Cada 6 de diciembre hay que aguantar, elevado a la enésima potencia, el tropel de periodistas y políticos que se turnan en hablar de «nuestra Carta Magna» para referirse a la Constitución española de 1978. Quienes me soportan saben de las razones por las que impugno una y otra vez esa aseveración. En este 2024, desbordado el hartazgo, voy a insistir en ellas, sin esperanza más allá de que, como me recordaba una querida amiga, gutta cavat lapidem. O, para ser más realista, que la insistencia, si no consigue romper el estúpido tópico, al menos haga surgir la duda sobre su uso, que es por donde se empieza para restablecer la razón.
El argumento es bien sencillo y empieza por algunos datos que nos ofrecen los historiadores: la Carta Magna fue un documento arrancado al rey Juan de Inglaterra por un grupo de nobles rebeldes, apoyados por la iglesia, y que el rey otorgó a regañadientes, en Runnymede, el 15 de junio de 1215. Su redacción se atribuye al entonces arzobispo de Canterbury, Stephen Langton. En esa <magna carta>, el rey se comprometía a proteger los derechos eclesiásticos, el acceso a la justicia inmediata, la protección de los barones frente a detenciones ilegales y también a aceptar la limitación de tarifas feudales por parte de la corona, que constituía el principal agravio contra el que luchaban esos nobles. En el curso de los enfrentamientos que siguieron a la muerte de Juan, la carta fue ratificada por Enrique III en 1226 y luego por Eduardo I, quien la sancionó en 1297. Desde entonces, formó parte del derecho inglés. En otras palabras, la Carta en cuestión es uno de los antecedentes del reconocimiento de derechos frente al poder y en ese sentido uno de los hitos históricos en el camino del reconocimiento de los derechos. Nada más y nada menos.
Nada que ver, pues, con una Constitución. No, desde luego, con lo que los revolucionarios franceses y americanos del XVIII entendían por Constitución. Lo dejaba claro el artículo 16 de la primera Constitución francesa, de 1791: «Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución». A partir de ahí evolucionó el moderno constitucionalismo, consagrando la soberanía popular, la igualdad ante la ley y el reconocimiento progresivo de libertades y derechos a todos los ciudadanos, comenzando por las mujeres, excluidas de esa condición hasta bien entrado el siglo XX.
Es posible disculpar a los periodistas y a quienes escriben discursos para los políticos cuando, hartos de tener que repetir el término Constitución en el mismo párrafo de un discurso, buscan fórmulas alternativas y recurren a lo de «Carta Magna», la mayoría de las veces sin saber el disparate histórico, jurídico y político que ello supone. Eso se arregla estudiando un poco. Pero deben tener claro que hablar de nuestra Constitución -de cualquiera de las Constituciones democráticas aprobadas en este último siglo- como una «Carta Magna» es una analogía no sólo impropia, sino contraproducente. Como lo es también, aunque aquí se trate de un problema técnicojurídico, hablar de las Constituciones como «Norma Fundamental», tratando de incorporar una terminología kelseniana. Quienes así lo hacen muestran desconocer las tesis del gran jurista vienés, que concibió su tesis de la existencia de una Grundnorm de todo ordenamiento jurídico como una condición hipotética, trascendental, sin la cual es imposible concebir el Derecho mismo (incluida la Constitución): la norma fundamental sería más bien la cláusula pacta sunt servanda, apoyada a su vez en un hecho fundante, el poder.
Pero la metáfora tiene un aspecto aún peor. La tesis de la Constitución, nuestra Constitución de 1978, como carta magna, dice mal de la Constitución porque, si se toma en serio, sugiere algo más -y peor- que una analogía impropia. En realidad, supone sujetar la Constitución de 1978 a una tesis que la maldice, en el sentido de execrarla, de imputarle una maldición.
En efecto, si se toma en serio esa referencia a la Carta Magna, lo que se nos estaría diciendo es que la Constitución de 1978 no fue otra cosa que un documento otorgado por el rey y/o los poderes fácticos en la transición, una coartada para que siguieran en el poder los que estaban en él, con otras caras y ropajes. Una tesis conspiratoria que cuenta con el atractivo de todas las de su género y que no dista demasiado de la que sostienen entre nosotros algunos de los que impugnan lo que llaman «régimen del 78», negando toda legitimidad democrática al proceso constituyente y a la democracia que surgió de él, de la mano de la Constitución.
No creo que esa tesis tenga fundamento con rigor histórico. Lo que nos muestran los hechos acreditados por los historiadores (aunque aún quedan hechos por acreditar, es cierto) es que la transición alumbró un régimen democrático, como todos, imperfecto. La democracia no fue fruto del regalo magnánimo del rey Juan Carlos I, sino el resultado del respaldo del pueblo a las fuerzas democráticas que querían el cambio del régimen dictatorial de Franco. Un régimen que pretendía su continuación, de la mano de su sucesor designado. Lo que parece cierto es que el rey Juan Carlos I y sobre todo quienes le asesoraron, entendieron que no había alternativa: o se aceptaba iniciar el camino a una democracia, o esa monarquía heredada de Franco estaba destinada a desaparecer, quizá con un enfrentamiento de sangre por medio. La primera piedra de ese proyecto de democracia fue la Constitución de 1978, como expresión del pacto social y político que quería poner fin a la dictadura franquista y abrir una convivencia pacífica bajo el imperio de la ley, entendida como expresión de esa soberanía popular. Un proceso en el que hubo que enfrentarse a quienes pretendían boicotearlo, esto es, las fuerzas vivas del franquismo y también quienes optaban por una vía violenta, «revolucionaria», para lograr sus propósitos (ETA, o el oscuro GRAPO como ejemplos). Reconozcamos que esa transición se logró, en términos generales, de modo pacífico, aunque no pueden ignorarse los muertos que se cobró, que no fueron pocos y que conviene recordar para no edulcorar ese proceso de transición, que tuvo un componente importante de lucha social, en la que no pocos vieron frustrados los ideales más ambiciosos que creyeron al alcance tras la muerte del dictador, sustituidos por pactos en torno a lo que era posible.
Por lo que se refiere a la Constitución, repetiré que, con todos sus defectos, que los tiene, y con las contradicciones, lagunas e insuficiencias de un texto que se negoció hace más de 40 años y que nació en un contexto no ya muy diferente del nuestro sino en muchos sentidos, desaparecido (lo que exige importantes reformas constitucionales, siempre aplazadas por las dificultades que impone un modelo rígido de reforma, como el nuestro), la de 1978 es una Constitución democrática. Un punto de partida, claro, no las tablas sagradas de la ley.