NI MANADA,NI REBAÑO. GARANTISMO Y ESTADO DE DERECHO

NI MANADA, NI REBAÑO

 Es imposible ignorar el alcance social -una conmoción- de la Sentencia de la Audiencia de Navarra sobre el denominado “caso manada”, en el que se ha condenado a 9 años de prisión por “abusos sexuales” a los autores de lo que Según el relato de hechos de la propia Sentencia podría ser interpretado como una agresión sexual por parte de cinco hombres a una joven de 18 años, que incluía múltiples violaciones, en circunstancias que ponen en duda muy seriamente que no haya habido intimidación (incluso violencia física) y desde luego, parecen evidenciar ausencia de consentimiento.  Recordaré que se habla de “manada”, por el apelativo con el que se presentaba a sí mismos en las redes sociales los autores,  cinco amigos que presumían de “hazañas sexuales” documentadas mediante videos y fotos y por las que están aún pendientes de otras imputaciones.

Se ha podido comprobar la magnitud de la reacción en la calle: manifestaciones en la principales ciudades españolas bajo lemas como “no es abuso, es violación”, “no es no”, “sólo sí es sí”, “Hermana, Yo te creo”, “No sufras hermana, aquí está tu manada”, “nosotras somos la manada”.

Frente a quienes ponían el foco en la falta de coherencia entre el relato de hechos y el fallo, esto es, en la incomprensible interpretación llevada a cabo por el tribunal (n mayoría: hay un voto particular que justifica la absolución al entender que los hechos prueban que hubo consentimiento y que no había ningún tipo de intimidación o violencia), pronto se multiplicaron las tomas de posición sobre la necesidad de revisar el fundamento normativo, esto es, la tipificación en el código penal vigente (desde la reforma de 1995) de los delitos sobre abusos y agresiones sexuales: los criterios que permiten interpretaciones dispares de los hechos, para calificarlos como abusos o como agresiones sexuales (en función de la existencia de consentimiento y de intimidación o violencia) y no pocos han exigido la revisión de esa tipificación establecida en 1995. Así se han manifestado algunos jueces, fiscales, partidos políticos…y miembros de ejecutivos locales, autonómicos y aun del propio Gobierno del Estado.

Tampoco se puede dejar de llamar la atención sobre una escalada de descalificaciones que pasó desde  los jueces del tribunal,  a los jueces en general y aun a la justicia. Los argumentos utilizados abarcan desde la crítica a la falta de formación en género y en violencia de género entre los jueces y magistrados, a las tesis que entienden que ésta es una sentencia  “del patriarcado judicial “, del “patriarcado juridico”, o, sin más “del patriarcado” (nótese la gradación), contra las mujeres (en general), porque exige una resistencia cuasi heroica (un riesgo de muerte, en definitiva) para entender que hay violación, y que supone una inversión del principio de inocencia respecto a las mujeres víctimas de agresiones sexuales o más allá, y de ahí deducen que es inválido un sistema de justicia basado en el patriarcado y que no sirve para defender a las mujeres. Se ha llegado a decir que los jueces no deben poder interpretar este tipo de hechos y parece que para esos manifestantes y para algunos periodistas que jalean la exposición  en la picota pública de los nombres de esos magistrados (así, M.Domínguez, C.Francino, I.Lafuente que, a mi juicio, han quedado descalificados como profesionales y no sé si son conscientes de su gravísima irresponsabilidad), resultaría preferible la <justicia de la calle>, eufemísticamente denominada “el pueblo” o “las mujeres”, a la justicia de los tribunales. Así, no pocos periodistas y políticos han sostenido que “la calle estaba dando una lección a una justicia machista y obsoleta”. Se ha lanzado una iniciativa popular de firmas para cesar y sancionar a los jueces, una iniciativa respaldada en menos de 48 horas por más de un millón de firmas, iniciativa que parece ignorar la existencia de recursos contra la sentencia (la fiscalía, la defensa y la acusación han anunciado esos recursos) y lo que establece la legalidad vigente, sobre las condiciones de las sanciones disciplinarias a los jueces.

Por mucho que discrepe del fallo del tribunal navarro, me asusta lo que considero demagógica irresponsabilidad de esos periodistas (incluso de algunos/as de los que siempre he considerado periodistas de referencia) que llevan 2 días animando al linchamiento de jueces.

Por mucho que discrepe del fallo del tribunal navarro, me espanta el espectáculo de masas enardecidas.  Al principio, me repugnaba que se autodenominasen “manada”, pero cada vez más me parece que sí, que actúan como manada, porque se comportan como auténtico rebaño, enardecido por consignas simplistas y, a mi juicio, las más de las veces, demagógicas.

Lo que niego es que alguien pueda reivindicar como idónea la presentación de seres humanos como manada

Lo que niego son los apriorismos, “la víctima siempre tiene razón”, “las mujeres siempre son víctimas”, etc, que harían innecesarios los juicios, los jueces y los tribunales

Lo que niego es que sea preferible la justicia de masas, o la justicia de la calle, de rebaño, a la justicia de tribunales

A ver si queda claro: nunca, nunca, nunca hay que dar la razón a ciegas. Ni a jueces, ni a fiscales, ni a víctimas, ni a profesores, ni a nadie, porque eso no es razón. Y si renunciamos a la razón volvemos a la selva, en la que gana el más fuerte o el que consigue manipular a las masas.

Por supuesto, las sentencias y decisiones judiciales pueden y deben ser criticadas: es un derecho, el de libertad de expresión, como el de manifestación, que no pueden negarse sin grave detrimento de la legitimidad. Todos los que entienden que la sentencia es equivocada deben poder expresarlo y manifestarse en contra si quieren.

Por supuesto, entiendo, como me ha hecho ver una colega y amiga antropóloga, que este no es un debate que deba ser monopolizado por criterios técnicojurídicos, porque su fondo es de carácter político radical: el modelo de relaciones entre hombres y mujeres, el modelo de igualdad y respeto, la necesidad de revisar  sí, tradiciones, prácticas, normas e instituciones que trasladan la ideología del patriarcado, un debate ciudadano, pues.

Pero ese debate no puede llevarnos a arrojar con el agua sucia los principios básicos del garantismo y del Estado de Derecho que supusieron y suponen un enorme avance civilizatorio. Y creo que en una parte de la reacción popular y de algunos profesionales de la comunicación se ha alcanzado este riesgo.

Y déjenme que añada: yo no quiero que me juzguen manadas ni rebaños guiados por fe ciega.

 

Como me parece importante el debate, he reunido tres post que me parece que hacen posible una discusión con buenos argumentos:

Sexo, violencia y cintas de video, del iusfilósofo Pablo de Lora (Univ Autónoma Madrid)
http://almacendederecho.org/sexo-violencias-cintas-video-p…/

Violación en manada, del penalista Joan Carles Carbonell (Univ. de Valencia)
http://blogs.infolibre.es/alrevesyalderecho/?p=5396

Sobre el consentimiento sexual (y algo más), de la constitucionalista y especialista en estudios de género Concepción Torrres (Univ Alicante)
http://agendapublica.elperiodico.com/consentimiento-sexual…/

TRES ENTIERROS DE MARTIN LUTHER KING. EL RACISMO EN EEUU, 50 AÑOS DESPUÉS DE SU ASESINATO (CTxT, nº 166, 25 04 2018)

 

https://ctxt.es/es/20180425/Politica/19242/Luther-King-asesinato-aniversario-racismo-derechos-civiles.htm

 

En este mes de abril de 2018 se cumplen 50 años del asesinato de Martin Luther King, premio Nobel de la paz (1964) y figura imprescindible de la historia de la lucha por el reconocimiento de los derechos civiles y políticos de los afroamericanos en los EEUU y, por extensión, de la lucha por la igualdad de derechos, condición de legitimidad de la democracia. Es también un referente de los movimientos pacifistas, de resistencia no violenta y de desobediencia civil, que han recuperado importancia en este primer cuarto de siglo XXI, ante quiebras graves y manifiestas de las claves de legitimidad de la democracia representativa.

Lo habitual en estos casos es sumarse al panegírico, para glosar los méritos de quien, además, tiene para muchos la cualidad añadida de un mártir, incluso en su sentido trascendente -si es que se tiene en cuenta su condición de clérigo que inspira a millones de cristianos que comparten su fe-. Sin embargo, creo que un elemental respeto a la realidad nos obliga a abandonar ese tono que, en el fondo, esconde a duras penas una cierta autocomplacencia (es decir, <cómo hemos mejorado>, <qué buenos somos al haber desarrollado la herencia del buen pastor King>). Y me parece difícil negar que estamos en buen medida ante la constatación de un fracaso. Para parafrasear el film de T. L. Jones de 2005 (Los tres entierros de Melquiades Estrada, coescrito con G.Arriaga), podríamos hablar de los tres entierros de M.L.King, los tres entierros de su legado.

