EL PUEBLO Y EL ESTADO, ANTE LA DANA (versión ampliada del artículo publicado en Infolibre, 3 noviembre 2024)

La gestión del espantoso desastre de la Dana, en las ciudades y pedanías de comarcas de Valencia y en Letur, las poblaciones más afectadas, ha dado lugar a mensajes tan aparentemente obvios y convincentes en su simplicidad, como -a mi juicio- engañosos, cuando no ejemplos de manipulación.

Uno de los más efectivos es el que apela a la contraposición entre el pueblo -siempre adornado de todas las bondades- y el Estado, con frecuencia presentado como una bestia insaciable y despreocupada de las necesidades reales de los ciudadanos, caricatura en la que coinciden los neoliberales iletrados pero poderosos (Milei o Trump son algunos de esos analfabetos funcionales y exitosos políticos) y otros enemigos del sistema que, por el contrario, son ilustrados pero nada poderosos, como les sucede a buena parte de la tipología de los anarcas y anarquistas (Jünger nos enseñó la diferencia). De ahí el mantra “sólo el pueblo salva al pueblo” que, paradójicamente, no se está difundiendo por parte de círculos revolucionarios de extrema izquierda, sino en los medios de la derecha y, sobre todo, la ultraderecha y que apela a la bondad del pueblo como única respuesta ante el fracaso del Estado.

En lo que se refiere a la gestión del desastre causado por la Dana en Valencia, se puede ejemplificar esa tentación mediante el contraste entre las imágenes de miles de ciudadanos que dedican su tiempo y sus recursos, altruistamente, a tratar de ayudar a los damnificados (los ríos de gente que cruzan el “puente de la solidaridad” que une el casco de Valencia con un barro periférico fuertemente afectado, el de La Torre, quedarán en nuestra memoria para siempre) y las quejas por el abandono que viven esas poblaciones, denunciadas por alcaldes de todo signo político y por sus habitantes y sintetizadas en la frase “en estos días aquí no hemos visto ningún uniforme” (militar, bomberos, policía, guardia civil), con la que se proclama la ausencia del Estado, denunciada también por personas que influyen en la vida pública pero que no parecen conocer la situación, como el habitualmente ponderado Antonio Banderas, que proclamaba en un tuit su indignación por no ver al ejército en las calles de esos pueblos. En esta ocasión, una vez más, conviene recordar que antes de opinar es preciso un mínimo conocimiento de la realidad de este desastre y también, del marco normativo y competencial de situaciones de emergencia que, por supuesto, también ha dado para la disputa partidista.

Y conviene también poner de relieve que, en situaciones de graves crisis, los más avisados esperan poder aplicar la pauta descrita por Naomi Klein en su ensayo «La doctrina del shock» sobre la idea propia de Friedman y sus adláteres: acontecimientos como éste son una oportunidad para hacer negocio mediante la privatización de lo público, porque tras la demonización de «la política», de «lo público» (el «fracaso del Estado»), surge su devaluación y así sale beneficioso privatizar enormes sectores que se adquieren por derribo y son sustituidos por pujantes empresas que explotan en definitiva ese viejo motor: el miedo, junto al horror vacui. Miedo a la incertidumbre, al desamparo. Miedo al vacío que deja el Estado, previamente desmantelado.

Desmontar simplificaciones sobre “pueblo” y “Estado”

Pues bien, en primer lugar, hay no poco que matizar sobre el buen pueblo. Empezaré por reconocer que soy de los que ha aprendido acerca de lo que significa el principio político que sostiene que el pueblo es el sujeto de la política, leyendo por ejemplo a Ranciére, que enseña que la democracia es ante todo lucha por la democracia, por el poder de las gentes reunidas como pueblo (y hoy, un pueblo que trata de trascender los límites impuestos por la nación), porque los sistemas políticos tienen como hilo común, en no poca medida, el miedo al poder del pueblo que, en democracia, es el titular de la soberanía, mientras que los gobernantes son administradores de lo que es nuestro, de los ciudadanos, del pueblo. Como también he aprendido de Thoreau, Fromm, Zinn o Chomsky, la necesidad democrática de la desobediencia civil: la indignación, la frustración ante la incompetencia de sus gobernantes, no digamos la rabia al ver la impunidad con la que los derechos son frustrados, si no violados tal que en la parábola de von Kleist, Michael Kohlhass, que sirvió al gran jurista Jhering para ilustrar su tesis de que el Derecho es sobre todo lucha por el Derecho, es una buena razón para la protesta. Pero si uno ha leído a Canetti, o ha visto películas como La jauría humana, Matar a un ruiseñor, o Grupo salvaje, sabe bien que el pueblo puede ser tantas veces también masa, moldeable por demagogos de toda laya, de Hitler, Stalin o Mussolini, a Milei, Bolsonaro o Trump. Y sabemos también que, en situaciones extremas, sale lo mejor y lo peor de todos nosotros: altruistas y saqueadores. Bien es verdad que, afortunadamente, como hemos visto en Valencia, aquellos son muchos más que éstos.

