«Otros Ulises, Otros nostoi», Capítulo en el libro homenaje, , Madrid, Istituto Europeo di design, 2018

RESUMEN: A partir de los trabajos del profesor Jarauta sobre la figura de Ulises y el concepto de nóstos -la idea del viaje, de regreso al hogar, a la patria- se propone una reflexión crítica sobre el sentido mismo de los viajes obligados –las migraciones forzadas que incluyen los desplazamientos de los demandantes de asilo- como escenario histórico de esas constantes civilizatorias, sólo que en su dimensión negativa, la que permite al filósofo camerunés Achille Mbembé denunciar la existencia de una verdadera necropolítica.

 

PALABRAS CLAVE: Ulises, viaje, migraciones, asilo, derechos.

 

Introducción

Pocos temas han sido tan queridos para nuestro Francisco Jarauta como el de Ulises y el nóstos (νόστος), el viaje por antonomasia, que tiene por objetivo el regreso a la patria, al hogar, pero en el que lo importante es el viaje en sí, porque en él, en ese mientras tanto, se vive todo lo demás[1]. A lo largo de su obra, en su magisterio y también, creo, en su compromiso político, esas son dos metáforas centrales, de profundo contenido.

En lo que sigue, me permitiré apuntar, de la mano de esos dos conceptos y con esa guía del maestro Jarauta, un recorrido por uno de los senderos del laberinto de sentido en el que tantos de nosotros vivimos bajo el signo del desconcierto, del extravío o quizá sería más correcto decir, sencillamente frustrados por impotentes. Más todavía cuando la barahúnda de espurios alegatos sobre la patria a la que regresar, (re)construir o defender, apenas nos deja respiro.

Parecerá quizá banal que recuerde que vivimos, sí, bajo el signo de esa incertidumbre que sucedió a la apariencia de certeza celebrada por tantos que aplaudieron el fin de la historia con el final del siglo corto. No, ya sabemos que en esos treinta años (antes, una generación) transcurridos desde el 1989 e interrumpidos por la brutal cesura en 2001, no ha hecho sino confirmarse el dictamen que, entre otros, nos propusiera Bauman: la incertidumbre, ausencia de asideros nos conmociona y nos desconcierta. Seguimos hoy buscando, por decirlo con sus palabras,

“el pliegue, el momento en el que el proceso condensa su complejidad… ese cambio cualitativo que transforma lo moderno y da lugar a algo nuevo, arrastrando en el proceso de transformaciones todas aquellas desestructuraciones específicas que hoy podemos identificar a niveles económicos, políticos, sociales y culturales”.

Y esa búsqueda no es sólo el ansia de alguna certeza, el afán de conocimiento. Es sobre todo un quehacer marcado por el profundo déficit -si no contradicción- que Kant supiera advertir como constitutivo de la razón práctica: nuestra necesidad de actuar es hoy, quizá más que nunca, superior a la posibilidad de conocer.

Algunos de los que de un modo u otro tratamos de arar en ese mar de la filosofía práctica que, por lo demás está en los orígenes mismos del quehacer filosófico clásico, griego, acudimos con frecuencia a ese dictum según el cual toda la filosofía moderna es un diálogo con, contra Hegel. Y me sirve para recordar que en Hegel encontramos esa descripción de la tarea filosófica como la aprehensión del propio tiempo por el pensamiento. Ya sé que nadie reivindicará a estas alturas la pretensión de construcción de un sistema, la capacidad de expresión racional de la realidad, precisamente en un mundo que ha abandonado la pertinencia de la búsqueda de sentido. Pero en la tarea de identificación al menos de ese pliegue al que antes de me refería, creo que debemos prestar atención a la posibilidad de distinguir entre lo que importa y lo que no lo es, que es como entiendo que se puede responder hoy a la segunda de las grandes preguntas de Kant: ¿qué es lo que hoy debemos hacer?

