad y respetar la no discriminación tal y como establece el artículo 3 de la Convención de Ginebra.
  10. Rechazar las derogaciones amplias del acervo de asilo de la UE, y eliminar la ampliación del plazo de registro de solicitudes de asilo y la obligatoriedad del procedimiento de asilo en frontera en situaciones de crisis.
  11. Garantizar que la base de la respuesta ante situaciones de crisis sea el acceso al procedimiento de protección internacional con todas las garantías y la solidaridad obligatoria y compartida.
  12. Defender la Directiva de Protección Temporal frente al riesgo de su derogación y sustitución por la “protección inmediata” del Reglamento relativo a las situaciones de Crisis, que es menos garantista, así como promover su aplicación para responder a situaciones similares a la producida como consecuencia de la invasión de Ucrania.
  13. Defender salvaguardas para evitar la elaboración de perfiles raciales, controles intrusivos o el abuso de discrecionalidad en el tratamiento de los datos biométricos, y proteger a las personas frente al estigma de criminalidad asociada a estas prácticas.
  14. Garantizar que la recogida de datos biométricos nunca se realice de manera coercitiva y que se incluya una perspectiva de infancia, de protección y de derechos humanos, y promover la reunificación familiar cuando el interés superior del menor así lo determine.
  15. Defender la eliminación de la ficción jurídica de no entrada, garantizando el acceso al procedimiento de asilo con plenas garantías para las personas solicitantes de protección internacional.
  16. Implementar un mecanismo de identificación precoz y derivación de las personas en situación de vulnerabilidad para reforzar las garantías de protección de personas víctimas de trata, personas con necesidades específicas o niños y niñas sin referentes familiares.
  17. . Impulsar y reforzar mecanismos nacionales independientes de monitorización del respeto de los derechos fundamentales en toda actividad de vigilancia y control de las fronteras exteriores. Dichos mecanismos deben dotarse de garantías para asegurar su independencia, implicando en su funcionamiento a instituciones nacionales de derechos humanos, la FRA y organizaciones de la sociedad civil; y tener un mandato para investigar cualquier vulneración de derechos fundamentales en las fronteras, así como capacidad para imponer sanciones.
  18. Impulsar la aprobación de un mecanismo ambicioso de reasentamiento con cuotas obligatorias para todos los Estados Miembros.
  19. Asumir un mayor compromiso en relación a la adopción de vías legales y seguras: promover la posibilidad de solicitar asilo en embajadas y consulados en exterior, la expedición de visados humanitarios, flexibilizar los requisitos para la reagrupación familiar, así como facilitar el acceso a programas de movilidad laboral o formativa en la Unión Europea.
  20. Rechazar el concepto de “instrumentalización” y la normalización de excepciones a las normas de asilo, previstas en el Reglamento de Instrumentalización y en la modificación del Código de Fronteras Schengen; y en su lugar, promover una mayor armonización de las normas del Sistema Europeo Común de Asilo.
  21. Liderar una política europea de cooperación al desarrollo que responda a objetivos de erradicación de la pobreza y lucha contra las desigualdades, teniendo como guía la Agenda 2030 y rechazar la instrumentalización y condicionalidad de la ayuda al desarrollo al control fronterizo.
  22. Oponerse a utilizar la ayuda al desarrollo como mecanismo de presión para que los países de origen y tránsito colaboren en la contención de flujos migratorios y la readmisión de las personas expulsadas.
  23. Garantizar estándares de acogida dignos y armonizados en todos los Estados miembros, así como el acceso y ejercicio de los DESC y un nivel de vida adecuado para las personas solicitantes de protección internacional.
  24. Promover una sociedad europea de acogida más inclusiva e igualitaria, poniendo en valor a los profesionales y equipos multidisciplinares incluyendo la figura de los y las mediadores interculturales.

Combatir la discriminación y el discurso de odio con el diálogo intercultural y la convivencia como elementos clave para favorecer la i

TOMÁS S.VIVES ANTÓN: UN KANTIANO QUE PRESTÓ ATENCIÓN A WITTGENSTEIN EN JUSTA MEDIDA (INTERVENCIÓN EN EL SEMINARIO EN HOMENAJE A TOMÁS VIVES, VALENCIA, 21 DE MARZO DE 2023)

No puedo por menos que expresar un moderado agradecimiento a los organizadores, por el regalo envenenado que me han adjudicado en este seminario: hablar de filosofía del lenguaje en Tomás Vives y hacerlo en una mesa en la que están Manolo Jiménez y Jose A. Ramos, bajo la presidencia -espero que indulgente- de mi amigo y compañero Javier Mira.