 

Un legado que está lejos del éxito

El primer y multitudinario entierro, como corresponde, parecía atestiguar el triunfo del trabajo de King. En el momento de su asesinato (1968) se valoraba sobre todo su contribución al reconocimiento de los derechos civiles y políticos a los afroamericanos, plasmada en sus escritos y discursos. Basta pensar, por ejemplo, en su Letter from the Jail of Birmingham, escrita el 14 de abril de 1963, poco después del discurso How long, so long, pronunciado en Montgomery el 25 de marzo de 1963 tras la “marcha sobre Selma” y unos meses antes del inmortal I Have a Dream, pronunciado en la Marcha sobre Washington el 28 de agosto de 1963. Sin el esfuerzo y la firmeza de King (probablemente también, sin la llamada de atención que suponían las acciones de los Black Panters y de la Nación del Islam, del activista también asesinado, Malcom X), el presidente Johnson no habría logrado aprobar la Civil Rights Act (1964), ni la Voting Act (1965), dos leyes que culminaron el proceso que comenzó con las tres Enmiendas a la Constitución que, un siglo antes, habían tratado de rebajar la peor de las manchas que marcaban el proyecto de los EEUU, la esclavitud y el racismo institucionalizados[1].

Nadie puede ignorar que, para llegar a esas dos leyes, casi cien años después de que se iniciara ese proceso, fue decisivo el trabajo de organizaciones como la MIA (Montgomery Improvement Association), creada en respuesta al caso Rose Parks y cuya dirección se encomendó a M.L.King, el Student NonViolent Coordinating Committee (SNVCC), que también llegó a liderar el Dr. King o la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP[2]), que hicieron posible la Marcha desde Selma a Montgmomery[3], después de la masacre del puente de Selma (narradas en la película de 2014 de Ava du Vernay, Selma), y sobre todo, el enorme éxito de la Marcha sobre Washington, pese a la oposición del ala radical del movimiento de defensa de los derechos de los afroamericanos (Malcom X la llegó a denominar “farsa” sobre Washington).

Las dos leyes que el presidente tejano consiguió que se aprobasen parecían cerrar la historia de esclavismo y discriminación contra los negros en los EEUU, haciendo realidad los piadosos deseos que el Dr. King soñaba para sus cuatro hijos en su extraordinario I Have a Dream y las tres principales demandas de la marcha[4], que King supo formular con eficaz retórica en términos del cheque que la justicia debía al hombre negro en los EEUU, desde su fundación[5].

 

 La paradoja Obama: el Black Lives Matter

Sin embargo, esos indiscutibles triunfos no han tenido una continuidad que permita hablar de consolidación de la igualdad de derechos. Por supuesto, habría mucho que decir acerca de la racialización de otros grupos (básicamente, latinos y asiáticos) en el marco de lo que se considera un verdadero giro neocolonial[6], pero incluso respecto a los afroamericanos los indicadores de progreso de las políticas antidiscriminatorias muestran evidentes retrocesos que llegan y aun se incrementan en este primer cuarto de siglo XXI. Retrocesos, injusticias palmarias que encuentran expresión en la literatura y el cine y también en ese producto que alcanza una enorme relevancia mediática y simbólica, las nuevas series de TV. El prototipo de todo ello es el tratamiento que ofrecen David Simon y Ed Burns en la aclamada serie de HBO The Wire, situada en Baltimore, Maryland.

Aún peor: en el momento en que parecía haberse obtenido el máximo triunfo del legado de King, con la elección del primer presidente afroamericano, Barack Obama, y en los años de su doble mandato, ese legado fue sepultado, es decir, sufrió un segundo y cruel entierro.

En una cruel paradoja, bien podría decirse que este esperanzador comienzo del siglo XXI para los afroamericanos se ha tornado en una realidad que hace parecer actual el duro juicio enunciado por el Dr. King en su discurso en Washington: ciento cincuenta años después, “la vida del negro es todavía minada por los grilletes de la discriminación”. Ciento cincuenta años después, “el negro vive en una solitaria isla de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material”. Ciento cincuenta años después “el negro todavía languidece en los rincones de la sociedad estadounidense y se encuentra a sí mismo exiliado en su propia tierra”. Así lo testimonia el incremento de agresiones policiales, asesinatos, el renacimiento de una feroz ola racista, que provocó en 2013 la aparición del movimiento Black Lives Matter (BLM), que surge como denuncia de la brutalidad policial y el racismo del sistema penal y penitenciario de los EEUU contra los negros. Como se recordará, la expresión irrumpe como hahstag en las redes sociales (2013), a raíz del asesinato del adolescente afroamericano Trayvon Martin (<podría ser yo mismo>, denunció Obama) por un disparo de un adulto blanco, George Zimmerman, que fue absuelto. La indignación subió en 2014, con motivo de las muertes a manos de la policía, en Ferguson y Staten Island, de otros dos afroamericanos, Michael Brown y Eric Garner. Como veremos enseguida, los enfrentamientos en Charlottesville, en 2017, ya bajo la presidencia de Trump, encendieron aún más la reacción.

Desde entonces, el BLM se extendió por todos los EEUU y se ha hecho global, aunque mantiene el espíritu que, de acuerdo con una de sus tres fundadores, Alicia Garza, le dio origen:

“Cuando decimos Black Lives Matter, estamos hablando de las formas en que los negros se ven privados de sus derechos humanos básicos y de la dignidad. Es un reconocimiento de la pobreza negra y el genocidio, es un estado de violencia. Es un reconocimiento de que un millón de personas negras están encerrados en jaulas en este país – la mitad de las personas en las prisiones o cárceles son negras- y esto es un acto de violencia estatal. Es un reconocimiento de que las mujeres negras siguen soportando la posibilidad de un asalto implacable a sus hijos, y sus familias: esos asaltos son un acto de violencia de Estado…Negros homosexuales y personas transgénero llevan una carga única en una sociedad hetero-patriarcal que dispone de nosotros como basura y al mismo tiempo nos fetichiza, nos resta valor: esa es la violencia del Estado. El hecho de que 500.000 personas negras en los EE.UU. son inmigrantes indocumentados y relegados a las sombras, es la violencia del Estado; el hecho de que las niñas negras son utilizados como moneda de negociación durante los conflictos y la guerra, es la violencia del Estado; Los negros que viven con discapacidades y diferentes capacidades, soportan el ser víctimas de experimentos darwinianos patrocinados por el Estado, que tratan de acomodarnos en cajas de normalidad definida por la supremacía blanca, es la violencia del Estado. Y el hecho es que la vida de las personas negras -no todas – sucede dentro de estas condiciones, y es consecuencia de la violencia del Estado” [7].

Este importante retroceso en la situación de los afroamericanos ha sido analizado lúcidamente en libros como El color de la justicia: la nueva segregación racial en los EEUU, de la jurista afroamericana Michelle Alexander, o Race Matters de Cornell West[8].También en el cine, en dos excelentes documentales de 2017: Enmienda XIII de Ava du Vernay, y I’M not your Negro de Raoul Peck, basado en la obra homónima de James Baldwin. Y, por supuesto, en la cinematografía de ficción de carácter antirracista, entre la que coincido con Ricardo Sanín en destacar la hábil ironía de Tarantino: tras el brutal envoltorio de Django unchained, su mensaje resulta mucho más corrosivo que las bienintencionadas, previsibles y multipremiadas películas oficialmente antirracistas, como 12 years a slave[9].

 

 Trump y el supremacismo que nunca desapareció

El tercer entierro del legado de King, que parece retrotraernos aún más al comienzo de los 60, es el que ha causado la presidencia de Trump, en la que es patente el peso del supremacismo blanco, como lo representa por ejemplo el movimiento extremista y racista Alt Right, comandado por Steve Bannon[10].

Lo significativo de este viaje atrás en el tiempo no son, evidentemente, los ofensivos tuits o las expresiones groseras del Presidente contra <shitholes countries, como Haiti, El Salvador o “esos países africanos”>, afirmaciones consideradas expresamente racistas por el Alto Comisionado de derechos humanos de la ONU, sino sus decisiones políticas, que traducen una visión supremacista y, como mínimo, una alarmante ausencia de compromiso a la hora de combatir comportamientos y manifestaciones de carácter racista y xenófobo.

La envergadura de este tercer entierro del legado de King, de este paso atrás que supone la administración Trump, reside en el hecho de que es la misma presidencia la que contribuye a lo que se puede considerar <racismo y xenofobia institucionales>, como se pone de manifiesto en su cerrado propósito de impulsar leyes migratorias que destilan la peor ideología supremacista contra latinos, mejicanos o musulmanes. El mismo juicio merece el compromiso personal de Trump de ignorar la gravedad de comportamientos discriminatorios o incluso equiparar movimientos racistas con los movimientos de defensa de los derechos.

