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Blog del profesor Javier de Lucas

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«Sosegaos, sosegaos y decid» (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, el 26 de diciembre de 2024)

«Sosegaos, sosegaos y decid» es frase que se atribuye a  Felipe II, el rey prudente, ante la queja desconsolada de una mujer que acudió a él. En su mensaje de Navidad de este año terrible de 2024, pareció que Felipe VI, más de cuatro siglos después, apelaba también al sosiego, a dejar de lado proclamas exaltadas y con frecuencia vacías.

Pedir sosiego en la conversación pública -como en la privada (basta pensar en tantas reuniones en estos días festivos)- es siempre un consejo oportuno;  incluso, necesario. Y no sólo para los políticos demasiado a menudo enzarzados en un griterío que tiene poco que ver con ofrecer soluciones a los ciudadanos ante quienes tienen que responder. El sosiego de la clase política exige, sí, que se rebajen los decibelios y la agresividad en las Cámaras y en los gabinetes de comunicación de los partidos. Pero también a nosotros, los ciudadanos  de a pie, nos conviene el sosiego. Eso sí, con dos importantes matices que creo que no quedaron tan explícitos en ese mensaje navideño.

El primero, es que ya no estamos en tiempos de monarcas soberanos. El rey, en una democracia parlamentaria como la nuestra, no es el soberano de cuyo arbitrio depende nuestra suerte, sino un servidor público, sujeto a las leyes.  Por eso, su actividad debe ser transparente y controlable, aunque aún hoy queda demasiado trecho por recorrer en esa tarea.  Hoy, no somos súbditos que esperemos del rey gracias y privilegios, tampoco en tiempos de tribulación. En esos tiempos, lo que los ciudadanos, como soberanos que somos,  esperamos de aquellos que son administradores del poder que les concedimos, es garantía de nuestros derechos y restitución de los perjuicios que hemos sufrido: pero está claro que, más allá de ofrecer cierto consuelo con su presencia, el rey no tiene competencia alguna a ese respecto. Esa capacidad reside en otras instituciones -las administraciones públicas, los tribunales de justicia-, a las que debemos dirigir nuestras exigencias.

El segundo es que viene bien la apelación al sosiego, siempre que esa apelación sea completa. Recordemos la cita: el sosiego no es para callar, sino para decir. Cuando nos llaman al sosiego, no debemos entenderlo como una invocación para que la clase política finja una unidad de criterio que no es, ni tiene por qué ser tal. Por lo demás, tomar la palabra no es un privilegio reservado a la clase política ni a los medios de comunicación, por más que ellos sean actores imprescindibles en la conversación pública.  La palabra debe corresponder en última instancia a los ciudadanos. Pero la apelación a la calma, que tambien nos concierne a nosotros los ciudadanos como protagonistas de la política y no como espectadores es necesaria (no digamos nada ante la suplantación de la conversación pública por el ruido y la manipulación en las redes sociales), pero no debería ser entendida como llamada a que los ciudadanos guardemos silencio, para que nos sometamos o nos resignemos.

La apelación al sosiego sólo tiene sentido si lo es como punto de partida para  «decir», esto es, para tomar la voz e intervenir, desde la calma y la reflexión. Porque la calma no es pasividad, no es renuncia a los propios ideales e intereses y a la confrontación con los que proponen otros.  Nos conviene la calma para  mejor «decir», para exigir lo que entendemos como justo y denunciar lo que creemos que no lo es. y para confrontarlo, con razones, con quienes piensan de otro modo. La democracia consiste precisamente en esa conversación pública, que es confrontación de razones e intereses,  sometida a las reglas del Derecho como garantía.

Insisto: afortunadamente -y aun con las imperfecciones de nuestro sistema político y de tantos de quienes lo encarnan institucionalmente- vivimos en un Estado de Derecho en el que nuestra palabra no busca la benevolencia de un rey, sino encontrarse con la palabra de los otros, desde las reglas de juego del Derecho, para decidir lo que nos conviene. Solo así conseguiremos que se cumpla el sentido del Derecho y se restablezca ahí donde haya quebrado. Con el establecimiento de las responsabilidades y, en su caso, de las sanciones.

Pero esta no es una tarea en la que nos corresponde sólo el papel de espectadores: nosotros, los ciudadanos, somos los soberanos de ese Derecho y debemos luchar por que no retroceda: tomar la voz para exigir de quienes hemos elegido como gestores de nuestra soberanía que se nos garanticen de forma efectiva y a todos, sin excepción, nuestros derechos, lo que comporta en primer lugar el derecho a tener derechos, a ser justiciables y, por tanto, a obtener respuesta por parte de las administraciones y, en su caso, de los tribunales de justicia que establecen en última instancia las responsabilidades y sanciones correspondientes.

Ahora bien, con hay que confundir responsabilidad  jurídica y responsabilidad política: los representantes políticos no deben entender que la victoria en las elecciones les da carta blanca para menoscabar nuestra confianza . La última palabra sobre el contrato de confianza que es el contrato político, debe corresponder siempre a los ciudadanos. Y no necesariamente al final de cada mandato surgido de las elecciones. En circunstancias excepcionales, por ejemplo, en casos de grave corrupción o de grave ineficacia, debe ser posible un  mecanismo político de sanción al poder, de carácter deconstituyente y, desde luego, reglado. 

Que así sea, en Navidad y después

 

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