Esa respuesta, que obliga a remitir ante todo a una ética entendida como moral crítica (y sabemos que no lo será si no es ilustrada, sin el esfuerzo del conocimiento crítico) y presidida por el irrenunciable ideal de emancipación como autonomía, tiene un plano más modesto de respuesta, que nos refiere a su vez al Derecho. Uno y otro, claro está, se ordenan asimismo al objetivo de la vida buena, que no puede ser otro que el de la sociedad decente -en el sentido de Péguy, antes que el de Margalit-, siempre, claro, que abandonamos toda pretensión de atomismo individualista como la que hoy es hegemónica a lomos del fundamentalismo liberista triunfante. ¿Cuál es nuestra contribución, qué es lo exigible, lo que se debe esperar de nosotros en punto a ese objetivo? Es ahí donde me parece que la pista que ofrece la reflexión sobre el Derecho y la democracia son imprescindibles. Porque, por mucho que se menosprecien esas herramientas que son el Estado de Derecho, el estado constitucional, la democracia, siguen siendo condiciones insuficientes pero imprescindibles. Y lo son en la medida en que se pongan al servicio del ideal expresado por Jhering -el Derecho no es otra cosa sino la lucha por el Derecho, por establecer cuál debe ser el interés dominante, protegido por esa armadura que es el Derecho- y concretado por quienes, desde Arendt a Ferrajoli han sabido formularlo en términos de lucha por los derechos de todos los seres humanos, comenzando por los de los más vulnerables. Ese es a mi juicio el sentido de la respuesta que encontramos en quienes, desde Taylor a Bouchard, han insistido en la política del reconocimiento como horizonte de la razón práctica, de la respuesta a la segunda pregunta kantiana y en particular creo que son muy útiles las reflexiones de quienes, como Naïr o Honneth, han analizado su negativo, la sociedad del menosprecio, de la humillación. La tarea, entendida en términos de un deber republicano, un deber de la ciudadanía, es contribuir a crear y reforzar los mecanismos institucionales (políticos, jurídicos) y las prácticas sociales que permitan avanzar hacia sociedades tan plurales como inclusivas y equitativas, al igual reconocimiento de derechos desde la diferencia.

 

 

Argucias del reconocimiento. Ulises y los nuevos Nadie

¿Qué es lo más importante en la concreción de esa política del reconocimiento? Reconozco mi limitación a la hora de proponer con seguridad las prioridades de esa tarea que, sin embargo, tengo clara en su definición, siguiendo -como decía- a Péguy: una sociedad sin exilio. Y es por esa razón por lo que me parece que nos sirve y mucho, ese largo tejer de Francisco Jarauta en torno a la figura de Ulises y al viaje[2]. Vuelvo a un conocido párrafo escrito por nuestro amigo, a propósito de las notas de Adorno sobre sus discusiones con Horkheimer que darían lugar a la Dialéctica de la Ilustración, rescatada con el título “Qué pasó con Ulises?” (Was ist passiert mit Odysseus[3]) y que ilumina con la sabiduría de Broch:

“…La figura de Ulises es compartida no sólo por Adorno, sino también por los compañeros de generación. Para unos y otros la historia de Occidente podría ahora representarse por la elipse de un tiempo que discurre del Ulises clásico a otro moderno, el Ulysses de Joyce, el Leopold Bloom errante y extraviado que en el breve e inabarcable tiempo de dieciséis horas es capaz de representar la disolución de todos los códigos establecidos, una vez que su aparente naturalidad se convierte en pura ficción, esa manera de la apariencia con la que vienen a justificarse los asuntos de la vida y de la sociedad. Ese largo viaje que va del Ulises homérico al de Joyce representa para Broch el tiempo de la disolución. El viaje clásico se transforma ahora en errancia infinita: un ir y venir, recorrer mil veces los mismos lugares de un supuesto laberinto, fuera del cual paradójicamente sólo existe lo innombrable. Los monólogos de Molly o la ironía de Stephen Dedalus ya no protegen del abismo ni aseguran nuevas evidencias. Son sólo modos retóricos que sostienen como si de una levísima sombra se tratara el juego arriesgado del sentido. Saben bien Molly y Stephen que el último límite es el de las palabras y quizá el de los gestos”[4].

