DEMOCRACIA, LEGITIMIDAD, DESOBEDIENCIA (Sobre la cuestión catalana, aquí y ahora)

 

SOBRE DEMOCRACIA, LEGITIMIDAD Y DESOBEDIENCIA

La <cuestión catalana>, aquí y ahora

Javier de Lucas

 

 

Una contradicción falaz: democracia vs legalidad

¿Tiene sentido contraponer democracia y Estado de derecho, legitimidad y legalidad, como lo hacen los partidos del bloque “soberanista” catalán? ¿Está justificado plantear la desobediencia ante las decisiones del Tribunal Constitucional relativas a la ley de consultas y a la convocatoria de la consulta del 9 de noviembre?

Dejaré claro, de entrada, mi posición. Confrontar legalidad y legitimidad, aquí y ahora, a propósito del derecho a decidir del pueblo de Catalunya, me parece un planteamiento erróneo. Las razones para sostener ese juicio no se refieren a su mayor o menor eficacia o verosimilitud de éxito, que no puede ni debe ser argumento cuando se trata de derechos básicos o principios fundamentales del orden democrático. Si no me parece un planteamiento correcto es porque no tiene sentido contraponer democracia y Estado de Derecho, y menos aún si hablamos de Estado constitucional de Derecho, por emplear una fórmula que ha acuñado el jurista italiano Luigi Ferrajoli y a cuya caracterización me sumo.

Aún así, cabría consignar dos excepciones a la tesis negativa, una de las cuales me parece ahistórica y la otra verosímil, pero no bien alegada en este caso concreto. Veamos.

La primera excepción es la que parte de una consideración empírica, que niega que el Estado español nacido con la Constitución de 1978 sea hoy -o incluso, que lo haya sido nunca- un Estado constitucional de Derecho. Reconozco que no faltan algunas razones para este alegato, habida cuenta de la desastrosa deriva que cabe constatar en la práctica de buena parte de sus instituciones (desde luego, de una monarquía cuyo representante, Juan Carlos I, ha sido un ejemplo de pérdida de legitimidad ex exertitio, de facto). Pero la existencia de supuestos de ilegitimidad de facto, por notorios o graves que fueran, no permiten concluir que no sobreviva la legitimidad democrática de raíz, salvo que se pueda demostrar que esa ilegitimidad democrática de ejercicio es tan abrumadora, tan generalizada,  que se ha perdido toda legitimidad.

Si se sostiene, como quien suscribe, que la legitimidad democrática, la idea misma de democracia es, por definición, perfectible, o, por decirlo más claro, que no existe sino como tipo ideal,  la clave de una discusión sobre la misma estriba en la viabilidad de reformas que corrijan los errores de ejercicio y no la pura y simple contraposición entre tipo ideal y manifestaciones de facto. Y una forma de exigir esas transformaciones o modificaciones es la desobediencia civil.

 

 

 

La cuestión de la desobediencia

Como digo, ni siquiera la mayor dosis de legitimidad de la que dispone el Estado constitucional de Derecho, (un régimen abierto a reformas y que consagra una moral pública a través de su constitucionalización y, por consiguiente, dispone de una presunción fuerte de legitimidad a su favor), excluye que quepa y sea legítima la posibilidad de desobediencia civil.

En efecto, ningún régimen, ni siquiera el Estado constitucional de Derecho, agota el horizonte de legitimidad, de justicia. Menos aún en sociedades en las que se ha abierto paso una mayor pluralidad cultural, social, política y, por ejemplo, se advierte una grave deficiencia, incluso una negación de la pluralidad nacional constitutiva de una sociedad como la española. ¿Cabe en ese caso la desobediencia civil por parte de quienes entienden que son una nación a la que se niega reconocimiento, o un pueblo al que se niega su pretensión de convertirse en Estado?

