El tribunal de la razón: de la Universidad a la política (y vuelta). Releer a Kant, Pensamiento Crítico, abril 2018

 


 

  1. Sobre transparencia, Estado de Derecho y legitimidad democrática.

 

Hasta los más neófitos en filosofía política deben guardar el eco de un conocido pasaje de Kant en el que éste condensó la exigencia de transparencia (qué él enuncia como principio de publicidad) como condición de legitimidad de las decisiones de los gobernantes, o, por mejor decir, de un modelo <republicano> de Gobierno, tal y como lo concebía el propio Kant: “son injustas todas las acciones que se refieren al derecho de otros hombres cuyos principios no soportan ser publicados”. Norberto Bobbio,  al comentar esta tesis kantiana, aseguraba que la obligación de publicidad no sólo era un instrumento para el control del poder y, por consiguiente, una herramienta imprescindible para hablar de Estado de Derecho y aun de democracia, sino, en efecto, un criterio básico de licitud en politica. Veámoslo.

1.1. Es difícil, en efecto, hablar de Estado de Derecho si no se da una efectiva separación de poderes que, a su vez, sólo funciona si es posible el control de cada uno de ellos y, en particular, el del ejecutivo por el legislativo y por el judicial, aunque no sólo. En realidad, es un sistema complejo de pesos y contrapesos, según el tópico norteamericano (checks and balances) que ha ido desarrollándose desde el planteamiento inicial que formulara Montesquieu. En efecto, el legislativo también ha de ser controlado, básicamente por el judicial. Pero éste, que a Montesquieu le parecía que debía ser un poder mudo (el juez, boca muda de la ley), e incluso un no-poder, requiere a su vez un control. Comoquiera que los jueces en realidad quedan dotados de un gran –un terrible- poder, es necesario controlar sus decisiones. Ese control, en principio, es interno (el sistema jurisdiccional de recursos), aunque hoy, en un Estado constitucional de Derecho, tiene tres complementos: el primero, una instancia interna, de carácter mixto (judicial pero también político, vía constitucional), esto es, el Tribunal Constitucional. El segundo, externo pero también de naturaleza jurisdiccional, en el caso europeo, es el control por dos tribunales, el de justicia de la UE y el de derechos humanos propio del Consejo de Europa pero aceptado como vinculante por la propia UE. El tercer control es radicalmente externo, y lo ejerce lo que llamamos cuarto poder, la prensa, que también lleva su control sobre el ejecutivo y el legislativo, en términos sobre todo de publicidad, de transparencia de los actos de uno y otro. Hoy, más que la prensa, hablamos de los media, e incluimos a las redes sociales, por donde aparece la posibilidad de un reforzamiento democrático del sistema de controles, en la medida en que la opinión pública parece aproximarse a la real opinión de los ciudadanos. Pero sabemos también de las posibilidades de manipular y aun pervertir esa aparente acercamiento radical al principio democrático.

1.2. Decía que no sólo hablamos de la publicidad como requisito del Estado de Derecho, sino también de la democracia, concebida conforme a la fórmula que –entre otros- ofrece Ranciére, esto es, no tanto un sistema institucional sino como la forma misma de entender la política: acción del pueblo. Recuperar al sujeto <pueblo> –los ciudadanos, no una entidad metafísica o etnocultural- y superar las diversas formas y grados de demofobia en la que caen buena parte de los sistemas políticos reales. En otras palabras, la publicidad como requisito de la democratización de la política, en la medida en que ésta, las acciones y decisiones que tocan a lo que es común, al objetivo de una vida buena en común, deben tener como sujeto, como titular,  al pueblo,  a los ciudadanos.

Porque la democracia se basa en la experiencia de que hay que sospechar de todo aquel que ejerce el poder y así, la necesidad de someterlo a control. La democracia -lo explicó Aristóteles- no se basa en la pregunta ¿quién debe gobernar? sino en la pregunta ¿cómo se debe gobernar?, es decir, en la institucionalización de medios que permitan exigir responsabilidad a quien gobierna, lo que requiere poder controlarlo. Cuanto más, mejor. Por eso, en política se invierte la carga de la prueba: es el político quien debe demostrar que no ha actuado mal. Recojo aquí algo que sugería Máximo Pradera y que considero importante subrayar para denunciar una de las confusiones más habituales en la discusión. Una falacia argumentativa tan básica como comúnmente ignorada: la confusión entre presunción de inocencia, principio jurídico básico en el ámbito penal y aun administrativo,  y la exigencia de respeto a la “presunción de inocencia” en política, que no sólo no es un derecho, sino es un grave error. Como recuerda Max Pradera, siguiendo el infalible leit-motiv de lord Acton (el poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente) pedir presunción de inocencia en política destruye el principio básico de la democracia, ejercer control continuo y no superficial. Y ese control debe ser accesible a los ciudadanos, deben poder visibilizarlo.

