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Blog del profesor Javier de Lucas

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UNA REIVINDICACION DEL DERECHO AL SUICIDIO

El derecho a la vida significa derecho a elegir la muerte

Javier de Lucas

Derecho a la vida, derecho a la muerte

El suicidio asistido de la joven norteamericana Brittany Maynard ha vuelto a plantear, siquiera sea indirectamente, el profundo malentendido que, a juicio de muchos de nosotros, subyace frecuentemente a los argumentos de los autopresentados “defensores del derecho a la vida”. Se trata de la confusión que consiste en presentar ese derecho como un deber, porque entienden la vida como un bien indisponible, sobre el que no debemos decidir.

En otros lugares he debatido sobre la pertinencia de la despenalización de la ayuda a la eutanasia o del suicidio asistido (otras aportaciones pueden consultarse aquí y aquí). Pero mi propósito en este post es volver sobre lo que me parece el núcleo del asunto, que es la formulación correcta, completa, del derecho a la vida. Una formulación que, a mi juicio, no es coherente si no incluye expresamente el derecho a disponer de ella, es decir, el derecho al suicidio. O, dicho en los términos que sostiene, por ejemplo, el ideario de la Asociación DMD“no se puede hablar de dignidad en la muerte –ni en la vida- si no se tiene la libertad de decidir”.

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El fondo del debate me parece que es la cuestión de la autonomía, de la libertad. Y lo es en un sentido doble: ante todo, porque ese de la autonomía (y no el abstracto y tantas veces retórico principio de “dignidad”) es el valor central que el Derecho debe tener en cuenta; máxime si hablamos de la intervención del Derecho en una sociedad pluralista. Lo que quiero decir es que la insistencia en el valor de autonomía no sólo no se opone a la dignidad (conectada a su vez con la “santidad” o carácter “sagrado” de la vida), sino que, por el contrario es la autonomía la que permite hablar de dignidad. Por eso, en segundo término, la regulación del derecho a la vida encuentra su sentido y límite en el ámbito de la capacidad de ejercicio de tal autonomía individual. Con un importante matiz. El único límite a ese contenido imprescindible del derecho a la vida que es el derecho a decidir sobre la propia muerte, viene dado por la muy conocida tesis de Mill acerca del daño. Porque es la idea de daño y muy específicamente el daño a tercero, la sola justificación aceptable de la interferencia en el ámbito de la autonomía individual, de la libertad:

“…el único fin que justifica que los seres humanos, individual o colectivamente, interfieran en 1a libertad de acción de uno cualquiera de sus semejantes, es la propia protección. El único propósito por el que puede ejercitarse con pleno derecho el poder sobre cualquier integrante de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es para impedir que dañe a otros. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. No hay derecho a obligarlo a hacer o no hacer algo porque ello será mejor para él, porque lo hará más feliz, porque, en opinión de los demás, es lo sensato o incluso lo justo. (…) La única parte del comportamiento de cada uno por la que es responsable ante la sociedad es la que concierne a otros. En la que le concierne meramente a él mismo, su independencia es, por derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su mente, el individuo es soberano” (On Liberty; cito por la edición castellana Sobre la libertad, Madrid, Tecnos, pp. 83-84).

Lo que sostengo, pues, es que el derecho a la vida implica una libertad, uno de los status deónticos con los que se precisa la noción de derecho subjetivo y que supone la ausencia de un deber. Y la consecuencia de entender así el derecho a la vida, es que el suicidio no sería otra cosa que el ejercicio de una libertad de todo individuo, en ese sentido fuerte.

El derecho a la vida no es un derecho sagrado, ni absoluto, ni un deber.

En todo caso, para fundamentar la conclusión que acabo de proponer, hay un argumento previo que presentaré en los conocidos términos en los que lo formula Singer (“¿Está en fase terminal la ética de la santidad de la vida?”, en Una vida ética. Escritos). Me refiero a la tesis que insiste en que el derecho a la vida, ese que se asegura es el primer derecho y del que somos titulares todos los seres humanos, no es un derecho sagrado, no es un derecho absoluto y tampoco es un deber. Y ello porque, insisto, me sumo a las razones expuestas por quienes sostienen que el primer y más valioso de nuestros derechos, de los que somos titulares todos los seres humanos qua humanos, es el de autonomía, el de libertad y que ese es a su vez el verdadero fundamento de lo que, de forma más o menos retórica, denominamos dignidad.

Por lo que se refiere al derecho a la vida (que, cronológicamente, claro, es la pre-condición de todos los derechos, porque si no hay sujeto difícilmente puede haber atribución, titularidad de derechos) propongo aceptar que se trata, en efecto, de un bien del que somos titulares y, por tanto, del que podemos disponer siempre y cuando ese acto de disposición no cause daño a terceros. Por tanto, conforme al derecho de libertad o autonomía, entra en nuestra capacidad de disposición de ese derecho a la vida el decidir ponerle fin, si no causamos daño a tercero. Podemos sacrificar nuestra vida en aras de la vida de otro, o de un ideal como la libertad. Del mismo modo, podemos decidir ponerle fin, porque consideramos esa una opción preferible a seguir viviendo. Lo enunciaré así: porque tenemos derecho a la vida, tenemos un derecho al suicidio.