Repito, hablamos de desobediencia civil cuando un individuo, o un grupo de ellos, entiende que una norma, una decisión jurídica, un comportamiento es ilegítimo y no hay posibilidades de recurrirlo y enmendarlo por las vías institucionales (recursos judiciales, propuestas de ley o referendarias, por ejemplo) o estas se han agotado. En ese caso, es legítimo proponer una desobediencia civil para llamar la atención  sobre la necesidad de cambiar. Pero para que sea civil hay unas condiciones de método y objetivos. Las condiciones de método son bien sabidas: no violenta, pública, abierta, que no cause daños a terceros en sus derechos fundamentales, que acepte el imperio de la ley y por tanto no rechace la sanción. Sobre todo si es desobediencia civil indirecta (no a la norma, decisión o acto impugnado, sino a cualquier otra, como forma de llamar atención sobre la impugnada: por ejemplo, si se desobedece una norma de tráfico para llamar la atención sobre una ley que no respeta el medio ambiente).

Pero además y sobre todo, la desobediencia es civil precisamente si y en la medida en que apela a la legitimidad del marco constitucional, de las reglas de juego, para decir que precisamente porque la norma, decisión o acto impugnado no es conforme a esos principios, no es democrática ni legítima, tomando como criterio el propio marco constitucional y, por consiguiente, debe ser derogada.

Quien no comparta ese marco, difícilmente puede llamar civil a su desobediencia. Si lo que se pretende es modificar el propio punto de partida, cambiar el Estado, sus reglas de juego, crear otro o incluso un  nuevo Estado, nos hallamos ante una disyuntiva. O bien utilizar las propias vías de reforma previstas en ese marco para cambiar incluso el propio marco (y en ese caso es desobediencia civil) o no respetarlas, desobedecer el marco, sin más. Pero eso es otra cosa: una revolución, una rebelión. No digo que no pueda ser legítima. Pero me parece muy difícil que lo sea en las condiciones actuales de regímenes democrático-constitucionales. Que son perfectibles, mejorables, claro, pero sin vulnerar las reglas de juego.

La otra posibilidad , la desobediencia pura y simple, la rebelión, la revolución, no me parece legítima sino frente a regímenes no democráticos. Y eso exige una fortísima carga de prueba: es el Estado constitucional español francamente mejorable, perfectible? Responderé que lo es en su marco definitorio, la propia Constitución, y lo es también y mucho en su práctica. Pero negar que sea democrático, sostener que nos hallamos ante un régimen ilegítimo, colonial, imperialista, dictatorial, que no deja el espacio debido a las libertades conforme a standards internacionales, me parece inadmisible. Porque los hechos no muestran tal realidad discriminatoria de raíz, antidemocrática.  Y por eso me parece que quienes así lo sostienen lo hacen desde una visión que considero prejudicial y dogmática: fundamentalista.

 

 

 

Más sobre la cuestión de las dos legitimidades.

La segunda excepción a la negación de la pertinencia de contradicción entre legitimidad y legalidad en el Estado constitucional de Derecho es, teóricamente hablando y a mi entender, la más pertinente. Se trata del argumento sostenido por quienes, pura y simplemente, niegan que exista una legitimidad democrática compartida y por ello, no menos radicalmente, plantean otra contraposición: la de un orden legal y legítimo diferente del español. No se trata de contraponer legitimidad catalana vs Estado constitucional de Derecho español, sino de los legitimidades diferentes: un Estado frente a otro o, por mejor decir, un proyecto de Estado frente al existente, que es lo que se plantea en la opción “soberanista” que, más bien, habría que denominar secesionista. Esa es la tesis que aparece en todo proceso revolucionario y su fuerza estriba en la coherencia transformadora de los hechos. Conduce, es evidente, a un planteamiento que niega la pertinencia de la negociación o confrontación dentro del Estado español, porque postula otro Estado, diferente del español. El problema es que reproduce el error lógico o la falacia de contraponer a una situación de facto un tipo ideal que, por definición es plenamente legítimo y autosuficiente en esa legitimidad. Pero sucede que esa vía conduce a una aporía democrática, porque el método para tener éxito no es la negociación, sino la autoproclamación, por lo que abdica de las denominadas ”garantías democráticas” en el ejercicio del derecho a decidir.