Es evidente que la respuesta de los poderes públicos, comenzando por el Consell de la Generalitat, desde el momento previo e inexistente de la prevención al de la que habría sido necesaria respuesta inmediata, ha dejado mucho que desear, en contraste con instituciones como la Universitat de València, que adoptó medidas que seguramente han salvado muchas vidas de sus trabajadores y de los estudiantes (en contraste también con lo que dejaron de hacer no pocas empresas, ignorando lo que dicta la ley de prevenciones laborales). Habrá tiempo de establecer responsabilidades para que las conductas y decisiones irresponsables e incompetentes encuentren sanción, incluso más allá de la sanción política, que es la que se expresa sobre todo con el voto.

También hay que matizar y mucho, sobre la pretendida «ausencia del Estado», y no digamos sobre su falencia y sobre la necesidad de dejarlo atrás, tesis difundidas por escritores justicieros, como Jose Manuel de Prada, que escribió en una tribuna de ABC que “España es un Estado fallido gobernado por hijos de puta”, y añadió que “tendríamos que ahorcarlos”, o incluso por editoriales de periódicos que en su día fueron conservadores y hoy parecen demasiado próximos a la extrema derecha, como el diario El Español, titulaba el 3 de noviembre “España de luto, y sus políticos a otra cosa” o como el propio ABC, en su editorial del 1 de noviembre titulado “¿Dónde está el Estado?”, dando pábulo a la tesis de Estado fallido.

Para empezar, recordaré la necesidad de desmontar la eficaz falacia de que todos los políticos son incompetentes, cuando no ladrones. Por ejemplo, he leído en estos días a un ilustre hispanista sostener la afirmación, tan atractiva como -a mi juicio- tramposa, de que la corrupción e incompetencia de nuestra clase política hoy, es la misma -sin solución de continuidad- que denunciara Valle Inclán en Luces de Bohemia. Decir esto puede quedar redondo como metáfora literaria, pero es una falsedad colosal. Que el poder político corrompe, como sentenciara Lord Acton, (y añadamos que si corrompe en buena medida es porque es corrompido casi siempre a manos de los poderes de facto), no significa que no se haya avanzado nada desde el XIX, también en España, para controlar al corrompido (aunque sea a posteriori) y también -menos, la verdad- al corruptor. En un Estado de Derecho que funcione, y el nuestro, con todos sus defectos, lo es, la actividad de la administración pública está sometida hoy a controles normativos (por ejemplo, la Ley de Contratos del Sector Público), de diferentes instituciones (como el Tribunal de Cuentas) y al contraste ante los tribunales de justicia, que establecen responsabilidades y sanciones: económicas, administrativas y, si es preciso, penales. Nada que se pueda comparar a las denuncias de Larra o Valle. Va a seguir habiendo corruptores y corrompidos, seguro. Pero lo importante es poder ponérselo más difícil y, en todo caso reducir su impunidad mediante sistemas de control y sanción eficaz.

En todo caso, como escribía el profesor Juan Romero (https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/donde-estaba-el-estado_129_11785212.html), sonroja tener que recordar que tan Estado son las Autonomías y los Ayuntamientos, como el gobierno central y la administración general del Estado. Más penoso es tener que subrayar obviedades como que, sin lo que llamamos Estado, y en concreto, sin un modelo como el del Estado social, serían muy difíciles buena parte de los avances en ciencia ni investigación, por ejemplo, los que no están al servicio de intereses empresariales, que son legítimos en principio, claro: por ejemplo, los que no están al servicio de intereses empresariales, que son legítimos en principio, claro. Así, Estado es el mayor centro de investigación de nuestro país, el CSIC, como lo es la AEMET. Estado son las Fuerzas Armadas (el ejército, por cuya presencia han clamado todos los afectados) y los cuerpos y fuerzas de seguridad. Estado son los bomberos, los servicios forestales, los servicios de protección civil. Sin el Estado, en suma, sin un Estado social, ni habría salud pública, ni educación pública, ni sistema de pensiones, ni seguridad social. Es decir: sí, el pueblo salva al pueblo, pero sobre todo lo hace a través del Estado y de las instituciones públicas, y gracias a los impuestos.

A propósito de la solidaridad

Conviene también recordar que la solidaridad no es sólo una virtud que se practica sólo espontáneamente y a través del voluntariado. En muchas ocasiones he propuesto una tesis fuerte sobre la solidaridad, que arranca de considerarla no sólo como una cualidad moral individual, sino como el propio vínculo social, el cemento que hace posible la constitución de las sociedades y su evolución: esa es la noción de asabiyah que propuso el genial Ibn Jaldún en su monumental propuesta de filosofía de la historia, Muqaddihmah. La solidaridad es así el motor social que hay que preservar y desarrollar.