En realidad, como diría uno de los grandes filósofos del lenguaje de las galaxias, el maestro Yoda: la prudente admonición de Wittgenstein uno debería seguir y la boca cerrar. Pero uno, como es sabido, es de natural imprudente y próximo a la incontinencia verbal: así que desoiré la interpretación más pedestre de la última proposición del Tractatus, en aras de participar en este homenaje a nuestro querido Tomás.

Evocaré primero el lugar común que nos presenta al Derecho penal como la más filosófica de las disciplinas de la dogmática jurídica, estrechamente emparentada con la filosofía del Derecho. Me referiré después a lo que, sin pretensiones, llamaré la filosofía de Tomás Vives, para abordar en tercer lugar dos de sus ensayos en los que la huella de la filosofía analítica quizá esté más presente.

De la dimensión filosófica del Derecho penal

Comencemos por el marco. Es un tópico afirmar la vis filosófica presente en los estudiosos del Derecho penal, por la evidente relación entre el Derecho penal y la filosofía; aún más, la filosofía moral, política y jurídica. Una relación de la que hay abundantes testimonios incluso en la cultura del common law (muy ligada a la filosofía del pragmatismo, a la propia filosofía analítica y más recientemente, a los estudios culturales), pero desde luego en la nuestra. Pienso en obras de notables penalistas italianos y sobre todo alemanes. Subrayo alemanes, porque lo favorece la frecuente organización disciplinar en las cátedras alemanas que reúne ambas disciplinas -filosofía del Derecho y derecho penal-, aunque también se asocia la filosofía del Derecho con los iusprivatistas (Larenz) o con iuspublicistas (el caso eminente de Jellinek). Por cierto, de ese trasfondo filosófico en la cultura jurídico-penal alemana son buenos testimonios las novelas y relatos de von Schirach, de las que Pepe y yo somos acendrados seguidores.

Entre nosotros, como subrayó el estudioso Sánchez Ostiz, es preciso reconocer que fue el respetado jurista Alvaro d’Ors quien siempre sostuvo, incluso empecinadamente, que el Derecho penal era una disciplina filosófica o, más bien, humanística, como a su juicio lo es la jurisprudencia en su particular concepción del sistema de las ciencias[1] en cuyo núcleo se encontraba la ética. Sin moralina, desde luego: el Derecho penal está vinculado a la ética pública, diríamos hoy, en el sentido en que la consagra la parte dispositiva de las constituciones. Y ello conduce, en opinión del reputado romanista, a sostener que el Derecho penal, contra lo que parece más evidente, estaría a su vez más vinculado con la dimensión de auctoritas que con la potestas, en el Derecho. Ahí lo dejo…

 Vuelvo a la tesis de raigambre alemana sobre la relación entre filosofía, iusfilosofía y derecho penal, que hoy es lugar común[2]. Digo de raigambre alemana porque al plantear esta dimensión filosófica del Derecho penal y de la ciencia del Derecho penal, a todos nos vienen a la mente nombres como el del neokantiano Hans Welzel, profesor de Derecho penal en Góttingen y luego de Derecho penal y filosofía del derecho en esa Universidad y posteriormente en la de Bonn y autor de un ensayo temprano (1930) sobre Derecho penal y filosofía[3]. O el también neokantiano Gustav Radbruch que, además de llegar a ser ministro de justicia en la república de Weimar, fue profesor de Filosofía del Derecho y tuvo la cátedra de Derecho penal en Heidelberg, de la que le despojó el nazismo. Radbruch es, por cierto, el autor del motto que reúne Derecho, razón y fuerza, o Derecho, auctoritas y potestas, que tanto me gustaba repetir a mis estudiantes de Derecho (Macht ohne Recht…)

Sobre la filosofía de Tomás S Vives

Pues bien, esa relación entre filosofía, filosofía del Derecho y Derecho Penal, se encuentra en la base de la formación y, por tanto, de la obra de Tomás Vives. Subrayo lo de formación, porque una de las cosas que siempre me llamó la atención de Tomás fue su vocación de estudio, de formación permanente, abierto en particular a lo más relevante de la evolución del debate filosófico contemporáneo, como lo muestra su atención a las obras de Habermas y de Rawls, una vocación de estudio que se le acrecentó justo en el momento en que parece que debe declinar biográficamente, esto es, cuando ya era un autor de referencia en su campo, en la para mí mal llamada dogmática penal, cuando Tomas era ya un maestro reconocido en el Derecho penal. Tomás, por así decirlo, da rienda a su vocación filosófica, que me parece inseparable de su vocación pública como defensor del modelo del Estado de Derecho, del Estado constitucional de Derecho.