Que una gran parte de los ciudadanos de Catalunya sean favorables al derecho de decisión, o, por decirlo más apropiadamente, a ser consultados sobre su futuro político, me parece innegable. Ello es fruto, a mi juicio, de una muy exitosa  y eficaz estrategia política que, sin embargo, niega el supuesto empírico, las condiciones históricas, esto es, la degradación en la que vive el sistema político reinante en Catalunya y buena parte de sus agentes. En efecto, buena parte de esos representantes, lejos de encarnar al pueblo que dicen representar, practican un régimen de clase, que desde el pujolismo, ignora las necesidades reales de los ciudadanos y, sobre todo, en los años de la crisis, ha destruido sistemáticamente sus derechos mediante una estrategia política neoliberal hasta el extremo fundamentalista, es decir, con tanta o más fiereza que lo ha hecho el Gobierno del PP. Y, sin embargo, la reivindicación popular sigue manteniéndose en términos del tipo ideal del buen pueblo de la Catalunya rica i plena, que postula como axioma (nada de confrontaciones empíricas) que el ejercicio de su incuestionable derecho a decidir cuenta con buenas e irrebatibles razones. En lo que sigue, me propongo ofrecer algunos argumentos que apuntan en sentido contrario. Esto es, que no cuenta sólo ni fundamentalmente con buenas razones, sino que se trata, en gran medida, de una propaganda basada en algunas falacias o, en todo caso, en medias verdades.

 

 

Sobre la falacia del derecho a decidir.

Recordaré que, según esta formulación del derecho a decidir, se trata de un derecho absoluto e irrenunciable del que serían titulares todo y cada uno de los catalanes y el pueblo catalán como tal. Y en ese caso, cabría preguntar a quienes defienden semejante tesis: ¿también los demás individuos y pueblos, por ejemplo, los araneses, los leoneses o, por qué no, los murcianos, los españoles? Temo que nos responderían que no procede, pues de lo que se trata es de un derecho que les asiste a cada uno de por sí y a los pueblos que constituyen (¿o será por los que se constituyen?), aunque no esté expresamente reconocido en nuestras leyes, en la Constitución. Este es el primer acierto estratégico y, a la vez, la primera falacia. Presentar el derecho a decidir en cuestión como una suerte de principio moral, político y jurídico, absoluto, originario, indiscutible. Uno está tentado de añadir que incluso estético, retornando a la clásica convergencia platónica entre verdad, bien y belleza y a la emoción épica y estética que parecen sentir algunos de sus defensores. Pero la falacia consiste en que lo formulan en realidad no ya como tipo ideal cuya concreción debe ser contrastada en el contexto histórico, sino como un axioma. Es decir, una proposición que se considera «evidente» y se acepta sin requerir demostración previa y de forma absoluta, esto es, no negociable ni objeto de regulación alguna. Y es que las demostraciones que se ofrecen, a mi juicio,  apelan a la evidencia, a las medias verdades y aun a las falacias, más que a las buenas razones. Veamos.

Ante todo, el derecho a decidir se presenta como un axioma moral: nos dicen que un atributo básico de la condición de sujeto moral sería el derecho a decidir (otra cosa sería la capacidad, claro). Oponerse a reconocerlo sería una indignidad en términos éticos. Es verdad que se les puede replicar que para eso es preferible hablar simplemente del principio –pongamos kantiano- de autonomía moral, o del de dignidad. Pero esa formulación no les conviene, porque complica la argumentación. Sobre todo si pensamos en su dimensión de universalidad, que pugna con el nosotros característico del derecho a decidir, que es sobre todo excluyente, que no inclusivo. Porque el derecho a decidir  cuando se formula en el interior de otra comunidad o pueblo es para afirmarse en contra, o, mejor, para diferenciarse: nosotros no somos de éstos.  Sigamos.