La errancia infinita. ¿Cómo describir mejor esa característica crucial de nuestra época, las grandes migraciones, el desplazamiento del mundo, el viaje soñado como un viaje de muchas etapas que permitirá finalmente el retorno a la patria[5], cuando se haya alcanzado el objetivo de acopio de medios para la vida digna y que tantas veces queda congelado por la muerte en el camino o por el reconocimiento de que la verdadera patria no es la que se dejó, sino aquella posible en esa etapa en la que se ha conseguido reconstruir el mínimo de dignidad? ¿Y qué decir de esos viajes que no son escogidos sino fruto de una alternativa de vida o muerte, como consecuencia de la amenaza de persecución, de la imposibilidad de vivir dignamente en la patria, en el hogar que se ven obligados a abandonar?

Aunque pueda parecer obvio, sigue siendo necesario insistir en la centralidad del fenómeno de las migraciones humanas y, en particular, la problematicidad de las que, de un modo u otro, aparecen como movimientos migratorios forzados, es un rasgo característico definitorio de nuestras sociedades. No una circunstancia aleatoria, pasajera, secundaria. Los movimientos migratorios no sólo están ahí. Van a continuar y, pese a todos los intentos de poner barreras (centrados en la errada concepción de dominación unilateral de las migraciones, al servicio exclusivo de los intereses de los países receptores, común a la mayoría de los Estados del UE, pero también a los EEUU o Australia, por ejemplo), pese a la extensión por doquier de ese principio que he propuesto formular con la aliteración “vayas donde vayas, vallas”, van a incrementarse. No hay muros, mares, armadas o ejércitos que puedan anular lo que, al fin y al cabo, está en nuestra herencia genética: somos animales viajeros desde que tenemos testimonio por la antropología científica, en consonancia por cierto con el relato bíblico pues Adán y Eva, nuestros primeros padres fueron también los primeros inmigrantes o los primeros refugiados o desplazados, según se mire.

Insistiré, una vez más. El error más común en el mundo jurídico y político ha consistido, a mi juicio, en la ausencia de reconocimiento de la profunda dimensión política de esta realidad. Amparándose en la indiscutible faceta económico laboral de una parte importante de los procesos migratorios, se ha minusvalorado si no, pura y simplemente ocultado, que las migraciones desvelan déficits profundos en la configuración de las relaciones internacionales y también en el modelo de democracia liberal, en nuestras respuestas a las preguntas quién debe ser ciudadano, quién debe ser soberano, quién debe tener garantizados derechos y cuáles.

Por esa razón, creo que es necesario hablar de las migraciones forzadas como campo de lucha por los derechos de los más vulnerables, como parte de esa tarea prioritaria. Hablar de esos Ulises que, forzados por los nuevos Polifemos, se ven obligados a la invisibilidad de los nadie, nuevos ουτις («Ningún hombre», «Nadie»), pero en un sentido que queda muy lejos de la inteligente argucia del astuto Ulises narrada por Homero en el IX canto de La Odisea. Ahora no es Ulises quien se oculta en esa invisibilidad que es una muestra de la superior fuerza performativa de la palabra, de la razón. No. Es Polifemo quien impone a esos otros, los otros por antonomasia, su condición de invisibilidad, de no sujetos o, al máximo, de infrasujetos: titulares de un reconocimiento demediado en derechos, precisamente porque su diferencia es la coartada del mantenimiento de la desigualdad y la dominación[6]. Son esos nadie que en todo el mundo se ven representados en los versos que escribiera para otro propósito Bob Dylan en 1965, en su Like a Rolling Stone: ¿cómo sienta sentirse completamente sólo, ser un don nadie, sin saber cómo volver a casa? [7]

