LA RAZÓN DEL ASILO (ponencia en el Semianrio Exilio y asilo, razones éticas)”, organizado por ACNUR España, 4/12/2014

ACNUR nos ha convocado para debatir en torno a los valores y principios que conforman la sociedad en la que deseamos vivir. Por mi parte, entiendo que, en buena medida, son los mismos en los que se asienta la institución del asilo. Porque la sociedad en la que yo quiero vivir es una como la que pretendía el poeta francés Péguy: una sociedad sin exilio. Así que, mientras haya millones de personas forzadas al exilio, el mínimo de una sociedad decente es procurarles refugio, darles asilo. Creo que esa es una de las razones por las que resulta particularmente acertada –diré más, necesaria- esta campaña de ACNUR España cuyo lema es, precisamente, el asilo es de todos. Hoy, más que nunca.

Pues bien, mi aportación en esta discusión sobre los valores y principios que ofrecen fundamentos del derecho de asilo y que contribuyen a que las nuestras puedan ser sociedades más justas, más decentes, en las que no tengamos que avergonzarnos, tiene como objetivo subrayar dos ideas.

 

La primera es que si el asilo ha podido ser definido como Urrecht, como el primer derecho, es porque arraiga en un instinto originario, propio de nuestra condición de seres humanos como seres sociales. Si tengo que darle nombre arriesgaré el de solidaridad, que es algo más que el de cooperación. Ese algo más, nace precisamente de lo que entiendo por solidaridad, que no es moralina o sucedáneo de la igualdad, sino complementaria, tal y como lo entendían los reolucionarios franceses. La solidaridas es condición sine qua non de la estabilidad y del progreso de las sociedades, como lo explicó el gran Ibn-Jaldoun  cuando analizó el concepto de assabiyah en su monumental obra Muqaddihmah. Y  desde esos puntos de parida  (a los que hay que añadir la gran tradición que arranca de Durkheim), diré que entiendo por solidaridad la conciencia conjunta de derechos y deberes que se despierta o agudiza allí donde nos encontramos ante la presencia o amenaza inminente de un peligro percibido como común. De ahí también la noción del deber de hospitalidad. Porque la conciencia de que esos peligros nos pueden alcanzar, desvela que los amenazados somos todos, aun en el caso de que de forma inmediata sólo lo sean algunos, incluso lejanos. Todos, en uno u otro momento, podemos necesitar que nos ofrezcan refugio.

 

La segunda idea es que el fundamento del asilo es la sacralidad de la vida. Algo que está más allá de las religiones, de las tradiciones de respeto a lo sagrado. Sí, es cierto: lo sagrado comienza por el lugar de la religión, pero eso es porque la primera sacralidad es la de la vida, por encima de cualquier otra consideración, de cualquier otro atributo humanos de sexo, raza, lengua, nación, religión. Como trataré de explicar enseguida, a mi juicio esa sacralidad laica de la vida es el humus en el que arraiga el instinto de dar refugio y que exige dar el paso a una institución que condensa los principios jurídicos básicos: humanitas, dignitas, pietas.

Ambas ideas, ambas exigencias, son cada vez más necesarias en el contexto internacional en el que nos movemos, en el que cada vez hay más causas de persecución, más factores que provocan la huida o desplazamiento forzoso de cada vez más millones de personas.  Trataré de explicarlo con algo más de detalle.

 

1. Como decía, lo primero que trato de recordar es que la institución del asilo responde a la exigencia de la noción misma de humanidad, en dos de las acepciones que el término reúne y sin cuyo reconocimiento no es posible la supervivencia, la sociedad misma.

En efecto, el asilo arraiga en el reconocimiento de la sacralidad de la vida, de la vida del otro, de aquel otro que se presenta ante nosotros amenazado, vulnerable, desprovisto de toda otra condición que no sea la de ser humano. Y por eso el asilo es ante todo un instinto básico, el de proteger a quien nos pide refugio porque huye, porque le amenaza un peligro. El asilo es, pues,  una exigencia de humanidad, en la primera acepción del término, que supone el instinto de reconocimiento al otro y de ayuda, de protección a ese otro amenazado.

Y es que, además, como también he anticipado, en ese instinto de humanidad se encuentran in nuce los elementos básicos en torno a los cuales el genio griego expresará la noción de leyes no escritas y comunes a todos, esas agrafoi nomoi que invocará Antigona, y entre las que se encuentra la pietas con el otro, incluso con el enemigo, como supo ver la gran filósofa del siglo XX que fue Simone  Weil, en su ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza. Preisamente una de esas agrafoi nomoi es también la hospitalidad, en la que arraiga el reconocimiento universal del otro (como sabrá explicar Kant) y que da razón al derecho de asilo.

 

2. Junto a ese genio heleno, otro, el romano, hará nacer la idea misma de Derecho, ahora como Norma escrita y dotada de imperium, vinculante. Es así como el instinto de proteger dará paso a la institución jurídica del asilo, vinculada a principios jurídicos más básicos. Así, la conciencia de pertenencia común a la humanidad, esto es, la noción de Humanitas que nos reúne a todos y cada uno de nosotros como membrum humani generis, esto es como sujetos de una única comunidad, la del género humano.