Como he tratado de recordar, la razón de ser de esa vis filosófica del Derecho Penal es que la ciencia del Derecho penal se articula en torno a varios conceptos clave o ideas guía que le son comunes con la filosofía. Así, los conceptos de acción (y omisión) y libertad[4].

Esos dos conceptos y sobre todo el de libertad, ocuparon muchas horas de trabajo de Tomás Vives y así lo reflejan muchas de sus publicaciones y también de sus opiniones jurisprudenciales más relevantes en el ámbito jurídico-constitucional, que tocan el núcleo mismo de la defensa del Estado de Derecho y del garantismo penal, sin los que no se puede entender una concepción liberal del Derecho penal, que Tomás se empeñó en sostener.

Más concretamente y en lo que se refiere al objeto de esta mesa, la modesta tesis que sostengo es que los estudios de Tomás sobre esos conceptos y en particular sobre la libertad, hay una notable huella de la concepción propia de la filosofía analítica como filosofía del lenguaje, que se explicitan sobre todo en sus Fundamentos del sistema de Derecho Penal[5] y en algunos ensayos, como tres de los publicados por él en la última década en Teoría y Derecho: concretamente, en 2012, en 2014 y en 2019[6].

Pero eso, a mi modesto juicio, no justifica que, filosóficamente hablando, se pueda decir de él que fuera un estricto seguidor de la concepción analítica de la filosofía del lenguaje, e incluso me atrevería a poner en duda que la concepción filosófica de Tomás sea la propia de la filosofía del lenguaje, aunque me parece que la lectura que hizo Tomás de Wittgenstein -una lectura, sobre todo del Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas– marcó metodológicamente (a mi juicio, más que conceptualmente) su obra, sin la menor duda.

Quiero llamar la atención sobre dos de estos trabajos. En primer lugar, el ensayo publicado en el nº 11 de Teoría y Derecho, que propone una reflexión compleja sobre determinismo, acción y lenguaje, desde las aportaciones de la filosofía analítica. Este es un texto de profunda raíz filosófica -como lo es todo intento de autocomprensión humana- sobre la aporía filosófica que subyace al Derecho penal a propósito de determinismo, libertad y culpa, tal y como advierte Vives en las obras de Engisch y Welzel[7]. A juicio de Tomás, en uno y otro hay un intento de reinterpretación de la tercera antinomia kantiana, entre determinismo y libertad, esto es, la que opone la exigencia racional de que todo haya de tener un principio absoluto a priori y la exigencia contraria, de que todo haya de derivar, según una ley inexorable, de una causa. Nuestro homenajeado recurre hábilmente al punto de vista de Stuart Mill, que abandona la discusión filosófica sobre el libre albedrío para fijarse en el concepto de libertad civil o social, mucho más fructífero desde el punto de vista del derecho penal.

De la conciencia de limitación de las reflexiones sobre este complejo problema filosófico da cuenta la cita de las Investigaciones filosóficas de Witggenstein que Vives hace suya:

 “somos cuando filosofamos, como salvajes, hombres primitivos, que oyen los modos de expresión de hombres civilizados, los malinterpretan y luego extraen las más extrañas conclusiones de su interpretación”. (Investigaciones filosóficas. Crítica, Barcelona, 1988, núms. 193,194)

 La conclusión de su análisis es que no hay razones concluyentes de preferencia por el determinismo fuerte, pero tampoco por las del determinismo débil que a su juicio se basa en un juego de lenguaje inconsistente. A la postre, Tomás se escapa en no poca medida de la discusión analítica (y, desde luego, del libertarismo metafísico) y sigue la propuesta liberal de Mill porque a en su opinión es la única compatible con el sentido común y el uso común del lenguaje y, a la vez, con la fundamentación racional de la responsabilidad, la culpabilidad, el castigo y los derechos constitucionales.

