Una reflexión sobre catástrofes y responsabilidades, al hilo de la Dana de octubre de 2024*

 

(I)

La catástrofe causada por la Dana que arrasó el día 29 de octubre más de 70 municipios de varias comarcas de la provincia de Valencia, especialmente en l’Horta Sud y La Ribera, es, probablemente, el mayor desastre de origen natural que se ha vivido en España en casi cien años[1]. Los datos de la tragedia, comenzando por las víctimas humanas, son aterradores para un país como el nuestro. A pesar de que apenas ha transcurrido tiempo, creo que vale la pena tratar de apuntar algunas pistas para la reflexión sobre esta catástrofe, desde la filosofía jurídica, moral y política.

En su día, leí con atención el ensayo de Ernesto Garzón Valdés, Calamidades[2], cuyo origen, recuerdo, fue su intervención en las Conferencias Aranguren, en la Residencia de Estudiantes. En estas semanas, claro, he vuelto a él, como también al poema de Voltaire sobre el terremoto de Lisboa (1756), a la carta que Rousseau le dirigió, criticando sus tesis, y a un texto imprescindible de Camus, La peste (1947), que tantos releímos durante la epidemia del COVID.3]

Cito el ensayo de Ernesto Garzón, porque me parece un buen punto de partida para apuntar algunas cuestiones que, como digo, considero de relevancia e interés no sólo académico, sino general. En su Calamidades, toma como referencia la noción kantiana de mal moral para ofrecer una distinción conceptual entre dos tipos de desastres, las catástrofes y las calamidades, y considera que las primeras son el resultado de causas naturales y las segundas, producto de la intencionalidad humana[. Pasa luego a esclarecer los elementos de algunas de esas calamidades, que siguen de actualidad (intervenciones armadas con fines humanitarios, terrorismo de Estado y terrorismo internacional, las guerras…) para tratar de elucidar el tipo de mal que suponen y el establecimiento de responsabilidad, más que la culpabilidad. Todo ello con una referencia que me parece muy importante: la relación de las calamidades con lo que denomina “arrogancia insensata” y con la “ignorancia”. Como señalaré más adelante, conviene tener en cuenta a ese propósito otra aguda reflexión del mismo autor sobre los tipos de ignorancia, que presentó en su lectio de aceptación del doctorado honoris causa de la Universitat de València[4]. En efecto, creo que la catástrofe que evoco se relaciona con dos de esas clases de ignorancia que explica Garzón Valdés, la “ignorancia presuntuosa”, que tiene mucho que ver con la “arrogancia insensata”, y la “ignorancia querida”.

Hoy, todos tenemos claro que ya no vivimos en los tiempos en los que dominaba la visión que subrayaba el azar desgraciado como causa de las catástrofes. Es la que propuso Voltaire en su largo poema de 234 versos, “Poème sur le désastre de Lisbonne, ou examen de cet axiome, tout est bien” (Sobre el desastre de Lisboa, o un examen del axioma todo está bien), publicado en 1756. Se trata de un texto que tiene su origen en la carta que dirigió Voltaire desde Ginebra a su amigo Jean Robert Tronchin, el 24 de noviembre de 1755, cuando tuvo noticia del desastre acaecido el 1 de noviembre. En ese poema, tras poner de relieve la fragilidad de la vida humana, lamenta la muerte de “cien mil a quienes la tierra devora” y nos recuerda lo cerca que estamos todos de la muerte por “crueldades del destino”; pero, sobre todo, se rebela contra las tesis del mejor de los mundos posibles, que minimiza la existencia del mal, y también contra el quietismo de quienes aceptan una resignación impotente, desde la convicción de que se trata de “las leyes de hierro que encadenan la voluntad de Dios”. Rousseau, por su parte, señala que más bien lo que nos debe preocupar es el mal que el ser humano causa a la naturaleza y destaca que los efectos del terremoto son más graves debido a factores sociales y políticos, como el tipo de construcción en Lisboa, o el hecho de que las personas afectadas se preocupan más de sus propiedades que de su vida.

La visión de las catástrofes asociada a la tesis existencialista de la ausencia de sentido, es la que encontramos en La Peste. Lo que me interesa subrayar ahora, más allá de cómo Camus plantea nuestra voluntad de ignorar ese tipo de catástrofe, incluso si ya está a nuestras puertas[5], es sobre todo la conclusión que ofrece Camus, a través del protagonista, el doctor Rieux, cuando se enfrenta a ese mal terrible que azota Orán. Rieux, pese a todo, confía en la ciencia y sobre todo en la solidaridad, pero insiste en el peso de la ignorancia y la arrogancia insensatas por parte de muchos de nosotros, y en particular, de los responsables públicos: “el mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad, sin clarividencia, puede ocasionar tantos desastres como la maldad”.

