Al terciar en el complejo y delicado debate de los indultos, lo primero que conviene recordar es algo elemental: son una medida de gracia, no de justicia. Es algo que pueden admitir la señora Paluzie o el señor Cuixart, tanto como los García Ortega, García Egea o Bal, y desde luego el señor Campo, ministro de justicia (en otro tiempo lo habría sido de gracia y justicia). Claro, debemos añadir de inmediato que cada uno de ellos entendería eso de <gracia, que no justicia> conforme a sus premisas y objetivos, porque su visión de la justicia, en general y en el caso del que tratan los indultos, en particular, difiere enormemente.
Para los independentistas, y eso es cierto en particular para los líderes de la ANC (Cuixart fue el presidente anterior a Paluzie) lo propio de la justicia es una amnistía, porque entienden que lo que se llevó a cabo el día 1 de octubre de 2017 y todos los preparativos y actos que lo acompañaron y siguieron, incluidas las “leyes de desconexión” y la “declaración de independencia”, fueron actos legítimos, ya que sostienen que por encima de la legitimidad constitucional hay otra fuente de legitimidad, superior, que reside en la voluntad de ser nación y aun Estado independiente, conforme a su peculiar interpretación del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Por eso toman la medida de gracia como un acto paternalista e incluso insultante, porque no admiten ser tratados como autores de delitos.
Para los nacionalistas españolistas, que presumen de constitucionalistas pero -en realidad- ponen su visión de la unidad de España por encima de la Constitución, perdonar parte de la pena a los condenados por sentencia del Tribunal Supremo es un acto vergonzoso y, aunque sea una medida de gracia, la entienden contraria a su exigencia de justicia, que incluye el máximo rigor posible con los condenados y que encuentra aval en buena parte de los términos del informe del TS sobre los indultos. Informe preceptivo, pero no vinculante, porque así lo establece la ley.
En todo caso, unos y otros coincidirán, porque así lo establece la ley que rige los indultos (una ley de 170, sí, pero modificada en 1988), en que es una competencia exclusiva y discrecional del Consejo de Ministros, que puede conceder el indulto “por razones de justicia, equidad o utilidad pública” (artículos 10 y 11 de la ley de 1870). Importa añadir que, desde la reforma de 1988, el ejercicio de esa competencia no requiere un decreto de motivación, aunque eso no significa que sea una decisión totalmente exenta del control por los tribunales. No, desde lo que apreció el Tribunal Supremo en el fundamento jurídico octavo de su sentencia de 20 de noviembre de 2013, al afirmar a su vez la competencia del alto tribunal (de su sala tercera) para entender de recursos encaminados a comprobar “si la concreta decisión discrecional de indultar ha guardado coherencia lógica con los hechos que constan en el expediente”.
Es esa cláusula, a mi juicio, la que plantea el mayor problema, en términos de la debida separación de poderes: sobre todo si el Consejo de Ministros alega no tanto los criterios de <justicia> o <equidad>, sino el de utilidad pública: ¿puede el poder judicial entrar a discutir y corregir un criterio tan eminentemente político como el de utilidad pública que, por tanto, parece legítimo que lo decida el ejecutivo, sin violar la división de poderes? Creo que, como ha argumentado en un artículo reciente el profesor Arbós (https://www.elperiodico.com/es/opinion/20210529/limites-indulto-presos-independentistas-articulo-xavier-arbos-11771362), la respuesta es negativa: el Tribunal Supremo no puede entrar en la interpretación de la utilidad pública sin suplantar la competencia del Ejecutivo y, por tanto, sin faltar a la división de poderes.
De otra parte y en la medida en que los indultos son un acto de gracia, casi por completo discrecional, y no un acto jurídicamente debido, una de las pocas certezas jurídicas que tengo sobre la cuestión es que cuando el Gobierno decreta un indulto, precisamente por respeto a la división de poderes, no puede ni debe tratar de sustituir o corregir las decisiones judiciales. Los indultos no son, no pueden ser, una segunda sentencia. Y precisamente porque deben atenerse escrupulosamente a ello, no cabe temer que introduzcan ninguna suerte de impunidad, una consecuencia letal para la confianza social en el Derecho y en los tribunales.