De esta manera nos encontramos con la segunda acepción de la noción de humanidad. En efecto, si  hablamos de una comunidad universal de todos los seres humanos, es porque reconocemos en todos ellos el carácter valioso de cada ser humano, de su vida, es decir, la dignitas. Así es como surge la obligación de responder frente al peligro que amenaza al otro, la de hacernos cargo de él, esto es, la pietas, la solidaridad, cuya primera manifestación es el deber de hospitalitas, la hospitalidad como mandato universal. Y es eso lo que implicará el reconocimiento de reglas universales, un Derecho omnium Gentium.

 

3. Por tanto, cuando hablo de la <sacralidad de la vida>, de ese deber universal de acoger a quien busca refugio, no hablo de un mandato religioso o cultural, propio de esta o aquella religión, iglesia, ideología o cultura. Me refiero, sí, a un principio que es enunciado como derecho en el seno de la cultura grecorromana, pero que se muestra preñado de universalidad, de transculturalidad.

Hablo de una tradición intelectual que comienza en el estoicismo y se expresa en la fórmula de Séneca, homo homini sacra res, o en la menos sofisticada de Terencio, cuando en el 167 AC escribe en su comedia Heautontimoroumenos : Homo sum, humani nihil a me alienum puto. Aunque nuestro D. Miguel de Unamuno supo reformularla y concretarla cuando en el comienzo de su ensayo Del sentimiento trágico de la vida escribió: “Homo sum; nihil humani a me alienum puto dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus  me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre, el otro, los otros seres humanos.”

Hablo de la tradición del humanismo que representan Pico della Mirandola, Montaigne y John Donne, de la Ilustración (de Ferguson y Swift a Kant y Marx, sí, Marx), del mejor liberalismo (el de J.SMill y Tocqueville) del feminismo de Olympie de Gouges y Mary Wollstoncraft, de la tradición de rebeldía de Kafka, Camus y Orwell… ¿Qué nos dirían ellos sobre nuestra conformidad, nuestra pasividad, nuestro miedo al  otro convertido en el passe-partout político en esta caduca Europa? ¿de nuestra pasividad e indiferencia ante la suerte que corren decenas de miles de inmigrantes y refugiados, ante nuestros ojos que ven sin mirar?

 

4. Lo reiteraré:  el derecho de asilo es el mecanismo jurídico elemental con el que reaccionamos frente a la amenaza que acecha a la condición de esos millones de seres humanos que viven un remedo de vida,  una existencia peor que virtual, vicaria. Porque no es vida, sino simulacro de vida, la situación de incertidumbre, de espera, de angustia, en una tierra de nadie en la que esos seres humanos se encuentran confinados. Es la angustia de la vida en suspenso,  sin saber si obtendrán el reconocimiento mínimo, esa seguridad jurídica básica que es el derecho a tener derecho, que todos tenemos asegurado; todos menos ellos, los refugiados.

Recordemos que el asilo otorga ese primera protección que consiste en no rechazar –non refoulement– a quien busca refugio, en no dejarle abandonado o, aún peor, en manos de quien le persigue. A eso están obligados todos los Estados que son parte del sistema de derecho internacional de refugiados en cuyo centro está la  Convención de Ginebra de 1951 que especifica el sistema de Convenciones que también en Ginebra y en 1949 habían tratado de dar respuesta a los desafíos planteados por la experiencia de la guerra, y dan lugar al núcleo de lo que conocemos como Derecho internacional humanitario. La Convención de 1951 y el Protocolo de N York de 1966 instituyen y regulan la protección en que el asilo consiste.

Y sin embargo, en un mundo en que cada vez más seres humanos necesitan recibir esa protección, porque cada vez hay más riesgos, más amenazas, el asilo no deja de retroceder. Se trata, en buena medida, de  viejas amenazas  que han sido la pesadilla de la Humanidad. Las guerras, los conflictos bélicos, la violencia, se multiplican y son cada vez más letales, desgarran regiones y pueblos enteros y obligan a millones de personas a desplazarse y dejar sus hogares atrás. Las necesidades humanitarias aumentan y la pobreza arraiga en muchos lugares. Las desigualdades rompen sociedades y comunidades que creíamos estables. En paralelo, la discriminación y el rechazo al otro protagonizan muchos discursos políticos y agendas mediáticas.