Las catástrofes, con todo, advierte Camus, tienen la capacidad de rehumanizar, pues pueden ser el detonante de la fraternidad, de la solidaridad[6]: frente al mal, inevitable -tanto si hablamos de desastres naturales o epidemias, como si nos referimos al mal moral que subyace a las calamidades, de acuerdo con la propuesta de Ernesto Garzón-, lo importante es nuestra actitud: cómo responder, cómo rebelarse, y la medida es desechar el “sálvese quien pueda” y tratar de hacer el bien a los otros, comenzando por las víctimas. Creo que eso plantea de nuevo un debate sobre el que intervino el propio Garzón Valdés y sobre el que hemos debatido ampliamente: el de los deberes de solidaridad que, más allá de la solidaridad espontánea, del voluntariado, remite a lo que podríamos calificar de “solidaridad institucionalizada”, como respuesta propia de lo que denominamos Estado social, consecuencia de la concepción política que entiende que la necesaria respuesta solidaria no se puede dejar sólo en manos de la espontaneidad de la sociedad civil, del voluntariado.

A mi modesto entender, el problema con la distinción entre calamidades y catástrofes propuesta por Garzón Valdés, es el mismo de tantas propuestas dicotómicas, como las que agradaban a Bobbio, y tiene que ver con el hecho de que, como advirtiera Weber, se trata en todo caso de tipos ideales, que sufren al confrontarse con la realidad que es histórica, plural y cambiante y difícilmente se deja atrapar en categorías conceptuales abstractas. Y es que hablar de esos desastres que denominamos catástrofes en términos de acontecimientos naturales, ajenos a la mano del hombre, tal y como nos propone Ernesto Garzón, en línea de continuidad con el argumento del “azar desgraciado”, que vimos en Voltaire (“la desgracia, el desastre o la miseria provocados por causas naturales que escapan al control humano), tropieza con la evidencia de que existe una suerte de zona gris entre ambas categorías. Ya no podemos decir sin más que los desastres naturales escapan al control humano. No se pueden evitar, pero sí paliar sus consecuencias, desde el principio de prudencia, básico en toda acción política y en especial en las que tocan a la gestión de los desastres, es decir, a la respuesta preventiva. Se trata de desarrollar la capacidad de pre-prevención de los mismos, lo que es posible precisamente mediante los avances de la ciencia y la tecnología. Evidentemente, la gestión de las consecuencias de esos desastres naturales es una cuestión sobre todo de responsabilidad y eficacia en la acción pública, concertada entre las instituciones y los agentes de la sociedad civil. Todo ello abre otras perspectivas acerca del establecimiento de responsabilidades: moral, política y jurídica, como abordaré en el tercer apartado.

 Pero, sobre todo, esa distinción entre catástrofes y calamidades choca con un argumento que, también a mi parecer, no está suficientemente presente entre los asuntos de filosofía moral, jurídica y política a los que dedicó su brillante inteligencia Garzón Valdés ni, reconozcámoslo, tampoco en nuestra generación, con algunas excepciones. Me refiero a la dimensión ecológica de justicia, que integra las exigencias de justicia social y la perspectiva de las respuestas ante la gran transformación que deriva de la crisis ecológica. Pese a su necesidad, aún más, a su urgencia, la filosofía moral, jurídica y política no ha proporcionado suficientemente propuestas sobre ello, salvo las excepciones como los ensayos de filósofos como Hans Jonas, Bruno Latour o Michel Serres, o los de juristas como Michelle Delmas-Marty o Luigi Ferrajoli.

A partir de lo que ya he matizado acerca de las catástrofes, cabe sostener que éstas, como las calamidades, también nos plantean asuntos de relevancia moral, política y jurídica: desde la necesidad de replantear un modelo civilizatorio que ha conducido al antropoceno, a cuestiones más específicas como la influencia que tiene la desigualdad ante las catástrofes naturales de enorme magnitud, según hablemos de países con alto grado de desarrollo (pienso en los sismos en Japón, en los huracanes y tornados en los EEUU), por contraste con lo que acaece con los monzones en buena parte del sureste asiático o con los terremotos en el Magreb o incluso en zonas deprimidas de Turquía), o también en la diferencia de impacto entre clases acomodadas y las clases más vulnerables en un mismo territorio.