El debate sobre la seria posibilidad de que Trump fuera un racista y un xenófobo se abrió paso con las decisiones del presidente de impulsar una legislación migratoria claramente restrictiva –discriminatoria- en razón de origen geográfico y creencias (islámicas), lo que se conoce como Muslim Ban. Puede decirse que Trump recuperó las peores leyes antimigratorias que haya conocido los EEUU, las que se dictaron contra los inmigrantes chinos entre 1840 y 1850. Ya en su campaña electoral utilizó el argumento del <peligro migratorio>, básicamente en tres frentes: (a) la necesidad de impedir la llegada de inmigrantes irregulares, asociados al incremento de la criminalidad, a su condición de gorrones (free riders) y a la pérdida de empleos de los <buenos trabajadores americanos>; (b) la necesidad de levantar un muro para impedir la llegada de inmigrantes mejicanos (y de <esos otros países>); así como (c) el esfuerzo por expulsar de los EEUU a todos los inmigrantes sin papeles que se han establecido en el país, con especial atención a los denominados dreamers[11].

Apenas llegado a la Presidencia se empeñó en una batalla legal por impedir la llegada de inmigrantes provenientes de países que generan terrorismo, asociados por él a países musulmanes y puso bajo el foco de sospecha, en realidad, a todo inmigrante de confesión islámica. La firme reacción de los tribunales de justicia y de las asociaciones de derechos civiles –como la potente ACLU- le ocasionaron importantes derrotas en su propósito, que se niega a abandonar.

El caso del indulto al sheriff Joe Arpaio, considerado la cara más visible del racismo antiinmigrante yanqui, en agosto de 2017, incrementó la percepción de complicidad de Trump con el racismo para una parte de los estadounidenses. Arpaio, sheriff del condado de Maricopa (Arkansas) durante 24 años, perdió las elecciones gracias al voto del electorado latino que castigó sus tiránicos usos frente a los inmigrantes irregulares, sus prácticas de detención basadas en el color de la piel y las constantes violaciones de derechos civiles de quienes pertenecieran a etnia latina. Para Arpaio, la inmigración irregular es el origen de buena parte de los males que afectan los EEUU, un mensaje en el que coincide con Trump. Demandado por discriminación racial, un juez federal le condenó en 2012 y le ordenó que cesara en estas prácticas. Arpaio ignoró la orden, y en julio de 2016 fue condenado por desacato, aunque se trataba de una condena menor. El indulto fue entendido también como un gesto simbólico, muestra de la obsesión de Trump por borrar toda huella del mandato de Obama. Añadamos que Arpaio y Trump coincidieron en divulgar el bulo de que Obama no había nacido en los EEUU. De hecho, Arpaio utilizó un tuit para agradecer a Trump el indulto, con el siguiente texto: “Gracias Donald Trump por ver mi condena como lo que es: una caza de brujas política de los restos de Obama en el Departamento de Justicia”.

Un episodio particularmente significativo lo constituyó la actitud del Presidente ante los disturbios en Charlottesville, en agosto de 2017, a propósito de la retirada de una estatua del general Lee, donde los enfrentamientos entre grupos racistas (vinculados a la ideología de Alt Right e incluso el Ku Kux Klan) y movimientos antirracistas y de defensa de los derechos provocaron la muerte de una mujer que apoyaba la retirada de los símbolos confederados y más de 30 heridos. Trump se negó inicialmente a condenar la presencia de grupos nazis, racistas y vinculados al KKK, habló de la necesidad de evitar “la violencia de uno y otro grupo”, equiparando al BLM con el KKK y aunque a los pocos días hizo una declaración afirmando “el racismo es el mal”, casi de inmediato, en una nueva rueda de prensa, condenó la ideología de lo que denominó “Alt Left”, en contraposición a los grupos inspirados en el movimiento Alt Right, y se negó a considerar a los racistas como terroristas domésticos, tal y como les calificó el entonces fiscal general Sessions.

Resulta, pues, difícil no coincidir con el editor asociado del New York Times en su artículo publicado en enero de 2018 y titulado “Just say it: Trump is a racist”[12], en el que recorre el historial de Trump como empresario inmobiliario desde 1970, donde llevó a cabo todo tipo de prácticas discriminatorias contra posibles inquilinos afroamericanos y los meses de ejercicio de presidencia, para concluir en sentido afirmativo: sí. Trump es un racista. Peor: con Trump parece reaparecer el más grosero racismo, como si formara parte de un pecado original de los EEUU del que no parece que se consigan desprender, tal y como señalara el ya mencionado escritor afroamericano y redactor de la revista The Atlantic, Ta-Nasehi Coates, que califica a Trump como “el primer presidente explícitamente blanco”, en su libro We were eight Years in power: An American Tragedy, al tratar de hacer balance de lo que significa pasar de los ocho años del mandato de Obama, pese a las frustraciones evidentes, a esta perspectiva de al menos cuatro años con Trump. En efecto, Trump fue elegido desde la base de promesas ligadas a la ideología supremacista y racista: prometió a la clase obrera blanca que mejoraría sus condiciones porque solucionaría la raíz de sus problemas, la presencia de latinos, musulmanes y negros que les roban sus trabajos y, además, son la mayor fuente de criminalidad. No parece que su presidencia sea propicia al legado del Nobel de la paz.

¿Tendría que resucitar M.L King? Quizá lo haya hecho ya: las mujeres y los hombres del Black Lives Matter, por ejemplo, encarnan su espíritu y ofrecen un motivo de esperanza para la resistencia en la lucha por los derechos, aunque haya que volver a empezar casi desde el principio.

 

NOTAS

[1] Recordemos, en efecto, que la esclavitud era una práctica legal en todo el territorio de los EEUU aunque fuera más generalizada en los estados del Sur, cuya economía dependía directamente de esa institución. La XIII Enmienda, ratificada en 1865, al poco de acabar la guerra civil, prohibió la esclavitud en los EEUU y otorgó un cierto grado de ciudadanía a los antiguos esclavos. Luego, la XIV Enmienda completó el reconocimiento de la condición de ciudadanos a todas las personas nacidas o naturalizadas en EEUU e incluyó el derecho al debido proceso y las cláusulas de igualdad de protección. Finalmente, en 1870, la XV Enmienda prohibió la discriminación por motivos raciales en el derecho a voto.

[2] No me resisto a indicar que en Go, set a Watchman, la novela de Harper Lee que ha dado la vuelta a la figura de Atticus Finch (el protagonista de su archifamosa Matar un ruiseñor), la hija de Atticus, Jean-Louise, más conocida como Scout, aparece enrolada en la NAACP durante sus estudios en Nueva York.

[3] Los dos líderes del SNCC (Stokely Carmichael y Willy Ricks) acuñan esa noción con motivo de esta marcha (“personas negras uniéndose para formar una fuerza política que elige representantes u obliga a sus representantes a defender sus intereses”), aunque la expresión había sido utilizada por primera vez como título de un libro de Richard Wright, en 1954, Black Power. La noción de Black Power es utilizada en otro sentido por grupos como Black Panters Party (inicialmente Black Panters Party for self-Defence) fundado por Bobby Seale y Huey Newton en 1966 y al que perteneció, antes de decantarse por el Partido Comunista, la filósofa y activista Angela Davis. Además del recurso a la violencia, los Black Panters se diferencian de las organizaciones del Movimiento de derechos civiles porque, como explicaba Seale en su libro Seize Time, subrayan que la opresión de los negros era el resultado de un sistema político basado sobre todo en la explotación económica, más que en el racismo.

[4] La marcha proponía cinco objetivos. Los tres principales: el fin de la segregación racial en las escuelas públicas; una legislación significativa sobre los derechos civiles -incluyendo una ley que prohibiese la discriminación racial en el mundo del trabajo- y una protección de los activistas de los derechos civiles de la violencia policial

[5] Así lo formuló en ese discurso: “En un sentido llegamos a la capital de nuestra nación para cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaratoria de la Independencia, firmaban una promisoria nota de la que todo estadounidense sería el heredero. Esta nota era una promesa de que todos los hombres tendrían garantizados los derechos inalienables de “Vida, Libertad y la búsqueda de la Felicidad”. Es obvio hoy que Estados Unidos ha fallado en su promesa en lo que respecta a sus ciudadanos de color. En vez de honrar su obligación sagrada, Estados Unidos dio al negro un cheque sin valor que fue devuelto marcado “fondos insuficientes”. Pero nos rehusamos a creer que el banco de la justicia está quebrado. Nos rehusamos a creer que no hay fondos en los grandes depósitos de oportunidad en esta nación. Entonces hemos venido a cobrar este cheque, un cheque que nos dará las riquezas de la libertad y la seguridad de la justicia”.