La solidaridad responde ante todo a la conciencia común del vínculo social, y se basa sobre todo en lo contrario de la tesis atomista que el neoliberalismo pretende imponer, esto es, que somos sólo mónadas aisladas y que lo social no existe. Como principio jurídico, expresa la conciencia colectiva de la existencia de derechos y deberes comunes, porque existen bienes comunes que sólo se pueden proteger entre todos, en común, algo que, es cierto, se hace más evidente en situaciones de enorme peligro o de catástrofes que afectan a los otros y en particular cuando esos otros son cercanos. Por eso, el Estado social debe asumir el sostenimiento de esas exigencias de solidaridad y no simplemente dejarlas al albur de la virtud ciudadana. Hablamos de bienes comunes de carácter global, los que el jurista Karel Vasak entendía que daban lugar a lo que él denomino una «tercera generación derechos» (después de las libertades públicas y de los derechos económicos, sociales y culturales), una categoría en la que entran el agua, el medio ambiente, desde luego. Hoy es más evidente que nunca que resulta inviable afrontar los grandes desafíos globales (la gestión de la movilidad humana, el cambio climático, por enunciar dos de ellos) sin el concurso de los poderes públicos, concertados desde luego con los agentes sociales.

Lo que quiero recordar y creo que conviene repetir hoy, en el contexto de la Dana y también en el contexto del debate sobre la estructura territorial del Estado y el modelo de financiación, es que la solidaridad es también un principio jurídico que, en nuestro caso, tiene rango constitucional (artículos 2 y 138). Sin solidaridad no puede haber igualdad entre los ciudadanos que viven en un Estado compuesto. El modelo federal precisamente recuerda esto: ese Estado que nace de un pacto (foedus) de mutua lealtad y ayuda.

La solidaridad es también un principio jurídico de la propia UE ((como traté de explicar aquí: https://www.infolibre.es/opinion/luces-rojas/solidaridad-entendida_1_1174940.html). El artículo 222 del Tratado de funcionamiento de la UE incluye la denominada “cláusula de solidaridad”, que establece la posibilidad de que la Unión y los países de la Unión Europea actúen conjuntamente para prevenir la amenaza terrorista en el territorio de un país de la UE, o para prestar ayuda a otro país de la UE que sea víctima de una catástrofe natural o de origen humano. Además, la UE creó la Dirección General de Protección Civil y Operaciones de Ayuda Humanitaria Europeas (DG ECHO) de la Comisión Europea como organismo específico de esta respuesta solidaria que, entre otras cosas, incluye la prevención rente a catástrofes (https://civil-protection-humanitarian-aid.ec.europa.eu/what/humanitarian-aid/disaster-preparedness_en) y se ha previsto actuaciones de solidaridad ante crisis migratorias (https://www.consilium.europa.eu/es/policies/eu-migration-policy/eu-migration-asylum-reform-pact/migration-crisis/), medidas que se activaron con motivo de la invasión de Ucrania por Rusia y la consiguiente diáspora, pero que no se han activado ante otras crisis en territorio no europeo. Y, para terminar estas referencias, recordemos que la solidaridad es la razón de la creación del Fondo Europeo de solidaridad (https://www.fondoseuropeos.hacienda.gob.es/sitios/dgfc/es-ES/paginas/fsue.aspx), que se activó como respuesta a la segunda crisis que nos amenazó con el COVID.

Todo esto para argumentar que, si queremos sacar de verdad lecciones, la cuestión no puede centrarse en reiterar lugares tan comunes como falsos. No vamos a mejorar si nos quedamos en la apología del pueblo (al fin y al cabo, sí, el soberano) y la execración del malvado Estado. Mejor sería estudiar cómo corregir, a fondo si es preciso, cuestiones tan concretas como importantes en relación con la respuesta al cambio climático y con sus consecuencias, tal que el marco normativo y la ejecución de los sistemas de prevención y alerta y, más aún, los protocolos de colaboración institucional entre los agentes del Estado, las diferentes administraciones. Corregir en lo posible las aberraciones urbanísticas que hemos cometido, contra las enseñanzas básicas de la ciencia (geógrafos, geólogos, climatólogos, por ejemplo), por no decir los cinco puntos de la agenda que propone el profesor Romero en el artículo que he citado.

Para acabar: no podemos perder de vista que el sentido de la acción del Estado, de la acción política es, incontestablemente, el mejor servicio a los ciudadanos, a la sociedad, algo que, por ejemplo, no parece haber entendido la (todavía hoy y, a mi juicio, inexplicablemente) consellera de turismo de la Comunitat Valenciana, la señora Nuria Montes, que trata a las familias de los muertos y desaparecidos con la misma displicencia con la que imagino trataba a sus subordinados en su empresa hotelera. Quizá porque no ha entendido que su función como consellera de turismo no es defender los legítimos intereses de esa patronal, sino los de los valencianos, sea cual fuere su relación con los establecimientos de hostelería. Bueno es que todos aquellos que se dediquen a la política tengan bien presente la advertencia de las Mémoires de un contemporáneo de Mazarino, el cardenal de Retz (tantas veces mal atribuida a Lichtenberg), escritas en 1675: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto, y despiertan de su letargo, pero de forma violenta”.

Debemos reconstruir. Pero con sentido común y con la guía de la prudencia, lo que significa la guía de la ciencia. Sin arrojar al niño con el agua sucia, pero limpiando todas las cloacas que podamos, ahora que aún podemos


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