Mi primera pregunta es ésta: ¿qué ha pasado para que la opinión pública perciba ahora el Mediterráneo occidental como una frontera a defender? ¿Son suficientes las imágenes de las pateras, de la isla Perejil, de los niños en maletas y camiones? ¿Somos conscientes de que todo eso es una narrativa tóxica que miente y engaña para un propósito determinado?
Realmente, ¿asistimos a una amenaza, de la que hay que defenderse, incluso militarmente, como se nos dice?
Y, sobre todo, ¿puede todo ello justificar laos recortes hasta la ablación de derechos humanos y fundamentales, la relativización hasta la negación de principios básicos del Estado de Derecho, la puesta en cuestión de la vigencia de obligaciones meridianamente claras del Derecho internacional del mar, del Derecho de refugiados, del Derecho migratorio (que existe, aunque nos digan que no y en eso el GCM me parece útil)? ¿Por qué no somos conscientes de que la historia juzgará con dureza esta construcción de las políticas migratorias como necropolítica, en la que la vida no cuenta porque es un coste lateral y en un giro inaceptable para cualquier jurista, creo que para cualquier ciudadano, el Derecho se utiliza contra los derechos?
Polisemia y paradojas de la noción de frontera
Convendría atender con algo más de detalle a la noción de frontera, preñada de ambigüedad, incluso si -como es el caso-, parece traducir una barrera natural, la del Mediterráneo occidental a la que se refiere esta sesión. Porque la noción dominante de frontera es una reducción que no hace justicia al papel histórico de ese mar.
Pero, ¿qué es hoy una frontera? Creo que la notable politóloga y feminista norteamericana Wendy Brown ha explicado muy bien las contradicciones que nos depara el proceso de globalización que identificábamos ingenuamente con la progresiva desterritorialización del mundo.
Es la primera de las paradojas actuales de la noción de frontera: pensábamos que la lógica de ese proceso llevaría antes o después, si no a la caída, sí a la relativización o incluso la abolición de las fronteras, al menos entendidas como instrumento de afirmación de soberanía territorial respecto a quien se la disputa (es decir, otros Estados o bien «hordas» invasoras). Una desaparición de las fronteras entendidas como limite geográfico fortificado frente al enemigo exterior, ese que criticara Buzzatti en su novela El desierto de los tártaros, como también lo hicieron Kavafis –en su poema Esperando a los bárbaros– y Coetzee –en su novela homónima Waiting for the Barbarians–.
Pero la realidad inmediata nos demuestra que no solo no desaparecen, sino que se incrementan, sobre todo con una función simbólica que, en todo caso, mantiene la carga represiva, violenta, de la que hablaré enseguida. Nos faltaba por ver el refuerzo de muros y vallas al que asistimos durante 2015 en buena parte de la UE, que como hemos insistido muchos de los que estamos aquí, parece redescubrir el mito de la Europa fortaleza, desde Polonia y Hungría a Francia y España.
La UE no es la única en mantener esa noción de frontera que incluso más que policial deviene en militar, según la crítica de Sassen, Bauman y tantos otros, sobre el deslizamiento de los Estados providencia a Estados represivos, que fijan la acción de represión del agresor externo (el inmigrante) como coartada de adhesión, basándose en un noción muy discutible de <Gobernanza de las migraciones> y en toda una serie de conceptos imprecisos y mal utilizados, como la noción de fronteras europeas, algo que no existe conforme al propio TFUE, o al complicado juego de Schengen y Dublín. Debemos encontrar un modelo efica y justo de gobernanza, pero eso exige sobre todo coordinación y maximalización de los beneficios de todos los agentes concernidos.
Baste pensar en lo que sucede entre México y EEUU, en la política que practica Australia o en la que sufren los rohingyas (también conocidos como roinyás, o ruanigás), un grupo etno-religioso (musulmán) de aproximadamente un millón de personas, que habitan en el Estado de Rajine (o Rakain), en Myanmar, rechazados por todos los estados del sureste asiático.
En todo caso, conviene recordar una segunda paradoja: el contexto de globalización impone el reconocimiento de la porosidad de las fronteras y el fracaso de todo intento de cerrar las fronteras como fortaleza, un intento que la UE trata de resucitar de tanto en tanto, desde una miope visión económica (centrada en la obtención del ejército de reserva, ni más ni menos) que daña exigencias elementales del Estado de Derecho respecto a los inmigrantes y aún peor, obligaciones internacionales de los estados miembros en materia de derechos de los refugiados.
