Incluso los más legos saben que el Derecho se construye y avanza desde la contradicción y la crítica técnico-jurídicas: es una tarea básicamente doctrinal y en buena medida jurisprudencial, a la que no son ajenas las razones de contexto, también ideológicas, porque el Derecho es un instrumento del que nos servimos en las relaciones y conflictos sociales. Conviene recordar, además, que esa construcción se hace a partir de la dimensión jurídica más importante cuantitativa y cualitativamente, la normativa. Y conviene recordar asimismo que, en una sociedad democrática, esa dimensión es fruto sobre todo del debate y la contradicción que constituyen el juego parlamentario, donde se confrontan proyectos, se negocia y, como resultado, el legislativo produce las normas, con el consenso que el juego de mayorías permita en cada momento y desde el necesario respeto a los derechos de las minorías. En una sociedad democrática, las normas emanadas del legislativo gozan de la más fuerte presunción de legitimidad, como representante directo de la soberanía popular.
Añado, para no ser malinterpretado: frente a tanta vulgata sobre la tesis de Montesquieu acerca de la división de poderes, lo cierto es que la sabiduría de Montesquieu quería -y así lo dejó dicho- que los jueces, en realidad, no fueran un poder, es decir, que no lo fueran con los mismos rasgos que el legislativo y el ejecutivo. La razón es que era perfectamente consciente de los problemas que afectaban a un poder judicial que era mero instrumento de la corona y escenario de la arbitrariedad (como lo dejaban claro las <lettres de cachet>) y difícilmente esa realidad permitía el objetivo de la división de poderes: el control, el equilibrio. Esta reticencia se acentuó ante el proceso revolucionario contra el antiguo régimen, conscientes los revolucionarios de que la extracción social y la ideología de los jueces, hacía de ellos un resorte tendencialmente reaccionario que podía retrasar o incluso paralizar la transformación social y política que perseguía la revolución. Por eso el corolario: los jueces han de ser boca muda de la ley. Una concepción que llevó a sostener, como lo hizo la escuela de la exégesis (y sus sorprendentes partidarios renacidos hoy: por ejemplo, quienes sostienen que los jueces deben limitarse a aplicar literalmente la ley de amnistía), que la función de los jueces es la mera aplicación mecánica de la ley y, con ello, a minimizar la tarea de interpretación jurídica, reduciéndola a la supuesta reproducción literal de la voluntad del legislador. Hoy, cualquiera que haya cursado estudios de Derecho sabe, por el contrario, que el Derecho es siempre actividad interpretativa que está muy lejos de la supuesta subsunción mecánica en la omniprevisión del legislador.
Lo que me importa recordar aquí es sobre todo que resulta indiscutible que la función de los jueces no consiste tanto en ejercer poder, cuanto en garantizar los derechos de los ciudadanos frente a la arbitrariedad del poder institucional y también en poner freno a la arbitrariedad, a la desigualdad de poder, en los conflictos entre particulares en los que muy a menudo se dan situaciones de asimetría que dejan en desamparo a los más débiles. Es decir, los jueces son una barrera frente a cualquier exceso de poder, siempre que no reduzcamos ese poder sólo al poder político institucional, pero eso no debe llevar al extremo de que los jueces se autoatribuyan la condición de verdaderos señores del Derecho, esto es, al riesgo del gobierno de jueces (Richterstaat) que algunos ignaros en Derecho pretenden descubrir ahora con la fórmula “juristocracia”. Los jueces no pueden ni deben sustituir al ejecutivo, ni al legislativo, pero sí someterlos a control. Y el constitucionalismo moderno ha desarrollado además otra función, la del control de constitucionalidad, que los jueces pueden poder en marcha y que resuelve una institución, los tribunales constitucionales (que, además, no siguen todos el mismo patrón: no es lo mismo el Tribunal Supremo de los EEUU que los Tribunales Constitucionales europeos, cortados según el modelo ideado por Kelsen), y cuyo carácter mixto, político y jurisdiccional, no siempre es bien comprendido por los legos. No digamos, por los profesionales de los medios de comunicación que informan y opinan tan a menudo sobre cuestiones jurídicas sin la más elemental formación al respecto.