Insisto: a mi parecer, Tomás no fue un wittgensteniano, si esa adscripción tiene algún sentido en un penalista. Desde luego, no lo contaría en las filas de los analíticos en sentido estricto[8]. Pero tampoco diría que fue un habermasiano, pese a que dedicó buena parte de su esfuerzo intelectual a las propuestas de Habermas y de ello el mejor testigo es Manolo Jiménez.

Creo que lo que fue siempre Tomás es un kantiano, alguien que revisitó una y otra vez a Kant. Y podría sostener que hay en él cierta influencia de la hermenéutica de Gadamer que, en el fondo, es una huella heideggeriana, por no decir de una línea roja del quehacer filosófico que se remonta al Fedro de Platón (esto es, al concepto de logos desarrollado en la filosofía griega antigua entendida como discurso o dialéctica).

A ese respecto, me parece muy significativo su ensayo de 2019 sobre las contradicciones de la concepción kantiana del delito y de la pena, en el que lo que subyace, más que la filosofía del lenguaje, es una preocupación por el lenguaje en la que me parece advertir, como decía, cierto aliento heideggeriano, al menos de la tradición heideggeriana que me parece presente en un jurista como Welzel y que tendría continuación en la hermenéutica desarrollada por Gadamer.

Como se recordará, Tomás ofrece en ese ensayo una reflexión acerca de la vigencia de las nociones de razón y libertad propias del pensamiento kantiano —significativamente, la libertad política— junto a una visión crítica sobre la contradicción en Kant de los conceptos de delito y pena. La línea argumental de este ensayo es que esa contradicción no es el germen del declive de una concepción kantiana del Derecho y del delito -que el propio Vives reivindica., que viene avalada por el papel que corresponde a la libertad en esta construcción. Para Tomás, la negación del programa kantiano de universalización de la libertad no surge de sus contradicciones internas, que las tiene, sino de un movimiento de refutación, tanto en el terreno de la historia material como en el de la historia del pensamiento y que, en el ámbito penal, se caracteriza como una lucha contra el Derecho penal liberal. En definitiva, este ensayo es un nuevo intento de Tomás de enfrentarse al asalto a la razón y, por decirlo al modo habermasiano, a la confrontación entre la facticidad y la validez, o mejor, a la transmutación de la facticidad en normatividad, como se advierte en el caso de la doctrina del Derecho penal del enemigo, que Tomás señala como un eslabón más en el embate autoritario contra el Estado de Derecho.

Termino con una cita de Tomás, en su ensayo de 2011, que me parece de algún modo reasuntiva de su esfuerzo teórico y de su compromiso ciudadano. En ese trabajo, propone “extraer de la elusión del determinismo y de la consiguiente afirmación de la libertad, tal y como la experimentamos en la vida social, dos consecuencias prácticas, a saber: en primer lugar, la de que el castigo y la enajenación no sólo no son intercambiables, sino que son incompatibles; y, en segundo lugar la de que ni la imagen de la prisión ni la de la institución psiquiátrica deberían situarse en el centro de nuestra sociedad porque no es racional incrementar la exclusión sino reducirla”, y concluye:

“Ciertamente, no podría alcanzarse de ese modo algo mejor que el Derecho Penal, porque no conocemos nada verdaderamente mejor, ya que -en el Derecho Penal, cuando menos- el castigo está sometido intrínsecamente a límites constitucionales y su alternativa, el tratamiento, no; pero tal vez se conseguiría vivir bajo un Derecho Penal mejor, esto es, un Derecho Penal cada vez menos excluyente y más respetuoso con la dignidad de los seres humanos. Por desgracia, ese objetivo no forma parte del signo de los tiempos que nos ha tocado vivir; pero podemos utilizar la libertad práctica que, como seres humanos, tenemos para intentar cambiar en ese sentido la injusta realidad que nos rodea”