[6] Dejando aparte los clásicos, como A.Césaire, F.Fanon o más recientemente, E.Said, vale la pena remitir a los trabajos de D. Cole (Engines of Liberty. How Citizen Mouvements Suceeded), B. Santos (Descolonizar el poder, reinventar el poder), o A. Mbembé (Crítica de la razón negra).

[7] Cfr. «A Herstory of the #BlackLivesMatter Movement»The Feminist Wire

[8] Este, en polémica con el diagnóstico del mandato de Obama ofrecido por otra figura de referencia del periodismo y la literatura afroamericana actual, Ta-Nehisi Coates, en su We Were Eight Years in Power: a American Tragedy (2017). Ta-Nehisi Coates es también autor de un libro extraordinariamente crítico, dedicado a su hijo adolescente, en el que denunciaba la condición racista casi como un elemento inserto en el ADN de los EEUU: Between the World and Me (2015).

[9] Cfr. Ricardo Sanín, “Lincoln unchained: is Obama the global Uncle Tom?”, http://criticallegalthinking.com/2013/03/08/lincoln-unchained-is-obama-the-global-uncle-tom/

[10] El movimiento Alt Right está vinculado a la revista Radix Journal, dirigida por el creador del término, Richard B. Spencer, quien se autodefinió durante un tiempo en su cuenta de Twitter como “el Karl Marx de la Alt Right”. La revista Radix se vincula también con un think tank supremacista blanco, el National Policy Institute (NPI), dirigido asimismo por Spencer. Con todo, la figura más conocida de los Alt Right es Stephen Bannon, director de la web de noticias Breitbart News, considerada altavoz de Alt Right, que llegó a ser consejero de Trump y estratega jefe de la Casa Blanca y participaba en las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional, hasta que fue cesado por Trump.

[11] Aunque inicialmente Trump se proponía expulsar a todos los inmigrantes indocumentados, a comienzos de 2018 ha propuesto al Congreso un cierto giro a este respecto, una reforma migratoria que permitiría legalizar a 1,8 millones de inmigrantes indocumentados, que llegaron a EEUU de niños, los dreamers, a cambio de 25.000 millones de dólares para reforzar la seguridad fronteriza. Entre los legalizados se incluiría a los 690.000 actualmente protegidos por el programa DACA (Acción Diferida para los Llegados en la Infancia) creado en 2012 por el presidente Obama, cuya vigencia acabó recientemente, a finales de marzo. Para acceder a DACA, esos jóvenes tuvieron que probar que habían llegado a EEUU antes de los 16 años y que tenían menos de 31 años en 2012.

[12] Cfr. https://www.nytimes.com/2018/01/12/opinion/trump-racist.html

 

 

“Otros Ulises, Otros nostoi”, Capítulo en el libro homenaje, , Madrid, Istituto Europeo di design, 2018

RESUMEN: A partir de los trabajos del profesor Jarauta sobre la figura de Ulises y el concepto de nóstos -la idea del viaje, de regreso al hogar, a la patria- se propone una reflexión crítica sobre el sentido mismo de los viajes obligados –las migraciones forzadas que incluyen los desplazamientos de los demandantes de asilo- como escenario histórico de esas constantes civilizatorias, sólo que en su dimensión negativa, la que permite al filósofo camerunés Achille Mbembé denunciar la existencia de una verdadera necropolítica.

 

PALABRAS CLAVE: Ulises, viaje, migraciones, asilo, derechos.

 

Introducción

Pocos temas han sido tan queridos para nuestro Francisco Jarauta como el de Ulises y el nóstos (νόστος), el viaje por antonomasia, que tiene por objetivo el regreso a la patria, al hogar, pero en el que lo importante es el viaje en sí, porque en él, en ese mientras tanto, se vive todo lo demás[1]. A lo largo de su obra, en su magisterio y también, creo, en su compromiso político, esas son dos metáforas centrales, de profundo contenido.

En lo que sigue, me permitiré apuntar, de la mano de esos dos conceptos y con esa guía del maestro Jarauta, un recorrido por uno de los senderos del laberinto de sentido en el que tantos de nosotros vivimos bajo el signo del desconcierto, del extravío o quizá sería más correcto decir, sencillamente frustrados por impotentes. Más todavía cuando la barahúnda de espurios alegatos sobre la patria a la que regresar, (re)construir o defender, apenas nos deja respiro.

Parecerá quizá banal que recuerde que vivimos, sí, bajo el signo de esa incertidumbre que sucedió a la apariencia de certeza celebrada por tantos que aplaudieron el fin de la historia con el final del siglo corto. No, ya sabemos que en esos treinta años (antes, una generación) transcurridos desde el 1989 e interrumpidos por la brutal cesura en 2001, no ha hecho sino confirmarse el dictamen que, entre otros, nos propusiera Bauman: la incertidumbre, ausencia de asideros nos conmociona y nos desconcierta. Seguimos hoy buscando, por decirlo con sus palabras,

“el pliegue, el momento en el que el proceso condensa su complejidad… ese cambio cualitativo que transforma lo moderno y da lugar a algo nuevo, arrastrando en el proceso de transformaciones todas aquellas desestructuraciones específicas que hoy podemos identificar a niveles económicos, políticos, sociales y culturales”.

Y esa búsqueda no es sólo el ansia de alguna certeza, el afán de conocimiento. Es sobre todo un quehacer marcado por el profundo déficit -si no contradicción- que Kant supiera advertir como constitutivo de la razón práctica: nuestra necesidad de actuar es hoy, quizá más que nunca, superior a la posibilidad de conocer.

Algunos de los que de un modo u otro tratamos de arar en ese mar de la filosofía práctica que, por lo demás está en los orígenes mismos del quehacer filosófico clásico, griego, acudimos con frecuencia a ese dictum según el cual toda la filosofía moderna es un diálogo con, contra Hegel. Y me sirve para recordar que en Hegel encontramos esa descripción de la tarea filosófica como la aprehensión del propio tiempo por el pensamiento. Ya sé que nadie reivindicará a estas alturas la pretensión de construcción de un sistema, la capacidad de expresión racional de la realidad, precisamente en un mundo que ha abandonado la pertinencia de la búsqueda de sentido. Pero en la tarea de identificación al menos de ese pliegue al que antes de me refería, creo que debemos prestar atención a la posibilidad de distinguir entre lo que importa y lo que no lo es, que es como entiendo que se puede responder hoy a la segunda de las grandes preguntas de Kant: ¿qué es lo que hoy debemos hacer?

Esa respuesta, que obliga a remitir ante todo a una ética entendida como moral crítica (y sabemos que no lo será si no es ilustrada, sin el esfuerzo del conocimiento crítico) y presidida por el irrenunciable ideal de emancipación como autonomía, tiene un plano más modesto de respuesta, que nos refiere a su vez al Derecho. Uno y otro, claro está, se ordenan asimismo al objetivo de la vida buena, que no puede ser otro que el de la sociedad decente -en el sentido de Péguy, antes que el de Margalit-, siempre, claro, que abandonamos toda pretensión de atomismo individualista como la que hoy es hegemónica a lomos del fundamentalismo liberista triunfante. ¿Cuál es nuestra contribución, qué es lo exigible, lo que se debe esperar de nosotros en punto a ese objetivo? Es ahí donde me parece que la pista que ofrece la reflexión sobre el Derecho y la democracia son imprescindibles. Porque, por mucho que se menosprecien esas herramientas que son el Estado de Derecho, el estado constitucional, la democracia, siguen siendo condiciones insuficientes pero imprescindibles. Y lo son en la medida en que se pongan al servicio del ideal expresado por Jhering -el Derecho no es otra cosa sino la lucha por el Derecho, por establecer cuál debe ser el interés dominante, protegido por esa armadura que es el Derecho- y concretado por quienes, desde Arendt a Ferrajoli han sabido formularlo en términos de lucha por los derechos de todos los seres humanos, comenzando por los de los más vulnerables. Ese es a mi juicio el sentido de la respuesta que encontramos en quienes, desde Taylor a Bouchard, han insistido en la política del reconocimiento como horizonte de la razón práctica, de la respuesta a la segunda pregunta kantiana y en particular creo que son muy útiles las reflexiones de quienes, como Naïr o Honneth, han analizado su negativo, la sociedad del menosprecio, de la humillación. La tarea, entendida en términos de un deber republicano, un deber de la ciudadanía, es contribuir a crear y reforzar los mecanismos institucionales (políticos, jurídicos) y las prácticas sociales que permitan avanzar hacia sociedades tan plurales como inclusivas y equitativas, al igual reconocimiento de derechos desde la diferencia.

