No es arriesgado sostener que el reconocimiento de los neuroderechos constituye una de las dos más importantes y necesarias renovaciones de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), que cumple su 75 aniversario en 2023. La otra -a mi juicio, de importancia incluso mayor-, es la necesidad de reconocer y garantizar lo que los teóricos del <constitucionalismo ecológico> denominan bienes fundamentales vitales.
Se trata de dos ampliaciones en el catálogo de la DUDH que convengo en defender, frente a los partidarios de lo que podríamos denominar una concepción conservadora y obviamente restrictiva de los derechos humanos, que pretende reducirlos al núcleo de una dignidad entendida al modo liberal, que de nuevo hoy pretende excluir del catálogo de los verdaderos derechos a los derechos económicos, sociales y culturales, como la salud, la educación, la protección contra el hambre, la vivienda, el trabajo digno o las pensiones.
La mejor justificación de esa ampliación es la necesidad de hacerl justiciables para todos los seres humanos los bienes, las necesidades que esos nuevos derechos tratan de salvaguardar. En otras palabras, ha llegado la hora de tomar en serio la exigencia de garantía efectiva de esas necesidades básicas. Claro está, semejante exigencia se traduce y concreta en demandar la voluntad política de poner los medios para tal reconocimiento y garantía.
A mi entender, esa justificación concurre en las dos categorías que propongo como ampliación del catálogo de derechos de la DUDH. Desde luego, en esos bienes fundamentales vitales que, precisamente por su dimensión de bienes comunes para todos (más allá incluso de la especie humana) resultan prioritarios. Como ha explicado muy bien Ferrajoli, se trata de bienes vitales naturales, como el agua, el aire incontaminado, el clima estable. Pero también de los bienes vitales sociales, fruto de nuestro ingenio e investigación, como la comida imprescindible, los fármacos esenciales, las vacunas. Unos y otros deberían estar sustraídos al mercado y en particular los naturales, bajo formas fuertes de garantía que recuperen su carácter extra patrimonium y extra commercium.
Pero volvamos a la noción de neuroderechos, tal como la postula quien es reconocido como el más autorizado representante e impulsor de la demanda de reconocimiento de esa categoría, el neurobiólogo profesor Rafael Yuste. Esta propuesta en torno a los neuroderechos es, como tantas otras grandes ideas, tan sencilla como relevante y nace de la necesidad de regulación y respuesta ante el desarrollo de las neurotecnologías, que permiten la aparición de herramientas o técnicas (por ejemplo, los algoritmos) que permiten manipular, registrar, medir y obtener información del cerebro. Como ha subrayado el mismo Rafael Yuste, se trata de una gran oportunidad que nos sitúa ante lo que podríamos considerar un salto cualitativo en nuestra especie, pero también entrañan un grave riesgo, si no se garantiza una adecuada y eficaz protección jurídica de lo que, en definitiva, es nuestra conciencia.
Por mi parte, me gustaría subrayar que los neuroderechos constituyen un estupendo ejemplo de cómo lo que llamamos derechos humanos no son un concepto abstracto, sino histórico, que admite ampliación de su catálogo, ante la aparición de nuevos bienes que entendemos como necesidades y que se encuentran en riesgo, precisamente porque -como sucede en este caso- el desarrollo tecnológico permite manipularlos, incluso vaciarlos de contenido. Hablamos, sí, de lo que en teoría de los derechos humanos conceptualizamos como necesidades básicas que exigen el tipo de protección más alto, el que ofrece su reconocimiento como derechos humanos universales y nuevos. En efecto, nos encontramos ante necesidades que hasta ahora no reconocíamos, porque no existían como un bien posible, y además no estaban todavía en riesgo: el derecho a la identidad personal, a la privacidad mental, o al acceso equitativo a la mejora cerebral o a la protección contra sesgos introducidos por esas técnicas.
En Derecho constitucional comparado, la categoría de neuroderechos estuvo a punto de lograr su primera constitucionalización en el artículo 19.1 del abortado proyecto de Constitución chilena que disponía lo siguiente: “El desarrollo científico y tecnológico estará al servicio de las personas y se llevará a cabo con respeto a la vida y a la integridad física y psíquica. La ley regulará los requisitos, condiciones y restricciones para su utilización en las personas, debiendo resguardar especialmente la actividad cerebral, así como la información proveniente de ella”. Esperemos que se recuperen en el nuevo proyecto constitucional.
Todo lo anterior viene especialmente a cuento porque el próximo viernes 24 de febrero tendrá lugar en Valencia la firma colectiva de Neurodrets. La declaració de València, una iniciativa del Consell Valenciá de Cultura (CV), impulsada sagazmente por la filósofa Ana Noguera, y que tiene como objetivo la incorporación de los <neuroderechos> a la Declaración Universal de los Derechos humanos (DUDH. Particularmente significativa me parece la presencia en ese acto de quien, como ya he señalado, es el más reconocido de los impulsores de este reconocimiento, el neurobiólogo Rafael Yuste.
Estamos, pues, de enhorabuena por el hecho de que Valencia se asocie a este acontecimiento y hay que agradecérselo al CVC. Ojalá que asistamos pronto a su positivación en el Derecho constitucional y en el Derecho internacional de los derechos humanos.