[1] Recuerda Sánchez Ostiz (2016, pp. 252 y ss) que D’Ors describe la jurisprudencia como «la ciencia de los juicios sobre la conducta humana considerada como exigible por la sociedad…No es una ciencia social, precisamente porque esos juicios se refieren a conflictos intersubjetivos y no a conflictos entre conjuntos humanos masivos». Se trata de una ciencia humana, de las Humanidades. el Derecho penal presenta tres aspectos relacionados: por un lado, la prudencia política del gobernante, propia de la Política; por otro, la «moralidad» de los actos humanos, de cuya fundamentación racional participa también la Ética; y además, los juicios sobre la conducta humana considerada como exigible por la sociedad incluso con la amenaza de sanción, que es lo propio del Derecho como Jurisprudencia. De esas tres facetas, la escisión y ubicación del Derecho penal respondería a la segunda, sin renunciar a las otras dos. Y a la vez, supondría una opción por enfocar el Derecho penal no hacia la política, ni hacia la jurisprudencia, sino hacia la fundamentación racional del actuar humano. Si además se parte de la distinción de la legislación, que es acto de potestad, frente a la actividad jurisprudencial, que lo es de autoridad16, se entiende el Derecho penal como un saber no vinculado a potestad ni autoridad, sino orientado a la fundamentación racional del actuar humano. En todo caso, según entiendo, al menos más próximo a la auctoritas que a la potestas”.

[2] Me refiero a ensayos como el de Seelman, Estudios de filosofía de Derecho y Derecho penal de Seelman, o al reciente volumen colectivo Fundamentos filosóficos de Derecho penal, editado por Duff y Green, en el que diferentes especialistas desde los campos del Derecho Penal, la filosofía jurídica, moral y política exploran este nexo.

[3] Welzel es autor de libros como “Derecho Penal y Filosofía” (1.930), “Causalidad y Acción” (1.931) y “Sobre los valores en Derecho penal” (1933)

[4] Además de su presencia en sus obras sobre la dogmática penal, como Fundamentos del sistema penal, 1999, creo que la referencia clave es La libertad como pretexto, su monografía de 1999.

[5] Fundamentos del Sistema Penal. Acción significativa y derechos constitucionales, Tirant lo Blanch, Valencia, 2011. Cfr en particular pp. 327-328 y ss.

[6]  Me refiero a su “Ley, lenguaje y libertad (Sobre determinismo, libertades constitucionales y Derecho penal)”, Teoría y Derecho, nº 11, 2012, pp. 168-217 y a su ensayo sobre von Wright, “Presupuestos metodológicos de la dogmática de la omisión: Una reflexión desde el pensamiento de von Wright”, Teoría y Derecho, nº 15, 2014, pp. 258-275. El último, “Reivindicación de la concepción kantiana del Derecho y del delito: tras la libertad”, Teoría y Derecho, nº 25, 2019, pp. 134-157. Obviamente, dedicó no pocos trabajos a las nociones de acción y omisión en Derecho penal. Por ejemplo, trabajos como “Nullum crimen sine lege: comisión por omisión y dogmática penal”, Teoría y Derecho, nº 20, 2016, pp. 147-202.

[7] Las tesis de ambos juristas le sirven como ejemplo de la argumentación sobre determinismo y responsabilidad penal. Así, Vives (2012: 169) subraya la importancia de la conferencia que dictó Engisch en 1962 en la Asociación Alemana de juristas, publicada con el título Die Lehre von der Willensfreiheit in der strafrechts philosophischen Doktrin der Gegenwart en la que enunció su tesis del determinismo hipotético, compatible con la responsabilidad penal y la culpabilidad, que el propio Welzel consideró muy relevante en el abandono de las posiciones de libre voluntad por la doctrina penalista alemana.

[8] No adscribo a Tomás a la concepción analítica de la filosofía del lenguaje, centrada en el análisis del lenguaje por medio de la lógica formal. Tampoco, a la escuela analítica centrada en las exigencias de claridad y rigor de la argumentación lógica.

ESPACIO PÚBLICO Y ESTADO DE DERECHO. EL NAUFRAGIO DEL ALMA EUROPEA (versión ampliada del artículo publicado en el monográfico de la revista Tinta Libre, dedicado al tema ¿A dónde va Europa?, nº 114, junio de 2023, pp.4-7

