Estuve atento -y paciente- ayer para seguir la ceremonia de apertura de los juegos olímpicos, en Paris
No cansaré al lector repitiendo lo que nos han enseñado la sociología y la antropología sobre nuestra necesidad de fiestas, ritos y liturgias. Antes, asociadas a la ruptura de lo ordinario que es la noción religiosa de lo sagrado. Hoy vinculadas a las supersticiones y fabulaciones de un mundo que se dice desacralizado y que construye lo sagrado sobre todo tipo de banalidades, hasta las más estúpidas.
Los rituales que rodean la fiesta de los juegos olímpicos son un ejemplo de esa reformulación de lo sagrado, a la par que de la utilización de lo que se pretende universal, pero que en realidad esta listo para glorificar lo «nacional», el país que los organiza, el que gana medallas…La sustitución de la guerra por la confrontación deportiva
Francia, un país al que amo como segunda patria por su espíritu republicano, por su cultura y sus aportaciones a la humanidad, es también ¡ay! cuna del chauvinismo. Y con un presidente ególatra y jupiterino, no iba a desaprovechar la oportunidad, dejando en tercer o cuarto plano al Ayuntamiento de Paris que, en lógica elemental, debería haber recibido un protagonismo mayor. Algunos medios se han hecho eco de la «operación de implacable <limpieza>», que se ha llevado a cabo en estas semanas, para apartar de la vista todo cuanto pudiera servir de contraste a la imagen de una Paris y una Francia glamourosa. No me extenderé en eso; no es una novedad…
La ceremonia ha recibido elogios y críticas casi por igual. Desde el punto de vista de la innovación, no me cabe duda de que ha sido una apuesta ganadora. Desde el punto de vista de la organización y el ritmo de la ceremonia, en cambio, creo que ha sido en gran medida fallido: en muchos momentos demasiado repetitivo y prolongado hasta el aburrimiento, aunque hay que reconocer que la lluvia torrencial lo ha dificultado todo. He encontrado excesiva la insistencia “pedagógica” para presumir de la herencia cultural francesa y de su presente, en detrimento del protagonismo de quienes deben ser el centro: los sufridos atletas que han afrontado con loable entusiasmo el chaparrón que no parecía tener fin desde los barcos en los que se les ha embarcado con criterios a veces difícilmente comprensibles. Y respecto a las delegaciones de países, justo el aplauso a la participación de los refugiados bajo bandera de ACNUr, a las delegaciones de países asolados por la guerra, como delegación palestina, la de Ucrania o a la de Yemen. Me parece justificado el considerable rechazo con el que se recibió la presencia de la delegación de Israel
En lo positivo, me quedo con los detalles del marco de la ceremonia: el Sena vertebrando París, y la torre Eiffel, un icono privilegiado al que se le ha dado un estupendo juego.
Destacaré la extraordinaria brillantez de algunos momentos, eesde la impactante imagen de los humos de colores componiendo la bandera de francia, o el episodio de la <Libertad>, con el <ça ira>, la estruendosa banda de metal Gojira y la representación del coste sangriento de la revolución. Me ha gustado mucho también, aunque la lluvia implacable haya deslucido este momento, la vibrante interpretación de La Marsellesa por la magnífica y bella soprano Axelle Saint-Cirel. En cambio, aunque su fuerza simbólica me parece innegable, creo que la lluvia arruinó la coreografía de una idea tan estupenda como la banda de la guardia republicana acompañando la interpretación de la cantante maliense-francesa Aya Nakamura, que había despertado las iras de la extrema derecha que no acepta la realidad de una Francia que ya no es la de Vercingetorix y los galos.
Muy brillante la idea de las estatuas doradas de mujeres que son iconos de la cultura y el pensamiento francés y universal, de Olympe de Gouges a Alice Guy, o Simone de Beauvoir, si bien, por poner una pega, algunos hemos echado en falta a otras grandes mujeres: Marie Curie o la gran filósofa Simone Weil, por ejemplo. La referencia a los otros dos principios, igualdad y fraternidad, completados con la sororidad, la solidaridad, y con la diversidad, me parece muy justa.
A mí no me han gustado algunos de los ejemplos de la diversidad que me parece exageraban el aspecto supuestamente provocador, para caer en lo ridículo, si no incluso en lo vulgar. Encuentro muy deslucido el supuesto homenaje a la moda y me ha parecido muy fallida la coreografía de Lady Gaga y el homenaje al can-can, así como las idas y venidas del portador enmascarado, por no hablar del insoportablemente largo momento discotequero y del papanatismo de los prolongados efectos laser.
Estupendo el homenaje de Francia al rey de Roland Garros, su abrazo con Zidane, la presencia de mitos de los juegos que le acompañaron y el último relevo del más anciano de los campeones olímpicos a la pareja de atletas franceses que encendieron un pebetero que homenajea a los Montgolfier. Magnífico el colofón: la quebequesa Celine Dion reapareció cuatro años después, pese a su enfermedad, para emocionarnos con su versión del Himno al amor, de Edith Piaf