 

 

Argucias del reconocimiento. Ulises y los nuevos Nadie

¿Qué es lo más importante en la concreción de esa política del reconocimiento? Reconozco mi limitación a la hora de proponer con seguridad las prioridades de esa tarea que, sin embargo, tengo clara en su definición, siguiendo -como decía- a Péguy: una sociedad sin exilio. Y es por esa razón por lo que me parece que nos sirve y mucho, ese largo tejer de Francisco Jarauta en torno a la figura de Ulises y al viaje[2]. Vuelvo a un conocido párrafo escrito por nuestro amigo, a propósito de las notas de Adorno sobre sus discusiones con Horkheimer que darían lugar a la Dialéctica de la Ilustración, rescatada con el título “Qué pasó con Ulises?” (Was ist passiert mit Odysseus[3]) y que ilumina con la sabiduría de Broch:

“…La figura de Ulises es compartida no sólo por Adorno, sino también por los compañeros de generación. Para unos y otros la historia de Occidente podría ahora representarse por la elipse de un tiempo que discurre del Ulises clásico a otro moderno, el Ulysses de Joyce, el Leopold Bloom errante y extraviado que en el breve e inabarcable tiempo de dieciséis horas es capaz de representar la disolución de todos los códigos establecidos, una vez que su aparente naturalidad se convierte en pura ficción, esa manera de la apariencia con la que vienen a justificarse los asuntos de la vida y de la sociedad. Ese largo viaje que va del Ulises homérico al de Joyce representa para Broch el tiempo de la disolución. El viaje clásico se transforma ahora en errancia infinita: un ir y venir, recorrer mil veces los mismos lugares de un supuesto laberinto, fuera del cual paradójicamente sólo existe lo innombrable. Los monólogos de Molly o la ironía de Stephen Dedalus ya no protegen del abismo ni aseguran nuevas evidencias. Son sólo modos retóricos que sostienen como si de una levísima sombra se tratara el juego arriesgado del sentido. Saben bien Molly y Stephen que el último límite es el de las palabras y quizá el de los gestos”[4].

La errancia infinita. ¿Cómo describir mejor esa característica crucial de nuestra época, las grandes migraciones, el desplazamiento del mundo, el viaje soñado como un viaje de muchas etapas que permitirá finalmente el retorno a la patria[5], cuando se haya alcanzado el objetivo de acopio de medios para la vida digna y que tantas veces queda congelado por la muerte en el camino o por el reconocimiento de que la verdadera patria no es la que se dejó, sino aquella posible en esa etapa en la que se ha conseguido reconstruir el mínimo de dignidad? ¿Y qué decir de esos viajes que no son escogidos sino fruto de una alternativa de vida o muerte, como consecuencia de la amenaza de persecución, de la imposibilidad de vivir dignamente en la patria, en el hogar que se ven obligados a abandonar?

Aunque pueda parecer obvio, sigue siendo necesario insistir en la centralidad del fenómeno de las migraciones humanas y, en particular, la problematicidad de las que, de un modo u otro, aparecen como movimientos migratorios forzados, es un rasgo característico definitorio de nuestras sociedades. No una circunstancia aleatoria, pasajera, secundaria. Los movimientos migratorios no sólo están ahí. Van a continuar y, pese a todos los intentos de poner barreras (centrados en la errada concepción de dominación unilateral de las migraciones, al servicio exclusivo de los intereses de los países receptores, común a la mayoría de los Estados del UE, pero también a los EEUU o Australia, por ejemplo), pese a la extensión por doquier de ese principio que he propuesto formular con la aliteración “vayas donde vayas, vallas”, van a incrementarse. No hay muros, mares, armadas o ejércitos que puedan anular lo que, al fin y al cabo, está en nuestra herencia genética: somos animales viajeros desde que tenemos testimonio por la antropología científica, en consonancia por cierto con el relato bíblico pues Adán y Eva, nuestros primeros padres fueron también los primeros inmigrantes o los primeros refugiados o desplazados, según se mire.

Insistiré, una vez más. El error más común en el mundo jurídico y político ha consistido, a mi juicio, en la ausencia de reconocimiento de la profunda dimensión política de esta realidad. Amparándose en la indiscutible faceta económico laboral de una parte importante de los procesos migratorios, se ha minusvalorado si no, pura y simplemente ocultado, que las migraciones desvelan déficits profundos en la configuración de las relaciones internacionales y también en el modelo de democracia liberal, en nuestras respuestas a las preguntas quién debe ser ciudadano, quién debe ser soberano, quién debe tener garantizados derechos y cuáles.

Por esa razón, creo que es necesario hablar de las migraciones forzadas como campo de lucha por los derechos de los más vulnerables, como parte de esa tarea prioritaria. Hablar de esos Ulises que, forzados por los nuevos Polifemos, se ven obligados a la invisibilidad de los nadie, nuevos ουτις («Ningún hombre», «Nadie»), pero en un sentido que queda muy lejos de la inteligente argucia del astuto Ulises narrada por Homero en el IX canto de La Odisea. Ahora no es Ulises quien se oculta en esa invisibilidad que es una muestra de la superior fuerza performativa de la palabra, de la razón. No. Es Polifemo quien impone a esos otros, los otros por antonomasia, su condición de invisibilidad, de no sujetos o, al máximo, de infrasujetos: titulares de un reconocimiento demediado en derechos, precisamente porque su diferencia es la coartada del mantenimiento de la desigualdad y la dominación[6]. Son esos nadie que en todo el mundo se ven representados en los versos que escribiera para otro propósito Bob Dylan en 1965, en su Like a Rolling Stone: ¿cómo sienta sentirse completamente sólo, ser un don nadie, sin saber cómo volver a casa? [7]

Todo ello se agrava en un contexto internacional en el que cada vez resulta más cuestionable un tópico que juristas, políticos y opinión pública habían aceptado como uno de los raros asideros firmes en el debate: la distinción entre inmigrantes y refugiados. Aún peor, la categoría jurídico internacional de refugiados parece hoy cada vez más cuestionable ante la consolidación de un fenómeno que no es nuevo, pero que parece alcanzar proporciones bíblicas. Me refiero a los desplazamientos masivos de población que se ve constreñida, en términos de vida o muerte, a huir de sus hogares buscando seguridad (¿refugio?) en otro país, habitualmente el más próximo. No lo hacen sólo por desastres naturales -cada vez más frecuentes- como terremotos o tsunamis, hambrunas o sequías, que cada vez resulta más difícil aceptar en su adjetivación de naturales. ¿Diría el Cándido de Voltaire hoy, en 2017, lo mismo que en su Poème sur le désastre de Lisbonne (“O malheureux mortels! ô terre déplorable! /O de tous les mortels assemblage effroyable!/D’inutiles douleurs éternel entretien!”) en 1755? ¿Si, como escribiera Adorno, este terremoto curó a Voltaire de la teodicea de Leibniz, de la creencia en el mejor de los mundos posibles, podemos nosotros hoy mantener que es la sola naturaleza, sin intermediación de la mano del hombre, la causante de estos desastres? ¿Podemos repetir que esos desplazamientos masivos son ajenos a las sobreexplotaciones mineras, al cambio masivo de cultivos por intereses de empresas transnacionales, a la contaminación irrefrenable de los recursos naturales y en especial de los ríos, del océano?

No. Ya no podemos descalificar como mera demagogia lo que con tonos proféticos denunciara Zygmunt Bauman como “industria del desecho humano”, refiriéndose a las políticas migratorias y de asilo, lo que el filósofo Achille Mbembé, siguiendo a Foucault ha denominado necropolítica. Ya no podemos desentendernos, desde la indiferencia, de la obligación de dar respuesta a las necesidades de esos millones de seres humanos, que serán cada vez más en muy pocos años, y cuya suerte, incluso pensando de forma egoísta y no desde parámetros de solidaridad, no va a dejar de incidir en la nuestra.