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Las tesis que consideran el suicidio un acto reprobable se apoyan en considerarlo una transgresión inaceptable, injustificable, de las reglas básicas de la moral (una inmoralidad, en cuanto violación de un deber moral -o religioso- de carácter primario, el de respeto a la vida), o una cobardía, que sólo es posible en estado de locura, o una irresponsabilidad respecto a los demás o a la sociedad misma. Pero es fácil criticar esos argumentos.

Ya lo hizo contundentemente, entre otros, Hume en su conocido ensayo Del suicidio, en el que aporta las razones para mostrar que el suicidio no viola ningún deber, ni contra Dios, ni contra el prójimo, ni contra nosotros mismos. También Schopenhauer, en el epígrafe 5 de su Sobre el fundamento de la moral o en las páginas que dedicó a la cuestión en Parerga et Paralipomena, donde, tras señalar que sólo se oponen al suicidio las religiones monoteístas por entender que el suicido pone en entredicho el argumento del deber de agradecimiento a un Dios que “encontró que todo estaba muy bien”, señala que, en general, “podemos encontrar que el ser humano pondrá fin a su vida en cuanto haya llegado a la conclusión de que los miedos de la vida superan a los de la muerte”. Por no hablar de las de Camus, que sostuvo que el del suicidio era el único problema serio filosóficamente hablando y al que dedicó páginas imprescindibles en Le Malentendu y en El Mito de Sísifo, para concluir que el suicidio es también el mayor acto de libertad digno de ese nombre. Creo que Javier Sádaba y Jose Luis Tasset han explicado muy bien esta cuestión desde el punto de vista de la filosofía moral.

Así entendido, me parece evidente que el derecho a la vida no puede ser entendido como un derecho sagrado en el sentido religioso-trascendente y por tanto indisponible por parte de los individuos, sino sólo quizá analógicamente, en el sentido en el que por ejemplo habla Ronald Dworkin del valor sagrado de la vida, tal y como lo explica Manuel Atienza.

Me parece claro que sólo hay dos argumentos desde los cuales sostener ese carácter indisponible. El primero y más frecuente atribuye la condición de sagrado (insisto, en el sentido religioso-trascendente) al derecho a la vida, porque arranca de la creencia en concepciones teológicas o religioso-trascendentales conforme a las cuales el derecho a la vida es un don sagrado que nos ha concedido la divinidad y, por tanto, es indisponible porque sólo Dios tiene esa titularidad, mientras que su criatura, el hombre, debe limitarse a vivirla, mientras Dios decida que siga con ese don. De ahí también que se utilice con tanta frecuencia el miedo como argumento en defensa de estos principios (recordemos al clásico, prior in orbis deos facit timor), asegurando, por ejemplo, que el reconocimiento de la eutanasia o del suicidio asistido abriría la pendiente resbaladiza que llevaría a legalizar el asesinato masivo de enfermos, ancianos y discapacitados.

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Sin embargo, como sostiene Singer, jurídica y políticamente hablando, máxime en una sociedad plural en la que coexisten muy diferentes visiones del mundo,el Derecho no puede ni debe exigir con apoyo de la coacción ninguna de esas concepciones religiosas, que serán válidas e incluso vinculantes para la comunidad de los fieles de esas tradiciones religiosas, para sus creyentes, pero que no se pueden imponer atodos los ciudadanos precisamente porque su fundamento está más allá de lo que todos podemos compartir, es decir, de lo razonable, lo que se puede argumentar racional y jurídicamente.

Insisto en recordar que quienes como Dworkin, siguen utilizando el calificativo de “sagrado” para enfatizar la relevancia del derecho a la vida lo hacen sin aceptar necesariamente el sentido religioso-trascendente. Como interpreta Atienza, para el filósofo del derecho norteamericano se trata más bien de destacar que el derecho a la vida entra en la categoría de lo “intrínsecamente valioso” y por eso sostiene que precisamente el ejercicio de la autonomía es la condición para respetar y ser coherente con la santidad de la vida. Dworkin no afirma, sin embargo, que la eutanasia sea siempre una consecuencia de ese planteamiento, luego habrá que juzgar cuándo ese acto de eutanasia (y el de suicidio asistido) lo es, en cuyo caso no hay razón para no reconocerlo como un derecho.