Perdida en debates culturales e incluso filosóficos, algunos de incuestionable profundidad, como los de Steiner, Kundera, Enszerberger, Morin, o Habermas, hoy apenas nadie se plantea un debate sobre el alma de Europa, al estilo del lema electoral que Biden propuso en su campaña frente a Trump: recuperar el alma de América. Un empeño que, en el caso de los EEUU, apenas dos años después del respiro que fue la victoria de Biden, puede asegurarse que ya se ha saldado con el fracaso, ante la evidencia de una nación dividida como nunca, desgarrada por una polarización que sin duda se alimenta de la toxicidad que distribuyen las nuevas terminales mediáticas (cuesta decir, comunicativas). Lo cierto es que como ha mostrado quien quizá es el mayor especialista estadounidense en Lincoln, el historiador James Oakes, en su reciente libro The Crooked Path to Abolition. Abraham Lincoln and the antislavery Constitucion (2023), a partir de los archivos de Madison y del propio Lincoln, hubo dos almas en la Constitución norteamericana de 1787, una abolicionista y otra esclavista y ese es el origen de los EEUU como una nación dividida. Decretado hoy de nuevo por el trumpismo el fin de una narrativa constitucional que parecía proporcionar un cierto sustrato común, un poso de consenso sobre el que apoyarse o al que intentar regresar, con todas las operaciones de contextualización y las dosis de realismo posibles, no parece que quede ya un rastro de verdad a la que agarrarse para establecer espacios de encuentro en la tarea política, sustituidos por la confrontación. Y lo peor es que es que no resulta posible plantear esa confrontación remitiéndonos a hechos, datos, porque la nueva imaginación creadora, que desconoce límite alguno en su afán por ganar no ya el relato, sino la adhesión emocional traducida en el voto, cuenta con armas de eficacia desconocida en el arte de la manipulación del otrora espacio público. Goebbels no pudo soñar con instrumentos como los que hoy están al alcance de quienes manejan el inmenso tesoro que son nuestros datos y lo traducen en algorritmos que sirve para diseñar la nueva realidad: postverdades, “hechos alternativos”, que refuerzan esa adhesión emocional, las más de las veces mediante el rechazo inducido frente al monstruo en que se ha convertido al adversario político, de nuevo revestido de las características de enemigo.

Pero este proceso de degradación de la política como conversación o debate público, desgraciadamente, no es sólo un mal americano. Se trata de una estrategia que vemos repetida en Europa, por parte de los Orban, Salvini, o, entre nosotros, Díaz Ayuso, que ha adoptado como mensaje permanente traspasar cualquier línea roja, incluso más que Abascal, como ha ejemplificado en su delirante relato sobre ETA a las riendas del gobierno de España, reducido a su vez a la condición de sumiso ejecutor de las consignas terroristas-separatistas, frente a las cuales sólo podemos confiar en la nueva Agustina de la puerta del sol.

Un buen amigo y colega, Manuel Cruz, ha dedicado su último libro, El gran Apagón, a indagar en las causas del deterioro de la calidad democrática en las sociedades que, como la nuestra, se suponen estandarte de la mejor herencia política, la de la democracia liberal que aquí, en Europa, acentuó su vocación inclusiva mediante la herencia socialdemócrata. Y encuentra la raíz de esa pérdida, precisamente, en el abandono de las reglas y principios que, heredados de la cultura grecolatina y de la ilustración -pese a sus indiscutibles sombras: el esclavismo, el colonialismo son algunas de ellas-, dieron a luz el espacio público, la Öffentlichkeit, tal y como en su día desbrozara Habermas en el ensayo con el que ganó su habilitación a cátedra en 1962 (Strukturwandel der öffentlichkeit, traducido al castelllano con el equívoco título Historia y crítica de la opinión pública, que acaba de revisar, 60 años después, en un pequeño ensayo publicado en 2022, Ein neuer Strukturwandel der Öffentlichkeit und die deliberative Politik).

Para entender cómo se ha producido esa degradación del debate público en que debería consistir la acción política (no sólo de los partidos: también y sobre todo de nosotros, los ciudadanos), me parece asimismo útil el libro de Beatriz Gallardo, Signos rotos, fracturas del lenguaje en la esfera pública, en el que mi compañera de la Universitat de València muestra dos procesos de quiebra que califica como brechas semióticas que han contribuido a esa tergiversación que hoy se ha adueñado del espacio público: la “reducción del discurso a una actividad de etiquetado de la realidad” y la confusión en torno a los lenguajes naturales entendidos como sistemas de señales y no como símbolos, lo que propicia que los mensajes sean entendidos o, mejor, interpretados -sobre todo, sentidos- desprovistos de contextualización, hipersubjetivizados, como insiste Gallardo, y así apropiados, convertidos en nuestros(la reafirmación de nuestra creencia),más allá de toda duda.