 

 

La igual libertad de quienes deben recuperar su rostro

No es exagerado sostener que las políticas migratorias y de asilo de los principales países receptores de inmigración[8] -con alguna notable excepción como el caso de Canadá, muy matizable por otra parte- nos muestran ese modelo que jurídica y políticamente se puede simbolizar en la superchería que fue la ideología oficial alemana hasta casi ayer, la teoría de que en Alemania no había inmigrantes sino Gastarbeiter, extranjeros invitados a trabajar durante un período de tiempo, pero de los que no se esperaba (no se deseaba, quiero decir) nada parecido a integración, porque se rechazaba cualquier posibilidad de un proceso social semejante. El inmigrante no debe modificar la sociedad que le recibe, no debe dejar huella. Obviamente, eso significa que, en el mejor de los casos, se le reconocerá un status de derechos que, por definición, no aspirará a la igualdad con los derechos de los trabajadores nacionales, ni, menos aún, de los verdaderos titulares de derechos, los ciudadanos. Esa es la guía de subordiscriminación[9] que preside las legislaciones migratorias, definidas en no pocos casos con el eufemismo no inocente de legislaciones de extranjería, pues la condición de extranjería es la que se trata de imponer como primera definición al inmigrante. Eso quiere decir que nunca será, nunca puede aspirar a ser un ciudadano. Exactamente igual que lo que advirtiera Arendt en su día respecto a los refugiados, que nunca dejarían de ser extranjeros, esos otros a los que se acoge, con el acento puesto más bien en el humanitarismo (en la calidad moral superior) de quienes abren sus puertas a esos desgraciados necesitados de asilo que no, en modo alguno, en el reconocimiento de que los que piden refugio tienen un derecho, son titulares de derechos reconocidos por la Convención de Ginebra de 1951 y el Protocolo de Nueva York de 1967 y, por tanto, todos los Estados-parte en esos Convenios reconocen que tienen obligaciones jurídicas, deberes exigibles, respecto a quienes acrediten esa condición de refugiados.

Invisibles. Ese es el status deseado para inmigrantes y refugiados, como lo ha sido durante siglos para esos otros que simbolizan la diferencia (étnica –racial-, cultural, religiosa, nacional, lingüística). Por eso, se han ensayado diferentes medios de gestión de la llegada y de la presencia, o de la existencia previa de los diferentes, de la segregación (ghetto) a la expulsión o a la eliminación. Como antes con las mujeres y los esclavos -y ahí está el testimonio de Aristóteles en una de las piedras fundacionales de nuestra cultura[10]– así hacemos hoy con los inmigrantes e incluso, retorciendo el concepto hasta el extremo, vaciándolo de contenido, con los refugiados que, según ha quedado claro en la gestión que han hecho los Estados miembros de la UE y la propia UE de la mal llamada “crisis de refugiados”, desde 2013 hasta hoy, no son otra cosa que aspirantes a refugiados, viajeros congelados en su viaje de vida o muerte porque no queremos que lleguen hasta nuestra tierra. No queremos que sea una etapa en el viaje de reencuentro con su patria. Como los inmigrantes, a los que hemos destinado a esa terrible condición descrita agudamente por Abdelmalek Sayad como presencia ausente[11]. Son las figuras del extranjero, del otro cuya sola existencia nos niega, como han ejemplificado nuestros clásicos (de Shakespeare a Defoe, pasando por Swift) y al que, precisamente por eso no podemos reconocerlo como igual, ignorando así la lección de Platón en su Alcibiades: “También el alma si se quiere reconocer tendrá que mirarse en otra alma”[12].

Hay que atreverse a la osadía de ir al otro lado de lo invisible, aunque ello encierre el riesgo de acabar en el ámbito de lo terrible, peor aún que lo desconocido, como ha escrito Francisco Jarauta en otro de sus maravillosos textos, a propósito de Rothko:

“Como Turner en Venezia, Rothko quería ir siempre más allá de lo visible de las cosas. Aunque esta decisión lo precipite en el corazón de las tinieblas y lo haga ciego. Allí está la muerte, pero también el límite transfigurado”[13].

En ese aparente oxímoron que me hace evocar la afirmación del Patmos de Hölderlin, “donde está el peligro, crece también lo que salva”[14]. En el reconocimiento de ese corazón de las tinieblas, el genial descenso de Conrad al infierno creado por el colonialismo y simbolizado por la depredación llevada a cabo en el corazón de África por el rey Leopoldo de los belgas, ese espejo de la civilización europea, recreado por Ford Coppola en esa brillante metáfora que es Apocalypse Now, está la posibilidad misma de la redención. Reencontrar al otro, rehacer su viaje, hacer nuestra la experiencia de su nostalgia, de la frustración por la pérdida del hogar. Esa es la primera condición de todo proyecto serio de integración, como criterio de gestión de la diversidad cultural exógena que procede de las migraciones, incluso si hablamos del más prosaico acomodo razonable, el modelo realista propuesto por la política canadiense. Creo que lo explican mucho mejor no pocas novelas y películas a las que remitiría con gusto. Me limitaré a mencionar aquí la de Laurence Gaudé, Eldorado[15], la historia de la redención del capitán Salvatore Piracci comandante de un guardacostas con base en Catania, que ha de hacer frente diariamente a la tragedia de los barcos de inmigrantes que tratan de llegar a Europa y el joven sudanés Soleimán, uno de esos centenares de miles de africanos que tratan de encontrar el paraíso europeo. Son los dos protagonistas de una enésima recreación de la idea de viaje de retorno que está en la entraña misma de la noción misma del Mediterráneo, que antes de frontera es mar común.

 

NOTAS

[1] Cfr. por ejemplo, entre otros, “Qué pasó con Ulises”, Claves de Razón práctica, nº 96/1999, “Las metamorfosis de Ulises”, La Página, nº 36, 1999 y también “Política y poéticas de la identidad”, Azafea, Revista de Filosofía, 4/2002.

[2] Recuerdo otra obviedad, ese legado que nos deja la antropología más elemental y que formulara así Caro Baroja: el viaje, desde la antigüedad, es modelo y metáfora de la vida humana. Me permito recomendar el audiolibro de Carla Fibla y Nicolás Castellano (con fotografías de Javier Medina), Mi nombre es nadie. El viaje más antiguo del mundo, Barcelona, Icaria, 2009, con artículos de S. Naïr y J. de Lucas entre otros.

[3] Que luego se verá reflejada en el Excursus I de la Dialéctica de la Ilustración, <Ulises, o Mito e Ilustración>, en el que desarrollan la sentencia “El mito es ya Ilustración, la Ilustración recae en mitología”.

[4] Cfr. el texto en su “Política y poéticas de la identidad”, Azafea, Revista de Filosofía, 4/2002, pp, 189

[5] No en balde, como se ha hecho ver, el término nostalgia tiene su origen en el mismo vocablo, nóstos.

[6] Sobre ello remito a mi “Nada para los Nadie”, Sin Permiso, abril 2012.

[7] “When you ain’t got nothing, you got nothing to lose/You’re invisible now, you’ve got no secrets to conceal/How does it feel, ah how does it feel?/To be on your own, with no direction home/Like a complete unknown, like a rolling Stone”

 

[8] Es obvio que me refiero ante todo a los Estados de la UE y a la propia UE, como he tratado de analizar en Mediterráneo: el naufragio de Europa, Valencia, Tirant lo Blanch, 2016 (2ª) y en otros trabajos. Pero esta afirmación vale también, a mi juicio, para países como los EEUU, Australia o México.

[9] Tomo el término de la expresión acuñada en el seno de la crítica jurídica feminista primero en los EEUU (I.M. Young, K. Crenshaw o CE.Mackinnon), que proponen tanto el concepto de “subordiscriminación” como el de “discriminación interseccional”. En nuestro país, en el ámbito de la iusfilosofía, autoras como Añón, Barrére, Gil, Morondo, Mestre, Rubio y otras han contribuido a esta conceptualización. Cfr. por ejemplo el colectivo (R. Mestre, coord.), Mujeres, derechos, ciudadanía, Valencia, Tirant lo Blanch, 2008

[10] Política, Libro I, capítulo 1, 1-3: “lo primero para el hombre, casa, mujer y buey para el arado”. También, Política, Libro I, capítulo 2: “siendo las partes primitivas y simples de la familia el señor y el esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estudiarse separadamente estos tres órdenes de individuos, para ver lo que es cada uno de ellos y lo que debe ser”.

[11] Cfr. A. Sayad, La doble ausencia. De las ilusiones del emigrado a lospadecimientos del inmigrado, (Prefacio de P.Bourdieu), Barcelona, Anthropos, 2010.

[12] Que, por cierto, abre el film de T. Angelopoulos, La mirada de Ulises.

[13] F. Jarauta, “Variaciones sobre el silencio. Resplandor”, Circo, 2016, p.6.

[14] “Wo aber Gefahrt ist, wächst/das rettende auch”, Hölderlin, Patmos, Hölderlin, Poesía Completa (edición bilingüe), Edicions 29, Barcelona, 1995 (5ª edición), p.394.

 

[15] Eldorado, Salamandra, 2007 (original, Eldorado, Actes Sud, 2006). Me permito sugerir dos lecturas más acerca de la percepción de ese viaje: Camella, de Marc Durin-Valois, Tropismos, 2005 (original, Chamelle, Lattés, 2002) y el extraordinario relato de Maylis de Kerangal, Lampedusa, Anagrama, 2016 (original, À ce stade de la nuit, Guerin, 2014).