El derecho a decidir es, además, un axioma político: no hay democracia sin derecho a decidir, nos dicen. Es más, añaden,  el derecho a decidir es el primer derecho democrático, el derecho original en democracia, que no se puede someter a formalidades que lo constriñan (y si se les pregunta si nos está hablando de la libertad sin ley, dirán que son disquisiciones técnicas, legalismos, trampas de rábula). Ergo, quien lo niegue es un antidemócrata, defensor del absolutismo o del totalitarismo. Dejan de lado que la invocación de que el pueblo catalán, aquí y ahora (en 2014, en la UE…) tiene derecho a auto-reconocerse, sin sujección alguna a leyes o al Estado de Derecho, porque la democracia no puede quedar supeditada a legalismos, parece propia de un cierto adanismo jurídico. Es decir, se afirma sin atención al contexto real, en línea con el viejo derecho natural, tal y como lo sostiene el Sr Junqueras que casi parafrasea la afirmación de Möser sobre los pueblos como plantas de la historia. O, peor, se apela a ese contexto, deformándolo, en una suerte de invocación de un Volkgeist –la identidad catalana, eso sí, una, nada de plural- en el que encarnaría el Zeitgeist. Una tesis que, según acredita la experiencia, nunca ha casado bien con la democracia.

E incluso, insisto, es un axioma jurídico, pues, como sostiene con un autoproclamado gran conocimiento del Derecho el señor Junqueras, sería un principio del Derecho internacional, que identifica con el derecho de autodeterminación, aunque el término es, para buena parte de sus defensores y dentro de la estrategia que siguen, un tabú que de momento no debe mencionarse. Y  cuando se le replica (como lo han hecho ilustres iusinternacionalistas, como el profesor Carrillo Salcedo) que los supuestos en los que se puede hablar de este derecho a la autodeterminación en el orden internacional no pueden ser predicados de los ciudadanos catalanes y del pueblo catalán, aquí y ahora, se apela a trescientos años de historia de <represión y colonización por parte de España contra Cataluña>, al expolio y las humillaciones continuas sufridas por el pueblo catalán. O, sorprendentemente, volviendo al terreno jurídico, al que parecieran tan alérgicos,  se acude a otro tipo de principio, “los principios generales del Derecho”(incluso alguna vez, tímidamente, al propio Derecho natural expresamente) que, según es obvio,  debe interpretarse como propongan estos defensores,  esto es, según su leal entender. Nada de exageraciones, claro. Solo fidelidad a los hechos, a la ciencia de la historia. Eso sí, al modo en que la practica el sr Sobrequés, el dialogante organizador del simposio España vs Catalunya. La misma fidelidad histórica que les lleva a formular una lista de los Presidents de la Genaralitat de Catalunya que encabeza nada menos que Berenguer de Cruilles, que sería “el primer President de la Generalitat de Catalunya”, cargo que habría ejercido entre 1359 y 1362 (sic). Y el que lo niegue será un ignorante de la historia. ¿Que nos dicen que España es el más viejo Estado europeo? Quiá! Nosotros estábamos antes. Aunque es verdad que a todo hay quien gane: como ese Arana que quería a los vascos como estirpe de Túbal, nietos de Noé…

La primera consecuencia de estar dotados de un axioma de tales características (moral, político y jurídico) es que sólo un malvado, un antidemocráta o un ignorante en Derecho pueden empeñarse en desconocerlo. O una suma de tan despreciables condiciones, es decir, un español, como concluirían triunfantes en el famoso  y precitado simposio supercientífico, quod erat demonstrandum…Por eso, español y demócrata es un oxímoron, (por no decir quizá español y ser humano, verdad?), mientras que, por qué no, catalán y demócrata serían sinónimos, porque jamás hubo catalanes en las filas de los opresores  y menos aún, (el tambor del Bruch nos libre!) entre las de los franquistas…