La consecuencia es que con ello desaparece el debate público sobre lo que interesa, esto es, sobre las acciones políticas encaminadas a la garantía equitativa de nuestras necesidades básicas, que no son sólo derechos individuales como la salud, la educación, la vivienda, el trabajo, sino también y sobre todo bienes comunes, como el equilibrio con las demás especies y con la vida misma, el cuidado de las aguas, del aire, en suma, del medio ambiente sostenible, tal y como ha propuesto Luigi Ferrajoli en su imprescindible ensayo La Constitución de la tierra. La humanidad en la encrucijada. Ese debate, un eje básico de la política cotidiana, porque es el núcleo de la acción de control del ejercicio del poder, es sustituido por una confrontación de slogans, que buscan tocar la fibra de nuestros sentimientos más primarios, los de la identidad en clave defensiva, por encima del análisis concreto del cumplimiento de los objetivos a los que se supone que damos periódicamente nuestro consentimiento en los procesos electorales.

Y es precisamente a propósito de cómo gestionar ese debate por lo que quiero subrayar la necesidad de revivir el alma europea. Pero no hablo del alma cultural de Europa, un asunto complejo y plural, porque, aun reconociendo lo importante de la herencia que la constituye, la cultura europea es, como toda cultura, un proceso en marcha y un proceso que, cada vez más, debido al lógico despliegue de nuestras libertades, es construido por agentes muy diferentes, lo que significa sin duda conflicto, porque la vida lo es, como nos enseñó Heraclito.

Lo más importante del alma europea, a mi juicio, es precisamente haber institucionalizado la gestión del conflicto sujetándolo a normas, procesos e instituciones (eso que llamamos Derecho) que aseguran el equilibrio de nuestras libertades, de nuestros intereses, los todos los que convivimos en el espacio común. Conste que hablo de Derecho, pero no de legalismos ni de trapacerías leguleyas. Hablo del respeto a la concepción del Estado de Derecho, que adquiere particulares acentos cuando hablamos del modelo europeo.

Lo que pretendo decir es que la parte del alma europea que no podemos arriesgarnos a perder, es la que somete la negociación del conflicto a la arquitectura institucional que conocemos como Estado de Derecho. Un modelo de Estado de Derecho que los europeos que lo hicimos nacer como garantía de un espacio común de justicia y libertades, hemos adjetivado -con todos los matices que se quiera- como social. Y así entendemos el Estado de Derecho y el Derecho común europeo como garantía de la igualdad de nuestras libertades, comenzando, sí, por las cuatro que constituyen el corazón del proyecto europeo, las de circulación de personas, capitales, mercancías y prestaciones de servicio. Pero esas garantías son posibles porque nos sometemos a leyes comunes, iguales para todos, conforme al lema del Pro Cluentio ciceroniano legum denique idcirco omnes servi sumus ut liberi esse possimus”. Nos sometemos a un Derecho común, estamos sujetos todos a leyes, para poder ser libres. Es el Derecho, más que el mercado, el que nos constituye como europeos: nuestro estado de Derecho regula, interviene, pone límites al mercado.

Pues bien, el alma jurídica europea vale también o, incluso mejor dicho, vale sobre todo cuando nos topamos con circunstancias excepcionales, porque es en esas circunstancias donde debe acreditar su primacía, ante una pandemia, una recesión y sí, una guerra. Por esa razón hay que insistir en que incluso frente a la guerra los europeos debemos querer la prevalencia del Derecho, lo que es tanto como decir que no queremos acabar la guerra con más guerra, sino con negociación, proceso y normas. De ese propósito de imperio del Derecho forma parte, desde luego, que nuestra mirada sobre esta guerra comienza por afirmar sin medias tintas que una agresión, como la de Putin contra Ucrania, es un crimen y ese ilícito internacional debe dar lugar a responsabilidades. Pero no las que impone a su gusto el vencedor que aplasta a su enemigo, sino las que deciden los tribunales, conforme a normas preestablecidas. Por eso, la posición de la Unión Europea ante la guerra no debe ser conseguir una victoria total sobre Rusia, que la deje humillada, sino más bien otra: la que propusiera Kelsen, asegurar la paz mediante el sometimiento al Derecho. Poner fin a la guerra y que hagan su trabajo la negociación y el Derecho.