Las catástrofes nos plantean asimismo la relación entre la ciencia y las decisiones políticas que, como se ve en el caso de Oppenheimer, descrito como un Prometeo americano en una biografía en la que se inspira a su vez una película reciente de Nolan[7], tiene su cara y su cruz: el proyecto Manhattan no se entiende sin un ambicioso proyecto puesto en marcha por el presidente Roosevelt que inicialmente sí tenía que ver con la Defensa (el National Research Defense Committee, 1940) devino en la creación de una agencia científica de asesoramiento al gobierno (Office of Scientific Research and Developpment, 1941), con fines mucho más amplios, relacionados con la salud y bienestar, como se lee en la carta que el mismo presidente dirigió a esa Agencia y que fue el origen del famoso informe Science, the endless Frontier, de 1944[8]. También es un asunto de relevancia moral política y jurídica la mencionada reflexión sobre la solidaridad, el papel de la sociedad civil y el del Estado. Finalmente, en este breve repaso, la cuestión de la responsabilidad política de la gestión de esos desastres remite al problema de la acountability

 

(II)

Aunque es evidente que el riesgo cero no existe y menos aún en una “sociedad del riesgo”, que vive bajo el impacto global del cambio climático, y por tanto que hay fenómenos naturales catastróficos que es imposible eliminar, no lo es menos que hoy contamos con capacidad científica y tecnológica para prever y también para reducir las consecuencias de esos desastres. Por eso, las catástrofes, como la de Valencia, deben ser entendidas no como producto inevitable y exclusivo del azar, sino como un fallo sistémico (tal y como definió la Dana de Valencia el director del Instituto de Hidráulica Ambiental de la Universidad de Cantabria, Iñigo Losada[9]), que es también el resultado de la ausencia de políticas preventivas que tengan en cuenta los avisos de la ciencia, frente a un modelo de crecimiento y explotación ilimitada de los recursos naturales, aún decimonónico, que explota sin freno la naturaleza, espoleado por la lógica del beneficio. Y, por supuesto, se agravan en función de esa arrogancia insensata y de la ignorancia frente a los avisos de la ciencia, por parte de quienes han de gestionarlas y tomar decisiones.

Insisto: ya no podemos seguir sosteniendo esa concepción de la impotencia del hombre ante los fenómenos naturales. Los conocemos y sabemos bien las posibilidades de actuar preventivamente para poder responder a ellos. Lo que nos falta es la voluntad política para actuar decididamente ante aquello que nos enseña la ciencia y nos proporciona la tecnología. Esa deficiencia en la voluntad política de actuar de forma prudente, sabiamente, se debe sobre todo a sigue siendo prioritario el beneficio de algunos frente a los derechos de los más. Es una dolorosa paradoja: si bien, de un lado, ya no aceptamos que el hombre no puede intervenir para prevenir o minimizar los efectos de las fuerzas de la naturaleza, de otro lado, no actuamos en consecuencia. Y por eso, aunque ya no vale aquello de que no hay responsabilidad humana: moral, política e incluso jurídica, porque la hay, por arrogancia e ignorancia ante los avisos de la ciencia y por incompetencia en la gestión de las catástrofes, nuestro sistema jurídico y político, como apuntaré en el tercer apartado, hace muy difícil el ejercicio real de la exigencia de responsabilidades políticas.

Con esto -como he anticipado más arriba-, quiero plantear el interés de una cuestión conectada al debate sobre las catástrofes, que es la de la necesidad de revisar las relaciones entre ciencia, técnica y política, sobre todo ante las catástrofes y no sólo ante las calamidades.

Si aceptamos que vivimos en sociedades de riesgo global, en las que está más claro que nunca que, sin una presunción de fiabilidad, la vida en estas sociedades se desmoronaría, parece evidente la necesidad de obtener esas referencias fiables que nos proporcionan la ciencia y la tecnología, como es el caso de los sistemas expertos, tal y como expuso. Anthony Giddens. Mediante ellos, que requieren un uso extensivo de la tecnología de las comunicaciones, hemos alcanzado la presunción de cierta eficiencia y capacidad de reducción de riesgos, que hemos incorporado a nuestra vida cotidiana a cambio de convertir nuestros datos personales en mercancía de ese nuevo y próspero mercado de los sistemas de comunicación tecnológica y la inteligencia artificial y de correr riesgos de fraudes. Como decía Giddens, se trata de “compromisos anónimos sobre los que se sostiene la fe en el manejo de un conocimiento del que una persona profana es en gran parte ignorante”. Cada vez que acudimos a un hospital, consultamos nuestras cuentas bancarias o hacemos gestiones con ellas, preparamos online un viaje, o, desde luego, cada vez que los gestores públicos quieren prevenir o gestionar emergencias, acudimos a esos sistemas expertos, y aunque no conozcamos a quienes responden a nuestras gestiones o interrogantes, en hospitales, bancos o agencias de viajes, depositamos nuestra confianza en esos sistemas.