Todo ello se agrava en un contexto internacional en el que cada vez resulta más cuestionable un tópico que juristas, políticos y opinión pública habían aceptado como uno de los raros asideros firmes en el debate: la distinción entre inmigrantes y refugiados. Aún peor, la categoría jurídico internacional de refugiados parece hoy cada vez más cuestionable ante la consolidación de un fenómeno que no es nuevo, pero que parece alcanzar proporciones bíblicas. Me refiero a los desplazamientos masivos de población que se ve constreñida, en términos de vida o muerte, a huir de sus hogares buscando seguridad (¿refugio?) en otro país, habitualmente el más próximo. No lo hacen sólo por desastres naturales -cada vez más frecuentes- como terremotos o tsunamis, hambrunas o sequías, que cada vez resulta más difícil aceptar en su adjetivación de naturales. ¿Diría el Cándido de Voltaire hoy, en 2017, lo mismo que en su Poème sur le désastre de Lisbonne (“O malheureux mortels! ô terre déplorable! /O de tous les mortels assemblage effroyable!/D’inutiles douleurs éternel entretien!”) en 1755? ¿Si, como escribiera Adorno, este terremoto curó a Voltaire de la teodicea de Leibniz, de la creencia en el mejor de los mundos posibles, podemos nosotros hoy mantener que es la sola naturaleza, sin intermediación de la mano del hombre, la causante de estos desastres? ¿Podemos repetir que esos desplazamientos masivos son ajenos a las sobreexplotaciones mineras, al cambio masivo de cultivos por intereses de empresas transnacionales, a la contaminación irrefrenable de los recursos naturales y en especial de los ríos, del océano?

No. Ya no podemos descalificar como mera demagogia lo que con tonos proféticos denunciara Zygmunt Bauman como “industria del desecho humano”, refiriéndose a las políticas migratorias y de asilo, lo que el filósofo Achille Mbembé, siguiendo a Foucault ha denominado necropolítica. Ya no podemos desentendernos, desde la indiferencia, de la obligación de dar respuesta a las necesidades de esos millones de seres humanos, que serán cada vez más en muy pocos años, y cuya suerte, incluso pensando de forma egoísta y no desde parámetros de solidaridad, no va a dejar de incidir en la nuestra.

 

 

La igual libertad de quienes deben recuperar su rostro

No es exagerado sostener que las políticas migratorias y de asilo de los principales países receptores de inmigración[8] -con alguna notable excepción como el caso de Canadá, muy matizable por otra parte- nos muestran ese modelo que jurídica y políticamente se puede simbolizar en la superchería que fue la ideología oficial alemana hasta casi ayer, la teoría de que en Alemania no había inmigrantes sino Gastarbeiter, extranjeros invitados a trabajar durante un período de tiempo, pero de los que no se esperaba (no se deseaba, quiero decir) nada parecido a integración, porque se rechazaba cualquier posibilidad de un proceso social semejante. El inmigrante no debe modificar la sociedad que le recibe, no debe dejar huella. Obviamente, eso significa que, en el mejor de los casos, se le reconocerá un status de derechos que, por definición, no aspirará a la igualdad con los derechos de los trabajadores nacionales, ni, menos aún, de los verdaderos titulares de derechos, los ciudadanos. Esa es la guía de subordiscriminación[9] que preside las legislaciones migratorias, definidas en no pocos casos con el eufemismo no inocente de legislaciones de extranjería, pues la condición de extranjería es la que se trata de imponer como primera definición al inmigrante. Eso quiere decir que nunca será, nunca puede aspirar a ser un ciudadano. Exactamente igual que lo que advirtiera Arendt en su día respecto a los refugiados, que nunca dejarían de ser extranjeros, esos otros a los que se acoge, con el acento puesto más bien en el humanitarismo (en la calidad moral superior) de quienes abren sus puertas a esos desgraciados necesitados de asilo que no, en modo alguno, en el reconocimiento de que los que piden refugio tienen un derecho, son titulares de derechos reconocidos por la Convención de Ginebra de 1951 y el Protocolo de Nueva York de 1967 y, por tanto, todos los Estados-parte en esos Convenios reconocen que tienen obligaciones jurídicas, deberes exigibles, respecto a quienes acrediten esa condición de refugiados.