Esto preocupa y de buena fe, según estoy convencido, a buena parte de los ciudadanos españoles, que no entenderían que se corrigiese una decisión judicial, adoptada con todas las garantías procesales (aunque sea discutible la cuestión de la competencia, esto es, que el caso fuera abocado al Tribunal Supremo). Una sentencia que dejó claro quiénes incurrieron en responsabilidad penal por haberse saltado las leyes, las decisiones de los tribunales y la propia Constitución -que declararon unilateralmente no vinculante- y así pusieron en serio peligro los fundamentos de la convivencia y la concordia, objetivos constitucionales de primer orden. Eso, sin dejar de reconocer que, por parte de los gobiernos de Madrid, se ha venido actuando durante años con mucha torpeza y, en particular el gobierno Rajoy incurrió en notoria irresponsabilidad con ocasión del intento de referéndum del 1 de octubre de 2017.
Insisto: creo que la mayoría de los ciudadanos que se oponen al indulto no lo hacen por venganza o revancha. Como tampoco creo que el tribunal juzgador, al que se vilipendia un día sí y otro también desde medios independentistas (y desde quienes querían algo así como una pena de por vida a los encausados), actuara movido por la venganza o por la revancha. Otra cosa, lo reitero, es que en el terreno técnico-jurídico no se pueda discrepar y, desde luego criticar -incluso a fondo- aspectos importantes de su fallo. Y también es asunto diferente, desde luego, que entre quienes se oponen a conceder los indultos haya quienes lo sostengan por un afán de venganza o de revancha. Es algo que no se puede excluir. Pero introducir, como hizo el presidente del gobierno, el término venganza o revancha exigía mayores precisiones de las que formuló, para evitar la interpretación (estoy convencido de que ajena a su voluntad) de que alguien pueda pensar que juzga actos de revancha o justicia las sentencias recaídas sobre los presos independentistas catalanes. Serán más o menos técnicamente correctas y se puede y se debe llegado el caso discrepa y criticar su argumentación. Pero no son, como pretende una parte del mundo independentista, actos de persecución contra el independentismo como ideología, actos de venganza o revancha contra sus líderes. No digo nada del disparate de hablar de actos de venganza o persecución a «Cataluña».
Lo que me parece también claro (otra de las pocas certidumbres) es que, si se adopta el indulto, no supondrá de ninguna manera enmendar la sentencia. El indulto no significa sostener ahora que los líderes políticos y ciudadanos que llevan ya más de tres años en prisión (bien que en condiciones notablemente ventajosas respecto a la inmensa mayoría de quienes están encarcelados en nuestro país), lo están simplemente por el ejercicio de algo democráticamente elemental como “poner las urnas”. Porque el indulto no niega, ni mucho menos, que esos líderes, tal y como estableció la sentencia, actuaron unilateralmente y con desprecio de las leyes, de las sentencias y de la Constitución, con tal de conseguir un propósito, el de la independencia de Cataluña que, por otra parte, si no se actúa unilateralmente y por encima de la ley, es perfectamente sostenible y del que no tienen por qué arrepentirse ni abdicar. Al actuar así, cometieron varios delitos (sedición, malversación, desobediencia) en diferente grado, según sentencia firme, aunque aún sometida a lo que pueda decidir el TEDH. Y, con independencia de que sea más que discutible la imputación de un delito como el de sedición, obviamente mal tipificado y desproporcionadamente castigado en el código penal y en la sentencia, lo que a muchos de nosotros nos parece fuera de cuestión es lo que también deja claro la sentencia por la que se les condenó: se saltaron el respeto a las leyes y al Estado de Derecho y las consecuencias de todo ello es que pusieron en grave peligro la concordia, la convivencia, en Cataluña y entre Cataluña y el resto de España.