En efecto, aunque algunos puedan pensar que esa situación resulta de utilidad para el mantenimiento de un abundante contingente laboral o, en los términos acuñados por Karl Marx en El capital, de un copioso ejército industrial de reserva, siempre disponible para cubrir las demandas de la economía (ya sea formal o sumergida), incurre en el error de reducir un fenómeno social global (en el sentido de Mauss) a su dimensión económico laboral y aun así de forma dudosamente eficaz, por su conjugación (si no supeditación) a la dimensión de orden público, exigencia/coartada de la política de miedo que trata de paliar la pérdida de agregación de las clases convertidas en precariado y produce un efecto de estratificación social que propicia una situación estructural de violación de los derechos humanos muy poco acorde con los presupuestos normativos mínimos del Estado de Derecho.
En realidad, pese al mensaje continuado de la necesidad de control absoluto de las fronteras en términos de filtro que no deje pasar al no deseado, al que seguimos denominando «ilegal» (no tanto porque sea un delincuente peligroso sino porque se trata de un inmigrante «excedente»), es casi imposible ofrecer ejemplos de Estados cuyo territorio esté completamente sellado, incluso pese al continuo perfeccionamiento de los sistemas de vigilancia de las fronteras.
La porosidad de las mismas es una señal más de la paradoja de la progresiva erosión de la soberanía estatal, aún más escandalosamente visible en el caso de la UE, con una geometría variable de definición de su territorio y sus fronteras, que acaba impactando sobre la movilidad de sus propios ciudadanos, como estamos viendo ahora en los casos de Bélgica, Alemania o Reino Unido: el nexo político y jurídico entre soberanía y territorio se ha visto cuestionado por la multiplicación de poderes y ordenamientos supranacionales, el rápido crecimiento e intensificación de los vínculos transnacionales, así como el afianzamiento de los nuevos circuitos globales de producción e intercambio de capitales.
Dicho todo lo anterior, es necesario insistir en que la noción de frontera no es equivalente a la de muro defensivo ni al confín de soberanía. Incluso en términos clásicos, la distinción entre los términos romanos de limes, confines o vallum es muy compleja. Resumiendo casi al riesgo de la simplificación, diría que si bien ha quedado en nuestra concepción de frontera la idea de confín, de límite y barrera del Estado, esto es, de instrumento de delimitación de la soberanía territorial, al modo que ejemplifica el famoso <muro de Adriano>, no es menos cierto que en el origen mismo de este concepto, la frontera es sobre todo una zona de contacto, de tensión, pero de intercambio.
Y es que, más allá de las delimitaciones artificiales que los Estados convienen (o imponen), es decir, construyen, a efectos de gesto ostensible de soberanía (y por tanto de lógica militar o de policía y defensa), hay pueblos, culturas, intereses y necesidades sociales y económicas que se relacionan a través de la frontera como zona o espacio de contacto. Frente a la noción de frontera como limes, esto es, una línea fortificada que sirve para separar civilización de barbarie, hemos de recuperar la dimensión de frontera como espacio de interacción económica y social que paulatinamente puede propiciar el intercambio, la negociación y el mestizaje: cultural, económica, social, política.
Eso debería ser el Mediterráneo como frontera, escenario de conflictos, pero inevitablemente de conflictos que nos han constituido, que han construido lo que somos. Es el cierre, el bloqueo, el alzamiento de continuas y enormes dificultades que reducen hasta casi eliminar ese espacio de contacto —insisto, no arcádico— lo que a mi juicio constituye el error más grave de nuestras políticas de inmigración y asilo, que tiene como consecuencia convertir las fronteras en instrumentos de necropolítica. Un error que, por lo demás, constituye una gravísima contradicción con todos los intentos de optimizar los beneficios que ambas partes (la UE, desde luego) podrían obtener de la existencia de un espacio común.
La última de las paradojas es el incremento de las fronteras internas de las democracias, en el sentido señalado por Balibar y Wallerstein: el incremento del proceso de dualización interno, de desigualdad. Cada vez más ríos y cada vez más precarización, con el estrechamiento de la clase media y la precarización de una gran parte d ela clase trabajadora.