El problema, a efectos de las catástrofes, no es tanto el fallo de esos sistemas, sino -como señala Ernesto Garzón- la arrogancia insensata, la ignorancia injustificable y la incompetencia de quienes deben adoptar decisiones políticas basándose en los análisis de la ciencia y no lo hacen, por alguno de esos motivos. Y es un problema porque no sólo contribuyen a la magnitud de la catástrofe, sino que fomentan muchas veces un populismo basado en la desconfianza ante la ciencia[10].

Pues bien, creo que la gestión política de esta catástrofe se relaciona con la ignorancia que Garzón Valdés llama “presuntuosa”, pero también con la “ignorancia querida”.

El profesor Garzón Valdés se inspira en Jonathan Glover para definir los dos requisitos que concurrirían en la primera[11]: que sea fácilmente superable y, al mismo tiempo, que esa superación tenga efectos desagradables. Me parece evidente que, en el caso del que hablamos, era muy fácil superar la ignorancia de los gestores políticos, acudiendo a los avisos de la ciencia, mucho antes, inmediatamente antes y durante el desencadenamiento de la Dana. Y no hace falta hablar de los efectos desagradables: es evidente que esos mismos responsables han tratado de negar tener conocimiento de esos avisos o incluso restarles importancia hasta el límite del negacionismo.

Para ilustrar lo que llama “ignorancia querida”, que entiende como una forma de autoengaño, se apoya en Strawson[12]: en nuestra vida cotidiana, al adoptar continuamente decisiones, preferimos “no saber” algunas cosas, o fingir que no están a nuestro alcance (lo que estaría paradójicamente cerca de la ignorancia presuntuosa): ese tipo de ignorancia “nos envuelve en una niebla protectora de la que no podemos prescindir mientras seamos como somos, es decir, seres vulnerables a las reacciones de los demás y a la verdad desnuda que no pocas veces nos ofende”. Ni qué decir tiene que, en una vida política como la nuestra, convertida en demasiada medida en espectáculo, esa niebla protectora puede parecerle al responsable político un escudo benéfico, pero lo cierto es que se trata de la evidencia de la incompetencia.

Lo que quiero señalar es que, con frecuencia, las catástrofes son desencadenadas por fenómenos naturales, pero no estrictamente causadas sólo por ellos. Desde luego, creo que es el caso de esa Dana que ha destrozado las vidas de una buena parte de casi un millón de ciudadanos que viven en esas comarcas próximas a la capital, salvada por el reencauzamiento del río Turia, una obra de enormes proporciones que se emprendió tras la gran riada de 1957 en la ciudad. No era mucho esperar que el sistema de emergencias valenciano y español (con piezas fiables científicamente, como la Agencia Estatal de Meteorología, AEMET), con el conocimiento y los medios informáticos y de comunicación que permiten monitorizar en tiempo real los episodios meteorológicos, y con el marco normativo jurídico que los toma como referencia, pudiera responder en términos de prevención y de reducción de sus consecuencias. Pero es evidente que se producen y se han producido en este caso disonancias importantes entre las aportaciones de la ciencia y la tecnología de un lado, y las decisiones políticas, de otro.

Tenemos un grado suficiente de conocimiento científico sobre las amenazas que comporta el cambio climático. Baste pensar en los informes científicos que explican su evolución y que están transformando en alto grado las condiciones ambientales[13]. Por ejemplo, en Europa, con dos puntos particularmente sensibles: el cambio de las corrientes del Atlántico Norte y la transformación del Mediterráneo en zona cero[14], y muy concretamente, la existencia de mapas de zona inundables, de “manchas de inundación” sobre el mapa de territorios habitados, en las que se ha construido sin cesar y sin tomar prevenciones, desechando los estudios como el informe de la OCDE de 2018, sobre infraestructuras resilientes al clima, o iniciativas mixtas de I+D, como el proyecto Adaptare, emprendido en 2022 por Ferrovial y el Instituto de Hidráulica Ambiental de la Universidad de Cantabria, que trata de identificar y evaluar los riesgos a corto, medio y largo plazo, para prevenir y adaptar infraestructuras que puedan resistir a los riesgos del cambio climático, en vertiginosa evolución.

