SIN DEMAGOGIAS: ES NECROPOLITICA, El Periódico de Catalunya, Más Domingo, 10.02.2019

Hace tiempo que tomé prestada la noción de necropolítica, acuñada por el filósofo camerunés Achille Mbembé (con raíces obvias en Foucault), para tratar de explicar la sin razón del modelo de políticas migratorias y de asilo que practican buena parte de los Gobiernos de los países del norte (del centro, si lo prefieren), destinatarios de movimientos masivos de personas. Políticas que, a mi juicio, en el caso europeo están inevitablemente vinculadas con esa consecuencia terrible de la que se habla en este monográfico, con motivo del proyecto artístico de Bannu Cenetoglu, The List: la transformación del Mediterráneo (antes, mar común) en la frontera más peligrosa del mundo, un auténtico cementerio de niños, mujeres y hombres, jóvenes y adultos, en su inmensa mayoría anónimos.

Mbembé habla de necropolítica para referirse a una concepción de la política en la que la vida de los otros es objeto de cálculo y, por tanto, carece de valor intrínseco. Sólo cuentan esas vidas en la medida en que cuentan, esto es, que resultan rentables o dejan de serlo. A mi juicio, esta concepción ha de ser relacionada con lo que nos han explicado, entre otros, Sassen y Bauman sobre el advenimiento de una etapa del capitalismo en la que el proyecto de la democracia inclusiva queda orillado, reforzándose por el contrario los mecanismos no sólo de desigualdad, sino de exclusión y expulsión de una parte de la población respecto a los beneficios del crecimiento económico. Ese es el rasgo más notable del modelo de capitalismo neoliberal en la etapa actual de la evolución del proyecto del mercado global, cuya idea-fuerza es obtener una desregulación que permita liberarse incluso de la sujeción a normas básicas, como las que responden a la garantía de derechos humanos elementales entendidos como universales. El derecho a la vida también. Así, la condición del precariado es crecientemente la de caducidad u obsolescencia programada, al igual que la de las mercancías: no afecta sólo al tipo de trabajo, sino al propio trabajador. Por eso, el acierto de la fórmula de Bauman, “industria del desecho humano”, que se puede aplicar a las políticas migratorias (incluso a las de asilo) y justifican su definición como emblemas de la necropolítica.

Ya sé que cuando se dice esto los más piensan en Trump y su obsesión por el muro y algunos otros señalan con el dedo a Australia, con su lema <No Way>, dirigido a los inmigrantes irregulares para disuadirles y con su empeño en recluir a los demandantes de asilo en islas alquiladas al efecto, como la de Nauru. Pero lo cierto es que buena parte de los Gobiernos europeos practican de modo descarado o vergonzante esta misma respuesta, a mi juicio ignominiosa. Una respuesta a la que aludía el anterior Comisionado de la ONU para derechos humanos, el jordano Said Ra’ad al Hussein, cuando definía así a los refugiados: “These are people with death at their back and a wall in their face”. No somos ajenos a esa amenaza de muerte que tratan de dejar atrás, porque nuestras políticas ignoran (y a veces colaboran incluso activamente, y no por omisión) las causas de las que huyen los demandantes de asilo; las mismas, por cierto, en muchos caos, que imponen el viaje migratorio como única opción para escapar de la miseria, la pobreza, la falta de expectativas. Por no hablar de esas otras causas, ligadas al cambio climático, que ya empujan desplazamientos masivos y que todos los pronósticos aseguran que multiplicarán exponencialmente las diásporas, si no actuamos ya. Y tampoco les ofrecemos esa acogida que necesitan, porque nos empeñamos en poner delante de ellos muros, vallas, fosos que les impidan llegar. Sí: nuestras políticas para imponer unilateralmente el control migratorio, han llegado a la perversión de incluir como objetivo prioritario dificultar que quienes necesitan la protección internacional puedan llegar a presentarla. De ahí la falacia de seguir denominándolos refugiados, cuando gran parte de nuestro empeño está puesto en obstaculizar que puedan llegar a serlo. Por eso erigimos muros, creamos campos de internamiento, abandonamos a su suerte a menores, pagamos a terceros países sin importarnos su standard de garantía de los derechos humanos, incluso entrenamos a fuerzas que se asemejan más a mafias que a funcionarios públicos (como sucede en el caso de Libia), para externalizar ese control: tratamos por todos los medios de reducir al mínimo el número de solicitudes de asilo que nos veamos obligados a reconocer.