Invisibles. Ese es el status deseado para inmigrantes y refugiados, como lo ha sido durante siglos para esos otros que simbolizan la diferencia (étnica –racial-, cultural, religiosa, nacional, lingüística). Por eso, se han ensayado diferentes medios de gestión de la llegada y de la presencia, o de la existencia previa de los diferentes, de la segregación (ghetto) a la expulsión o a la eliminación. Como antes con las mujeres y los esclavos -y ahí está el testimonio de Aristóteles en una de las piedras fundacionales de nuestra cultura[10]– así hacemos hoy con los inmigrantes e incluso, retorciendo el concepto hasta el extremo, vaciándolo de contenido, con los refugiados que, según ha quedado claro en la gestión que han hecho los Estados miembros de la UE y la propia UE de la mal llamada “crisis de refugiados”, desde 2013 hasta hoy, no son otra cosa que aspirantes a refugiados, viajeros congelados en su viaje de vida o muerte porque no queremos que lleguen hasta nuestra tierra. No queremos que sea una etapa en el viaje de reencuentro con su patria. Como los inmigrantes, a los que hemos destinado a esa terrible condición descrita agudamente por Abdelmalek Sayad como presencia ausente[11]. Son las figuras del extranjero, del otro cuya sola existencia nos niega, como han ejemplificado nuestros clásicos (de Shakespeare a Defoe, pasando por Swift) y al que, precisamente por eso no podemos reconocerlo como igual, ignorando así la lección de Platón en su Alcibiades: “También el alma si se quiere reconocer tendrá que mirarse en otra alma”[12].

Hay que atreverse a la osadía de ir al otro lado de lo invisible, aunque ello encierre el riesgo de acabar en el ámbito de lo terrible, peor aún que lo desconocido, como ha escrito Francisco Jarauta en otro de sus maravillosos textos, a propósito de Rothko:

“Como Turner en Venezia, Rothko quería ir siempre más allá de lo visible de las cosas. Aunque esta decisión lo precipite en el corazón de las tinieblas y lo haga ciego. Allí está la muerte, pero también el límite transfigurado”[13].

En ese aparente oxímoron que me hace evocar la afirmación del Patmos de Hölderlin, “donde está el peligro, crece también lo que salva”[14]. En el reconocimiento de ese corazón de las tinieblas, el genial descenso de Conrad al infierno creado por el colonialismo y simbolizado por la depredación llevada a cabo en el corazón de África por el rey Leopoldo de los belgas, ese espejo de la civilización europea, recreado por Ford Coppola en esa brillante metáfora que es Apocalypse Now, está la posibilidad misma de la redención. Reencontrar al otro, rehacer su viaje, hacer nuestra la experiencia de su nostalgia, de la frustración por la pérdida del hogar. Esa es la primera condición de todo proyecto serio de integración, como criterio de gestión de la diversidad cultural exógena que procede de las migraciones, incluso si hablamos del más prosaico acomodo razonable, el modelo realista propuesto por la política canadiense. Creo que lo explican mucho mejor no pocas novelas y películas a las que remitiría con gusto. Me limitaré a mencionar aquí la de Laurence Gaudé, Eldorado[15], la historia de la redención del capitán Salvatore Piracci comandante de un guardacostas con base en Catania, que ha de hacer frente diariamente a la tragedia de los barcos de inmigrantes que tratan de llegar a Europa y el joven sudanés Soleimán, uno de esos centenares de miles de africanos que tratan de encontrar el paraíso europeo. Son los dos protagonistas de una enésima recreación de la idea de viaje de retorno que está en la entraña misma de la noción misma del Mediterráneo, que antes de frontera es mar común.