La cartografía permite establecer con precisión los mapas de zonas de riesgo, de zonas inundables. Ya en 2003 se estableció un Plan de Acción Territorial sobre prevención de riesgo de inundación en la Comunidad Valenciana: Patricova, que se revisó diez años después y cuya filosofía se incorporó en 2014 a la nueva ley de ordenación del Territorio, Urbanismo y Paisaje de la Comunidad Valenciana que textualmente señala: “Se ubicarán espacios libres de edificación junto al dominio público hidráulico, a lo largo de toda su extensión y en las zonas con elevada peligrosidad por inundaciones”. En el mismo 2013, se creó el Sistema nacional de Cartografía de zonas inundables, resultado de una directiva europea de 2007 sobre prevención de inundaciones[15]. Pero, lamentablemente, estos análisis no se incorporaron para introducir modificaciones legislativas, por ejemplo, en la ley del suelo, ni en las ordenanzas municipales sobre construcción, que se aceleró en los últimos años, no sólo en la costa del Mediterráneo, sino también en esas comarcas que han sufrido el desastre.

 

(III)

Para terminar, quiero referirme sucintamente a la cuestión del establecimiento de responsabilidades en relación con las catástrofes.

Por supuesto, es evidente la diferencia entre la responsabilidad moral, la política y la jurídica. Respecto a esta última, es evidente que es posible, incluso que habrá que plantear el ejercicio de acciones de responsabilidad patrimonial frente a la Administración. Otra cosa es la pertinencia y viabilidad de emprender acciones penales. Respecto a esto último, creo que, como ha expuesto el profesor Quintero[16], conviene ser muy prudentes cuando se habla de presentar acusaciones o  denuncias por delitos de homicidio imprudente y omisión del deber de socorro. Tales imputaciones, como argumenta el mismo profesor, tienen una difícil fundamentación jurídico penal en nuestro ordenamiento. El profesor Quintero, en ese artículo, explica que, para hablar de homicidio imprudente, se requiere poder establecer una imputación objetiva que, a su vez supone necesariamente identificar una conducta contraria a un mandato jurídico, y añade: “en las situaciones en las que, como sucedió en la que motiva estas líneas, se acumulan procesos causales y decisorios que pueden no estar ni siquiera concatenados…es precisamente cuando es fundamental fijar el momento en que se infringió una norma de cuidado concretamente destinada a evitar los resultados que se podían producir. Esas normas de cuidado nacen tanto de leyes y reglamentos de prevención de riesgos como de la experiencia cultural sobre la posible materialización de esos riesgos. A la obligación de respetar esas normas se une el deber personal de cuidado, que se mide en función de las especiales condiciones del sujeto y su capacidad de previsión y de control de los riesgos posibles”. Además, y esto es capital, “Es consubstancial al delito imprudente el que el resultado se pueda prever, con independencia de que el sujeto concreto lo haya previsto o no. Esa previsibilidad se ha de poder apreciar objetivamente y ex ante de la realización de la acción u omisión”. Por eso, concluye, “el resultado (las muertes) ha de derivarse de la acción del autor o autores. Cierto que no se trata de una derivación físico-causal, sino normativa, y eso exige poder establecer una relación que llamaremos de imputación”, entre actuaciones de los autores, infractoras de concretas normas de cuidado, desbordando el marco del riesgo aceptado y siendo posible prever el resultado de muerte”.

Como decía, este tipo de responsabilidad es bien distinta de la responsabilidad moral (ligada a la identificación del mal moral) y de la política. Concluyo con una breve referencia a esta última.

La exigencia de responsabilidad política, la accountability, es consustancial a la democracia. Inicialmente, se intenta acotar la puesta en práctica de esa exigencia a mecanismos parlamentarios de depuración de responsabilidades (comisiones de investigación, mociones de reprobación) o, en todo caso, a la capacidad que tienen el titular de la soberanía, esto es, los ciudadanos, de modificar su voto en las elecciones cuando se ha acreditado tal (ir)responsabilidad. Poco a poco se ha generalizado también la praxis de que, sin esperar al siguiente momento electoral, una vez acreditada la responsabilidad política, ésta ha de asumirse por el gobierno correspondiente o por el partido que lo sostiene en forma de dimisiones o ceses de quienes se identifiquen como titulares de esa responsabilidad, lo que suele obligar a escalar sucesivamente en la jerarquía política, en la que se intenta que algunos cargos de menor rango actúen como fusibles de los responsables últimos. Y por supuesto siempre existe la posibilidad de ejercer mociones de censura o confianza cuando el establecimiento de responsabilidades políticas está suficientemente acreditado. Sólo en algunos sistemas electorales se prevén mecanismos intermedios de censura, o procesos deconstituyentes. Esta ausencia de mecanismos eficaces de rendición de cuentas políticas ignora la advertencia que señalara el cardenal de Retz en sus Mémoires (1765): “quand ceux qui commandent ont perdu la honte…ceux qui obéissent perdent le respect; et c’est dans ce même moment où l’on revient de la léthargie, mais par des convulsions», lo que podría traducirse libremente así: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto, y despiertan de su letargo, pero de forma violenta”[17]. Si los responsables políticos no rinden cuentas y asumen esa responsabilidad -lo que, hablando en plata, significa dimisiones y/o ceses-, la consecuencia es que la legítima rabia ciudadana se desborde, en términos cuando menos de cavar un abismo de desconfianza entre los ciudadanos y no ya esos políticos sino la política. El desbordamiento de las emociones pone en jaque a la razón, es decir, a la razón que se traduce en Estado de Derecho. Y esa amenaza es de una gravedad insoslayable.