El tribunal de la razón: de la Universidad a la política (y vuelta). Releer a Kant, Pensamiento Crítico, abril 2018

 


 

  1. Sobre transparencia, Estado de Derecho y legitimidad democrática.

 

Hasta los más neófitos en filosofía política deben guardar el eco de un conocido pasaje de Kant en el que éste condensó la exigencia de transparencia (qué él enuncia como principio de publicidad) como condición de legitimidad de las decisiones de los gobernantes, o, por mejor decir, de un modelo <republicano> de Gobierno, tal y como lo concebía el propio Kant: “son injustas todas las acciones que se refieren al derecho de otros hombres cuyos principios no soportan ser publicados”. Norberto Bobbio,  al comentar esta tesis kantiana, aseguraba que la obligación de publicidad no sólo era un instrumento para el control del poder y, por consiguiente, una herramienta imprescindible para hablar de Estado de Derecho y aun de democracia, sino, en efecto, un criterio básico de licitud en politica. Veámoslo.

1.1. Es difícil, en efecto, hablar de Estado de Derecho si no se da una efectiva separación de poderes que, a su vez, sólo funciona si es posible el control de cada uno de ellos y, en particular, el del ejecutivo por el legislativo y por el judicial, aunque no sólo. En realidad, es un sistema complejo de pesos y contrapesos, según el tópico norteamericano (checks and balances) que ha ido desarrollándose desde el planteamiento inicial que formulara Montesquieu. En efecto, el legislativo también ha de ser controlado, básicamente por el judicial. Pero éste, que a Montesquieu le parecía que debía ser un poder mudo (el juez, boca muda de la ley), e incluso un no-poder, requiere a su vez un control. Comoquiera que los jueces en realidad quedan dotados de un gran –un terrible- poder, es necesario controlar sus decisiones. Ese control, en principio, es interno (el sistema jurisdiccional de recursos), aunque hoy, en un Estado constitucional de Derecho, tiene tres complementos: el primero, una instancia interna, de carácter mixto (judicial pero también político, vía constitucional), esto es, el Tribunal Constitucional. El segundo, externo pero también de naturaleza jurisdiccional, en el caso europeo, es el control por dos tribunales, el de justicia de la UE y el de derechos humanos propio del Consejo de Europa pero aceptado como vinculante por la propia UE. El tercer control es radicalmente externo, y lo ejerce lo que llamamos cuarto poder, la prensa, que también lleva su control sobre el ejecutivo y el legislativo, en términos sobre todo de publicidad, de transparencia de los actos de uno y otro. Hoy, más que la prensa, hablamos de los media, e incluimos a las redes sociales, por donde aparece la posibilidad de un reforzamiento democrático del sistema de controles, en la medida en que la opinión pública parece aproximarse a la real opinión de los ciudadanos. Pero sabemos también de las posibilidades de manipular y aun pervertir esa aparente acercamiento radical al principio democrático.

1.2. Decía que no sólo hablamos de la publicidad como requisito del Estado de Derecho, sino también de la democracia, concebida conforme a la fórmula que –entre otros- ofrece Ranciére, esto es, no tanto un sistema institucional sino como la forma misma de entender la política: acción del pueblo. Recuperar al sujeto <pueblo> –los ciudadanos, no una entidad metafísica o etnocultural- y superar las diversas formas y grados de demofobia en la que caen buena parte de los sistemas políticos reales. En otras palabras, la publicidad como requisito de la democratización de la política, en la medida en que ésta, las acciones y decisiones que tocan a lo que es común, al objetivo de una vida buena en común, deben tener como sujeto, como titular,  al pueblo,  a los ciudadanos.

Porque la democracia se basa en la experiencia de que hay que sospechar de todo aquel que ejerce el poder y así, la necesidad de someterlo a control. La democracia -lo explicó Aristóteles- no se basa en la pregunta ¿quién debe gobernar? sino en la pregunta ¿cómo se debe gobernar?, es decir, en la institucionalización de medios que permitan exigir responsabilidad a quien gobierna, lo que requiere poder controlarlo. Cuanto más, mejor. Por eso, en política se invierte la carga de la prueba: es el político quien debe demostrar que no ha actuado mal. Recojo aquí algo que sugería Máximo Pradera y que considero importante subrayar para denunciar una de las confusiones más habituales en la discusión. Una falacia argumentativa tan básica como comúnmente ignorada: la confusión entre presunción de inocencia, principio jurídico básico en el ámbito penal y aun administrativo,  y la exigencia de respeto a la “presunción de inocencia” en política, que no sólo no es un derecho, sino es un grave error. Como recuerda Max Pradera, siguiendo el infalible leit-motiv de lord Acton (el poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente) pedir presunción de inocencia en política destruye el principio básico de la democracia, ejercer control continuo y no superficial. Y ese control debe ser accesible a los ciudadanos, deben poder visibilizarlo.

1.3. En realidad, la exigencia de publicidad entronca con el leit motiv de la obra de Kant y los ilustrados, esto es, la defensa de la libertad de crítica como expresión de la razón y como principio de legitimidad de un orden político, de las actuaciones y decisiones de los gobernantes. Es sabido que Kant insistía en la prioridad del “tribunal de la crítica”. De nuevo apelo incluso a los neófitos en filosofía y en filosofía política, que recordarán el dictamen recogido en la Crítica de la razón pura a propósito del “tribunal de la razón”: “todo ha de someterse a ella. Pero la religión y la legislación pretenden de ordinario escapar a la misma. La primera a causa de su santidad y la segunda a causa de su majestad. Sin embargo, al hacerlo, despiertan contra sí mismas sospechas justificadas y no pueden exigir un respeto sincero, respeto que la raz6n s6lo concede a lo que es capaz de resistir un examen público y libre”.

Añadiré que esa exigencia de la razón lo es también del respeto debido a los ciudadanos como sujetos del poder originario. Y, como he sugerido en alguna otra ocasión, a ese propósito viene bien recordar el dictum que encontramos en las Mémoires (1675) de Jean-François-Paul de Gondi, cardenal de Retz y rival de Mazarino, tantas veces mal atribuido a Lichtenberg: “cuando los que gobiernan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto y despiertan de su letargo, pero de forma violenta”. Es decir, esa desvergüenza de quien gobierna ocultando o engañando sobre sus decisiones al pueblo, a los ciudadanos, tiene como inevitable resultado, antes o después, el descrédito de las instituciones de poder y, en algunos casos, el descrédito del sistema mismo, lo que empuja a la vía de la violencia, en el momento en el que <los que obedecen>, pero son los verdaderos titulares del poder, caen en la cuenta de que están siendo engañados y que no es posible salir de ese engaño sin salir del sistema mismo.

 

  1. La Universidad y el tribunal de la libre crítica

 

Si he recordado todo lo anterior –como habrá intuido a estas horas la mayoría de los lectores- es porque el denominado “caso Cifuentes” –que para algunos es también “caso Universidad Rey Juan Carlos” (URJC), me parece un escenario de prueba de ese test de legitimidad en política.

Desde luego, tras el “caso Cifuentes” hay todos los indicios de un entramado de irregularidades, de incumplimiento de normativas de master, de reglamentos sobre plazos y formalidades de matrícula y asistencia a master presenciales, de depósito y publicidad de trabajos de fin de master y de los requisitos de constitución y actuación y calificación por parte de los tribunales para juzgarlos, de custodia y rectificación de actas, etcétera, que, a la hora de redactar estas páginas, no sólo no han sido esclarecidas, sino que cada vez parecen más necesitadas de una investigación que desborda los límites de lo estrictamente universitario para alcanzar el ámbito de lo político, de lo público y quizá también de lo judicial.

Primero, porque la protagonista de los hechos, la Sra. Cifuentes, es un importante cargo público –Presidenta de la Comunidad de Madrid, aspirante a ocupar la Presidencia de su partido, el PP-. Además, porque esas irregularidades que hemos conocido gracias a la investigación periodística que ha llevado a cabo una redactora de eldiario.es,  la Sra Ejerique, sostenida por el director de este medio digital, Ignacio Escolar, afectan a una Universidad pública, costeada por los contribuyentes. Hay una apariencia de mal uso o incluso abuso de poder por parte de la Sra Cifuentes, con la aparente complicidad de funcionarios y/o personal laboral de esa Universidad, en un escenario además de aparente tráfico de influencias y de puertas giratorias que vincularía a algunos  políticos del PP con esta Universidad y que se suma a un grave episodio de desprestigio, protagonizado por un rector anterior, a todas luces plagiario. Frente a esa apariencia, políticamente hablando (otra cosa serán las eventuales responsabilidades jurídicas, de prosperar las denuncias que ya se han formulado ante la fiscalía), el responsable político debe dar cuentas y, como ya he apuntado, no debe excusarse en la presunción de inocencia.