1.3. En realidad, la exigencia de publicidad entronca con el leit motiv de la obra de Kant y los ilustrados, esto es, la defensa de la libertad de crítica como expresión de la razón y como principio de legitimidad de un orden político, de las actuaciones y decisiones de los gobernantes. Es sabido que Kant insistía en la prioridad del “tribunal de la crítica”. De nuevo apelo incluso a los neófitos en filosofía y en filosofía política, que recordarán el dictamen recogido en la Crítica de la razón pura a propósito del “tribunal de la razón”: “todo ha de someterse a ella. Pero la religión y la legislación pretenden de ordinario escapar a la misma. La primera a causa de su santidad y la segunda a causa de su majestad. Sin embargo, al hacerlo, despiertan contra sí mismas sospechas justificadas y no pueden exigir un respeto sincero, respeto que la raz6n s6lo concede a lo que es capaz de resistir un examen público y libre”.

Añadiré que esa exigencia de la razón lo es también del respeto debido a los ciudadanos como sujetos del poder originario. Y, como he sugerido en alguna otra ocasión, a ese propósito viene bien recordar el dictum que encontramos en las Mémoires (1675) de Jean-François-Paul de Gondi, cardenal de Retz y rival de Mazarino, tantas veces mal atribuido a Lichtenberg: “cuando los que gobiernan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto y despiertan de su letargo, pero de forma violenta”. Es decir, esa desvergüenza de quien gobierna ocultando o engañando sobre sus decisiones al pueblo, a los ciudadanos, tiene como inevitable resultado, antes o después, el descrédito de las instituciones de poder y, en algunos casos, el descrédito del sistema mismo, lo que empuja a la vía de la violencia, en el momento en el que <los que obedecen>, pero son los verdaderos titulares del poder, caen en la cuenta de que están siendo engañados y que no es posible salir de ese engaño sin salir del sistema mismo.

 

  1. La Universidad y el tribunal de la libre crítica

 

Si he recordado todo lo anterior –como habrá intuido a estas horas la mayoría de los lectores- es porque el denominado “caso Cifuentes” –que para algunos es también “caso Universidad Rey Juan Carlos” (URJC), me parece un escenario de prueba de ese test de legitimidad en política.

Desde luego, tras el “caso Cifuentes” hay todos los indicios de un entramado de irregularidades, de incumplimiento de normativas de master, de reglamentos sobre plazos y formalidades de matrícula y asistencia a master presenciales, de depósito y publicidad de trabajos de fin de master y de los requisitos de constitución y actuación y calificación por parte de los tribunales para juzgarlos, de custodia y rectificación de actas, etcétera, que, a la hora de redactar estas páginas, no sólo no han sido esclarecidas, sino que cada vez parecen más necesitadas de una investigación que desborda los límites de lo estrictamente universitario para alcanzar el ámbito de lo político, de lo público y quizá también de lo judicial.

Primero, porque la protagonista de los hechos, la Sra. Cifuentes, es un importante cargo público –Presidenta de la Comunidad de Madrid, aspirante a ocupar la Presidencia de su partido, el PP-. Además, porque esas irregularidades que hemos conocido gracias a la investigación periodística que ha llevado a cabo una redactora de eldiario.es,  la Sra Ejerique, sostenida por el director de este medio digital, Ignacio Escolar, afectan a una Universidad pública, costeada por los contribuyentes. Hay una apariencia de mal uso o incluso abuso de poder por parte de la Sra Cifuentes, con la aparente complicidad de funcionarios y/o personal laboral de esa Universidad, en un escenario además de aparente tráfico de influencias y de puertas giratorias que vincularía a algunos  políticos del PP con esta Universidad y que se suma a un grave episodio de desprestigio, protagonizado por un rector anterior, a todas luces plagiario. Frente a esa apariencia, políticamente hablando (otra cosa serán las eventuales responsabilidades jurídicas, de prosperar las denuncias que ya se han formulado ante la fiscalía), el responsable político debe dar cuentas y, como ya he apuntado, no debe excusarse en la presunción de inocencia.

Pero hay más. Estamos hablando de una Universidad pública. La Sra Cifuentes habida cuenta de su condición de funcionaria de la administración universitaria, no puede ignorar (sería ignorancia culpable) que, si hay una comunidad que no puede existir sin la máxima apertura y libertad de crítica, esa es la Universidad. Por eso es tan destructiva del ideal de Universidad una práctica como la que parece haber sido suya, tratar de sortear la exigencia de transparencia, de máxima publicidad.

En efecto, a mi juicio y más allá de este “caso Cifuentes” o “caso URJC”, una parte de los males de nuestras Universidades resultan del estrechamiento de eso que es, que debe ser,  nuestro hábitat natural, la máxima apertura al tribunal de la razón. Porque las finalidades de la Universidad –investigación, formación especializada a través de la docencia, difusión y transferencia del conocimiento- exigen la máxima publicidad, en el sentido de la mayor transparencia, de la máxima libertad de crítica. Y sobre todo porque la Universidad pública es un elemento clave del mantenimiento de ese tribunal de la razón, del espacio público como espacio de libre deliberación y crítica, junto a la prensa, a los medios de comunicación y hoy, las redes sociales, sin desconocer los riesgos de manipulación en todas y cada una de ellas..