Lo que me interesa subrayar es que el efecto de indignación ante actos en los que se hace evidente la responsabilidad política por falta de previsión o por incompetencia en la gestión de catástrofes tiene un riesgo evidente, el de la manipulación de la rabia y la frustración, que conduce a lo que Canetti, en su famoso ensayo de 1960[18], denominara “masa de acoso”. La indignación, el sentimiento de lo injusto, como sabemos, es un motor poderoso de la lucha por el Derecho, cuyos antecedentes se remontan a la antigüedad clásica, como demuestra la Antígona de Sófocles. Lo explicó muy bien Jhering en su imprescindible ensayo La lucha por el Derecho y también ahondó en las razones, las buenas razones políticas para la indignación, Stephen Hessel en un panfleto de enorme éxito[19], que precedió a los movimientos populares como Occupy Wall Street, o a los del 15M en España, de los que surgió Podemos. Pero el mismo Jhering explicó la patología de la indignación, acudiendo al famoso relato de von Kleist, Michael Kohlhass, como una variante perversa de esa lucha por el Derecho que, desde la evidente afrenta de lo injusto acaba convirtiéndose en tomar la justicia por la propia mano.

En momentos de catástrofes, con la conmoción que provocan y las emociones de frustración y rabia, que acompañan a la necesidad de encontrar responsables, cuando no culpables, no podemos ignorar el riesgo que afronta la democracia liberal: convertirse en una democracia de sentimientos y pasiones[20], en la que la apelación a las emociones o la sustitución de las razones por los slogans simplistas y las fake news, los bulos, que caracterizan en buena medida hoy a las poderosos redes sociales, a su vez manipuladas sin límite, acaben arruinando los elementos básicos de la democracia.

Una parte de ese riesgo se ha manifestado en forma de polémica acerca del fracaso del Estado y del slogan “sólo el pueblo salva al pueblo”, que llama una vez más a la desconfianza de “la política” y la demonización de “los políticos”, estigmatizados como una casta corrupta, alejada de los intereses y necesidades del “pueblo”. Los más avisados esperan poder aplicar la pauta descrita por Naomi Klein en su ensayo La doctrina del shock, sobre la propuesta difundida por ideólogos como Friedman y sus adláteres: acontecimientos como éste son una oportunidad para hacer negocio, mediante la privatización de lo público, porque tras la demonización de «la política», de «lo público», surge su devaluación y así sale beneficioso privatizar enormes sectores que se adquieren por derribo y son sustituidos por pujantes empresas que explotan en definitiva ese viejo motor: el miedo., junto al horror vacui. Miedo a la incertidumbre, al desamparo. Miedo al vacío que deja el Estado, previamente desmantelado.

Con independencia de la encomiable labor espontánea de los miles de voluntarios llegados de todas partes y en gran medida jóvenes -que han desmontado así el estereotipo de una “generación de cristal”, apática y ajena a los interese generales-, lo cierto es que ha habido una indiscutible deficiencia e incompetencia en los primeros días después del desastre, por parte de no pocos de los responsables políticos concernidos en las diferentes administraciones (sobre todo la autonómica y también la administración general del Estado y el propio Gobierno central. Pero, como escribía el profesor Juan Romero[21], sonroja tener que recordar que, por ejemplo, los Ayuntamientos son tan Estado como el gobierno autonómico, el central y la administración general del Estado. Y ese Estado respondió desde el principio: no sólo los alcaldes y Ayuntamientos, no sólo los directamente afectados -que trabajaron incansablemente desde el primer momento- sino también los que de inmediato pusieron todos sus medios a disposición. Como también es Estado y actuó eficazmente la Agencia Estatal de Meteorología. Estado son la Universidades públicas, como la de Valencia que, con sus prudentes decisiones de suspender desde el mismo día 29 de octubre por la mañana toda actividad docente y enviar a sus trabajadores a casa, salvaron sin duda muchas vidas, en contraste con la propia administración autonómica -salvo la Diputación de Valencia- y con la mayoría de las empresas, que no aplicaron lo que dispone la ley de prevención de riesgos laborales.