Hecha esa matización, añadiré que tampoco me parece razonable la segunda posibilidad, esto es, la que sostiene que el derecho a la vida es indisponible porque el individuo debe la vida a la especie, al grupo social, si se prefiere. De acuerdo con este segundo argumento, más que un derecho sagrado, nos encontraríamos ante un deber: los individuos tendrían el deber de mantener la vida, de no atentar contra ella dándose muerte a sí mismos, porque se debe ese don a los demás. Es más, se argumenta, si disponemos de él, perjudicaríamos a los demás y por tanto les causaríamos un daño, que, como ya señalamos, es la justificación para suspender o limitar un derecho.

Pero aquí nos encontramos ante un argumento que es un error frecuente en quienes hablan de derechos prescindiendo de la precisión jurídica. Ni derechos ni deberes son absolutos, sino que deben ajustarse a los límites que impone el hecho de que con-vivimos con otros sujetos y, por tanto, a los límites que derivan de la inevitabilidad de los conflictos de derechos. Es evidente que, como los demás derechos, el derecho a la vida no es absoluto y debe ser conjugado con el resto, comenzando por lo que me parece que es el derecho más valioso, el derecho a la libertad. No creo que sea ese el caso. Al contrario,  aquí es donde entra en juego lo que solemos denominar ponderación, esto es, el cálculo racional que nos permite argumentar cuál de los derechos en conflicto debe prevalecer. Eso es más fácil cuando existe una suerte de catálogo jerarquizado y positivizado de derechos. Pero, en todo caso, nuevamente se revela de gran utilidad el criterio del daño: ¿cuál es el peor de los daños, que resulta de postergar uno u otro derecho, el de la vida o el de libertad? Por eso, más allá de que podamos o no justificar racionalmente la existencia de un daño a los otros (ínsita en el hecho de disponer de nuestra propia vida), no me parece que se pueda justificar racionalmente que ese teórico daño sea mayor que el de impedir la libertad, que es el derecho más valioso. No. La libertad es el bien más valioso y por eso, a mi juicio, el derecho a la vida tampoco es un deber, una obligación. No hay una obligación de vivir, en el sentido de un deber exigible por un tercero y cuya infracción comporta sanción.

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Por todo ello me parece suficientemente justificado sostener que el derecho a la vida es un derecho y que eso comporta que la decisión libre de disponer de ese derecho forma parte del núcleo mismo del derecho a la libertad que, jerárquicamente, es el derecho más importante (la vida es condición previa y, por tanto, cronológicamente el primer derecho, pero no el más valioso). Por tanto, eso significa que el derecho a decidir poner fin a la vida, el derecho al suicido, supone, a fortiori, que existe un derecho a la asistencia al suicido. Esto es, que existe un derecho a pedir la eutanasia, que nace de la necesidad de garantizar la libertad del sujeto para decidir sobre su propia muerte, un derecho que comporta el de tener los medios para decidir y hacer posible esa elección. Más aún, se trata de un derecho a la eutanasia en sentido estricto del término, porque aparece como corolario de esa expresión de la dignidad que es la libertad, la autonomía. Si tengo dignidad es precisamente porque tengo libertad, autonomía. Es consecuente con esa dignidad el disponer de una muerte digna. Y no hay muerte más digna que aquella que es libremente elegida. Vuelvo a insistir: hablamos de un derecho que debe estar garantizado porque es un corolario del derecho a la libertad, ya que es un acto de libertad escoger el momento en que poner fin a la vida. Con las garantías necesarias, claro, para que sea un acto libre, no un engaño.

Por una nueva formulación constitucional del derecho a la vida

Coherentemente con cuanto he sostenido, me parece que la vía más adecuada para un reconocimiento jurídico de la formulación completa del derecho a la vida es la modificación de su enunciado constitucional, que comportaría, a su vez, la despenalización de las conductas de terceros que colaboran o auxilian a quienes manifiestan libre y expresamente que desean la muerte –mediante la eutanasia o el suicidio asistido-, con todas las garantías para que podamos constatar que se trata, efectivamente, de un acto libre del sujeto, que decide optar por esa muerte decente, digna, una buena muerte.

En efecto, si se acepta que no hay derecho a la vida sin derecho a elegir la propia muerte,  se impone una modificación del artículo 15 de la Constitución, a la que debiera seguir una Ley que desarrolle ese derecho en lo relativo a la eutanasia y al auxilio al suicidio, por ejemplo mediante una Ley de Cuidados y Muerte Digna, como la presentada en el 2011 por el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, ya en el último tramo de la legislatura (un gesto, más que un proyecto real, pues era evidente que no había tiempo para el iter legis). Hablo de una modificación que podría aprovecharse también para eliminar la cláusula de excepción sobre la pena de muerte, lo que exigiría una reforma reforzada, como indica el artículo 168.1 de la Constitución. Sé que es una vía compleja, pero estoy convencido de que, comoquiera que se impone por muchas otras razones una profunda reforma de la Constitución, debería aprovecharse para el objetivo más garantista, el de aprovechar expresamente semejante ocasión para establecer el reconocimiento del derecho al suicidio y el derecho a la eutanasia como un derecho constitucional, modificando en ese sentido el artículo 15.

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