Insisto. Si la Universidad (la comunidad científica) no puede existir sin transparencia, sin publicidad, es -ante todo- porque lo mejor que tratamos de hacer en la Universidad lo hacemos para que pueda ser discutido y criticado. Ninguno de nosotros en la Universidad organiza seminarios, escribe artículos, libros, tesis de grado o doctorales, para que queden enterrados y nadie los lea y discuta. Y si alguien acude al subterfugio de la protección de la privacidad es que no ha entendido dónde, ni para qué está. Salvo que, obviamente, se trate de descubrimientos de tal importancia que hayan de ser protegidos hasta que quede garantizada su autoría. A mi entender, no parece que fuera el caso, por ejemplo, de la tesis doctoral del Sr. Camps, que pretendió ser hurtada a la publicidad y que, cuando por fin se pudo conocer, no supuso (que yo sepa) ninguna revolución en los modelos electorales. Sinceramente, tampoco creo que sea el caso de ese trabajo fin de master de la Sra Cifuentes, si es que aparece o cuando aparezca: no hay motivo para proteger hasta tal punto la propiedad intelectual cuando choca con un bien jurídico superior.

El daño a la Universidad pública es más grave cuando este caso contribuye a echar sombras sobre las puertas giratorias entre el Partido Popular de la Comunidad de Madrid y la URJC y sobre la laxitud de algunos dirigentes de esta URJC a la hora de aplicar la normativa universitaria cuando se trata de políticos y profesores vinculados al PP, como los profesores Alvarez Conde o Chico, cuyos modos y maneras recuerdan a los de los viejos mandarines universitarios que se creían impunes, por encima de la norma, a la hora de distribuir notas o cargos.

De paso, por supuesto, habrá que convenir en que el ideal que debería caracterizar a la comunidad universitaria es eso, un modelo, una idea-guía. Ergo los universitarios somos los primeros comprometidos por esa exigencia, lo que quiere decir que no cabe esconderse bajo el alegato gremial y negar que existen situaciones poco compatibles con el modelo. No: no todo funciona bien, ni todo es igual en las universidades públicas (y no les digo de las privadas). Hay que reconocer que no todos los estudiantes, los PAS, los profesores e investigadores y los equipos de gobierno, con sus rectores, están -estamos- a la altura de lo exigible y por eso la atención crítica debe ser constante para corregir y mejorar. Eso exige la máxima transparencia. Aunque conviene añadir, para quien no lo sepa, que los universitarios somos probablemente los profesionales más sometidos a evaluaciones y controles. Otra cosa es que el sistema de evaluación y control no sea a su vez, manifiestamente mejorable. Pero habrá que decir a la opinión pública, por ejemplo, que los master y programas de doctorado deben pasar por la revisión de comisiones externas de evaluación y de las agencias de evaluación de las CCAA y la estatal. Y reciben calificaciones, de las que depende no ya su prestigio, sino su supervivencia.

Si aún así se producen anomalías, como las que verosímilmente acabamos de conocer, es evidente que hay que trabajar más y con más transparencia en el control. Porque quizá estos comportamientos tan poco elogiables sean sólo la punta del iceberg y sea mayor de lo que pensamos la presencia de malos usos derivados, por ejemplo, de esas puertas giratorias: me refiero a malas puertas giratorias entre la Universidad y centros de poder, los partidos políticos, las empresas, los bancos, los medios de comunicación. Insisto: malas puertas, porque el contacto y la transferencia entre la Universidad y esos ámbitos no sólo es conveniente, sino necesario. Pero bajo la máxima transparencia posible. Como también hay que corregir -a mi juicio- ese riesgo de contaminación que significa la adopción prioritaria y cada vez más extendida de criterios economicistas en la Universidad. No digo que no nos importen la eficiencia ni la rentabilidad en la Universidad, pero –a mi juicio- la docencia, la investigación, la creación y difusión de conocimiento no deberían regirse sólo ni aun prioritariamente por ese rasero.

Temo que la Sra Cifuentes no comparta nada de lo dicho si tenemos en cuenta, por ejemplo, que desde su gobierno emprendió un modelo de regulación de las Universidades en su Comunidad que está en el fondo de todo el asunto; una ley para domesticar la Universidad pública y facilitar que pueda ser longa manus del poder partidista, pervirtiendo así su carácter de pieza básica (no única, claro) de constitución del espacio público, del tribunal de la razón. Los universitarios, pero también cualquier ciudadano preocupado por lo público, debemos reaccionar. Y llevar nuestras críticas ante el tribunal de la libre discusión, que en última instancia esclarezca los hechos ante los afectados, que somos todos los ciudadanos. Hayan o no leído a Kant.

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