Más penoso es tener que subrayar obviedades como que, sin lo que llamamos Estado, y en concreto, sin un modelo como el del Estado social, serían muy difíciles buena parte de los avances en ciencia ni investigación (por ejemplo, los que no están al servicio de intereses empresariales, que son legítimos en principio, claro), no habría agencias de investigación como el CSIC, ni entidades científicas como AEMET, ni habría salud pública, ni educación pública, ni sistema de pensiones, ni seguridad social. No habría defensa (no habría Ejército), ni seguridad (cuerpos nacionales de policía o Guardia Civil, algo muy distinto de los servicios de seguridad que se pueden pagar los ricos). Es decir: sí, el pueblo salva al pueblo, pero sobre todo lo hace a través de sus instrumentos institucionales y gracias a los impuestos.

Por consiguiente, la solución no puede consistir en reducir el Estado a su mínima expresión, sino en estudiar cómo corregir, a fondo si es preciso, cuestiones tan concretas como importantes en relación con la respuesta de los poderes públicos (en coordinación, sí, con los agentes privados) al cambio climático y con sus consecuencias: Se trata de revisar el marco normativo y la ejecución de los sistemas de prevención y alerta y, más aún, los protocolos de colaboración institucional entre los agentes del Estado, las diferentes administraciones. Corregir en lo posible las aberraciones urbanísticas que hemos cometido, contra las enseñanzas básicas de la ciencia (geógrafos, geólogos, climatólogos, por ejemplo). Porque la acción de los poderes públicos y de las instituciones y agentes privados debe tener en cuenta la guía que ofrecen la educación, la investigación y la ciencia.

* Esta entrada del blog tiene su origen en mi contribución al homenaje al profesor Ernesto Garzón Valdés, celebrado en la Fundación Coloquio jurídico, en noviembre de 2024. Se publicará como artículo, con algunas variaciones, en el próximo número de la revista CEFD

[1] Al cumplirse dos semanas del desastre, la pérdida más importante son las víctimas mortales y desaparecidos aún por localizar, en una cifra que se acerca a 250 personas. En las poblaciones afectadas (la mayoría de l’horta Sud, una zona de la conurbación de la metrópolis de Valencia) viven cerca de 850000 personas. Los cálculos más fiables permiten hablar de 400000 personas afectadas directamente, casi 100000 hogares gravemente dañados, con más de 350000 trabajadores, buena parte de los cuales se han quedado sin puestos de trabajo o en precario, y más de 30000 empresas seriamente perjudicadas. Un estudio del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, IVIE (https://www.levante-emv.com/economia/2024/11/03/dana-tendra-gran-impacto-negativo-111143911.html) cifra las pérdidas en 28.000 millones de euros, y subraya que los 70 municipios que han salido más golpeados por la DANA generan el 34,5% del PIB provincial y el 22% del PIB regional (más de lo que producen en un año las comunidades de Asturias, Cantabria, Extremadura, La Rioja o Navarra). El desastre ha dañado gravemente a infraestructuras, incluidas la comunicación, que impactan directamente sobre la movilidad de toda esa población e incluso sobre las comunicaciones de Valencia con otros territorios, a través de carretera y ferrocarril. Por su parte, el Departamento de geografía de la Universitat de València ha cartografiado el mapa del desastre y cifra el área afectada en 562,7Km2, de los que casi 60 constituyen área urbana y están ocupados por viviendas familiares (21km2 son zonas residenciales) y empresas (33 km2 son superficies industriales). El estudio permite identificar las zonas definidas como inundables, en las que se cebó la catástrofe, una de las razones de su magnitud, más que previsible en ese sentido: https://www.uv.es/uvweb/uv-noticies/ca/noticies/universitat-crea-primera-cartografia-precisa-inundacions-provocades-dana-1285973304159/Novetat.html?id=1286405127409&plantilla=UV_Noticies/Page/TPGDetaillNews.

[2] Publicado en el año 2004, con el título Calamidades, Gedisa, 2004, hoy está agotado.

[3] “<calamidad>…aquella desgracia, desastre o miseria que resulta de acciones humanas intencionales, es decir, excluiré los casos que pueden caer bajo la denominación general de <mala suerte> individual o colectiva, o que son consecuencia de actos voluntarios no intencionales…<catástrofe>, la desgracia, el desastre o la miseria provocados por causas naturales que escapan al control humano” (ibid.., pp.11-12).

[4] En esa lección distinguió entre 8 clase de ignorancia: excusante, presuntuosa, culpable, racional, docta, conjetural, inevitable y querida. El texto, junto a una selección de sus ensayos, puede encontrarse en la colección honoris causa de la Universitat de València, con el título Filosofía, política, derecho, Universitat de València, 2001, editado por quien suscribe. Esa lección puede encontrarse también como artículo, publicado en el número 11 (1999) de la revista Isonomía: «Algunas reflexiones sobre la ignorancia», pp. 129-148.