Y lo mismo practicamos con los inmigrantes, para asegurarnos de que sólo lleguen los que sean estrictamente necesarios para las exigencias de nuestro mercado de trabajo y sólo mientras su presencia incrementa la cuenta de beneficios. En este último caso, en el de los inmigrantes irregulares, hemos alcanzado el punto de cinismo de sostener que la pérdida de vidas, el riesgo que afrontan en el desesperado proyecto migratorio y que llena de cadáveres las arenas del Sáhara y las aguas del Mediterráneo, no nos incumbe porque sólo desde una posición <buenista>, frívolamente irresponsable desde el punto de vista político, se puede pedir que asumamos su protección: no podemos hacernos cargo de toda la miseria del mundo, se repite invocando el viejo aserto de Rocard. Bastante hacemos ya patrullando en el Estrecho o en la zona SAR del mediterráneo central. Hay que conseguir que no vengan.

No seré yo quien niegue que, en efecto, el servicio de salvamento marítimo español y las fuerzas armadas que componen la operación UNAVFOR MED (Sophia) han salvado muchos miles de vidas humanas, como recordaba pertinentemente hace unos días el ministro de Interior, el magistrado Grande Marlaska. Eso es muy cierto. Pero no entiendo que se alegue como mérito, cuando se trata del cumplimiento estricto de deberes jurídicos elementales (deber de socorro) y de los específicos propios el Derecho internacional del mar. Sólo faltaría que no se cumplieran. Por eso me parece un ejercicio de cinismo inaceptable contrapesar esa obligación con su teórico <efecto llamada>: de verdad, ¿alguien en su sano juicio sería capaz de decidir no salvar a náufragos para evitar que haya otros náufragos? No lo creo: ni las personas que patrullan en lanchas de la Guardia Civil, ni las que lo hacen en los buques de la Armada ni, desde luego, los pescadores que faenan en esas aguas. Saben que es su obligación, aunque sepan también que esos que rescatan, casi con toda seguridad, no serán los últimos. Habrá más.

Pero parece que nuestros gobiernos europeos han asumido que esos cadáveres anónimos son <efectos colaterales>, cuya responsabilidad exclusiva remitiría, de un lado, a la inconsciencia (la desesperación) de esa pobre gente y, de otro, a la criminal avaricia de las mafias. Habría que recordarles que si las mafias hacen negocio es porque hay un mercado. La primera causa de este peculiar mercado es el conjunto de factores que crean el efecto salida y contra los cuales no luchamos decididamente con la mal llamada política de cooperación, encaminada más bien, muchas veces, a incrementar nuestra cuota de negocio en esos países. Pero es que, además, no luchamos eficazmente contra los contratantes e intermediarios que se benefician de ese mercado clandestino. Por ejemplo, cuando nos negamos a ampliar las vías legales y seguras para llegar a trabajar y a buscar trabajo. Es ese trapicheo el que asegura la precariedad de la condición de los trabajadores extranjeros y por tanto garantiza el beneficio desmedido de quienes trafican con ellos y les explotan.

Vidas humanas, como la mía o la suya, lector. Porque respetar el derecho a la vida es sobre todo respetar la vida de esos otros, que son igualmente dignos que nosotros. Y no lo son si los reducimos a números, sepultados por las arenas o las aguas, o a siglas anónimas (N.N.), mal inscritas en precarias tumbas. Por eso la importancia de campañas como #UnsereToten (#OurDead, en inglés) de la ONG alemana Sea Watch, para recopilar los nombres de los muertos, el trabajo de forenses como Cristina Cattaneo o Jose Pablo Baraybar o, ahora, este proyecto artístico de Bannu Cenetoglu. Porque cada uno de los seres humanos tiene un nombre. Y lo que no se nombra por su nombre, no existe.  

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