 

NOTAS

[1] Cfr. por ejemplo, entre otros, “Qué pasó con Ulises”, Claves de Razón práctica, nº 96/1999, “Las metamorfosis de Ulises”, La Página, nº 36, 1999 y también “Política y poéticas de la identidad”, Azafea, Revista de Filosofía, 4/2002.

[2] Recuerdo otra obviedad, ese legado que nos deja la antropología más elemental y que formulara así Caro Baroja: el viaje, desde la antigüedad, es modelo y metáfora de la vida humana. Me permito recomendar el audiolibro de Carla Fibla y Nicolás Castellano (con fotografías de Javier Medina), Mi nombre es nadie. El viaje más antiguo del mundo, Barcelona, Icaria, 2009, con artículos de S. Naïr y J. de Lucas entre otros.

[3] Que luego se verá reflejada en el Excursus I de la Dialéctica de la Ilustración, <Ulises, o Mito e Ilustración>, en el que desarrollan la sentencia “El mito es ya Ilustración, la Ilustración recae en mitología”.

[4] Cfr. el texto en su “Política y poéticas de la identidad”, Azafea, Revista de Filosofía, 4/2002, pp, 189

[5] No en balde, como se ha hecho ver, el término nostalgia tiene su origen en el mismo vocablo, nóstos.

[6] Sobre ello remito a mi “Nada para los Nadie”, Sin Permiso, abril 2012.

[7] “When you ain’t got nothing, you got nothing to lose/You’re invisible now, you’ve got no secrets to conceal/How does it feel, ah how does it feel?/To be on your own, with no direction home/Like a complete unknown, like a rolling Stone”

 

[8] Es obvio que me refiero ante todo a los Estados de la UE y a la propia UE, como he tratado de analizar en Mediterráneo: el naufragio de Europa, Valencia, Tirant lo Blanch, 2016 (2ª) y en otros trabajos. Pero esta afirmación vale también, a mi juicio, para países como los EEUU, Australia o México.

[9] Tomo el término de la expresión acuñada en el seno de la crítica jurídica feminista primero en los EEUU (I.M. Young, K. Crenshaw o CE.Mackinnon), que proponen tanto el concepto de «subordiscriminación» como el de «discriminación interseccional». En nuestro país, en el ámbito de la iusfilosofía, autoras como Añón, Barrére, Gil, Morondo, Mestre, Rubio y otras han contribuido a esta conceptualización. Cfr. por ejemplo el colectivo (R. Mestre, coord.), Mujeres, derechos, ciudadanía, Valencia, Tirant lo Blanch, 2008

[10] Política, Libro I, capítulo 1, 1-3: “lo primero para el hombre, casa, mujer y buey para el arado”. También, Política, Libro I, capítulo 2: “siendo las partes primitivas y simples de la familia el señor y el esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estudiarse separadamente estos tres órdenes de individuos, para ver lo que es cada uno de ellos y lo que debe ser”.

[11] Cfr. A. Sayad, La doble ausencia. De las ilusiones del emigrado a lospadecimientos del inmigrado, (Prefacio de P.Bourdieu), Barcelona, Anthropos, 2010.

[12] Que, por cierto, abre el film de T. Angelopoulos, La mirada de Ulises.

[13] F. Jarauta, “Variaciones sobre el silencio. Resplandor”, Circo, 2016, p.6.

[14] “Wo aber Gefahrt ist, wächst/das rettende auch”, Hölderlin, Patmos, Hölderlin, Poesía Completa (edición bilingüe), Edicions 29, Barcelona, 1995 (5ª edición), p.394.

 

[15] Eldorado, Salamandra, 2007 (original, Eldorado, Actes Sud, 2006). Me permito sugerir dos lecturas más acerca de la percepción de ese viaje: Camella, de Marc Durin-Valois, Tropismos, 2005 (original, Chamelle, Lattés, 2002) y el extraordinario relato de Maylis de Kerangal, Lampedusa, Anagrama, 2016 (original, À ce stade de la nuit, Guerin, 2014).

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