[5] Aunque es sabido que Camus ofreció la interpretación de que La peste era una metáfora del nazismo y de la guerra, lo es también de nuestra actitud ante los desastres: “Nuestros conciudadanos eran como todo el mundo: pensaban ellos mismos…no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por tanto, el hombre se dice que la plaga es irreal, un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa. Y debido a esa incredulidad, a esa ignorancia, sucede que continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste, que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas”

[6] En diferentes trabajos, inspirándome en las obras de Ibn Jaldún y de Durkheim, he propuesto entender la solidaridad como el tipo de vínculo social que consiste en la conciencia conjunta de derechos y deberes, que se activa de modo particular ante los peligros -no digamos los daños- que afectan a ese fondo común y ante la evidencia de que sólo actuando de modo conjunto, solidariamente, se puede dar respuesta.

[7] Me refiero a American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J.Robert Oppenheimer,  de Kai Bird y Martin J. Sherwin, Atlantic, 2005 (hay versión en castellano, Prometeo americano. Triunfo y tragedia de J. Robert Oppenheimer, Debate), en la que se basó la película de Nolan, Oppenheimer (2023).

[8] Sobre ello me permito remitir a De Lucas, “Variaciones sobre un tópico weberiano. Acerca del lugar de la ciencia en la decisión política”, Revista De Las Cortes Generales, (111), pp. 75-96. https://doi.org/10.33426/rcg/2021/111/1609.

[9] Cfr. entrevista en El País, https://elpais.com/economia/2024-11-10/obras-hidraulicas-resilientes-el-escudo-ante-la-crisis-del-clima-que-falto-en-valencia.html.

[10]  Sobre esa ideología populista advierte Richard Seymour en su Disaster Nationalism. The Downfall of the Liberal Civilisation, Verso Books, 2024.

[11] Cfr. art citado en la nota 3, p.133.

[12] Ibid., p. 144.

[13] En 1988, las Naciones Unidas y la Organización Meteorológica Mundial fundaron el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, IPCC, para proporcionar actualizaciones periódicas sobre la evidencia científica sobre el calentamiento global. El informe United in Science, de septiembre de 2019 de la Organización Meteorológica mundial reunió los detalles sobre el estado actual del clima y presentó tendencias en las emisiones y concentraciones atmosféricas de los principales gases de efecto invernadero. En la investigación los científicos destacan la urgencia de una transformación socioeconómica fundamental en sectores clave como el uso de la tierra y la energía para evitar un aumento peligroso de la temperatura global con impactos potencialmente irreversibles. También examinan herramientas para apoyar tanto la mitigación como la adaptación. (Se puede descargar en este enlace: https://news.un.org/es/story/2019/09/1462482). Puede consultarse el muy didáctico ensayo de E.Ortega, J.A.Saénz de Santamaría y S. Uhlig, Cambios climáticos, Mcgraw Hill, 2024

[14] Sobre ello, por ejemplo, https://elpais.com/clima-y-medio-ambiente/2024-11-09/stefan-rahmstorf-climatologo-el-colapso-de-la-corriente-oceanica-atlantica-provocaria-un-clima-extremo-sin-precedentes-en-europa.html.

[15] La web del Ministerio para la transición ecológica y reto demográfico alberga el Sistema Nacional de Cartografía de Zonas Inundables (SNCZI): https://www.miteco.gob.es/es/agua/temas/gestion-de-los-riesgos-de-inundacion/snczi.html.

[16] “La imputación de la catástrofe y los límites del Derecho penal”, Almacén de Derecho, noviembre 2024, https://almacendederecho.org/la-imputacion-de-la-catastrofe-y-los-limites-del-derecho-penal.

[17] Aunque frecuentemente atribuido a Lichtenberg, el aforismo se encuentra en las Mémoires de Jean-François-Paul de Gondi, Cardinal de Retz, tomo 1 p.66.

[18] Me refiero, claro está, a Masse und Macht. Hay versión en castellano, Masa y poder, Muchnik, 1977.

[19] Indignez vous! (2010). Hay versión castellana con prólogo de J.L. Sampedro, Indignaos!, Destino, 2010.

[20] Cfr. por ejemplo, P. Rosanvallon, La contrademocratie. La politique à l’âge de la défiance, Seuil, 2006; M.Arias Maldonado, La democracia sentimental: política y emociones en el siglo XXI, Página Indómita, 2016.

[21]  Cfr. https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/donde-estaba-el-estado_129_11785212.html.

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