Dicho de otro modo, la primera y más importante consecuencia de saber que uno cuenta con un axioma, es fortalecer la fe: el profeta y sus primeros y genuinos adeptos (ANC, ERC y ahora Convergencia) pueden regocijarse: <estoy, estamos  en posesión de la verdad>. Pues bien, esa fortaleza, a mi juicio, es la llave de todo fundamentalismo y también de buena parte de los victimismos: “pobres de nosotros, aunque somos el pueblo elegido, nos persiguen” (y quizá por eso tanto esfuerzo por establecer analogías y buenos lazos con el Estado de Israel, que debe ser, malgré soi, el liberador de los palestinos). Fortaleza que muestra su eficacia también frente a la tentación de romper filas que puedan formular algunos de los que flaquean en la fe o son herejes (una parte de Unió), o entre los catecúmenos, los recién llegados a la tierra prometida (ICV).  Pero sobre todo, frente a los infieles/ignorantes que ignoran la fe: “Esto es incuestionable”, como sostuvo el Sr Sobrequés  para negar voz en su seminario al que piense de otra manera o ponga en duda la conclusión presentada como hipótesis objeto de estudio. Con el estrambote de que además, como se presenta como científico social, aporta el inmenso argumento de la historia del perseguidor, el BOE como martirologio.

Y en segundo lugar, al autoafirmarse como tal axioma, y con la eficacia propia de las falacias, invierte la carga de la argumentación. El axioma se impone por su evidencia. Y quien lo niega debe realizar un esfuerzo argumentativo suplementario. Ante todo,  para vencer la presunción en contra de la que juega, pues, como recordaba antes,  sólo un ignorante o un perverso puede atreverse a negar lo que es tan evidente.  Es una tarea difícil, y aún peor, inútil, contraproducente, una pérdida de tiempo, como sabía el inevitable Sr Sobrequés cuando seleccionó científicos para su simposio y sólo admitió a los que comulgaban con el dogma: ¿cómo se le va a dar la palabra, como va a tener credibilidad quien pretende hablar para discutir un axioma? Y si alguien consigue vencer este pre-juicio, le queda aún la titánica tarea de demostrar a los fieles que el axioma no es tal.

 

 

Para concluir

Sé que faltan matices en esta presentación. Me limitaré a uno, importante: todo lo dicho se puede aplicar, creo, con ligerísimos cambios (si no corregido y aumentado) al ideario y a la práctica de gobierno del <Gobierno Rajoy> así como, hasta hace cinco minutos, del PSOE. En posiciones exactamente antagónicas. Porque ni uno ni otro antagonista han mostrado voluntad política de negociación, no han ofrecido propuestas alternativas a lo que no sea un trágala de sus respectivos puntos de partida y de sus pretensiones. Ello muestra un escenario aut-aut, un conflicto de esos que enfrentan concepciones estáticas,  esencialistas, autosuficientes y globales. Y en ese tipo de conflictos, como nos enseña la sociología más elemental, no hay negociación posible. Nada de terceras vías. Una y otra parte sólo conciben el “victoria o muerte”, si se me permite el recurso, que espero sólo retórico.

Pero la política y el Derecho son otra cosa: disposición a la argumentación razonable, a escuchar las razones del otro, a negociar. Modifiquemos si es necesario –estoy convencido de que lo es- ese marco jurídico, la Constitución. Para que así, todos los que ciudadanos, todos los que entendemos que debe tener otras prioridades, tengamos ocasión de proponerlas. Por ejemplo, constitucionalizar con garantía fuerte los derechos sociales y suprimir la claúsula del déficit. Para avanzar en la igualdad entre hombre y mujeres. Para instaurar la igualdad entre ciudadanos y extranjeros. Para imponer la laicidad. Para poder escoger la República. Y otras.  Para que pasemos a otra organización territorial: por ejemplo, federal o confederal (según el modelo de la I República), en la que CCAA y también las naciones o Estados federados en su interior, puedan constituirse de otra manera y tengan el derecho a ejercer -si así resultara de consultas democráticas- la secesión. Pero no apelen a la contraposición entre democracia y Derecho. Porque eso conduce al fascismo.

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