Lo más decisivo, insistiré una vez más, es que esos riesgos y amenazas ponen en cuestión el principio básico (y el deber que deriva de él, la responsabilidad de todos y cada uno de nosotros) del respeto sagrado a la vida, un valor sin el que no puede haber civilización.  He tratado de recordar también que de esa convicción irrenunciable nace la noción misma de humanidad, el impulso transformador que supera barreras de religión, lengua, raza, nación  y que, desde los estoicos a los humanistas y a la Ilustración, pugna por hacer frente a los impulsos destructores del odio, el prejuicio y la ignorancia, que están detrás de la guerra, del menosprecio , la discriminación y la dominación de otro, de su persecución. Por eso, he intentado presentar cómo  el asilo emerge desde el fondo del impulso civilizador que reconoce lo que hay de común entre nosotros y todo otro y nos lleva a proteger la vida, a acoger a quienes no son como nosotros, a darles hospitalidad y, más aún, a ofrecerles persecución cuando llegan hasta nosotros en demanda de refugio contra la persecución que amenaza su vida, su integridad, su libertad. El asilo es, por tanto, un impulso genuino que nace de nuestra conciencia de solidaridad con los demás seres humanos, acentuada cuando están en peligro. El desarrollo de la civilización, a través desea herramienta cultural que es el Derecho, ha dado a luz la garantía de ese impulso de humanidad:  El derecho de asilo. Una institución sin la que buena parte de los seres humanos carecen del derecho a tener derechos.

 

5. Por esa razón, entiendo que la campaña de ACNUR trata de hacernos ver la necesidad de rebelarse contra la indignidad, contra la miseria moral que supone que, a nuestro lado (porque en el mundo global ya no hay lejanía), ante la mirada en tiempo real que nos sirven las televisiones y las radios, vivan millones de personas  que hoy, en el mundo de la tecnología y el progreso, se encuentran todavía en un estadio anterior al de esa chispa de civilización que supone la aparición del Derecho. No hablo de la barbarie de tiempos pasados. Hablo del aquí y ahora, porque hoy mismo, en estas semanas, hemos conocido una campaña del Gobierno australiano (dirigida a los inmigrantes básicamente), cuyo lema me parece la negación misma del deber de asilo: “No Way: you will not make Australia home”.

Esta campaña de ACNUR tiene que conseguir que la opinión pública entienda que esta es una cuestión que nos afecta a todos, que el asilo es de todos, que cuando hablamos de refugiados podríamos decir como Marx parafraseando a Horacio, de te fabula narratur.  Que recordemos que casi desde los albores de la cultura, de la humanidad, el primer gesto de civilización consiste en eso, en recibir al otro que huye del peligro para su vida. Reconocerle como igual a nosotros en cuanto ser humano. Y que ese es también el sentido más noble del Derecho en su origen: otorgar una protección básica frente al daño que supone la condición de vulnerabilidad, de ausencia de recursos para protegerse contra las formas del mal: la miseria, la persecución, el aniquilamiento.

Charles Péguy, el filósofo francés, recordaba que ese ideal moral mínimo, el de una ciudad sin exilio, es una obligación moral que nos corresponde a todos. Construir una sociedad en que nadie deba vivir privado del reconocimiento de la condición de sujeto de derecho, que es la del ser político, el que, como ciudadano, goza de la protección del derecho que dispensan los Estados. Los refugiados son personas radicalmente vulnerables porque se  trata de seres humanos sin más atributos, privados del rasgo político, la condición de pertenencia, el título de ciudadanos de un Estado, sin el cual esos derechos humanos proclamados como universales en 1789 son papel mojado. Porque los derechos del hombre no son nada si no se es ciudadano. O en todo caso son muy poco si no se es titular del pasaporte de un Estado que cuenta.

No somos, ni seremos una sociedad decente mientras no seamos conscientes de que esa condición es incompatible con nuestra indiferencia ante la realidad que afecta los refugiados, el desamparo radical que es consecuencia  de la omisión (o, peor del rechazo)  del deber de los poderes públicos, de las instituciones de nuestros Estados que deberían garantizar el asilo, se lo niegan activamente o lo omiten. La obligación nos vincula a todos nosotros, a la sociedad civil, a todos y cada uno de los ciudadanos. También nuestra obligación de exigir a los poderes públicos que asuman esa responsabilidad de proteger. Y, por eso, tenemos que ser coherentes y no otorgar nuestro voto a ningún partido político que no contemple en sus programas de forma clara y concreta ese deber de proteger suficientemente a los refugiados, lo que exige poner a su alcance, hacerle accesible el derecho de asilo.

Las amenazas que ponen en peligro el derecho de asilo son reales y de gran importancia. Pero afortunadamente, en esto como en tantas otras cosas, buena parte de la sociedad civil española va en la buena dirección. La ciudadanía española, lo creo firmemente, en su gran mayoría, es capaz de comprometerse con algo más que nuestro propio ombligo. Es capaz de intentar una respuesta que dé remedio a la denuncia de Benedetti, que tantas veces he utilizado para explicar la tragedia de los refugiados: porque  el mundo, para ellos más que para ningún otro, es lo que escribe el gran poeta uruguayo: ”El mundo es esto / en su mejor momento, una nostalgia / en su peor, un desamparo“. Todos nosotros tenemos el deber de combatir ese desamparo, para evitar que para millones de seres humanos su vida sea un simulacro de vida, una nostalgia permanente de lo que es, para nosotros, afortunados, la vida.

 

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