En Irlanda, que rivaliza con España y Polonia en el peso de su identidad católica, el viernes santo de hoy evoca el nacimiento de la posibilidad de una nueva política, por el acuerdo alcanzado en Belfast hace ahora casi exactamente 20 años. Sin embargo, en nuestro país, las anécdotas vividas en la semana de pasión que culmina hoy, viernes santo, parecen evocar más bien la permanencia de hábitos y principios de una vieja política. Esto es lo que me preocupa, no las anécdotas de himnos, legionarios, banderas y ministros, sino la categoría que subyace.
Para salir de esa vieja política, necesitamos lo que el profesor Rodríguez Uribes, en su libro <Elogio de la laicidad>, llama “política de laicidad”.
Política de laicidad porque ésta, la laicidad, no es un rasgo adjetivo, sino una condición de la democracia, más aún en sociedades crecientemente multiculturales y cada vez más marcadas por la tenencia a la desigualdad y la exclusión.
Política de laicidad como rebelión activa contra el fanatismo y su “tejido de aberraciones” del que hablara H Bergson.
Política de laicidad entendida como base de la emancipación ciudadana y garantía de respeto para todas las personas en igualdad, de la igualdad de género a la libre opción sexual, a la libertad de expresión, de crítica, en suma, al despliegue de todas las potencialidades de cada uno, para desarrollar el propio proyecto de vida y también ese proyecto común que es la política, sin dogmas, tutelas o autoridades irracionalmente impuestas.
Nuestro contexto exige imperiosamente la imperiosamente trabajar por un espacio público laico, en el que no sólo se respeten todas las opciones de conciencia – religiosas o no – sino en el que, además, ninguna tenga privilegio alguno respecto a las demás, garantizando la neutralidad del Estado ante las opciones de conciencia de su ciudadanía.
No ignoro que el error de cierta tradición de la laicidad, como advierte con buen juicio el profesor Rodríguez Uribes, es confundir el proceso de secularización propio de la democracia laica con la pretensión de desaparición, o, para ser más rigurosos, de absoluta irrelevancia (incluso por la vía del menosprecio) del hecho religioso en el espacio público. Creo que algo de eso se advierte en debates que han reverdecido por ejemplo a propósito de los cambios introducidos en esta etapa reciente de “democracia municipal” (tras las última elecciones municipales en España) caracterizadas por el hecho novedoso de que la gestión de una parte importante de las ciudades está en manos de coaliciones políticas en las que la izquierda tradicional (PSOE, IU) gobierna en coalición con fuerzas renovadoras (Podemos, Mareas, En común, etc) o incluso se ha visto superada por ellas y que se caracteriza por prácticas (algunos las califican de política de gestos) de reivindicación precisamente de la laicidad, frente a usos anteriores que eran incompatibles incluso con la aconfesionalidad.
En ese sentido, coincido con la tesis del profesor Rodríguez Uribes de que debe reconocerse que el objetivo de una política de laicidad no debe confundirse con lo que podríamos llamar enfermedad o fase infantil del laicismo. Y ello pese a que creo que esa fase, caracterizada por la pretensión de ecraser l’infame, de erradicar no sólo esa ilegítima interferencia en lo que es la noción de autonomía del demos, sino su presencia social, es perfectamente comprensible como reacción frente al insoportable e indebido peso de ciertas iglesias en la vida pública, como es el caso de la Iglesia católica en España. Y si lo creo es, entre otras razones, porque, como enseñara con rigor Emile Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa, esa pretensión es un error desde el punto de vista de la comprensión de los procesos sociales.
Así pues, me parece que puede convenirse que la laicidad como principio de gestión de la libertad de conciencia, pensamiento y religiosa en las sociedades de la diversidad profunda, está reñida con la ignorancia o, para ser más claro, con la voluntad de ignorar el carácter relevante del hecho religioso como constitutivo de nuestras sociedades. Pero, en todo caso, convengamos también en aceptar que la laicidad no puede ser una apuesta asimétrica, pues se desvirtúa entonces el principio indisociable de igualdad del que emana y al que está asociada la apuesta laica.
Aceptemos además que hoy la laicidad no se puede reducir ni al principio de neutralidad del estado respecto a las ideas de bien, ni al de a la separación de las iglesias y el Estado. Por esa razón, como se ha insistido, en la reflexión de conjunto se hace necesaria una visión más vinculada a las organizaciones y a los activistas sociales, una perspectiva que, sin abandonar el marco y las ambiciones teóricas, se encuentre más cerca de lo que podríamos denominar la acción social, la apuesta por esa dimensión pública no institucional que es el campo de acción de los agentes de la sociedad civil.
Si el espacio público es el lugar de encuentro de toda la ciudadanía en igualdad, para que esa igualdad sea real, sobre la base de los derechos humanos, las prácticas religiosas y el trato a las confesiones, debe pasar por la estricta neutralidad del Estado. De otra manera, estaríamos reclamando a la nueva ciudadanía un compromiso con la laicidad que no se practica ante las religiones mayoritarias de las sociedades de acogida.