Reiteraré lo obvio: el indulto nunca declara inocente al inculpado, ni borra su delito. No es un acto de justicia, como lo son los actos de los tribunales (aunque habría mucho que matizar al respeto, recordando el dictum del justice Holmes) y, en este caso, según creo -aunque esto sea más discutible-, tampoco en la equidad. Se trata de una concesión -una gracia- que se dispone a adoptar el Gobierno, en uso de su competencia exclusiva para ello, por razones que me parece que son muy verosímiles de utilidad pública: añadiré que pocos propósitos me lo parecen tanto como el de restablecer la convivencia entre catalanes y dar una oportunidad para un nuevo comienzo de las relaciones entre Cataluña y el resto de España. Aprovechar esta oportunidad, a mi juicio, y coincido con lo señalado por Fernando Vallespín en otra columna de opinión (https://elpais.com/opinion/2021-05-30/un-nuevo-comienzo.html), es lo que más importa. Porque la decisión política de ofrecer un gesto no exigible y sin que haya ninguna contrapartida concreta desde el Govern, ni tampoco seguridad alguna respecto a la reciprocidad por parte del mundo independentista catalán, es muestra de la fortaleza democrática del Gobierno del Estado y no supone desdoro de lo que exige el Derecho. Esa apuesta es arriesgada, sí, porque está por demostrar que el sentido de Estado que a mi juicio subyace al criterio de utilidad pública que impulsa al gobierno a decretar los indultos, lo tengan los líderes independentistas, que ni creen ni quieren ese Estado. Pero sí deberían dejar claro que creen y quieren en la convivencia, en el Estado de Derecho y en las reglas de la democracia, que proscriben cualquier decisión unilateral. Incluso por encima de la independencia. Y eso, a mi juicio, está por ver por parte de Junts y de un sector de las CUP. En ese sentido, los indultos son una decisión guiada por el propósito de una convivencia en concordia. Y lo primero a recordar es que la concordia es un valor, sobre todo si se trata de la <concordia discors>, que no es un oximoron, sino tal y como lo propone Horacio (Epistolas, I, 12, 12) evocando a Empedocles: una apuesta por una visión del mundo en el que la pluralidad permite la concordia, sin caer en la homogeneidad (por cierto, el propio Aristoteles (Met. I, 4, 984b) se lo atribuye a este discípulo de Pitágoras, aunque el concepto obviamente se remonta a Heraclito). La concordia tiene como punto de partida la pluralidad. Y esto me parece lo más apropiado para definir como tarea de utilidad pública el propósito de restaurar un sentido de concordia entre los que piensan y son diversos. Entre los catalanes entre sí. Entre catalanes, vasco, gallegos, andaluces, canarios…como españoles.
Una última consideración: parece evidente que, aunque pueda garantizar cierta estabilidad en la legislatura y ese resultado sin duda influye en la decisión de conceder el indulto, el indulto no puede juzgarse sólo como un recorte partidista para conseguir dos años de estabilidad en el parlamento (algo que tampoco parece un bien despreciable). No lo es porque también puede erosionar -y seriamente- el apoyo electoral al PSOE, incluso desde sus propios votantes. Pero, en todo caso, ese es un coste que un gobierno que persiga la utilidad pública debe afrontar, si de verdad quiere ofrecer una oportunidad de corregir lo que a muchos nos parece una desgracia, el abismo que se abre entre los catalanes y entre muchos de éstos y el resto de los españoles, en forma de proyecto secesionista unilateral. Por eso, creo que es acertada la decisión del presidente del gobierno de aprobar un indulto que, debido las exigencias técnicas derivadas del informe unánime del Tribunal Supremo, será necesariamente parcial. Y con la misma convicción creo que es necesario que el gobierno ponga de su parte todo el esfuerzo posible y un poco más en el ejercicio de la claridad y de la pedagogía social para explicar las buenas razones, que las hay, que amparan esta decisión.