Pero hay más. Estamos hablando de una Universidad pública. La Sra Cifuentes habida cuenta de su condición de funcionaria de la administración universitaria, no puede ignorar (sería ignorancia culpable) que, si hay una comunidad que no puede existir sin la máxima apertura y libertad de crítica, esa es la Universidad. Por eso es tan destructiva del ideal de Universidad una práctica como la que parece haber sido suya, tratar de sortear la exigencia de transparencia, de máxima publicidad.

En efecto, a mi juicio y más allá de este “caso Cifuentes” o “caso URJC”, una parte de los males de nuestras Universidades resultan del estrechamiento de eso que es, que debe ser,  nuestro hábitat natural, la máxima apertura al tribunal de la razón. Porque las finalidades de la Universidad –investigación, formación especializada a través de la docencia, difusión y transferencia del conocimiento- exigen la máxima publicidad, en el sentido de la mayor transparencia, de la máxima libertad de crítica. Y sobre todo porque la Universidad pública es un elemento clave del mantenimiento de ese tribunal de la razón, del espacio público como espacio de libre deliberación y crítica, junto a la prensa, a los medios de comunicación y hoy, las redes sociales, sin desconocer los riesgos de manipulación en todas y cada una de ellas..

Insisto. Si la Universidad (la comunidad científica) no puede existir sin transparencia, sin publicidad, es -ante todo- porque lo mejor que tratamos de hacer en la Universidad lo hacemos para que pueda ser discutido y criticado. Ninguno de nosotros en la Universidad organiza seminarios, escribe artículos, libros, tesis de grado o doctorales, para que queden enterrados y nadie los lea y discuta. Y si alguien acude al subterfugio de la protección de la privacidad es que no ha entendido dónde, ni para qué está. Salvo que, obviamente, se trate de descubrimientos de tal importancia que hayan de ser protegidos hasta que quede garantizada su autoría. A mi entender, no parece que fuera el caso, por ejemplo, de la tesis doctoral del Sr. Camps, que pretendió ser hurtada a la publicidad y que, cuando por fin se pudo conocer, no supuso (que yo sepa) ninguna revolución en los modelos electorales. Sinceramente, tampoco creo que sea el caso de ese trabajo fin de master de la Sra Cifuentes, si es que aparece o cuando aparezca: no hay motivo para proteger hasta tal punto la propiedad intelectual cuando choca con un bien jurídico superior.

El daño a la Universidad pública es más grave cuando este caso contribuye a echar sombras sobre las puertas giratorias entre el Partido Popular de la Comunidad de Madrid y la URJC y sobre la laxitud de algunos dirigentes de esta URJC a la hora de aplicar la normativa universitaria cuando se trata de políticos y profesores vinculados al PP, como los profesores Alvarez Conde o Chico, cuyos modos y maneras recuerdan a los de los viejos mandarines universitarios que se creían impunes, por encima de la norma, a la hora de distribuir notas o cargos.

De paso, por supuesto, habrá que convenir en que el ideal que debería caracterizar a la comunidad universitaria es eso, un modelo, una idea-guía. Ergo los universitarios somos los primeros comprometidos por esa exigencia, lo que quiere decir que no cabe esconderse bajo el alegato gremial y negar que existen situaciones poco compatibles con el modelo. No: no todo funciona bien, ni todo es igual en las universidades públicas (y no les digo de las privadas). Hay que reconocer que no todos los estudiantes, los PAS, los profesores e investigadores y los equipos de gobierno, con sus rectores, están -estamos- a la altura de lo exigible y por eso la atención crítica debe ser constante para corregir y mejorar. Eso exige la máxima transparencia. Aunque conviene añadir, para quien no lo sepa, que los universitarios somos probablemente los profesionales más sometidos a evaluaciones y controles. Otra cosa es que el sistema de evaluación y control no sea a su vez, manifiestamente mejorable. Pero habrá que decir a la opinión pública, por ejemplo, que los master y programas de doctorado deben pasar por la revisión de comisiones externas de evaluación y de las agencias de evaluación de las CCAA y la estatal. Y reciben calificaciones, de las que depende no ya su prestigio, sino su supervivencia.

Si aún así se producen anomalías, como las que verosímilmente acabamos de conocer, es evidente que hay que trabajar más y con más transparencia en el control. Porque quizá estos comportamientos tan poco elogiables sean sólo la punta del iceberg y sea mayor de lo que pensamos la presencia de malos usos derivados, por ejemplo, de esas puertas giratorias: me refiero a malas puertas giratorias entre la Universidad y centros de poder, los partidos políticos, las empresas, los bancos, los medios de comunicación. Insisto: malas puertas, porque el contacto y la transferencia entre la Universidad y esos ámbitos no sólo es conveniente, sino necesario. Pero bajo la máxima transparencia posible. Como también hay que corregir -a mi juicio- ese riesgo de contaminación que significa la adopción prioritaria y cada vez más extendida de criterios economicistas en la Universidad. No digo que no nos importen la eficiencia ni la rentabilidad en la Universidad, pero –a mi juicio- la docencia, la investigación, la creación y difusión de conocimiento no deberían regirse sólo ni aun prioritariamente por ese rasero.

Temo que la Sra Cifuentes no comparta nada de lo dicho si tenemos en cuenta, por ejemplo, que desde su gobierno emprendió un modelo de regulación de las Universidades en su Comunidad que está en el fondo de todo el asunto; una ley para domesticar la Universidad pública y facilitar que pueda ser longa manus del poder partidista, pervirtiendo así su carácter de pieza básica (no única, claro) de constitución del espacio público, del tribunal de la razón. Los universitarios, pero también cualquier ciudadano preocupado por lo público, debemos reaccionar. Y llevar nuestras críticas ante el tribunal de la libre discusión, que en última instancia esclarezca los hechos ante los afectados, que somos todos los ciudadanos. Hayan o no leído a Kant.

Otra vez, sobre el dictum del cardenal de Retz

En estos días, ante comportamientos desvergonzados, inaceptables, de algunos de nuestros gobernantes, he recordado el viejo dictum del cardenal de Retz,  quien fuera rival de Mazarino, en sus Mémoires (1675), que dice así:

Je choisis cette remarque entre douze ou quinze que je vous pourrais faire de même nature, pour vous donner à entendre l’extrémité du mal, qui n’est jamais à sa période que quand ceux qui commandent ont perdu la honte, parce que c’est justement le moment dans lequel ceux qui obéissent perdent le respect; et c’est dans ce même moment où l’on revient de la léthargie, mais par des convulsions». Cfr. Jean-François-Paul de Gondi, Cardinal de Retz, Mémoires, 1675, tomo 1 p.66. Tomo la referencia de Massimo Ciavolella y Patrik Coleman, en su Culture and Athority in the Baroque, University of Toronto Press, 2005, pp 69 y 219.

La frase que he destacado en letra normal, dentro de la cursiva, podría traducirse libremente así: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto, y despiertan de su letargo, pero de forma violenta”.

Pues bien, esa última parte de la frase es la que me parece particularmente relevante hoy. Vivimos un proceso acelerado de desgaste de instituciones clave (TC, TS), de las reglas de juego (la división de poderes, la independencia del poder judicial) y de bienes constitucionales de primer orden no sale gratis. Si a ello sumamos la parálisis en las necesarias reformas que pudieran contrapesar ese desgaste y ofrecer cauces institucionales efectivos de participación ciudadana, el resultado es el que previó el prudente cardenal: no parece quedar otra alternativa que la de la violencia, es decir, la desobediencia sin respeto alguno a las reglas, sino impugnándolas en su totalidad, lo que no puede denominarse de ninguna manera desobediencia civil, sino rebelión o, quizá, revolución.

Dicho de otra manera, contra lo que oímos habitualmente en los media, los verdaderos antisistema son quienes contribuyen a la tesis de que el sistema no tiene otra alternativa que destruirlo, los que arrojan a los ciudadanos a actuar fuera del sistema, fuera de las vías del Derecho, la negociación, la actuación pacífica, como única opción…

Añadiré que, a mi juicio, eso no da la razón a quienes violan la ley, desobedecen a los tribunales y se saltan las normas cuando les parece, recurriendo a vías que de una u otra forma suponen violencia. La razón es incompatible con el insulto, la violencia, el imponer a los demás el propio criterio de justicia. Pero es que estamos estrechando el campo de la razón, de la igual libertad en derechos, del reconocimiento de los ciudadanos como sujeto político más allá de lo aceptable.