Viene a cuento lo anterior, que es bien sabido, para subrayar una vez más que las decisiones judiciales (como las legislativas) son siempre susceptibles de crítica. Pero, dicho ésto y a mi entender, la responsabilidad política y el respeto a la división de poderes imponen en particular a los miembros del ejecutivo un deber de prudencia y una auto-restricción de su libertad de expresión, para respetar la división de poderes y para no propiciar desde su posición institucional el detrimento de la confianza de los ciudadanos en los jueces: ese es el criterio que antes se repetía «el gobierno no comenta decisiones judiciales». El gobierno, si procede, tiene a su alcance recurrirlas y puede instar para ello nada menos que a la abogacía del Estado e, incluso, dirigirse a la fiscalía general del Estado para que estudie abrir las diligencias oportunas si procede (lo que, en todo caso, esalgo muy distinto de darle instrucciones, porque la fiscalía general debe ser independiente del ejecutivo, algo que pareció no entender bien el actual presidente del gobierno desde el comienzo de su mandato («¿y quién nombra a la fiscalía? Pues eso…»).
Insisto: los ministros -desde luego, el de justicia- deben ejercer la prudencia a la hora de afrontar las decisiones judiciales que no comparten. Lo cierto es que la opinión de un ministro sobre las decisiones judiciales no es la de un particular, un profesor o un profesional del Derecho -un jurista- que tienen toda la libertad de expresión garantizada para dar a conocer su opinión, incluso con vehemencia, aunque siempre sean exigibles la educación y el respeto personales.
Por esas razones, a mi juicio, los ministros deberían abstenerse de dirigirse de continuo a la opinión pública para descalificar las decisiones de los tribunales y, sobre todo abstenerse de dirigirse a los tribunales para indicarles cómo deben resolver en este o aquel caso, desde un auto de un juez de instrucción, a los fallos del Tribunal Supremo o al Constitucional.
Ya he dejado constancia de que me abochorna la deliberada incontinencia del ministro encargado de los tuits: lo considero una persona inteligente, con sobrada experiencia política y por eso no entiendo sus tuits como descargas viscerales, sino como una estrategia meditada. Pareciera que ha entendido su condición de ministro con competencia en materia de movilidad, para dedicarse básicamente a movilizar a la opinión pública, alegando su condición de «jurista», condición que parece confundir con la de haber obtenido el título de licenciado o graduado en Derecho, pues se le desconocen otros méritos jurídicos para arrogarse el carácter de jurista, más aún cuando exhibe un dominio más bien endeble de la «lógica jurídica» que invoca. Insisto: no se trata de negarle a un ministro su libertad de expresión, pero sí de hacerle ver que debe conjugarla con la responsabilidad institucional, antes de difundir una y otra vez a los cuatro vientos sus críticas a las decisiones judiciales que no le gustan,
Pero me preocupa sobre todo que el ministro de justicia (en un gesto encaminado, quizá, a hacer ver a los independentistas que «se está haciendo todo lo que se puede» en favor de la aplicación de la amnistía para Puigdemont) le lea la cartilla al juez Llarena o a los magistrados de la sala de lo penal del Tribunal Supremo, por muy criticable que sea su último auto al respecto (que, a mi juicio, como ya he comentado aquí mismo, excede de lo jurídicamente razonable y pertinente en buena parte de sus consideraciones). No digamos nada de su alegato de que la posición de los jueces del Tribunal Supremo sobre la amnistía sólo es compartida por Vox. Me parece totalmente improcedente esa actitud que, a mi juicio y con el respeto debido a alguien que ha asumido tan alta y compleja responsabilidad, comporta una dosis inaceptable de irresponsabilidad política e institucional.
Por eso, desde la modestia de quien, como y, se considera antes que otra cosa un jurista, después de casi cincuenta años de ejercicio como profesor de Derecho y también con cierta experiencia en tribunales e incluso mínimamente en el poder legislativo, pero también desde mi condición de militante socialista, me permito pedir encarecidamente a los miembros del gobierno que dejen la crítica jurídica y desde luego la ideológica a los portavoces del partido, a los diputados y militantes, que pueden y deben ejercerlas, incluso a fondo. Y siempre con argumentos y sin descalificaciones personales, ni generalizaciones, que ponen en solfa a la inmensa mayoría de los 5500 jueces y magistrados que ejercen con profesionalidad y cotidianamente su función.